12

Russ Millard examinó mis arrugadas ropas.

—¿Un camión de diez toneladas o una mujer? —preguntó.

Paseé la mirada por la sala común de Universidad, que empezaba a llenarse con los policías del turno de día.

—Betty Short. Hoy nada de teléfono, ¿de acuerdo, jefe?

—¿Estás de humor para tomar el aire?

—Sigue hablando.

—La noche pasada vieron a Linda Martin en un par de bares de Encino. Intentaba que le sirvieran una copa. Ve al Valle con Blanchard y buscadla. Empezad por el bloque veinte mil del bulevar Victoria y seguid hacia el oeste. Mandaré más hombres tan pronto como se presenten.

—¿Cuándo?

Millard miró su reloj.

—De inmediato. Y si puede ser más pronto, mejor.

Busqué a Lee con la mirada y no le localicé. Hice una seña de asentimiento y alargué la mano hacia el teléfono de mi escritorio. Llamé a la casa, a la oficina criminal del ayuntamiento y a información para que me dieran el número del hotel El Nido. No conseguí respuesta a la primera llamada y las otras me dieron dos negativas en cuanto a que Blanchard estuviera allí. Entonces Millard volvió, con Fritz Vogel y, sorprendente, con Johnny Vogel de paisano.

Me puse en pie.

—No puedo encontrar a Lee, jefe.

—Ve con Fritzie y John —dijo Millard—. Coged un coche con radio y sin identificaciones, para que así podáis manteneros en contacto con el resto de los hombres.

Los gorditos Vogel me observaron y luego se miraron entre ellos. La mirada que habían intercambiado indicaba que mi poco aliñado estado era una falta grave.

—Gracias, Russ —dije.

Fuimos en coche hasta el Valle, los Vogel en el asiento delantero, yo en el posterior. Intenté dormir un poco pero el monólogo de Fritzie sobre los deportes y los asesinos de mujeres me lo impidió. Johnny asentía con la cabeza; cada vez que su padre hacía una pausa para tomar aire, decía: «Cierto papá». Cuando íbamos por el paso Cahuenga a Fritzie se le acabó el vapor verbal y Johnny dejó de representar su numerito de asentidor. Cerré los ojos y me apoyé en la ventanilla. Madeleine estaba realizando un lento strip-tease al compás del zumbido del motor cuando oí el susurro de los Vogel.

—… está dormido, papá.

—No me llames «papá» en el trabajo, te lo he dicho un maldito millón de veces. Da la impresión de que eres medio marica.

—Ya he demostrado que no lo soy. Los homosexuales no podrían hacer lo que yo hice. Y ya me he estrenado, así que no me llames eso.

—Cállate, maldito seas.

—Papá… quiero decir, padre…

—He dicho que te calles, Johnny.

El policía gordo y bravucón reducido de repente a un niño, despertó mi interés; fingí que roncaba para que los dos siguieran con su charla.

—Mira, padre, está dormido —murmuró Johnny—. Y el marica es él, no yo. Lo he demostrado. Bastardo dentón… Habría podido acabar-con él, papá. Sabes que habría podido. El bastardo me robó el trabajo, lo tenía en el bolsillo hasta que él…

—John Charles Vogel, o te callas ahora mismo o te doy una paliza con el cinturón, aunque seas policía y tengas veinticuatro años.

Entonces la radio empezó a ladrar; yo fingí dar un gran bostezo. Johnny se volvió.

—¿Ya has echado tu sueñecito para estar guapo? —dijo con una sonrisa y bañándome en su legendario mal aliento.

Mi primer instinto fue contestarle que demostrara su fanfarronada sobre que podía acabar conmigo…, pero mi sentido común se impuso, sabiendo cómo eran las cosas en la comisaría.

—Sí, me fui a dormir muy tarde.

Johnny me guiñó el ojo de forma más bien inepta.

—Yo también soy de ésos. En cuanto me paso una semana sin oler a una, me subo por las paredes.

El altavoz seguía su zumbido.

—… repito, 10-A-94, confirme su posición.

Fritzie cogió el micro.

—10-A-94, en Victory y Saticoy.

—Hablen con el camarero del Caledonia Lounge, Victory y Valley View —contestó el encargado de la radio—. La fugitiva Linda Martin está allí ahora según los informes. Código tres.

