La mayor parte del poco atractivo sumario de crímenes del 10 de enero la pasé dormitando, y me espabilé con el ladrido del capitán Jack.
—Eso es todo. Teniente Millard, sargento Sears, sargento Blanchard y agente Bleichert, vayan a la oficina del señor Loew de inmediato. ¡Pueden salir!
Fui por el pasillo hasta el santuario de Ellis Loew. Los demás ya estaban allí: Lee, Russ Millard y Harry Sears, formando corro junto al escritorio de Loew, con un montón de ejemplares del Herald de la mañana.
Lee me guiñó el ojo y me alargó uno de los periódicos, doblado para dejar a la vista la sección local. Vi un artículo titulado «¿Intentará el ayudante del fiscal del distrito de la división criminal conseguir el trabajo de su jefe en las Primarias Republicanas del 48?», leí tres párrafos loatorios. Ellis Loew y su preocupación por los ciudadanos de Los Ángeles y arrojé el periódico sobre el escritorio antes de que empezara a vomitar.
—Aquí viene el hombre en persona —dijo Lee—. Eh, Ellis, ¿vas a meterte en la política? Di: «Lo único a lo cual debemos tenerle miedo es al miedo». Veamos que tal sale.
La imitación de Franklin Delano Roosevelt hecha por Lee consiguió una carcajada general; incluso Loew lanzó una risita mientras nos repartía unos cartones negros con instantáneas unidas a cada uno, y una hoja.
—Éste es el caballero al cual debemos tenerle miedo todos. Leed eso y descubriréis la razón.
Leí el informe. Detallaba la carrera criminal de Douglas «Junior» Nash, blanco, varón, nacido en Tulsa, Oklahoma, en 1908. Los antecedentes de Nash se remontaban a 1926, e incluían estancias en la prisión del estado de Texas por violación, robo a mano armada y haber causado heridas graves a una de sus víctimas. Había cinco cargos contra él en California: tres robos a mano armada en el norte, en Oakland County, y dos de 1944 en Los Ángeles, violación con agravantes y contribuir a que un menor delinquiera. El informe acababa con unas líneas de los investigadores de San Francisco, en las cuales declaraban que Nash era sospechoso de una docena de robos en el área de la bahía y se rumoreaba que formó parte del grupo que participó desde el exterior en el intento de fuga producido en Alcatraz en mayo de 1946. Cuando acabé, le eché un vistazo a las fotos. Junior Nash tenía el típico aspecto de un puro nativo de Oklahoma: cabeza larga y huesuda, labios delgados, ojos pequeños y brillantes y unas orejas que podrían haber pertenecido a Dumbo.
Miré a los demás hombres. Loew estaba leyendo el artículo referido a sí mismo en el Herald; Millard y Sears revisaban los informes con cara de póquer.
—Danos las buenas noticias, Ellis. Se encuentra en Los Ángeles y con ganas de armar jaleo, ¿verdad?
Loew jugueteó con su llavecita de la Phi Beta Kappa.
—Testigos oculares le han implicado en los dos robos a supermercados cometidos en Leimert Park el fin de semana, razón por la cual no figuraban en el informe de crímenes. Durante el segundo robo, golpeó con su pistola a una anciana, y ésta murió hace una hora en el Buen Samaritano.
—¿Se l-l-le conocen aso-aso-asociados? —tartamudeó Harry Sears.
Loew meneó la cabeza.
—El capitán Tierney ha hablado esta mañana con los de San Francisco. Dijeron que Nash es del tipo lobo solitario. Parece ser que fue reclutado para desempeñar su papel en aquella fuga de Alcatraz, pero eso fue una excepción. Lo que yo…
Russ Millard alzó la mano.
—¿Hay algún común denominador en los asuntos sexuales de Nash?
—A eso iba —dijo Loew—. Se supone que a Nash le gustan las negras. Jóvenes, que no hayan llegado a los veinte si puede ser. Todos los delitos sexuales que ha cometido los ha llevado a cabo con chicas de color.
