Poner en marcha esa alarma fue el acto que pagué más caro de toda mi vida.
Loew y Vogel consiguieron que no se armara ningún escándalo. Me dieron la patada, me echaron de la Criminal y me devolvieron al uniforme… rondas a pie balanceando la porra en Central, mi viejo hogar. El teniente Jastrow, jefe del turno y era uña y carne con el ayudante demoníaco. Me daba cuenta de que se dedicaba a controlar cada uno de mis actos, en espera de que intentara escurrir el bulto, irme de la lengua o, fuera como fuese darle una continuación al gran error que había cometido.
No hice nada al respecto. Era la palabra de un agente con cinco años de servicio contra la de un hombre con veintidós y el futuro fiscal del distrito de la ciudad, y estaban respaldados por una buena carta oculta: los agentes del coche patrulla que acudió a la señal de alarma fueron convertidos en el nuevo equipo de la Criminal, una asombrosa casualidad destinada a garantizar que se mantuvieran calladitos y felices. Dos cosas me consolaban y me impedían volverme loco: Fritzie no había matado a nadie. Cuando comprobé los registros de salida de la cárcel, me enteré de que los cuatro confesores habían sido atendidos por «heridas sufridas en un accidente de coche» en el hospital Reina de Los Ángeles y luego los habían repartido por distintas granjas psiquiátricas del estado para su «observación». Y mi horror me empujó hasta el sitio al que durante mucho, mucho tiempo, mi exceso de miedo y mi estupidez me habían impedido llegar.
A Kay.
Esa primera noche fue tanto mi amante como el receptáculo de mi pena. Me daba miedo cualquier ruido o movimiento brusco, así que ella me desnudó y me hizo estar quieto, murmurando: «Y todo eso, ¿qué?», cada vez que yo intentaba hablar de Fritzie o de la Dalia. Me tocaba con tal suavidad que era casi como no ser tocado; yo acaricié todas y cada una de las partes de su cuerpo hasta sentir que el mío dejaba de ser puños y músculos de poli. Después, nos excitamos poco a poco el uno al otro e hicimos el amor, con Betty Short muy lejos.
Una semana después, rompí con Madeleine, la «vecina» cuya identidad había mantenido en secreto para Lee y Kay. No le di ninguna razón y la niña rica que gustaba de frecuentar las cloacas me caló cuando ya estaba a punto de colgar el teléfono.
—¿Has encontrado a una mujer segura? Ya sabes que volverás. Me parezco a ella.
Ella.
Pasó un mes. Lee no volvió. Los dos traficantes de droga fueron juzgados, condenados y ahorcados por los asesinatos de Chasco y De Witt. Mi anuncio del Fuego y el Hielo siguió apareciendo en los cuatro periódicos de Los Ángeles. El caso Short se desplazó de los titulares a las últimas páginas, las llamadas bajaron casi a cero y todo el mundo volvió a sus puestos de costumbre salvo Russ Millard y Harry Sears. Asignados todavía a ella, Russ y Harry siguieron con su trabajo de ocho horas en la oficina y en la calle; pasaban las tardes en El Nido y revisaban los archivos. Cuando salía de la comisaría a las nueve, les hacía una breve visita yendo de camino hacia Kay, calladamente sorprendido de ver hasta qué punto estaba obsesionado el señor Homicidios, con su familia abandonada mientras que él hurgaba en los documentos hasta la medianoche. Era un hombre que inspiraba confianza; cuando le conté la historia de Fritzie y del almacén, su absolución fue un abrazo paternal y esta admonición:
—Pasa el examen de Sargentos. Dentro de un año o algo así iré a ver a Thad Green. Me debe un favor y tú serás mi compañero cuando Harry se retire.
Era una promesa sobre la cual podía ir construyendo algo e hizo que siguiera yendo al archivo. En mis días libres y con Kay en su trabajo, no tenía nada que hacer, así que lo leí una y otra vez. Faltaban las carpetas de la R, la S y la T, lo cual suponía una molestia pero, aparte de eso, era la perfección misma. Mi mujer real de ahora había hecho retroceder a Betty Short más allá de una Línea Maginot al terreno de la curiosidad profesional, así yo leía, pensaba y hacía hipótesis con la meta de convertirme en un buen detective…, el camino en el cual me hallaba hasta que hice funcionar esa alarma. Algunas veces, tenía la sensación de que en esos hechos había conexiones que rogaban ser establecidas; otras veces, me maldecía a mí mismo por no tener un diez por ciento más de sustancia gris; en ocasiones los papeles sólo, me hacían pensar en Lee.
Seguí con la mujer a la cual él había salvado de una pesadilla. Kay y yo jugábamos a las casitas tres o cuatro veces a la semana, siempre tarde, dado el turno que yo tenía ahora. Hacíamos el amor a nuestra tierna manera particular y hablábamos esquivando los acontecimientos desagradables de los últimos meses. Aunque me mostrara amable y bondadoso, por dentro seguía hirviendo con el ansia de que se produjera una conclusión exterior a mí…, que Lee volviera, que el asesino de la Dalia estuviera sobre una bandeja, otras sesión de Flecha Roja con Madeleine o Ellis Loew y Fritzie Vogel clavados en una cruz.
