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Perder el primer combate Bleichert-Blanchard me dio una buena celebridad local, el puesto de la Criminal y cerca de nueve mil dólares en efectivo; ganar el segundo combate me proporcionó dos nudillos partidos, la muñeca izquierda dislocada y un día en la cama, aturdido a causa de una reacción alérgica a las píldoras de codeína que el capitán Jack me recetó al enterarse de la pelea y verme en el cubículo intentando vendarme el puño. Lo único bueno que salió de mi «victoria» fue un respiro de veinticuatro horas sin Elizabeth Short; lo peor estaba todavía por llegar…: enfrentarme a Lee y Kay para ver si yo podía salvarnos a los tres, sin perder mis pelotas en ello.

Fui a la casa el miércoles por la tarde, el día que debíamos despedirnos de la Dalia y el aniversario de la primera semana en que el célebre fiambre había aparecido. La reunión con Thad Green estaba fijada para las seis de esa tarde, y si había alguna forma de arreglar un poco las cosas con Lee antes de eso, yo tenía que intentarlo.

La puerta principal estaba abierta; en la mesita del café había un ejemplar del Herald, abierto por la segunda y tercera página. Todos los detritus de mi revuelta vida estaban esparcidos en ellas… La Dalia; el flaco y anguloso rostro de Bobby de Witt que volvía a casa; Junior Nash muerto por un agente del sheriff, que no estaba de servicio, después de haber atracado a un verdulero japonés y matado al propietario y a su hijo de catorce años.

—Somos famosos, Dwight.

Kay se hallaba de pie en el umbral, inmóvil. Me reí; mis maltrechos nudillos latían.

—Algo conocidos, quizá. ¿Dónde está Lee?

—No lo sé. Ayer por la tarde se marchó.

—Sabes que se encuentra en apuros, ¿verdad?

—Sé que le diste una paliza.

Fui hacia ella. El aliento de Kay apestaba a cigarrillos y su rostro aparecía enrojecido a causa del llanto. La abracé; ella me devolvió el abrazo.

—No te culpo por ello —dijo.

Hundí mi cara en su cabello.

—Es probable que De Witt se encuentre ya en Los Ángeles. Si Lee no vuelve esta noche, vendré aquí para estar contigo.

Kay me apartó.

—No vengas, a no ser que quieras acostarte conmigo.

—Kay, no puedo hacerlo —dije.

—¿Por qué? ¿A causa de esa chica del vecindario con la que te ves?

Recordé la mentira que le había contado a Lee.

—Sí… No, no es por eso. Es sólo que…

—¿Es sólo que qué, Dwight?

La abracé para que no pudiera mirarme a los ojos y saber que la mitad de lo que iba a contarle me hacía sentir como un niño y la otra mitad como un embustero.

—Que Lee y tú sois mi familia, y él es mi compañero, y hasta que hayamos solucionado este problema en el cual anda metido y sepamos si todavía somos compañeros, el que tú y yo nos acostemos no sirve de nada, maldita sea. La chica a la cual he estado viendo no es nada. De hecho, no significa nada para mí.

—Estás asustado de cualquier cosa que no sea el pelear, los policías y las pistolas, eso es todo —dijo Kay, y me abrazó con más fuerza.

Me dejé rodear por sus brazos con la certeza de que me había calado a la perfección. Luego me aparté de ella y me fui hacia todas las cosas que había dicho.

El reloj que había en la sala de espera de Thad Green llegó a las seis y Lee seguía sin aparecer. A las seis y un minuto, la secretaria de Green abrió la puerta y me hizo entrar. El jefe de detectives alzó la mirada de su escritorio.

—¿Dónde está Blanchard? Es a él a quien deseo ver en realidad.

—No lo sé, señor —respondí, y permanecí inmóvil, como en un desfile cuando te dicen que descanses.

Green me señaló una silla. Me instalé en ella y el jefe clavó sus duros ojos en mí.

—Le concedo cincuenta palabras, o quizá menos todavía, para explicar la conducta de su compañero la noche del lunes. Lo escucho.

—Señor, la hermana pequeña de Lee fue asesinada cuando él era un crío; el caso de la Dalia es para él lo que podría llamarse una obsesión —dije—. Bobby de Witt, el hombre que él mandó a la cárcel por el asunto del Boulevard-Citizens, salió ayer; hace una semana matamos a esos cuatro tipos; así que, la película fue el detonador final. Hizo que Lee estallara y montó ese escándalo en el bar de lesbianas porque creía poder conseguir una pista sobre el tipo que rodó la película.

Green, que había estado moviendo la cabeza como si asintiera, dejó de hacerlo.

—Habla usted igual que un picapleitos que intenta justificar las acciones de su cliente. En mi departamento, un hombre sabe mantener controlado su equipaje emocional cuando se coloca la placa, o, de lo contrario, sale del departamento. Pero con el fin de hacerle ver a usted que simpatizo un poco con Blanchard, le diré algo: pienso suspenderle del servicio para que se enfrente a una investigación pero no lo haré por las rabietas que nos montó la noche del lunes. Suspendo del servicio a Blanchard por un informe en el que afirmaba que Junior Nash se había largado de nuestra jurisdicción. Creo que ese informe era falso. ¿Qué piensa usted al respecto, agente?

Sentí que las piernas me temblaban.

—Yo lo creí, señor.