Lee me señaló la puerta.
—Iremos a la comisaría de Universidad, leeremos el informe del agente encargado del asunto y nos lo llevaremos. Apuesto a que Nash está escondido en algún lugar de Leimert Park. La zona es de blancos pero hay algunos embetunados de Manchester por el sur. Existen montones de lugares donde buscar carne negra.
Millard y Sears se levantaron para irse. Loew fue hacia Lee.
—Intente evitar matarle, sargento. Se lo merece, desde luego, pero inténtelo de todas formas.
Lee le dirigió su sonrisa de diablo patentada.
—Lo intentaré, señor. Pero usted debe asegurarse de acabar con él en el tribunal. Los votantes quieren ver a los chicos como Junior bien fritos, eso hace que se sientan seguros por la noche.
Nuestra primera parada fue la comisaría de Universidad. El jefe nos mostró los informes de robos y nos dijo que no perdiéramos el tiempo recorriendo la zona cercana a los dos supermercados, Millard y Sears ya estaban en ello y se dedicaban a obtener una mejor descripción del coche de Nash, que se creía era un sedán blanco de la posguerra. El capitán Jack había llamado allí para dar el aviso de la inclinación que Nash tenía hacia la carne negra, y tres agentes antivicio de paisano habían sido enviados para comprobar los burdeles de la zona sur, especializados en chicas de color jóvenes. Las comisarías de la calle Newton y la Setenta y Siete, donde casi toda la población era de color, enviarían coches con radio en el turno de noche para que recorrieran los bares y los terrenos de juego donde la juventud negra se congregaba, con la orden de que mantuvieran los ojos bien abiertos en busca de Nash y advirtieron a los jóvenes que anduvieran con cuidado. Nosotros no podíamos hacer nada salvo recorrer la zona y batirla con la esperanza de que Nash continuara por allí y avisar a los informadores de Lee. Decidimos llevar a cabo una inspección de Leimert Park y nos pusimos en marcha.
La calle principal del distrito era el bulevar Crenshaw. Amplio, extendiéndose por el norte hasta Wilshire y por el sur hasta Baldwin Hills, deletreaba las palabras «boom de la posguerra» igual que un letrero de neón. Cada manzana de Jefferson a Leimert estaba repleta de casas que en tiempos fueron elegantes y que ahora eran derribadas, y sus fachadas sustituidas por carteles gigantescos que anunciaban grandes almacenes, centros comerciales, parques para niños y cines. Se prometían fechas de finalización que iban desde la Navidad del 47 hasta principios del 49 y comprendí que hacia 190 esa parte de Los Ángeles sería irreconocible. En dirección este, pasamos por delante de un solar vacío tras otro, lugares que pronto engendrarían casas; luego vinieron un bloque tras otro de bungalows de adobe, anteriores a la guerra y que se distinguían sólo por su color y el estado de sus jardines delanteros. Hacia el sur reinaban las viejas casas de madera, que se volvían más y más descuidadas a medida que avanzábamos.
Y en la calle no había nadie que se pareciera a Junior Nash; y cada uno de los últimos modelos de sedán blanco que vimos iba conducido por una mujer o por un tipo de aspecto respetable.
Cuando nos acercábamos a Santa Bárbara y Vermont, Lee rompió nuestro largo silencio.
—Esto de hacer la gran gira es una mierda inútil. Voy a pedir que me devuelvan algunos favores.
Se dirigió hacia una gasolinera, salió del coche y fue al teléfono público; yo me dediqué a escuchar las llamadas por la radio. Llevaba en eso unos diez minutos cuando Lee volvió al coche, pálido y sudoroso.
—Tengo una pista. Uno de mis chivatos dice que Nash se está acostando con alguna negra en un sitio cerca de Slauson y Hoover.
Quité la radio.