Fritzie puso la sirena y apretó el acelerador. Los coches se pegaban a la acera y nosotros nos lanzamos como un rayo por el centro de la calle. Le mandé una oración al Dios calvinista en el cual creía de niño: «No permitas que la Martin mencione a Madeleine Sprague». La avenida Valley View apareció ante el parabrisas; Fritzie giró bruscamente a la derecha, y apagó la sirena cuando nos detuvimos ante una falsa cabaña de bambú.

La puerta del bar, también hecha de bambú falso, se abrió de golpe; Linda Martin/Lorna Martilkova, con el mismo aspecto de inocente juventud que tenía en su foto, salió a toda velocidad por ella. Yo descendí del coche y eché a correr por la acera, con los bufidos y gruñidos de los Vogel detrás de mí. Linda/Lorna corría igual que un antílope, con un bolso enorme pegado a su pecho; yo, lanzado al máximo, fui acortando la distancia que nos separaba. La chica llegó a la calle lateral con bastante tráfico y se metió entre él como una flecha; los coches tuvieron que desviarse para no atropellarla. Entonces miró por encima de su hombro; yo esquivé a un camión de cervezas y una moto que seguían su rumbo de colisión, tragué aire y corrí. La chica llegó a la otra acera, tropezó y su bolso salió volando. Di un último salto hacia adelante y la cogí.

Se levantó del suelo entre gruñidos mientras me daba golpes en el pecho. Sujeté sus minúsculos puños, se los retorcí por detrás de la espalda y le esposé las muñecas. Entonces Lorna probó con las patadas que dieron con bastante precisión en mis piernas. Una de ellas me acertó en la espinilla, y la chica, desequilibrada por las esposas, cayó sentada al suelo.

La ayudé a levantarse y recibí un escupitajo en la pechera de mi camisa.

—¡Soy una menor emancipada y si me tocas sin que haya una matrona delante te demandaré! —comenzó a chillar Lorna.

Mientras intentaba recuperar el aliento fui llevándola hasta donde estaba su bolso, medio tiraba de ella medio la empujaba para conseguir que se moviera.

Cogí el bolso, sorprendido ante su peso y su tamaño. Cuando miré dentro vi una pequeña lata metálica, de las que se usan para llevar películas.

—¿De qué va la película?

—P-p-por favor, señor —tartamudeó la chica—, mis p-p-padres…

Sonó un bocinazo; vi a Johnny Vogel que se asomaba por la ventanilla del automóvil.

—Millard ha dicho que llevemos la chica a la calle Georgia, chaval.

Tiré de Lorna hasta meterla en el coche de un empujón, echándola sobre el asiento trasero. Fritzie puso la sirena y salimos a toda velocidad.

El trayecto nos llevó treinta y cinco minutos. Millard y Sears nos esperaban en los peldaños del Tribunal Juvenil de la calle Georgia. Hice entrar a la chica con Vogel y éste por delante. Una vez dentro, las matronas del tribunal y los tipos de la juvenil nos abrieron paso; Millard entró en una sala donde ponía «INTERROGATORIOS DETENIDOS». Le quité las esposas a Lorna y Sears entró en la habitación, colocó las sillas y dispuso varios ceniceros y cuadernos de notas sobre la mesa.

—Johnny, vuelve a Universidad y ocúpate de los teléfonos —dijo Millard.

«Niño Gordo» se dispuso a protestar pero antes miró a su padre. Éste afirmó con la cabeza y Johnny salió de la habitación con expresión de orgullo herido.

—Voy a llamar al señor Loew —anunció Fritzie—. Tendría que estar presente en esto.

—No —dijo Millard—. No hasta que tengamos una declaración.

—Entréguemela a mí y le conseguiré una declaración.

—Una declaración voluntaria, sargento.

Fritzie se ruborizó.

—Millard, considero que eso ha sido un maldito insulto.

—Puede considerarlo como le dé la gana pero, maldita sea, hará lo que diga con señor Loew o sin él.

Fritz Vogel se quedó inmóvil, sin mover ni un músculo. Parecía una bomba atómica humana lista para explotar y su voz era la espoleta.

—Anduviste haciendo la calle con la Dalia, ¿verdad que sí, niña? Estuviste vendiendo tu coñito junto a ella. Dime dónde te encontrabas durante sus días perdidos.

—Que te jodan, amigo —respondió Lorna. Fritzie dio un paso hacia ella y Millard se interpuso entre los dos.

—Yo haré las preguntas, sargento.