—Entonces, no es usted tan inteligente como sus calificaciones de la academia me habían inducido a creer. Cuando vea a Blanchard, dígale que devuelva su arma y su placa. Usted sigue en la investigación del caso Short y, por favor, no libre más combates en edificios públicos. Buenas tardes, agente.

Me puse en pie, y saludé. Después giré sobre mis talones y salí de la oficina, manteniendo mi porte militar hasta llegar a la sala común. Me dirigí hacia uno de los teléfonos y llamé a la casa, a Universidad y al hotel El Nido…, sin ningún resultado. Entonces, una idea bastante negra cruzó por mi mente y marqué el número de la oficina de Libertades Condicionales.

—Libertades Condicionales, condado de Los Ángeles —me respondió una voz masculina—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Aquí el agente Bleichert, Departamento de Policía de Los Ángeles. Necesito saber dónde se encuentra un tipo que ha salido recientemente de la cárcel.

—Dispare, agente.

—Robert «Bobby» de Witt. Salió ayer de San Quintín.

—Sencillo. Todavía no se ha presentado al encargado de vigilarle. Llamamos a la estación de autobuses de Santa Rosa y descubrimos que De Witt no sacó billete para Los Ángeles sino para San Diego, con Tijuana como destino final. Todavía no hemos emitido la orden de búsqueda. Su encargado de vigilancia cree que De Witt puede haberse largado a Tijuana a esconderse. Piensa darle de plazo hasta mañana para que aparezca.

Colgué, aliviado al ver que De Witt no pensaba acudir directamente a Los Ángeles. Con la idea de buscar a Lee, bajé en el ascensor hasta el aparcamiento y vi a Russ Millard y Harry Sears que se dirigían hacia la escalera de atrás. Russ me vio y me hizo una seña con el dedo; yo fui trotando hacia ellos.

—¿Qué pasó en Tijuana? —pregunté.

Harry, con el aliento oliéndole a «Sen-Sen», se encargó de responderme.

—Nada sobre la película. Buscamos el lugar del rodaje y no pudimos encontrarlo, así que interrogamos a unos cuantos traficantes de esa mercancía. Doble nada. Hablamos con algunas relaciones de la Short en Dago… Triple nada. Yo…

Millard puso una mano sobre el hombro de su compañero.

—Bucky, Blanchard está en Tijuana. Un patrullero de la frontera con el que hablamos lo vio y lo reconoció gracias a toda la publicidad del combate. Andaba con un grupo de Rurales que parecía bastante duro.

Pensé en De Witt, que iba hacia Tijuana, y me pregunté por qué razón estaría Lee hablando con la policía estatal mexicana.

—¿Cuándo?

—Anoche —respondió Sears—. Loew, Vogel y Koenig también están allí, en el hotel Divisidero. Han estado hablando con los policías de Tijuana. Russ cree que tratan de encontrar algún mexicano al que cargarle lo de la Dalia.

La imagen de Lee expulsó de mi mente a los demonios de la pornografía; lo vi tendido a mis pies, cubierto de sangre, y me estremecí.

—Lo cual es una estupidez —comentó Millard—, porque Meg Caulfield ha logrado sacarle a la Martilkova quién es el tipo en cuestión. Se trata de un blanco llamado Walter «Duke» Wellington. Comprobamos su expediente en la Antivicio y tiene media docena de cargos por traficar en pornografía. Perfecto, en principio, salvo por el hecho de que el capitán Jack ha recibido una carta de Wellington con matasellos de hace tres días. Se ha escondido, asustado por toda la publicidad de la Dalia, y confiesa haber rodado la película con Betty Short y Lorna. Tenía miedo de que le cargaran el crimen, por lo que ha mandado una detallada coartada que cubre todos los días perdidos de Betty. Jack la comprobó personalmente y es a toda prueba. Wellington ha mandado una copia de la carta al Herald y van a publicarla mañana.

—Entonces, ¿lo que hacía Lorna era mentir para protegerle? —dije.

Sears asintió.

—Eso parece. Wellington, con todo, todavía tiene viejas acusaciones por proxeneta de las que esconderse. Lorna no ha soltado nada más después de haberle contado eso a Meg. Y aquí viene lo bueno: llamamos a Loew para decirle que todo eso del mexicano era una idiotez, pero un amigo nuestro de los Rurales dice que Vogel y Koenig continúan con sus interrogatorios a mexicanos.

El circo comenzaba a convertirse en una farsa.

—Si la carta del periódico pone fin a su trabajo mexicano, empezarán a buscar alguien de por aquí que cargue con el mochuelo —dije—. Tendríamos que mantener nuestra información a salvo de ellos. Lee está suspendido de servicio pero tiene copias del expediente y las guarda en la habitación de un hotel, en Hollywood.

Tendríamos que ir allí y usarla para guardar nuestro material.

Millard y Sears volvieron la cabeza lentamente, asintiendo; y fue entonces cuando percibí cuál era el auténtico problema.

—Los de Libertades Condicionales me dijeron que Bobby de Witt ha sacado un billete para Tijuana. Si Lee también está allí abajo, puede que haya jaleo.

Millard se estremeció.

—Esto no me gusta nada. De Witt es un mal bicho y quizá haya descubierto que Lee iba hacia allí. Llamaré a la Patrulla de Fronteras y haré que emitan una orden contra él y que lo detengan.

En ese momento, de repente, supe todo lo que aquello significaba para mí.

—Iré.