«Los siguientes agentes de la Central y de Detectives asignados de forma temporal a la investigación sobre E. Short volverán a sus puestos normales, efectividad mañana, 6/2/47:
Sgt. T. Anders — reg. a la Central.
Det. J. Arcola — reg. a Central Atracos.
Sgt. R. Cavanaugh — reg. a Central Robos.
Det. G. Ellison reg. de Central Detectives.
Det. A. Grimes — reg. a Central Detectives.
Det. C. Ligget — reg. a Central Juvenil.
Det. R. Navarrete — reg. a Central.
Sgt. J. Pratt — reg. a Homicidios Central. (Ver a teniente Ruley para asignación de puesto.)
Det. J. Smith —reg. a Homicidios Central. (Ver teniente Ruley.)
Det. W. Smith — reg. a Central Detectives.
El jefe Horrall y su ayudante, el jefe Green, desean darles las gracias por su colaboración en este caso y, de forma muy especial, por las muchas horas que han invertido en él. A todos ustedes se les enviarán cartas personales de felicitación con una mención honorífica.
Con mi agradecimiento personal,
Capitán J. V. Tierney, jefe de la Central de Detectives.»
Entre el tablón de anuncios y la oficina de Millard habría unos nueve metros; los cubrí en aproximadamente una décima de segundo. Russ alzó la vista de su escritorio.
—Hola, Bucky. ¿Cómo andan tus trucos de chico genial?
—¿Por qué no figuro en esa lista de cambios?
—Le pedí a Jack que te mantuviera en el caso Short.
—¿Por qué?
—Porque vas a convertirte en un detective condenadamente bueno y Harry se retira en el cincuenta. ¿Quieres más?
Me preguntaba a mí mismo qué decir cuando el teléfono sonó. Russ cogió el auricular.
—Central Homicidios, Millard —respondió.
Luego permaneció a la escucha durante unos instantes y me señaló una extensión que había sobre el escritorio, delante de él. Levanté el auricular y oí a una ronca voz masculina que estaba a mitad de una frase:
—… de la unidad del DIC en Fuerte Dix. Ya sé que les han caído encima un montón de confesiones que no valían nada pero ésta me ha parecido bastante buena.
—Siga, mayor —dijo Russ.
—El nombre del soldado es Joseph Dulange. Se trata de un policía militar y sirve en la compañía del puesto de mando de aquí. Le hizo la confesión a su oficial superior después de una borrachera. Sus compañeros dicen que lleva cuchillo y que voló a Los Ángeles de permiso el ocho de enero. Además de eso, hemos hallado manchas de sangre en unos pantalones suyos… demasiado pequeñas para indicar el tipo. Personalmente, creo que es un mal bicho. Ha tenido un montón de peleas cuando servía fuera del país y su oficial superior dice que golpea a su mujer.
—Mayor, ¿tiene a Dulange por ahí cerca?
—Sí. Encerrado en una celda, al otro lado del pasillo.
—Haga algo por mí, se lo ruego. Pídale que le describa qué señales de nacimiento tenía Elizabeth Short. Si lo hace con precisión, mi compañero y yo estaremos en el próximo vuelo que salga del Campamento MacArthur.
—Sí, señor —dijo el mayor, y con ello terminó la charla por parte de Fuerte Dix.
—Harry está con gripe. ¿Tienes ganas de hacer un viaje a Nueva Jersey, chico listo? —preguntó Russ.
—¿Lo dices en serio?
—Si ese soldado habla de las pecas que Elizabeth tenía en el trasero, desde luego.
—Pregúntale por las cuchilladas, por lo que no salió en los periódicos.
Russ meneó la cabeza.
—No. Podría ponerle demasiado nervioso. Si esto es auténtico, iremos en avión hasta allí y enviaremos el informe desde Jersey. Si Jack o Ellis se enteran del asunto, mandarán a Fritzie, y mañana tendremos a ese soldado en la silla eléctrica, tanto si es culpable como si no.
La frase sobre este último me irritó.
—Fritzie no es tan malo. Y creo que Loew ya no piensa en eso de encontrar un culpable como sea.
—Entonces, resulta que eres un chico demasiado fácil de impresionar. Fritzie es de lo peor que hay, y Ellis…
El mayor habló de nuevo al otro lado de la línea.
—Señor, Dulange dice que la chica tenía tres pequeños lunares oscuros en la parte izquierda de su… ejem… su trasero.