Se habría podido oír el ruido de un alfiler cayendo al suelo. Vogel estaba tan cerca de Millard que sus pies casi se tocaban. Los segundos se fueron alargando y por fin Fritzie abrió la boca.

—Es usted un maldito bolchevique de corazón blando —graznó.

Millard dio un paso hacia adelante; Vogel uno hacia atrás.

—¡Fuera, Fritzie!

Vogel retrocedió tres pasos. Sus tacones golpearon la pared y giró sobre sí mismo para salir por la puerta, que cerró con un golpe seco. El eco resonó en la habitación y Harry desmontó los restos de la bomba.

—¿Qué se siente siendo objeto de todo este jaleo, señorita Martilkova?

—Soy Linda Martin —dijo la chica, dándose tirones de la falda.

Yo cogí una silla y cuando Millard me miró señalé hacia el bolso que había sobre la mesa, con el recipiente de la película asomando de él. El teniente asintió y tomó asiento al lado de Lorna.

—Sabes que todo esto guarda relación con Betty Short, ¿verdad, cariño?

La chica bajó la cabeza y empezó a resoplar y llorar; Harry le alargó un kleenex. Ella lo rasgó en pequeñas tiras y luego las puso sobre la mesa, alisándolas.

—¿Y eso quiere decir que deberé volver con los míos?

Millard asintió.

—Sí.

—Mi padre me pega. Es un eslavo idiota que se emborracha y me pega.

—Cariño, cuando vuelvas a Iowa estarás bajo la protección del tribunal. Dile al agente encargado de eso que tu padre te pega y te aseguro que él se ocupará de ponerle fin a esa situación en seguida.

—Si mi padre descubre lo que he hecho en Los Ángeles, me dará una paliza horrible.

—No lo descubrirá, Linda. Le pedí a esos otros dos policías que se fueran para asegurarme de que cuanto digas sea confidencial.

—Si me manda otra vez a Ceder Rapids, volveré a escaparme.

—Estoy seguro de ello. Y ahora, cuanto más pronto nos digas lo que deseamos saber sobre Betty y antes te creamos, más pronto estarás en el tren y podrás escaparte. Por lo tanto, eso te da una buena razón para ser sincera con nosotros, ¿verdad, Linda?

La chica volvió a juguetear con su kleenex. Tuve la sensación de que su pequeño y cansado cerebro estaba considerando todos los ángulos y las salidas posibles. Acabó con un suspiro.

—Llámeme Lorna. Si voy a volver a Iowa, deberé acostumbrarme a ese nombre.

Millard sonrió; Harry Sears encendió un cigarrillo, con su pluma suspendida sobre el cuadernillo. Mi presión sanguínea se aceleró siguiendo el ritmo de esta canción: «Madeleine no, Madeleine no, Madeleine, no».

—Lorna —dijo Russ—, ¿estás lista para hablar con nosotros?

—Dispare —respondió la antigua Linda Martin.

—¿Cuándo y dónde conociste a Betty Short? —preguntó Millard.

Lorna contempló sus tiras de kleenex con aire pensativo.

—El otoño pasado, en ese lugar de Cherokee para estudiantes.

—¿El mil ochocientos cuarenta y dos de Cherokee Norte?

—Ajá.

—¿Y entablasteis amistad?

—Ajá.

—Por favor, Lorna, di sí o no.

—Sí, entablamos amistad.

—¿Qué hacíais cuando estabais juntas?

Lorna se mordió las cutículas.

—Hablábamos de lo que hablan todas las chicas, nos dedicábamos a buscar papeles en el cine, gorreábamos copas y comida en los bares…

—¿Qué clase de bares? —la interrumpí.

—¿A qué se refiere?

—Quiero decir si eran sitios de clase o no. ¿Tugurios? ¿Los bares de los camioneros?

—Oh. Sitios de Hollywood, nada más. Sitios donde pensábamos que no nos pedirían la documentación.

Mi presión sanguínea se frenó un poco.

—Tú le hablaste a Betty de la pensión de Orange Drive, el sitio donde te hospedabas, ¿no? —siguió Millard.

—Ajá. Quiero decir sí.

—¿Por qué se fue Betty de ese sitio en Cherokee?

—Estaba demasiado lleno y ya le había pedido dinero a todas las chicas, un dólar aquí, otro allí, y estaban enfadadas con ella.

