A la mañana siguiente, conecté la radio durante el trayecto a Universidad. El cuarteto de Dexter Gordon me puso de buen humor con su bebop hasta que, de repente, «Billie el saltarín» dejó de saltar y fue sustituido por una voz febril: «Interrumpimos nuestra emisión habitual para darles un boletín de noticias. ¡Ha sido detenido un importante sospechoso en la investigación sobre el asesinato de Elizabeth Short, la muchacha de vida fácil y cabello ala de cuervo conocida como la Dalia Negra! Previamente conocido por las autoridades tan solo como "Red", el hombre ha sido identificado ahora como Robert "Red" Manley, de veinticinco años de edad, un viajante de comercio de Huntingdon Park. Manley ha sido capturado esta mañana en South Gate, en la casa de un amigo, y ahora se le retiene en la comisaría de Hollenbeck, Los Ángeles Este, donde está siendo interrogado. En una conversación exclusiva con la KGFJ, el ayudante del fiscal del distrito, Ellis Loew, el águila de las leyes que trabaja en el caso como enlace policía-civiles, dijo: "Red" Manley es un sospechoso muy importante. Lo hemos identificado como el hombre que trajo a Betty Short de San Diego el nueve de enero, seis días antes de que su cuerpo destrozado por las torturas fuera encontrado en un solar vacío de Leimert Park. Esto parece el gran avance que hemos estado esperando y por el cual rezábamos. ¡Dios ha respondido a nuestras oraciones!».
Los sentimientos de Ellis Loew fueron sustituidos por un anuncio del Preparado H, con garantía de que calmaba la dolorosa hinchazón de las hemorroides o devolvían el doble del dinero. Desconecté la radio y cambié de dirección, para dirigirme hacia la comisaría de Hollenbeck.
Delante de ésta, la calle se encontraba bloqueada con signos que indicaban desvío obligatorio; los patrulleros se encargaban de contener a la gente de la prensa. Estacioné en el callejón que había detrás de la comisaría y entré por la puerta trasera en la sala de espera. En las celdas reservadas a los delitos leves, los borrachos parloteaban sin cesar; tipos de aspecto duro me miraron con expresión feroz desde la hilera de celdas reservadas a los criminales. La cárcel estaba llena pero en ningún sitio había carceleros. Abrí una puerta que daba a la comisaría propiamente dicha, y vi la causa de ello.
Lo que parecía todo el contingente policial de la comisaría se amontonaba en un breve pasillo que daba a los cubículos de interrogatorios; todos los hombres se esforzaban por ver algo a través del espejo de un solo sentido que dominaba el cuarto central de la izquierda. La voz de Russ Millard brotaba de un altavoz montado en la pared: suave, incansable, queriendo lograr una confesión como fuera.
Toqué con el codo al agente que tenía más cerca.
—¿Ha confesado?
Él sacudió la cabeza.
—No. Millard y su compañero le están dando el tratamiento del bueno y el malo.
—¿Ha admitido conocer a la chica?
—Sí. Lo pillamos gracias a las comprobaciones hechas con los registros de tráfico y vino pacíficamente. ¿Quieres hacer una pequeña apuesta? Inocente o culpable, escoge. Hoy tengo la sensación de que es mi día de suerte.
Ignoré su oferta y me abrí paso merced a suaves codazos hasta llegar ante el espejo. Millard estaba sentado sobre una maltrecha mesa de madera. Ante ésta había un tipo joven y apuesto, con el pelo color zanahoria repleto de brillantina, que manoseaba un paquete de cigarrillos. Parecía cagado de miedo. Millard tenía el mismo aspecto que el sacerdote simpático de las películas, el que lo ha visto todo y da la absolución por todas las guarradas cometidas.
La voz de cabeza-de-zanahoria brotó del altavoz.
—Por favor, ya lo he contado tres veces.
—Robert —dijo Millard—, nos vemos obligados a esto porque no viniste voluntariamente a vernos. Betty Short lleva ya tres días en la primera página de cada periódico de Los Ángeles y tú sabías que deseábamos hablar contigo. Pero te escondiste. ¿Qué aspecto te parece que tiene eso?
Robert «Red» Manley encendió un cigarrillo, inhaló el humo y tosió.
—No quería que mi esposa se enterara de que había estado andando con ella.
—Pero si no llegasteis a nada. Betty no quiso. Te lo prometió todo y luego no te dio nada. Esa no es una razón para que te escondieras de la policía.