Lo que siempre llegaba con eso era ver de nuevo en una fea ampliación mi imagen que golpeaba a Cecil Durkin, seguida por la pregunta: «¿Hasta dónde habrías llegado esa noche?».
Durante mis rondas, esa pregunta me acosaba con más fuerza que nunca. Hacía la Cinco Este, desde Main a Stanford, la peor zona. Bancos de sangre, licorerías que sólo vendían medias pintas y minibocadillos, hoteles de cincuenta centavos la noche y misiones medio en ruinas.
Allí la regla escrita era que los agentes de a pie no se andaban nunca con bromas. Las pesadillas de borrachos eran dispersadas a golpes de porra; los tipos que intentaban ser cogidos en la lista de algún negrero cuando se ponían demasiado pesados y no había trabajo eran echados a empujones.
Recogías borrachos y gente que vivía rebuscando en la basura, para cumplir con la cuota, sin hacer ninguna discriminación, y les dabas una paliza si intentaban escaparse del furgón. Era un trabajo horrible y asqueroso y los únicos agentes buenos en él eran los tipos trasladados de Oklahoma a los que se cogió en el Departamento durante la falta de hombres producida por la guerra. Yo patrullaba pero no me lo tomaba demasiado en serio: rozaba a los tipos con mi porra, sin apretar; les daba calderilla a los borrachos para sacarlos de la calle y meterlos en las tabernas donde no me vería obligado a lidiar con ellos y obtenía cuotas bajas en mis recogidas. Conseguí la reputación de «el blando» de la Central; Johnny Vogel me pilló en dos ocasiones en que le daba calderilla a un borracho y se rió a carcajadas. Después de mi primer mes vestido de uniforme, el teniente Jastrow me puso una D, lo más bajo posible, en su apreciación de mi capacidad: uno de los chupatintas me contó que citaba mi «Renuencia a emplear la fuerza necesaria con los delincuentes recalcitrantes». A Kay le hizo mucha gracia eso pero yo imaginé una montaña de papeles con malos informes tan alta que ni toda la influencia de Russ Millard sería capaz de hacerme volver a mi trabajo.
Así pues, me hallaba en el mismo sitio que antes del combate y la votación sobre los fondos, sólo que un poco más al este y andando a pie. Durante mi ascensión a la Criminal, los rumores hicieron furor; ahora, las especulaciones se centraban en mi caída. Una de las historias decía que me habían castigado por pegar a Lee, otras me hacían meterme en el territorio de la División Este del Valle y librar un combate con el duro de la calle Setenta y Siete que había ganado los Guantes de Oro en el año 46 o incurrir en las iras de Ellis Loew por haber filtrado información sobre la Dalia a una emisora que se oponía a su candidatura como fiscal del distrito. Cada uno de los rumores me retrataba como un tipo amante de acuchillar por la espalda, un bolchevique, un cobarde y un idiota; cuando el informe de mi segundo mes terminó con la frase «la conducta pasiva observada por este agente durante sus patrullas le ha ganado la enemistad de todos los policías de su turno que desean mantener el orden», empecé a pensar en darles billetes de cinco dólares a los borrachos y una paliza a cada tipo vestido de azul que me mirara de reojo.
Entonces, ella volvió.
Nunca pensaba en ella durante mi ronda; cuando estudiaba el archivo, hacía un mero trabajo policial, buscaba hechos sobre un cadáver normal y construía teorías sobre él. Cuando hacerle el amor a Kay se transformaba en algo demasiado lleno de afecto, ella acudía al rescate, servía a su propósito y era expulsada tan pronto como habíamos terminado. Vivía cuando yo estaba dormido e indefenso.
Siempre era el mismo sueño. Yo me hallaba en el almacén con Fritzie Vogel, matando a Cecil Durkin a golpes. Ella miraba, y gritaba que ninguno de aquellos pobres tipos babeantes la había matado, después prometía amarme si conseguía que Fritzie dejara de pegar a Charlie Issler. Yo me detenía pues deseaba el sexo prometido. Fritzie continuaba con su carnicería y Betty lloraba por Charlie mientras yo la poseía.
Siempre me despertaba agradecido por la luz diurna, en especial cuando Kay se encontraba a mi lado.
El 4 de abril, casi dos meses y medio después de la desaparición de Lee, Kay recibió una carta en un sobre oficial del Departamento de Policía de Los Ángeles.
3/4/47
Querida señorita Lake:
Esta carta tiene como fin informarle de que Leland C. Blanchard ha sido expulsado oficialmente del Departamento de Policía de Los Ángeles por haber faltado a sus deberes, con efectividad del 15/3/47. Usted era la beneficiaria de su cuenta en el Los Ángeles City Credit Union, y dado que sigue siendo imposible entrar en contacto con el señor Blanchard, nos parece que lo justo es remitirle el efectivo existente en ella.
Con mis mejores deseos,
Leonard V. Strock,
Sargento,
División de Personal
En el sobre había un cheque por valor de 14,11 dólares. Aquello me hizo enloquecer de rabia y ataqué el archivo para así no tener que atacar a mi nuevo enemigo: la burocracia que me poseía.