—¿Había alguna que estuviera más enfadada que las demás con ella?

—No lo sé.

—¿Estás segura de que Betty no se mudó debido a problemas con algún novio suyo?

—Estoy segura.

—¿Recuerdas el nombre de algunos de los hombres con quienes salió Betty el último otoño… cualquiera de ellos?

Lorna se encogió de hombros.

—Eran tipos que había encontrado por casualidad, nada más.

—¿Qué hay de sus nombres, Lorna?

La chica empezó a contar con los dedos, y se detuvo cuando hubo llegado al tres.

—Bueno, estaban esos dos tipos de Orange Drive, Don Leyes y Hal Costa, y también un marinero llamado Chuck.

—¿Ningún apellido para ese Chuck?

—No, pero sé que era artillero de segunda.

Millard abrió la boca para hacerle otra pregunta pero yo alcé mi mano, interrumpiéndole.

—Lorna, el otro día hablé con Marjorie Graham y ella dijo haberte comentado que la policía iría a Orange Drive para hablar con los inquilinos sobre Betty. Después de eso, huiste. ¿Por qué?

Lorna se arrancó un trozo de uña de un mordisco y se chupó el dedo herido.

—Porque sabía que si mi foto salía en los periódicos como una amiga de Betty mis padres la verían y harían que la policía me mandara a casa.

—¿Adónde fuiste después de huir?

—Encontré a un hombre en un bar y conseguí que me alquilara una habitación en un motel del Valle.

—¿Hiciste…?

Millard me mandó callar con un gesto de su mano, como si cortara algo.

—Dijiste que tú y Betty buscabais interpretar algún papel juntas. ¿Conseguiste trabajo en el cine?

Lorna puso las manos sobre el regazo y empezó a retorcer los dedos.

—No.

—Entonces, ¿podrías decirme qué hay en la película de tu bolso?

Lorna Martilkova mantuvo los ojos clavados en el suelo mientras soltaba unos lagrimones.

—Es sólo una película —murmuró.

—¿Una película pornográfica?

Lorna asintió con la boca cerrada. Las lágrimas de la chica se habían convertido en ríos de maquillaje; Millard le alargó un pañuelo.

—Cariño, tienes que contárnoslo todo, desde el principio, así que piensa bien en ello y tómate tu tiempo. Bucky, tráele un poco de agua.

Salí de la habitación, encontré una fuente de agua potable y un aparato que daba vasos de cartón en el vestíbulo, llené uno de ellos con agua y volví a la habitación. Cuando dejé el vaso encima de la mesa, delante de ella, Lorna hablaba en voz muy baja.

—… y yo buscaba que me invitaran a tomar algo en ese bar de Gardena. El mexicano Raúl, Jorge o lo que fuera, empezó a hablar conmigo. Yo creía estar embarazada y necesitaba dinero con verdadera desesperación. Dijo que me daría doscientos dólares por actuar desnuda en una película.

Lorna se calló, bebió agua, inhaló una honda bocanada de aire y siguió su relato.

—Ese hombre dijo que necesitaba otra chica, así que llamé a Betty a ese sitio de Cherokee. Dijo que sí y el mexicano y yo la recogimos. Nos drogó con cigarrillos de marihuana, creo que por miedo de que nos asustáramos y nos echáramos atrás. Fuimos hasta Tijuana e hicimos la película en una casa muy grande, en las afueras. El mexicano se encargaba de los focos y de la cámara y nos decía lo que debíamos hacer. Después nos llevó de regreso a Los Ángeles, y eso fue todo, desde el principio, así que ahora, ¿quiere llamar a mi casa o no?

Miré a Russ y luego a Harry; los dos estaban contemplando a la chica, el rostro impasible. Yo deseaba llenar los espacios en blanco de mi pista particular.

—¿Cuándo hiciste la película, Lorna? —pregunté.

—Alrededor del Día de Acción de Gracias.

—¿Puedes darnos una descripción del mexicano?

Lorna miró al suelo.

—No era más que un mexicano grasiento. Puede que tuviera treinta años, tal vez cuarenta, no lo sé. Estaba drogada y no lo recuerdo demasiado bien.

—¿Parecía interesado por Betty en especial?

—No.

—¿Os tocó a ti o a ella? ¿Se puso duro con vosotras? ¿Os hizo insinuaciones?

—No. Lo único que hacía era ponernos en posturas distintas.

—¿Juntas?