—Podría haber dicho usted culo, mayor. Vamos para allá.
El cabo Joseph Dulange era un hombre alto y musculoso de veintinueve años, con el cabello oscuro y cara de caballo provista de un bigote tan delgado que parecía dibujado con un lápiz. Vestía su uniforme verde oliva y estaba sentado al otro lado de la mesa que ocupábamos en la oficina del jefe de la policía militar de Fuerte Dix, y parecía tan malo como el demonio. Junto a él había un capitán del cuerpo legal, quizá para asegurarse de que Russ y yo no probáramos a aplicarle el tercer grado como si fuera un civil. El trayecto de ocho horas en avión había sido algo agitado; a las cuatro de la madrugada yo seguía funcionando según el horario de Los Ángeles, agotado pero con todos los nervios tensos. Durante el viaje desde el aeropuerto, el mayor con el que habíamos hablado por teléfono nos dio informaciones sobre Dulange. Era un veterano de guerra, casado dos veces, amante de la bebida y temido en las peleas. Su declaración no era completa pero había dos hechos que la apoyaban bastante: había ido en avión a Los Ángeles el mes de enero y fue arrestado por ebriedad en la estación de Pennsylvania, Nueva York, el diecisiete de enero.
Russ empezó sin rodeos.
—Cabo, mi nombre es Millard y éste es el detective Bleichert. Pertenecemos al Departamento de Policía de Los Ángeles y si nos convence de que mató a Elizabeth Short lo arrestaremos y nos lo llevaremos con nosotros.
Dulange se removió en su silla.
—Yo la corté a pedazos —dijo con una voz aguda y nasal.
Russ suspiró.
—Hay un montón de gente que nos ha dicho eso.
—Además, me la tiré.
—¿De veras? ¿Engaña a su mujer?
—Soy francés.
—Yo soy alemán —dije adoptando mi papel de chico malo—, así que, ¿le importa eso una mierda a quien sea? ¿Qué tiene eso que ver con engañar a su mujer?
Dulange nos enseñó la lengua, metiéndola y sacándola tan aprisa como un reptil.
—Yo lo hago a la francesa. A mi mujer no le gusta eso.
Russ me dio un codazo.
—Cabo, ¿por qué pasó su permiso en Los Ángeles? ¿Qué le interesaba allí?
—Los coños. El Johnnie Walker Etiqueta Roja. La diversión.
—Podría haber encontrado eso al otro lado del río, en Manhattan.
—El sol. Las estrellas de cine. Las palmeras.
Russ se rió.
—En Los Ángeles tenía todo eso. Da la impresión de que su mujer le deja muy suelto, Joe. Ya sabe, pasar todo un permiso usted solito…
—Sabe que soy francés. Cuando estoy en casa, no se puede quejar. Estilo misionero, veinticinco centímetros. No tiene quejas, se lo hago bien.
—¿Y si se quejara, Joe? ¿Qué le haría usted?
—Una queja, uso los puños —repuso Dulange sin inmutarse—. Dos quejas, la parto por la mitad.
—¿Me está diciendo que voló casi cinco mil kilómetros para comerse un coño? —pregunté.
—Soy francés.
—A mí me parece más bien homosexual. Los tipos que se lanzan sobre la raja son unos reprimidos, eso es algo probado. ¿Tienes una respuesta a eso, tío mierda?
El abogado militar se puso en pie y murmuró algo al oído de Russ; éste me dio un rodillazo por debajo de la mesa. Dulange convirtió su inexpresividad en una gran sonrisa.
—La respuesta me cuelga entre las piernas, pies planos.
—Tendrá que excusar al detective Bleichert, Joe —dijo Russ—. No tiene mucho aguante.
—Lo que no tiene es mucha polla. Les pasa a todos los alemanes, Soy francés, por eso lo sé.
Russ lanzó una feroz carcajada, como si acabara de oír un chiste realmente soberbio en el Club de los Alces.
—Joe, usted es tremendo.
Dulange nos enseñó la lengua.
—Soy francés.
—Joe, usted es impulsivo y el mayor Carroll me ha dicho que golpea a su mujer. ¿Es cierto?
—¿Saben los negros bailar?
—Por supuesto que saben. ¿Le agrada golpear a las mujeres, Joe?
—Cuando lo piden.
—¿Con qué frecuencia lo pide su mujer?