—Salí con ella en Dago. Bailé unos cuantos lentos con ella. Es lo mismo.
Millard puso la mano sobre el brazo de Manley.
—Volvamos al principio. Cuéntame cómo encontraste a Betty, lo que hicisteis y de qué hablasteis. Tómate tu tiempo, nadie quiere meterte prisa.
Manley apagó su cigarrillo en un cenicero lleno a rebosar, encendió otro y se enjugó el sudor de la frente. Me volví hacia el otro lado del pasillo y vi a Ellis Loew apoyado en la pared, con Vogel y Koenig flanqueándole igual que dos perros gemelos que esperan la orden de atacar.
Un suspiro filtrado a través de la estática se oyó por el altavoz; me di la vuelta y vi al sospechoso retorciéndose en su silla.
—¿Y ésta será la última vez que deba contarlo?
Millard sonrió.
—Eso es. Adelante, hijo.
Manley se puso en pie, se estiró y empezó a caminar de un lado a otro mientras hablaba.
—Conocí a Betty la semana antes de Navidad, en un bar en la parte baja de Dago. Empezamos a conversar y a Betty se le escapó que su situación no era demasiado buena, que vivía con esa tal señora French y su hija, que se trataba de algo temporal. La invité a cenar en un sitio italiano cerca de Old Town, más tarde fuimos a bailar a la Sala del Cielo, en el hotel Cortez. Estuvimos… —Millard le interrumpió.
—¿Siempre buscas ligues cuando estás fuera de la ciudad por negocios?
—¡No buscaba ligue! —gritó Manley.
—Entonces, ¿qué hacías?
—Un capricho, eso fue todo. No lograba decidir si Betty andaba buscando mi dinero o si era una buena chica y quería averiguarlo. Quería poner a prueba mi lealtad hacia mi esposa y sólo…
La voz de Manley acabó extinguiéndose.
—Hijo, di la verdad, por Dios —pidió Millard—. Andabas buscando un coñito, ¿no?
Manley se derrumbó en su silla.
—Sí.
—Tal y como haces siempre en los viajes de negocios, ¿verdad?
—¡No! ¡Betty era diferente!
—¿En qué era diferente? Los líos que se buscan fuera de la ciudad son siempre iguales, ¿no?
—¡No! ¡No me dedico a engañar a mi mujer cuando ando de viaje! Betty era tan sólo…
La voz de Millard sonó tan baja que el altavoz apenas si pudo recogerla.
—Betty jugó contigo, ¿verdad?
—Sí.
—Te hizo desear cosas que nunca habías hecho antes, te hizo volver loco, hizo que…
—¡No! ¡No! ¡Yo quería tirármela, no quería hacerle daño!
—Chiist. Chiist. Volvamos a la Navidad. Tuviste esa primera cita con Betty. ¿Le diste un beso de buenas noches?
Manley cogió el cenicero con las dos manos; le temblaban y las colillas se desparramaron sobre la mesa.
—En la mejilla.
—Vamos Red… ¿No hubo nada más fuerte?
—No.
—Tuviste una segunda cita con Betty dos días antes de la Navidad, ¿verdad?
—Sí.
—Más baile en el Cortez, ¿no?
—Sí.
—Luces suaves, bebida, música agradable…, y entonces actuaste, ¿verdad?
—¡Maldita sea, deje de decir «¿verdad?» de esa forma! Intenté besar a Betty y ella me soltó un montón de cuentos sobre que no podía acostarse conmigo porque el padre de su criatura tenía que ser un héroe de guerra y no un tipo que sólo hubiera estado en la banda militar, como yo. ¡Estaba condenadamente loca con eso! ¡Todo lo que hizo fue hablar sobre esos jodidos héroes de guerra!
Millard se puso en pie.
—¿Por qué dices eso de «jodidos», Red?
—Porque sabía que eran mentiras. Betty me contó que estaba casada con un tipo, luego me dijo que estaba comprometida con otro. Yo sabía que intentaba rebajarme porque nunca llegué a entrar en combate.
—¿Mencionó algún nombre?
—No, sólo rangos. Mayor esto y capitán aquello, como si yo debiera avergonzarme de ser un cabo.
—¿La odiaste por ello?
—¡No! ¡No ponga palabras en mi boca!
Millard se estiró y volvió a sentarse.
—Después de esa segunda cita, ¿cuándo volviste a ver a Betty?
Manley suspiró y apoyó la frente en la mesa.
—Le he contado toda la historia tres veces.