—Sí —gimoteó Lorna.

La sangre me zumbaba. Mi voz resultaba rara incluso a mis propios oídos, como si fuera la de un muñeco de ventrílocuo.

—Entonces, no sólo era estar desnudas, ¿verdad? ¿Betty y tú hacíais cosas de lesbianas?

Lorna emitió un leve y seco sollozo y asintió; pensé en Madeleine y decidí seguir adelante, sin pensar qué podía revelar la chica.

—¿Eres lesbiana? ¿Lo era Betty? ¿Fuisteis a bares de lesbianas?

—¡Basta, Bleichert! —ladró Millard.

Lorna se echó hacia adelante, rodeó con sus brazos a su buen papaíto policía y lo abrazó con fuerza. Russ me miró y luego bajó lentamente la mano, plana, igual que un director de orquesta pidiéndoles una pausa a sus músicos. Acarició la cabeza de la chica con su mano libre y luego le hizo una seña con el dedo a Sears.

—No soy lesbiana, no soy lesbiana-gimió la chica—, sólo fue esa vez.

Millard la acunaba igual que a una criatura.

—Lorna, ¿era lesbiana Betty? —le preguntó Sears.

Contuve el aliento. Lorna se limpió los ojos en la chaqueta de Millard y me miró.

—No soy lesbiana y Betty tampoco lo era —dijo—. Sólo íbamos a los bares de gente normal y ocurrió nada más esa vez de la película porque no teníamos ni un centavo y estábamos drogadas. Si esto sale en los periódicos mi padre me matará.

Miré a Millard, y pude darme cuenta de que él creía aquella historia. Mi instinto me dijo con mucha fuerza que todo el aspecto lésbico descubierto por la investigación hasta ahora no nos llevaría a nada.

—¿El mexicano le dio un fotómetro a Betty? —preguntó Harry.

—Sí —murmuró Lorna, su cabeza sobre el hombro de Millard.

—¿Te acuerdas de su coche? ¿La marca, el color?

—Yo… creo que era negro y viejo.

—¿Recuerdas el bar donde le conocisteis?

Lorna alzó la cabeza; vi que sus lágrimas se habían secado.

—Creo que era en el bulevar Aviación, cerca de todas esas fábricas de aeroplanos.

Lancé un gemido; esa parte de Gardena, casi un kilómetro y medio de lado, estaba repleta de tugurios, salas de apuestas y burdeles permitidos por la policía.

—¿Cuándo viste a Betty por última vez? —preguntó Harry.

Lorna volvió a su silla, con el cuerpo tenso para así contener más muestras de emoción…; una reacción que demostraba dureza, pues provenía de una chica de quince años.

—La última vez que vi a Betty fue un par de semanas después, justo antes de que se largara de Orange Drive.

—¿Sabes si Betty vio alguna otra vez al mexicano?

Lorna contempló el agrietado barniz de sus uñas.

—El mexicano era un ave de paso. Nos pagó, nos devolvió a Los Ángeles y desapareció.

Decidí meter baza de nuevo en la conversación.

—Pero tú volviste a verle, ¿verdad?

—No pudo hacer una copia de la película antes de que los tres volvierais de Tijuana, es imposible.

Lorna estudió sus uñas.

—Cuando leí lo que los periódicos ponían sobre Betty lo busqué en Gardena. Estaba a punto de regresar a México y logré sacarle una copia de la película. Bueno… él no leía los periódicos y por eso ignoraba que, de repente, Betty se había hecho famosa. Bueno… pensé que una película de la Dalia Negra desnuda era una pieza de colección y si la policía intentaba mandarme de nuevo con los míos podría venderla y contratar a un abogado para que lo impidiera. Me la devolverán, ¿verdad? No dejarán que nadie la vea, ¿verdad que no?

Es sorprendente lo que puede llegar a salir de los labios de una criatura.

—¿Volviste a Gardena y encontraste de nuevo a ese hombre? —preguntó Millard.

—Ajá. Quiero decir sí.

—¿Dónde?

—En uno de esos bares que hay en Aviación.

—¿Puedes describir el sitio?

—Estaba oscuro y en la fachada había luces que se encendían y se apagaban.

—¿Y él estuvo de acuerdo en darte una copia de la película? ¿Gratis?

Lorna clavó la mirada en el suelo.

—Tuve que atenderle a él y a sus amigos.

—Entonces puedes mejorar tu descripción de él, ¿no?