—Pide el gran cañón cada noche.
—No, quiero decir que cuántas veces pide que la maltrate.
—Cada vez que he estado dándole al Johnnie Red y se hace la chica lista, entonces es cuando me lo pide.
—¿Se hacen mucha compañía usted y Johnnie?
—Es mi mejor amigo.
—¿Lo acompañó a Los Ángeles?
—Fue en mi bolsillo.
Hacer fintas con un psicópata alcoholizado comenzaba a desgastarme; pensé en Fritzie y en su estilo directo de enfocar el asunto.
—¿Tienes delirium tremens o qué, tío mierda? ¿Quieres que te dé unos masajes en la cabeza para aclararte las ideas?
—¡Bleichert, basta!
Me callé. El capitán me miraba con fijeza; Russ se enderezó el nudo de la corbata… era la señal de que mantuviera mi boca cerrada. Dulange hizo crujir uno a uno los nudillos de su mano derecha. Russ arrojó un paquete de cigarrillos sobre la mesa, el más viejo de todos los trucos «soy amigo tuyo» que hay en el libro.
—A Johnnie no le gusta que fume si no es cuando estoy con él —dijo el francés—. Si le traen aquí, fumaré. Además, confieso mejor en su compañía. Pregúntenle al capellán católico de North Post. Me ha contado que siempre huele a Johnnie cuando voy a confesar.
Yo empecé a barruntarme que el cabo Joseph Dulange babeaba por conseguir la atención de quien fuera.
—Joe, una confesión en estado de embriaguez no es válida ante un tribunal —dijo Russ—. Pero haremos un trato: convénzame de que mató a Betty Short y yo me aseguraré de que Johnnie nos acompañe en el viaje de vuelta a Los Ángeles. Un hermoso vuelo de ocho horas le dará mucho tiempo para trabar nuevas amistades con él. ¿Qué me dice?
—Digo que yo corté en rebanadas a la Dalia.
—Y yo digo que no. Yo digo que usted y Johnnie van a estar separados durante mucho tiempo.
—Yo lo hice.
—¿Cómo?
—Se lo hice en las tetitas, de oreja a oreja y por la cintura. Chop. Chop. Chop.
Russ suspiró.
—Volvamos atrás, Joe. Se salió en avión de aquí el miércoles ocho de enero y aterrizó en el Campamento MacArthur esa misma noche. Usted y Johnnie están en Los Ángeles, con muchas ganas de buscar jaleo. ¿Adónde van primero? ¿Hollywood Bulevar? ¿Sunset Strip? ¿La playa? ¿Dónde?
Dulange hizo crujir sus nudillos.
—Al Salón de Tatuajes de Nathan, en el 463 de Al-varado Norte.
—¿Qué hizo allí?
Joe «el loco» se subió la manga derecha, revelando la lengua bífida de una serpiente bajo la cual se leía la palabra «Franchute». Cuando flexionó el bíceps el tatuaje se movió.
—Soy francés —dijo Dulange.
Millard le soltó su réplica patentada.
—Yo soy policía y comienzo a aburrirme. Cuando eso ocurre, el detective Bleichert toma el mando. El detective Bleichert fue en el pasado el peso semipesado número diez de todo el mundo y no es una persona agradable. ¿Verdad que no, socio?
Apreté los puños.
—Soy alemán.
Dulange se rió.
—Lengua seca, no hay saliva. Si no hay Johnnie, no hay historia.
Estuve a punto de saltar por encima de la mesa para lanzarme sobre él. Russ me cogió del brazo y me retuvo con la fuerza de unas tenazas mientras intentaba convencer a Dulange.
—John, haré un trato con usted. Primero, convénzanos de que conocía a Betty Short. Dénos algunos datos. Nombres, fechas, descripciones… Haga eso y cuando nos tomemos el primer descanso, usted y Johnnie pueden volver a su celda y familiarizarse de nuevo el uno con el otro. ¿Qué me dice?
—¿Una pinta de Johnnie?
—No, su hermano mayor. Una botella entera.
El francés cogió el paquete de cigarrillos y lo sacudió para sacar uno; Russ ya tenía el mechero en la mano y lo alargaba hacia él. Dulange tragó una monumental bocanada de humo y luego lo soltó, dejando escapar un chorro de palabras con él.