—Hijo, cuanto más pronto vuelvas a contármela antes podrás irte a casa.
Manley se estremeció y se rodeó el cuerpo con los brazos.
—Después de la segunda cita no tuve noticias de Betty hasta el ocho de enero, cuando recibí un telegrama en mi oficina. En él me decía que le gustaría verme cuando hiciera mi siguiente viaje de ventas a Dago. Mandé un cable con la respuesta de que yo debía ir a Dago al día siguiente por la tarde y que la recogería. Así lo hice y ella me suplicó que la llevara en coche hasta Los Ángeles. Yo dije que…
Millard alzó una mano.
—¿Te contó Betty por qué tenía que ir a Los Ángeles?
—No.
—¿Dijo si iba a reunirse con alguien?
—No.
—¿Estuviste de acuerdo en llevarla porque pensaste que al final acabaría acostándose contigo?
Manley suspiró.
—Sí.
—Continúa, hijo.
—Ese día llevé a Betty conmigo durante mis visitas. Se quedaba en el coche mientras yo me entrevistaba con los clientes. A la mañana siguiente tenía que hacer algunas visitas en Oceanside, por lo que pasamos la noche en un motel de allí, y…
—Oigamos de nuevo el nombre de ese sitio, hijo.
—Se llamaba la Cornucopia del Motor.
—¿Y Betty volvió a darte esquinazo esa noche?
—Dijo… dijo que tenía el período.
—¿Y tú picaste con ese viejo truco?
—Sí.
—¿Te enfadaste?
—¡Maldita sea, yo no la maté!
—Chiist. Dormiste en la silla y Betty durmió en la cama, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y por la mañana?
—Por la mañana fuimos a Los Ángeles. Betty me acompañó en mis visitas e intentó sacarme un billete de cinco pavos pero yo le dije que no. Después me contó una historia sobre que debía encontrarse con su hermana delante del hotel Biltmore. Yo quería librarme de ella, así que la dejé ante el Biltmore esa tarde, alrededor de las cinco. Y nunca volví a verla, salvo por todo eso de la Dalia que sale en los periódicos.
—¿Eran las cinco de la tarde del viernes diez de enero cuando la viste por última vez? —dijo Millard.
Manley asintió. Millard miró directamente hacia el espejo, se ajustó el nudo de la corbata y salió del cuarto. Una vez en el pasillo, un enjambre de agentes lo rodeó mientras le lanzaban sus preguntas. Harry Sears entró en el cuarto y una voz familiar se alzó cerca de mí, dominando la conmoción.
—Ahora verás por qué Russ tiene siempre a Harry cerca.
Era Lee, su rostro lucía una sonrisa de lo más alegre, y tenía el mismo aspecto que un millón de dólares libres de impuestos. Le pasé el brazo alrededor del cuello.
—Bienvenido otra vez a la tierra.
Lee me devolvió el gesto.
—Es culpa tuya que tenga tan buen aspecto. Apenas te largaste, Kay me echó un tranquilizante en la bebida, algo que había comprado en la farmacia. Dormí diecisiete horas seguidas, me levanté y comí igual que un caballo.
—La culpa es tuya por haberle costeado esas clases de química. ¿Qué piensas de Red?
—En el peor de los casos, un sabueso que siempre anda en busca de coñitos y que será un sabueso divorciado cuando acabe la semana. ¿Estás de acuerdo?
—Por completo.
—¿Conseguiste algo ayer?
Ver a mi mejor amigo con el aspecto de un hombre nuevo me hizo fácil tergiversar un poco la verdad.
—¿Has leído mi informe?
—Sí, en Universidad. Has hecho bien emitiendo esa orden por la menor. ¿Tienes alguna otra cosa?
Mentí con todo descaro, una esbelta silueta con un traje ajustado bailaba en el fondo de mi cabeza.
—No. ¿Y tú?
Lee miró por el espejo de un solo sentido.
—No —dijo—, pero lo de antes sobre coger a ese bastardo sigue en pie. Jesús, fíjate en Harry.
Lo hice. Nuestro tartamudo de suaves y apacibles modales daba vueltas a la mesa del cuarto de interrogatorios, al tiempo que hacía girar en su mano una porra con remaches metálicos y golpeaba fuertemente la madera con ella cada vez que completaba una circunferencia. Los golpes de la porra llenaban el altavoz; Red Manley, con los brazos alrededor del pecho, temblaba con el eco de cada golpe. Lee me dio un codazo.