—¡Era gordo y la tenía muy pequeña! ¡Era horrible, y sus amigos también!

Millard le indicó la puerta a Sears; Harry salió de puntillas, sin hacer ningún ruido.

—Intentaremos mantener todo esto fuera de los periódicos y destruiremos la película —dijo Russ—. Una pregunta antes de que la matrona te lleve a tu habitación. Si te trasladáramos a Tijuana, ¿crees que podrías encontrar la casa donde se rodó la película?

—No —respondió Lorna, al tiempo que meneaba la cabeza—. No deseo volver a ese sitio horrible. Quiero irme a casa.

—¿Para que tu padre pueda pegarte?

—No. Para que yo pueda escaparme otra vez.

Sears entró de nuevo en la habitación con una matrona; la mujer se llevó a Linda/Lorna, la chica dura/blanda/patética/fantasiosa. Harry, Russ y yo nos miramos durante unos segundos; sentí toda la tristeza de la chica, asfixiándome. Finalmente nuestro superior habló.

—¿Algún comentario?

Harry fue el primero en hablar.

—Se nota que intenta proteger al mexicano y a su picadero de Tijuana. Tal vez él le dio una paliza y se la tiró, y la chica teme las represalias. Aparte de eso, creo en su historia.

Russ sonrió.

—¿Y tú, chico listo?

—Está usando todo lo de México como tapadera. Pienso que ese tipo se la tiraba con regularidad y que ahora ella lo protege de una acusación por violación de una menor. También apostaría a que el tipo es blanco, que todo ese cuento del mexicano es falso para no desentonar con lo de Tijuana, cosa que sí me creo, porque ese sitio es un auténtico pozo de mierda y la mayor parte de los cerdos que pillé cuando patrullaba conseguían allí su material.

Millard guiñó el ojo al estilo Lee Blanchard.

—Bucky, hoy estás siendo un chico realmente muy listo. Harry, quiero’ que hables con el teniente Walters. Dile que mantenga incomunicada a la chica durante setenta y dos horas. Quiero una celda privada para ella y que Meg Caulfield sea liberada de su puesto en Wilshire para que juegue a ser su compañera de celda. Dile a Meg que le saque cuanto pueda y que informe cada veinticuatro horas.

»Cuando termines con eso, llama a los de Antivicio y a los de Investigación y registros para que busquen los informes sobre todos los varones blancos y los mexicanos que tengan condenas por traficar con pornografía; después avisa a Vogel y Koenig y envíales a Gardena para que registren los bares en busca de ese hombre de las películas de Lorna. Llama a la Central y dile al capitán Jack que tenemos por ver una peliculita sobre la Dalia. Luego telefonea al Times y cuéntales todo esto antes de que Ellis Loew lo tape con su trasero. Ocúltales la identidad de Lorna, diles que lo escriban para animar cualquier tipo de llamada o pista sobre traficantes de pornografía y luego haz el equipaje, porque después nos iremos a Dago y a Tijuana.

—Russ, ya sabes que esto es un tiro a ciegas —dije.

—El mayor desde que tú y Blanchard os molisteis a golpes y os hicisteis compañeros. Vamos, chico listo. Esta noche dan películas guarras en el ayuntamiento.

Habían instalado un proyector y una pantalla en la sala de informes; un reparto de estrellas esperaba ver la estrella de las películas pomo. Lee, Ellis Loew, Jack Tierney, Thad Green y el jefe de policía C. B. Horrall en persona estaban sentados ante la pantalla; Millard le entregó el recipiente de la película al chupatintas encargado de manejar el proyector.

—¿Dónde están las palomitas de maíz? —murmuró.

El gran jefe vino hacia mí y me obsequió con uno de los apretones de manos de cuando estaba de buen humor.

—Es un placer, señor —dije.

—El placer es mutuo, señor Hielo, y mi esposa le manda sus saludos, aunque sea algo tarde, por el aumento de sueldo que nos consiguieron usted y el señor Fuego. —Señaló el asiento contiguo al de Lee—. ¡Luces! ¡Cámara! ¡Acción!

Tomé asiento junto a mi compañero. Lee parecía algo cansado, pero no drogado. Sobre su regazo yacía un Daily News desdoblado y leí su titular: cerebro del Boulevard-Citizens es liberado mañana —Vuelve a Los Ángeles tras 8 años de prisión». Lee me echó un vistazo y se fijó en mi mal aspecto.