—Después de los tatuajes, Johnnie y yo tomamos un taxi para ir a la parte baja de la ciudad y conseguir una habitación. Hotel Habana, Novena y Olive, un par cada noche, grandes cucarachas. Empezaron a hacer jaleo, así que puse unas cuantas trampas. Eso las mató. Yo y Johnnie dormimos y al día siguiente nos fuimos a cazar coños. No hubo suerte. Al día siguiente conseguía un coño filipino en la estación de autobuses. Me dice que necesita el precio del billete para San Francisco así que le ofrezco uno de cincuenta para que nos lleve a mí y a Johnnie. Dice que para dos tipos lo mínimo es el doble. Yo le digo que Johnnie es mejor que el Cristo, y que ella es quien debería pagar. Volvemos al hotel y todas las cucarachas se han escapado de las trampas. La presento a Johnnie y le digo que él va primero. Ella se asusta y dice: «¿Te crees que eres Fatty Arbuckle?»[2]. Le digo que soy un francés, que quién se piensa que es ella, ¿cree acaso que puede despreciar a Johnnie Red?
»Las cucarachas se ponen a chillar igual que negros apaleados. La filipina dice que no señor, que Johnnie tiene los dientes afilados. Sale corriendo a toda velocidad, yo y Johnnie nos quedamos encerrados hasta última hora del sábado. Queremos un coño, lo necesitamos. Vamos a esa tienda de ropa militar que hay en Broadway y me consigo unas cuantas insignias para mi chaqueta Ike. Cruz de Servicios Distinguidos con hojas de roble; estrella de plata; estrella de bronce y cintas por todas las campañas contra los japoneses. Parezco George S. Patton, sólo que la tengo más grande. Yo y Johnnie vamos a ese bar llamado el Búho Nocturno. La Dalia entra y Johnnie dice: "Sí, señor, ésa es mi chica, no, señor, nada de quizá; sí, señor, ésa es mi chica".»
Dulange apagó su cigarrillo y alargó la mano hacia el paquete. Russ tomaba notas; yo me imaginé el momento y el lugar, recordando al Búho Nocturno de los días en que trabajaba con la Patrulla Central. Estaba en la Sexta y Hill, a dos manzanas del hotel Biltmore, donde Red Manley dejó a Betty Short el viernes, diez de enero. El francés, sin descartar del todo que sus recuerdos se debieran al delirium tremens, había logrado un poco más de credibilidad.
—Joe, eso ocurrió entre el sábado once y el domingo doce, me está hablando de ese período, ¿verdad? —dijo Russ.
Dulange encendió otro cigarrillo.
—Soy un francés, no un calendario. Ya se puede imaginar que inmediatamente después del sábado viene el domingo.
—Continúe.
—Bueno, la Dalia, yo y Johnnie tenemos una pequeña conversación y yo la invito al hotel. Llegamos ahí. Las cucarachas andan sueltas, cantan y muerden la madera. La Dalia dice que de abrirse de piernas nada a menos que yo las mate. Cojo a Johnnie y empiezo a darles con él, Johnnie me dice que no le duele. Pero el coño de la Dalia no se abrirá hasta que las cucarachas hayan sido eliminadas al estilo científico. Bajo a la calle y busco a ese médico. Les da inyecciones de veneno a las cucarachas a cambio de uno de cinco. Yo y la Dalia jodemos igual que conejos, Johnnie Red nos mira. Está enfadado porque la Dalia es tan buena que no quiero darle ni un poquito.
Hice una pregunta destinada a que se dejara de tantas memeces.
—Describe su cuerpo. Haz un buen trabajo o no verás a Johnnie Red hasta que salgas del calabozo militar.
El rostro de Dulange se ablandó; parecía un niño pequeño amenazado con perder a su osito de peluche.
—Responda a su pregunta, Joe —dijo Russ.
Dulange sonrió.
—Hasta que se las rebajé, tenía las tetitas subidas con pezones rosa. Piernas algo gruesas, un matorral soberbio. Con esos lunares de los que le hablé al mayor Carroll y unos arañazos en la espalda realmente muy nuevos, como si acabaran de darle una paliza.
Sentí un cosquilleo, recordando las «marcas de látigo no muy profundas» que el forense mencionó en la autopsia.
—Siga, Joe —dijo Russ.
Dulange sonrió igual que un ogro en un cementerio.