—Russ tiene una regla: nada de golpes reales. Pero observa cómo…
Aparté la mano de Lee y miré por el cristal. Sears estaba dándole a la mesa con la porra a sólo unos centímetros de Manley, su voz, que ya no tartamudeaba, dejaba caer gotitas de fría rabia.
—Querías algo de carne fresca y pensaste que Betty resultaría fácil.
Empezaste en plan duro y no funcionó, así que le suplicaste. Tampoco funcionó, entonces le ofreciste dinero. Te dijo que tenía el período y ésa fue la gota de agua que colmó el vaso. Quisiste hacer que sangrara de veras. Dime cómo le rebanaste las tetas. Dime…
—¡No! —gritó Manley.
Sears dejó caer la porra sobre el cenicero de cristal, éste se partió y las colillas salieron volando por todos lados.
Red se mordió el labio; la sangre empezó a brotar de él y fue resbalando por su mentón. Sears golpeó el montón de cristales rotos; la habitación se llenó con un explosivo diluvio de fragmentos.
—No, no, no, no, no —gimoteó Manley.
—Sabías lo que querías hacer —siseó Sears—. Eres un viejo cazador de coños y conocías montones de sitios a los cuales llevar a las chicas. Amansaste a Betty con unas cuantas copas, le hiciste hablar de sus viejos novios e interpretaste para ella el numerito de que eras un buen chico, el pequeño cabo simpático dispuesto a dejar a Betty para los auténticos hombres, los hombres que vieron el combate, los que merecían acostarse con algo tan soberbio como ella…
—¡No!
Sears golpeó la mesa. ¡Ca-tac!
—Sí, Rojito, sí. Creo que la llevaste a un cobertizo, puede que a uno de esos almacenes abandonados que hay junto a la vieja fábrica Ford, en Pico-Rivera. Por ahí habría cuerda y un montón de herramientas cortantes tiradas, y se te puso dura. Entonces te lo hiciste en los pantalones antes de poder metérsela a Betty. Antes te habías enfadado pero ahora estabas realmente enfadado. Empezaste a pensar en todas las chicas que se han reído de esa pollita de nada que tienes y en todas las veces en que tu mujer ha dicho: «Esta noche no, Rojito, tengo dolor de cabeza». Así que la golpeaste, la ataste, empezaste a darle, ¡y la hiciste pedazos! ¡Admítelo, degenerado de mierda!
—¡No!
¡Ca-tac!
La fuerza del golpe hizo que la mesa se levantara del suelo. Manley casi saltó de su silla; sólo la mano de Sears, apoyada en el respaldo, le impidió caerse.
—Sí, Rojito. Sí. Pensaste en cada una de las chicas que ha dicho: «Yo no la chupo»; en cada paliza que tu madre te dio en el trasero; en cada mirada maligna que obtuviste de los auténticos soldados cuando tocabas tu trombón en la banda militar. Una polla como una aguja, unos coños que nunca conseguías, un trabajo de mierda, eso es lo que estabas pensando, y Betty debía pagar por todo ello, ¿verdad?
Manley dejó caer una mezcla de sangre y babas sobre su regazo y gorgoteó.
—No. Por favor, pongo a Dios por testigo, no.
—Dios odia a los mentirosos —dijo Sears, y aporreó la mesa tres veces: ¡ca-tac! ¡ca-tac! ¡ca-tac! Manley bajó la cabeza y empezó a sollozar sin lágrimas; Sears se arrodilló junto a su silla—. Cuéntame cómo chilló y suplicó Betty, Red. Cuéntamelo y luego se lo cuentas a Dios.
—No. No. No le hice daño a Betty.
—¿Volvió a ponérsete dura? ¿Te corrías y te corrías y volvías a correrte cuanto más la cortabas a pedacitos?
—No. Oh, Dios, oh, Dios.
—Eso es, Red. Habla con Dios. Cuéntaselo todo. Él te perdonará.
—No, Nos, por favor.
—Dilo, Red. Cuéntale a Dios cómo golpeaste, torturaste y destripaste a Betty Short durante tres jodidos días y cómo la cortaste luego en dos mitades.
Sears golpeó la mesa una, dos, tres veces. Después la volcó de un manotazo. Red se levantó tambaleándose de su silla y cayó de rodillas. Juntó las manos y empezó a murmurar:
—El Señor es mi pastor y no querré… —y comenzó a sollozar.