—¿Algo que contar? —dijo.

Iba a responderle cuando las luces se apagaron. En la pantalla apareció uña imagen borrosa; el humo de los cigarrillos ondulaba ante ella. Hubo el breve destello de un título —Esclavas del infierno—, y luego apareció una gran habitación de techo muy alto con jeroglíficos egipcios en las paredes, todo en un granuloso blanco y negro. Por la habitación se hallaban repartidas columnas en forma de serpientes enroscadas; la cámara se acercó a una de ellas para ofrecer un primer plano de dos serpientes de escayola engulléndose mutuamente la cola. Después hubo un fundido y se convirtieron en Betty Short, que sólo llevaba medias y ejecutaba un bailecito de aficionada.

Sentí como se me tensaba la ingle; oí el seco siseo de Lee al tragar aire. En la pantalla apareció un brazo que entregó un objeto cilíndrico a Betty. Ella lo cogió y la cámara se le aproximó. Era un consolador, con el mango cubierto de escamas y unos colmillos brotando de la gruesa punta circuncidada. Betty se lo metió en la boca y lo chupó, los ojos muy abiertos y vidriosos.

La pantalla se puso negra y, un instante después, Lorna estaba tendida en un diván con las piernas abiertas. Betty apareció en escena. Se arrodilló entre las piernas de Lorna, metió el consolador dentro de ella y fingió que lo usaba para el acto sexual. Lorna arqueó el cuerpo, hizo girar las caderas y la imagen se desenfocó, dando un salto para pasar luego a un primer plano: Lorna se retorcía en un falso éxtasis. Hasta un niño de dos años habría podido darse cuenta de que estaba retorciendo el rostro para contener los gritos. Betty volvió a entrar en cuadro, inclinada entre los muslos de Lorna.

Alzó los ojos hacia la cámara y su boca articuló las palabras: «No, por favor». Entonces alguien le bajó la cabeza de un empujón y Betty empezó a usar su lengua junto al consolador, en un plano tomado tan de cerca que cada uno de los feos detalles parecía ampliado diez millones de veces.

Quise cerrar los ojos pero no pude.

—Russ, ¿qué opinas? —dijo con voz tranquila el jefe Horrall, sentado junto a mí—. ¿Crees que esto tiene algo que ver con el asesinato de la chica?

Millard le respondió con voz ronca.

—Es difícil saberlo, jefe. La película fue hecha en noviembre y, por lo que dijo la Martilkova, el mexicano no se dedica a los asesinatos. Pero hay que comprobarlo. Quizá el mexicano le enseñó la película a otra persona y ésta enloqueció por Betty. Lo que yo…

Lee derribó su silla de una patada.

—¡Mierda! ¿A quién le importa si la mató él o no? —gritó—. ¡He mandado chicos de los exploradores a la habitación verde por menos de eso! ¡Y si nadie piensa actuar al respecto, yo sí lo haré!

Todo el mundo se quedó inmóvil, paralizado por la sorpresa. Lee estaba de pie ante la pantalla, y parpadeaba a causa del cálido chorro de luz blanca que le daba en los ojos. Giró en redondo y sus manos hicieron pedazos la obscenidad que estábamos viendo; la pantalla y el trípode cayeron ruidosamente al suelo. Betty y Lorna siguieron con su espectáculo sexual sobre una pizarra cubierta con garabatos de tiza; Lee echó a correr hacia delante. Oí el ruido del proyector que caía a mi espalda.

—¡Bleichert, detenle! —gritó Millard.

Me puse en pie, tropecé, recobré el equilibrio y salí a toda velocidad de la sala de informes, a tiempo de ver a Lee que entraba en el ascensor del final del pasillo. Cuando las puertas se cerraron y el ascensor empezó a bajar me dirigí a toda velocidad hacia la escalera, bajé a saltos las seis plantas, y entré en el aparcamiento con el tiempo justo de ver a Lee quemando neumáticos por Broadway, hacia el norte. En un lado del estacionamiento había una hilera de patrulleros sin señales de identificación; fui hacia ellos y metí la mano bajo el asiento del más próximo. Las llaves estaban ahí. Le di al encendido, apreté el acelerador y salí volando.