—Entonces, la Dalia empieza a portarse raro y dice: «¿Cómo es que eres sólo cabo si ganaste todas esas medallas?». Empieza a llamarme Matt y Gordon y no para de hablar sobre nuestra criatura, aunque sólo lo hicimos una vez y yo llevaba un condón. Johnnie se asusta y yo y las cucarachas empezamos a cantar: «No, señor, ésa no es mi chica». Yo quiero más coñito así que me llevo la Dalia a la calle para ver al doctor de las cucarachas. Le suelto uno de diez y él hace ver que la examina. «La criatura está sana y llegará dentro de seis meses», le dice.
Más confirmaciones, brotadas del mismísimo centro de la neblina creada por el delirium tremens… ese Matt y ese Gordon eran, obviamente, Matt Gordon y Joseph Gordon Fickling, dos de los esposos de fantasía que Betty Short tuvo. Pensé que estábamos acercándonos al blanco y que debíamos conseguírselo al gran Lee Blanchard.
—¿Y después qué, Joe? —dijo Russ.
Dulange pareció realmente sorprendido: ahora estaba más allá de toda bravata, de los recuerdos de un cerebro empapado en alcohol y el deseo de reunirse otra vez con Johnnie Red.
—Entonces, la corté.
—¿Dónde?
—Por la cintura.
—No, Joe. ¿Dónde cometió el crimen?
—Oh. En el hotel.
—¿Qué número de habitación?
—La 116.
—¿Cómo llevó el cuerpo hasta la Treinta y Nueve y Norton?
—Robé un coche.
—¿Qué clase de coche?
—Un Chevy.
—¿Año y Modelo?
—Sedán del 43.
—Joe, durante la guerra no se fabricaron coches en Estados Unidos. Pruebe otra vez.
—Sedán del 47.
—¿Alguien se dejó las llaves puestas en un bonito coche nuevo como ése? ¿En la parte baja de Los Ángeles?
—Le hice un puente.
—¿Cómo le hace usted un puente a un coche, Joe?
—¿Qué?
—Explíqueme el procedimiento.
—Se me ha olvidado cómo lo hice. Estaba borracho.
—¿Dónde queda el cruce de la Treinta y Nueve y Norton? —pregunté, metiendo baza.
Dulange jugueteó con el paquete de cigarrillos.
—Está cerca del bulevar Crenshaw y la calle Coliseum.
—Dime algo que no apareciera en los periódicos. —Le hice un tajo de oreja a oreja.
—Eso lo sabe todo el mundo.
—Yo y Johnnie la violamos.
—No fue violada, y Johnnie habría dejado señales. No había ninguna. ¿Por qué la mataste?
—No jodía bien.
—Estupideces. Has dicho que Betty jodía igual que una coneja.
—Una coneja mala.
—Oye, imbécil, de noche todos los gatos son pardos. ¿Por qué la mataste?
—No le iba el francés.
—Ésa no es una razón. Puedes conseguir el francés en cualquier burdel de cinco dólares. Un francés como tú debería saberlo.
—Lo hacía mal.
—Eso es algo que no se puede hacer mal, idiota.
—¡La hice rebanadas!
Golpeé la mesa al estilo Harry Sears.
—¡Eres un hijo de puta mentiroso!
El abogado militar se levantó; Dulange puso cara de pena y gimoteó:
—Quiero a mi Johnnie.
—Que vuelva aquí dentro de seis horas —dijo Russ al capitán, y me sonrió… la sonrisa más suave y amable que le había visto jamás en el rostro.
Así que habíamos dejado la cosa en 50-50 y luego se había puesto 75-25 en contra.
Russ se marchó para mandar su informe y enviar un equipo de investigación a la habitación 116 del hotel Habana en busca de manchas de sangre; yo me fui a dormir en la habitación del ala de oficiales que el mayor Carroll nos asignó.
Soñé con Betty Short y Fatty Arbuckle en blanco y negro; cuando el despertador sonó, alargué la mano en busca de Madeleine.
Al abrir los ojos vi a Russ vestido con un traje limpio.