Sears miró hacia el cristal con el asco y el desprecio que sentía hacia sí mismo marcados en cada línea de su rostro, hinchado por la bebida. Hizo un signo hacia abajo con el pulgar y salió de la habitación.
Russ Millard se reunió con él apenas hubo cruzado la puerta y lo apartó de la multitud de agentes, acercándose un poco a mí. Presté atención a su conversación, mantenida entre susurros, y logré pillar lo principal de ella: ambos pensaban que Manley estaba limpio pero querían darle una inyección de pentotal y hacerle pasar una prueba con el detector de mentiras para estar seguros. Miré de nuevo hacia el cristal y vi a Lee y a otro policía de paisano que le ponían las esposas a Red y le sacaban del cuarto de interrogatorios. Lee lo trataba con guantes de seda, algo que, por lo general, reservaba para los niños, y le hablaba en voz muy baja y suave, con una mano sobre su hombro. La multitud se dispersó cuando los tres desaparecieron en la sala de espera. Harry Sears volvió al cubículo y empezó a recoger el jaleo que había armado; Millard se volvió hacía mí.
—Buen informe el de ayer, Bleichert.
—Gracias —repuse, con el convencimiento de que me estaba midiendo. Nuestras miradas se encontraron—. ¿Qué sigue ahora? —le pregunté.
—Dímelo tú.
—Primero, me envías de regreso a la Criminal, ¿no?
—Te equivocas, pero continúa.
—De acuerdo, entonces, batimos la zona del Biltmore e intentamos reconstruir los movimientos de Betty Short a partir del día diez, cuando Red la dejó, hasta el doce o el trece, cuando la liquidaron. Cubrimos el área, examinamos los informes y rezamos para que ninguno de los grandes cerebros se pierda con todas esas tonterías que la publicidad dada al caso nos induce a creer.
—Sigue.
—Sabemos que Betty estaba loca por el cine, que era muy promiscua y que alardeaba de haber trabajado en una película el mes de noviembre pasado, por lo que yo pienso que no sería de las que rechazan un revolcón en el sofá del reparto. Creo que deberíamos interrogar a los productores y directores de reparto y ver lo que conseguimos.
Millard sonrió.
—He llamado a Buzz Meeks esta mañana. Es un ex policía y trabaja como jefe de seguridad en la Hugues Aircraft. Es nuestro enlace no oficial con los estudios y se dedicará a preguntar por ahí. Lo estás logrando, Bucky. Sigue con tu juego de la pelota.
Vacilé…, quería impresionar a un veterano; quería ser yo mismo quien se encargara de la lesbiana rica. Lo que hacía Millard en ese momento, todo ese sonsacarme, me daba la impresión de ser una mera condescendencia, unos huesos y unas palmaditas en el lomo para que un policía joven siguiera trabajando con entusiasmo en un caso que no le gustaba. Con Madeleine Cathcart Sprague enmarcada en mi mente, dije:
—Todo lo que sé es que deberías mantenerle un ojo echado a Loew y sus chicos. No lo puse en mi informe pero Betty Short vendía sus favores cuando se encontraba lo bastante necesitada de dinero, y Loew ha intentado mantenerlo oculto. Creo que tapará cualquier cosa que haga aparecer a la chica como una fulana. Cuanta más simpatía sienta el público por ella, más le sacará a ejercer como acusación si este embrollo llega alguna vez a los tribunales.
Millard se rió.
—Oye, chico listo, ¿te atreves a calificar a tu propio jefe de supresor de pruebas?
Pensé que yo mismo lo era.
—Sí, y de ser un mierda y un hijo de puta de primera categoría especial.
—Touché! —dijo Millard y me entregó un papel—. Sitios donde vieron a Betty… restaurantes y bares en Wilshire. Puedes encargarte de ello, solo o con Blanchard, no me importa.
—Preferiría batir el Biltmore.
—Ya lo sé, pero quiero tipos que conozcan el área para trabajar allí y necesito chicos listos para eliminar las pistas falsas de la lista.
—¿Y qué harás tú?
Millard sonrió con tristeza.
—Mantenerle la vista encima a un mierda hijo de puta que suprime pruebas y a sus chicos para asegurarme de que no intentan sacarle por la fuerza una confesión a ese hombre inocente que está detenido.