—Por ahí todos son de color. ¿Crees que…?
—Creo que vamos hacia allí cagando leches.
Enfilamos por Vermont hasta Slauson y luego fuimos hacia el este, pasando por delante de fachadas de iglesias y salones de peluquería, solares vacíos y tiendas de licores que no tenían nombre, sólo carteles de neón que se encendían y se apagaban a la una de la tarde, y decían: L-I-C-O-R-E-S. Giramos por la derecha para entrar en Hoover. Entonces, Lee condujo el coche más despacio y empezó a examinar los portales. Pasamos ante un grupo de tres negros y un blanco más viejo que ellos, sentados en los peldaños de una casa que tenía un aspecto singularmente mugriento; me di cuenta de que los cuatro nos identificaban en seguida como polis.
—Drogados —murmuró Lee—. Se supone que a Nash le gusta mezclarse con ellos, así que vamos a echarles una mirada. Si no están limpios, les apretaremos las clavijas un poco para que nos den su dirección.
Asentí. Lee detuvo el coche en mitad de la calle. Salimos de él y nos acercamos a los escalones, los cuatro tipos metieron las manos en los bolsillos y movieron los pies, la rutina de baile que tienen los tipos nacidos en los suburbios, sea donde sea.
—Policía —dije yo—. Besad la pared despacio y con mucho cariño.
Se colocaron en posición de ser registrados, las manos por encima de sus cabezas, las palmas de éstas pegadas a la pared del edificio, los pies hacia atrás y las piernas separadas.
Lee se ocupó de los dos de la derecha.
—¿Qué… Blanchard? —murmuró el blanco.
—Cállate, so mierda —dijo Lee y empezó a cachearle.
Yo escogí el negro del centro en primer lugar, le pasé las manos a lo largo de las mangas de su abrigo y luego se las metí en los bolsillos. Mi mano izquierda sacó un paquete de Lucky y un encendedor Zippo; mi derecha, unos cuantos cigarrillos de marihuana.
—Drogas —dije, y lo solté todo en el suelo, mirando luego rápidamente a Lee de soslayo. El negro con cazadora que estaba junto a él se llevó la mano al cinturón; cuando la retiró, la luz arrancó destellos al metal—. ¡Socio! —grité yo, y saqué mi 38.
El blanco giró sobre sí mismo; Lee le disparó dos veces en el rostro, a quemarropa. El de la cazadora acababa de abrir su navaja cuando le apunté. Hice fuego, él dejó caer la navaja, se agarró el cuello y cayó contra la pared. Me di la vuelta, y vi que el tipo del extremo hurgaba en la parte delantera de sus pantalones, entonces le disparé tres veces. Cayó hacia atrás; oí un grito: «¡Bucky, agáchate!». Cuando golpeaba el cemento vi la imagen de Lee y el último negro a menos de un metro de distancia el uno del otro. Los tres disparos de Lee lo derribaron justo cuando el negro lograba apuntar una pequeña Derringer. Cayó muerto al instante, con medio cráneo reventado.
Me puse en pie, miré los cuatro cuerpos y la acera cubierta de sangre, anduve con pasos inseguros hacia la calzada y vomité en la alcantarilla hasta que me dolió el pecho. Oí sirenas que se acercaban, me puse la placa en la solapa de la chaqueta y me volví. Lee registraba los bolsillos de los fiambres, arrojando navajas y porros sobre la acera, lejos de los charcos de sangre. Vino hacia mí y yo tuve la esperanza de que sabría decirme algo, cualquier broma que me calmara. No lo hizo; estaba llorando igual que una criatura.
Necesitamos todo el resto de la tarde para poner diez segundos en el papel.