—Nunca subestimes a Ellis Loew —dijo, y me alargó un periódico. Era de Newark y llevaba el titular: «¡Soldado de Fuerte Dix acusado en Sensacional Asesinato de Los Ángeles!». Bajo el titular había fotos de Joe Dulange, «el francés», y Loew posando en una forma más bien teatral detrás de su escritorio. El texto decía lo siguiente:
En una revelación exclusiva a nuestra publicación hermana, el Mirror de Los Ángeles, el ayudante del fiscal del distrito, Ellis Loew, encargado legal del enigmático asesinato de la Dalia Negra, anunció que la noche anterior se había logrado un gran avance en el caso. «Dos de mis más apreciados colegas, el teniente Russell Millard y el agente Dwight Bleichert, acaban de informarme que el cabo Joseph Dulange, de Fuerte Dix, Nueva Jersey, ha confesado haber asesinado a Elizabeth Short y que la confesión ha sido refrendada por hechos que sólo el asesino podría conocer. El cabo Dulange es un conocido degenerado. Proporcionaré más datos a la prensa sobre la confesión tan pronto como mis hombres vuelvan con Dulange a Los Ángeles para que sea acusado legalmente.»
El caso de Elizabeth Short ha tenido perplejas a las autoridades desde la mañana del 15 de enero, cuando el cuerpo desnudo y mutilado de la señorita Short, cortado en dos por la cintura, fue encontrado en un solar vacío de Los Ángeles. El ayudante del fiscal del distrito, Ellis Loew, no desea revelar los detalles de la confesión del cabo Dulange, pero ha dicho que Dulange era una de las relaciones íntimas que se le conocían a la señorita Short. «Ya habrá más detalles —dijo—. Lo importante es que ese demonio se halla custodiado en un sitio donde no podrá volver a matar.»
Me reí.
—¿Qué le dijiste a Loew en realidad?
—Nada. Cuando hablé por primera vez con el capitán Jack le comenté que Dulange se presentaba como una buena posibilidad. Me dio la bronca por no haberle informado antes de irnos, y eso fue todo. La segunda vez que llamé le dije que Dulange me estaba empezando a parecer otro chiflado. Se preocupó mucho y ahora sé la razón.
Me puse en pie y me desperecé.
—Bueno, esperemos que realmente la matara.
Russ meneó la cabeza.
—Los de investigación dijeron que no había manchas de sangre en la habitación del hotel y tampoco agua corriente con la que desangrar el cadáver. Y Carroll ha solicitado información en tres Estados sobre el paradero de Dulange desde el diez al diecisiete de enero: hospitales, sitios especiales para borrachos, todo ese jaleo. Acabamos de recibir la respuesta a esa petición: nuestro franchute estuvo en el ala especial del hospital de San Patricio de Brooklyn desde el catorce hasta el diecisiete de enero. Delirium tremens severo. Fue dado de alta esa mañana y recogido dos horas más tarde en la estación de Pennsylvania. Ese hombre está limpio.
No sabía con quién irritarme. Loew y compañía deseaban acabar con el caso como fuera, Millard quería justicia, yo volvía a casa con unos titulares que me harían aparecer como un imbécil.
—¿Qué hay de Dulange? ¿Quieres tener otra sesión con él?
—¿Y oír más sobre las cucarachas que cantan? No. Carroll le dijo cuál había sido la respuesta a nuestra petición. Confesó que había inventado esa historia para obtener publicidad. Quiere reconciliarse con su primera esposa y pensó que esa atención le haría obtener algo de simpatía por su parte. He vuelto a hablar con él y todo fue fruto del delirium tremens. No puede contarnos nada más al respecto.
—Jesús.
—Sí, ya puedes mencionar al Salvador. Joe va a ser liberado a toda velocidad y nosotros cogeremos un avión para regresar a Los Ángeles, dentro de cuarenta y cinco minutos. Por lo tanto, ve vistiéndote, compañero.
Me puse mi traje sucio y, después, Russ y yo fuimos a esperar el jeep que nos llevaría hasta la pista para el despegue. A lo lejos distinguí una silueta alta y vestida de uniforme que se nos acercaba. Me estremecí al notar el frío que hacía; el hombre se aproximó más. Me di cuenta de que era el mismísimo cabo Joseph Dulange en persona.
Cuando estuvo ante nosotros, extendió hacia mí un periódico de la mañana y señaló su foto en la primera página.
—Lo he conseguido y ahora tú eres letra pequeña, que es donde los alemanes deben estar.
Olí a Johnnie Red en su aliento y le di un buen directo en la mandíbula. Dulange se derrumbó igual que una tonelada de ladrillos; la mano derecha me latía con fuerza. La expresión de Russ Millard me recordó a la de Jesús preparándose a reñir a los paganos.
—No seas tan condenadamente educado —dije—. No te hagas el jodido santo.