No pude encontrar a Lee en ninguna parte de la comisaría, así que empecé a comprobar la lista yo solo. El territorio a batir estaba centrado en Wilshire y los restaurantes, bares y tabernas se hallaban en Western, Normandie y la calle Tercera. Las personas con quienes hablé eran básicamente moscas de bar, bebedores diurnos ansiosos de tomarle el pelo a la autoridad o de parlotear con personas distintas a las que encontraban cada noche en los tugurios. Cuando intenté hallar hechos me encontré con fantasías de lo más sinceras… Casi todo el mundo había tenido a Betty Short delante soltándoles un discurso sacado de los periódicos o de la radio cuando, en realidad, estaba en Dago con Red Manley o en un sitio ignorado siendo torturada hasta la muerte. Cuanto más los escuchaba más hablaban de ellos mismos, entretejiendo sus tristes historias con la historia de la Dalia Negra, de la cual en verdad creían que era una sirena fascinante, directa hacia el estrellato en Hollywood. Era como si estuvieran dispuestos a cambiar sus propias vidas por una espectacular muerte de primera página. Incluí preguntas sobre Linda Martin/Lorna Martilkova, Junior Nash y Madeleine Cathcart Sprague y su Packard blanco nieve pero todo lo que conseguí con ellas fueron miradas de estupor. Decidí que mi informe consistiría en dos palabras: «Todo gilipolleces».
Terminé un poco después del anochecer y fui a la casa para cenar algo.
Cuando frenaba el coche vi a Kay que salía corriendo por la puerta, bajaba a toda prisa los escalones y arrojaba un montón de papeles sobre la hierba; y luego volvió a correr hacia la casa mientras Lee se reunía con ella, gritando y agitando los brazos. Fui hasta los papeles y me arrodillé junto a ellos. Al examinarlos, me di cuenta de que eran pruebas, sumarios de interrogatorios, listas de llamadas y todo un protocolo de autopsia completo…
Cada papel con «E. Short, B. H., muerta 15/1/47» escrito a máquina en la parte superior. Obviamente, habían sido sustraídos de Universidad… y su sola posesión bastaba para garantizarle a Lee una suspensión de servicio.
Kay volvió con otro montón de papeles.
—Después de todo lo que ha pasado y todo lo que podría pasar —gritó—, ¿cómo puedes hacer esto? ¡Es repugnante, algo de locos!
Arrojó los papeles junto al primer montón y entre ellos vi relucir fotos de la, Treinta y Nueve y Norton.
Lee la cogió por los brazos y la sujetó mientras ella se retorcía.
—Maldita sea, tú sabes lo que esto significa para mí. Lo sabes. Ahora alquilaré una habitación para guardarlo todo, cariño, pero tienes que apoyarme en esto. Es mío y te necesito y tú… lo sabes.
En ese momento se fijaron en mí.
—Bucky, explícaselo tú —me pidió Lee—. Hazle entrar en razón.
De todos los números de circo sobre la Dalia éste era el más extraño que había visto hasta entonces.
—Kay tiene razón. Has acumulado tres infracciones como mínimo con esto y empieza a ser algo… —Me callé, pues pensé en lo que yo había hecho y dónde iría a medianoche. Miré a Kay, di rápidamente marcha atrás—. Le he prometido una semana de margen trabajando en esto. Eso quiere decir cuatro días más. El miércoles, se habrá terminado.
—Dwight, a veces parece que no tengas entrañas ni valor —dijo Kay con un suspiro y entró en la casa.
Lee abrió la boca para decir algo gracioso. Yo fui hacia mi coche, abriéndome paso a patadas por entre los papeles oficiales de la Policía de Los Ángeles.
El Packard blanco nieve estaba aparcado en el mismo sitio que la noche anterior. Lo vi con claridad desde mi coche y me detuve justo detrás. Acurrucado en el asiento delantero, pasé las horas viendo el tráfico que entraba y salía de los tres bares del bloque, cada vez más irritado: lesbianas duras, chicas suaves y tipos del sheriff con ese airé nervioso natural en todos los encargados de cobrar. La medianoche llegó y se fue; el tránsito se animó un poco, casi todo él compuesto por lesbianas que se dirigían hacia los hoteluchos del otro lado de la calle. Y, entonces, ella salió por la puerta del Escondite de La Verne, sola, haciendo que la circulación parase a causa de su vestido de seda verde.
Cuando bajaba de la acera yo salí del coche y ella me obsequió con una mirada de soslayo.
—¿Visitando los barrios bajos, señorita Sprague?
Madeleine Sprague se detuvo y yo acabé de recorrer la distancia que nos separaba. Hurgó en su bolso, sacó las llaves del coche y un grueso fajo de billetes.