Gané terreno con rapidez; me pegué al Ford de Lee cuando él se metió por la calzada central de Sunset, hacia el oeste. Le solté tres breves bocinazos; él respondió haciendo sonar su claxon con el código de la policía de Los Ángeles que significaba «agente en persecución». Los coches se apartaban para darle paso: yo no podía hacer más que apretar mi claxon y mantenerme pegado a su cola.

Cruzamos Hollywood a toda velocidad por el paso Cahuenga hacia el Valle. Cuando nos metimos por el bulevar Ventura me asustó la proximidad del bloque donde estaban los bares de lesbianas. Lee detuvo su Ford con un chirrido justo en mitad del bloque y sentí que una oleada de pánico me asfixiaba, entonces pensé: «No puede saber nada de mi chica de la coraza, es imposible; la película de lesbianas tiene que haberle hecho pensar en esto». Lee saltó del coche y abrió la puerta del Escondite de La Verne de un empujón. Un pánico todavía peor me hizo pisar el freno con brusquedad y aproximar el coche entre eses a la acera; la idea de una acusación por haber suprimido pruebas y de Madeleine allí dentro hizo que me lanzara al bar detrás de mi compañero.

Lee se había plantado ante los reservados llenos de lesbianas duras y chicas suaves, gritando maldiciones. Busqué a Madeleine con la mirada y a la mujer del mostrador que yo había interrogado; al no verlas, me dispuse a calmar a mi mejor amigo.

—Pervertidas de mierda, ¿habéis visto una peliculita que se llama Esclavas del infierno? ¿Le compráis vuestra mierda a un mexicano gordo de unos cuarenta años? ¿Es que…?

Cogí a Lee por detrás con una doble llave nelson y le hice girar hacia la puerta. Tenía sus brazos bien cogidos y llevaba la espalda arqueada y luego nos derrumbamos sobre el pavimento en un confuso montón de brazos y piernas. Yo mantuve la presa con todas mis fuerzas y, cuando oí aproximarse una sirena pude darme cuenta de que Lee no se resistía…; lo único que hacía era yacer, inmóvil, mientras murmuraba «Socio» una y otra vez.

El gemido de la sirena se hizo más fuerte y luego se extinguió; oí el ruido de las portezuelas de un coche. Me aparté de Lee y le ayudé a levantarse como si fuera una fláccida muñeca de trapo. Ellis Loew se materializó ante nosotros. Llevaba las ansias de matar escritas en los ojos. Comprendí que la explosión de Lee procedía de su extraña castidad, de toda una semana de muerte, droga y ambiente pornográfico. Como suponía que a mí no podía reprocharme nada, pasé mi brazo por los hombros de mi compañero.

—Señor Loew, fue esa maldita película, nada más. Lee pensó que las lesbianas de aquí podrían darnos alguna pista sobre el mexicano…

—Cállate, Bleichert —siseó Loew. Después concentró toda su aterciopelada rabia sobre Lee—. Blanchard, te conseguí el puesto en la Criminal. Eres mi hombre y has logrado que yo parezca un imbécil ante las dos personas más poderosas del Departamento. Esto no es ningún crimen de lesbianas, las dos chicas estaban drogadas y la cosa no les hacía ninguna gracia. Te he tapado ante Horrall y Green pero no sé de qué te servirá eso a largo plazo. Si no fueras el señor Fuego, el Gran Lee Blanchard, ya te habrían suspendido del servicio. Te has involucrado personalmente en el caso Short y eso es una muestra de poca profesionalidad que no toleraré. Mañana por la mañana vuelves a la Criminal. Preséntate a mí a las ocho en punto y trae cartas de disculpa para el jefe Horrall y el jefe Green. Por el bien de tu pensión, te aconsejo que beses el suelo.

—Quiero ir a Tijuana para buscar al tipo de la película —repuso Lee, el cuerpo desmadejado.

Loew meneó la cabeza.

—Dadas las circunstancias, yo calificaría esta petición de ridícula. Vogel y Koenig irán a Tijuana, tú vuelves a la Criminal; y Bleichert, tú te quedas en el caso Short. Buenas noches, señores.

Loew regresó hecho una furia hacia su coche patrulla que trazó una curva en U para volver a meterse en el tráfico.

—Tengo que hablar con Kay —dijo Lee.

Yo asentí y un patrullero del sheriff pasó junto a nosotros, con el agente que no conducía soplándoles besos a las lesbianas congregadas en la puerta del local. Lee fue hacia su coche.

—Laurie. Laurie, oh, niña —murmuró.