—Así que papá me espía de nuevo. Anda metido en una de sus pequeñas cruzadas calvinistas y le ha dicho que no debe ser sutil, ¿verdad? —Cambió de acento con rapidez y se puso a imitar con habilidad el zumbido de un escocés—. Moza alocada, no debes dejarte ver en lugares de tan poca categoría. Moza, sería horrendo que alguien te viera allí con gente de la peor ralea.
Las piernas me temblaban igual que cuando esperaba a que la campana del primer asalto sonara.
—Soy agente de policía —dije.
Madeleine Sprague volvió a su voz normal.
—Oh, ¿así que papá se dedica a comprar policías ahora?
—A mí no me ha comprado.
Extendió el dinero hacia mí y me miró con algo más de atención.
—No, es probable que no. Si trabajara para él vestiría mejor. Bueno, probemos entonces con el sheriff de West Valley… Ya que ellos extorsionan a La Verne, a usted se le ha ocurrido la idea de extorsionarle a su clientela rica.
Cogí el dinero, conté cien dólares y se lo devolví.
—Probemos con el Departamento de Homicidios, policía de Los Ángeles. Probemos con Elizabeth Short y Linda Martin.
La coraza de Madeleine Sprague se derritió de golpe. Su rostro se encogió en una mueca de preocupación y me di cuenta de que su parecido con Betty/Beth se debía más al peinado y al maquillaje que a otra cosa; en conjunto, sus rasgos eran menos refinados que los de la Dalia y sólo parecidos superficialmente. Estudié aquel rostro: ojos color avellana, cargados de pánico e iluminados por el resplandor de la calle; la frente arrugada, igual que si su cerebro se dedicara a trabajar horas extra. Las manos le temblaban así que cogí las llaves del coche y el dinero, los metí dentro de su bolso y arrojé éste sobre la capota del Packard. Sabía que quizá estuviera a punto de conseguir una pista muy importante.
—Puede hablar conmigo aquí o en otro sitio, señorita Sprague. Lo único que debe hacer es no mentirme. Sé que usted la conocía, si intenta engañarme tendrá que ser en la comisaría y con un montón de publicidad que usted no desea.
La chica logró recomponer su coraza un poco.
—¿Aquí o en otro sitio? —repetí.
Ella abrió la portezuela del Packard opuesta al asiento del conductor y entró en él, deslizándose sobre el asiento hasta colocarse detrás del volante. Me puse junto a ella, y encendí la luz del salpicadero para poder verle el rostro. Sentí el olor del cuero de la tapicería y del perfume pasado.
—Cuénteme cómo conoció a Betty Short —dije.
Madeleine Sprague se removió, incómoda.
—¿Cómo sabe que la conocía?
—Salió corriendo igual que un conejo asustado la otra noche, cuando yo interrogaba a la mujer del bar. ¿Qué hay de Linda Martin? ¿La conoce?
Madeleine pasó sus largos dedos de uñas rojas por el volante.
—No tengo nada que ver con todo eso. Conocí a Betty, y a Linda en La Verne el otoño pasado. Betty dijo que era la primera vez que estaba allí. Creo que hablé con ella una vez después de eso. Con Linda hablé varias veces, pero sólo fueron conversaciones banales mientras tomábamos unas copas.
—¿En qué momento del otoño pasado?
—Creo que en noviembre.
—¿Se acostó con alguna de las dos?
Madeleine se encogió.
—No.
—¿Por qué no? Ése es el móvil que usted tiene para venir aquí, ¿verdad?
—No del todo.
Mi mano fue hacia su hombro cubierto de seda verde, con fuerza.
—¿Es usted lesbiana?
Madeleine volvió a utilizar el acento de su padre.
—Muchacho, podría afirmarse que lo tomo donde lo encuentro.
Sonreí y luego le di una palmadita suave en el sitio que casi había golpeado un momento antes.
—¿Me está diciendo que su único contacto con Linda Martin y Betty Short consistió en un par de charlas de bar hace dos meses?
—Sí. Eso es exactamente lo que le estoy diciendo. —Entonces, ¿por qué se fue con tanta rapidez la otra noche?
Madeleine puso los ojos en blanco.
—Amiguito… —empezó a decir con su acento escocés.
—Basta de estupideces —la interrumpí—, y cuéntemelo todo.
La chica de la coraza, con voz dura y rápida, dijo:
—Míster, mi padre es Emmett Sprague. El único Emmett Sprague que hay. Ha construido la mitad de Hollywood y Long Beach, y lo que no ha construido lo ha comprado. No le gusta la publicidad y no le agradaría ver en los periódicos algo así como «Hija de magnate interrogada en el caso de la Dalia Negra —Anduvo divirtiéndose con la joven muerta en un club nocturno de lesbianas». Y ahora, ¿ha visto por fin claro el cuadro?
—En technicolor —dije yo y le di una palmadita en el hombro.
Madeleine se apartó de mí y suspiró.
—¿Va a figurar mi nombre en toda clase de archivos policiales para que toda clase de policías babosos y periodistas de la prensa sensacionalista puedan verlo?
—Tal vez sí; tal vez no.
—¿Qué he de hacer para que no figure?
—Convencerme de unas cuantas cosas.
—¿Como cuáles?
—Darme primero su impresión sobre Betty y Linda. Usted es una chica lista…, dígame lo que opina de ellas.
Madeleine acarició el volante y después el reluciente salpicadero de roble.
—Bueno, no pertenecían a la hermandad. Se limitaban a utilizar el Escondite para sacar bebida y cenas gratis.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque las vi rechazar unas cuantas invitaciones hechas en serio.
Pensé en la mujer hombruna y dura de Marjorie Graham.
—¿Hubo algún problema a causa de ello? Ya sabe lo que quiero decir, ¿algún juego duro? ¿Hubo alguna que se pusiera insistente?
Madeleine se rió.
—No, las invitaciones que yo vi fueron hechas con auténtico estilo de señora.
—¿Quién las hizo?
—Gente a la cual nunca había visto antes.
—¿Ni después?
—Eso es, después tampoco.
—¿De qué charlaba con ellas?
Madeleine volvió a reír, esta vez con más fuerza.
—Linda hablaba del chico que había dejado atrás en Pueblo Tonto, Nebraska, o como se llamara el sitio del que venía, y Betty lo hacía del último número de Screen World. En cuanto a su nivel como conversadoras, estaban justo a la par que usted, sólo que eran más guapas.
—Y usted encantadora —dije, y le sonreí.
—Usted, no —repuso Madeleine con otra sonrisa—. Mire, estoy cansada. ¿No va a pedirme una prueba de que no maté a Betty? Dado que puedo probarlo, ¿no le pondrá eso fin a toda esta farsa?
—Llegaré a ello dentro de un minuto. ¿Habló Betty alguna vez de trabajar en una película?
—No, pero todo lo del cine la volvía loca.
—¿Le mostró alguna vez un fotómetro de cine? ¿Una cosa con una lente montada en una cadenita?
—No.
—¿Qué hay de Linda? ¿Hablaba también de estar metida en una película?
—No, sólo hablaba de su enamorado del pueblecito.
—¿Tiene alguna idea de adónde iría ella si tuviera que esconderse?
—Sí. A Pueblo Tonto, Nebraska.
—Aparte de allí.
—No. ¿Puedo…?
Mis dedos tocaron el hombro de Madeleine, más en una caricia que en una palmada.
—Sí, hábleme de su coartada. ¿Dónde estuvo y qué hizo desde el lunes trece de enero hasta el miércoles quince?
Madeleine se llevó las manos a la boca, formando bocina, dio un trompetazo y luego las apoyó en el asiento del coche, junto a mi rodilla.
—Estuve en una casa de Laguna desde la noche del domingo hasta la mañana del jueves. Mis padres y mi hermana Martha se encontraban allí conmigo, al igual que nuestra servidumbre. Si quiere verificarlo llame a papá. Nuestro número es Webster 4391. Pero sea discreto. No le diga dónde me ha encontrado. Y ahora, ¿tiene alguna pregunta más?
Mi pista particular sobre la Dalia se había esfumado pero eso me daba luz verde en otra dirección.
—Sí. ¿Lo hace alguna vez con hombres?
Madeleine me tocó la rodilla.
—Últimamente no me he encontrado con ninguno pero lo haré con usted si mantiene mi nombre lejos de los periódicos.
Las piernas se me habían vuelto de gelatina.
—¿Mañana por la noche?
—De acuerdo. Recójame a las ocho, igual que un caballero. La dirección es Muirfield Sur, 482.
—Conozco la dirección.
—No me sorprende. ¿Cuál es su nombre?
—Bucky Bleichert.
—Le va bien a sus dientes[1] —comentó Madeleine.
—A las ocho —dije yo y salí del Packard mientras aún me funcionaban las piernas.