Escribimos nuestros informes en la comisaría de la calle Setenta y Siete y fuimos interrogados por un equipo de homicidios que investigaba todos los tiroteos en que estuvieran mezclados policías. Nos dijeron que los tres negros —Willie Walker Brown, Caswell Pritchford y Cato Early— eran conocidos drogadictos y que el blanco —Baxter Finch— había estado dos temporadas a la sombra a finales de los años veinte. Dado que los cuatro hombres estaban armados y en posesión de marihuana, nos aseguraron que no habría ninguna sesión ante el Gran Jurado.
Yo me tomé el interrogatorio con calma; Lee, fatal, temblaba y murmuraba que había detenido a Baxter Finch un montón de veces por vagancia cuando trabajaba en Highland Park y que casi sentía aprecio por aquel tipo. Durante todo el rato que pasamos en la comisaría, me mantuve cerca de él, y luego lo llevé hasta su coche a través de una multitud de reporteros que nos hacían preguntas.
Cuando llegamos a la casa, Kay estaba de pie en el porche delantero; una mirada a su tenso rostro me dijo que ya lo sabía todo. Corrió hacia Lee y lo abrazó, susurrando:
—Oh, cariño, oh, cariño.
Yo los miré y luego vi que había un periódico en la barandilla.
Lo cogí. Era la edición de la tarde del Mirror, con un gran titular que ocupaba toda la primera plana: «¡Policías boxeadores en una batalla a tiros! ¡¡Cuatro delincuentes muertos!!». Debajo, había fotos publicitarias de Fuego y Hielo, con calzones y guantes de boxeo, acompañadas por fotos policiales de los cuatro hombres muertos. Leí un relato bastante exagerado del tiroteo y un resumen del combate de octubre; entonces, oí gritar a Lee:
—¡Nunca lo entenderás, así que déjame en paz de una jodida vez!
Lee salió corriendo por el camino hacia el garaje, con Kay tras él. Me quedé en el porche, sorprendido ante ese núcleo de blandura que había en el hijo de perra más duro que yo jamás había conocido. Oí que la motocicleta de Lee arrancaba y, unos segundos después, él apareció montado en la máquina y giró hacia la derecha con un chirrido de neumáticos. Era indudable que se disponía a desahogarse con una brutal carrera por Mulholland.
Kay volvió justo cuando el ruido de la moto moría en la distancia. Le cogí las manos.
—Lo superará —dije—. Lee conocía a uno de esos tipos, y eso lo ha empeorado todo. Pero lo superará.
Kay me miró de una forma extraña.
—Pareces muy tranquilo.
—Se trataba de ellos o de nosotros. Mañana tendrás que cuidar de Lee. Estamos libres de momento, pero cuando volvamos al trabajo será para perseguir a una auténtica bestia.
—Cuida tú también de él. Bobby de Witt sale dentro de una semana o así, y en su juicio juró matar a Lee y a los otros hombres que lo arrestaron. Lee está asustado y yo conozco a Bobby. Es de lo peor que existe.
Rodeé a Kay con mis brazos, y la oprimí con suavidad.
—Chist. Fuego y Hielo se ocupan de ese trabajo, así que descansa tranquila.
Kay se libró de mi abrazo.
—No conoces a Bobby. No sabes las cosas que me obligó a hacer.
Le aparté un mechón de cabello de los ojos.
—Sí, lo sé, y no me importa. Quiero decir que sí me importa, pero que…
—Sé lo que quieres decir —replicó Kay y me apartó de un empellón.
Yo la dejé ir, sabía que si iba tras ella me diría un montón de cosas feas que yo no quería oír. La puerta delantera se cerró con un golpe seco y yo me quedé sentado en los escalones. Me alegré de estar solo para intentar ordenar algo las cosas.
Cuatro meses antes, yo era un tipo metido en un coche con radio que no iba a llegar a ninguna parte. Ahora, era un detective de la Criminal que había servido de instrumento para que se aprobara una inversión de un millón de dólares, con dos negros muertos en mi historial. Al mes siguiente tendría treinta años y llevaría cinco en el trabajo. Esto me posibilitaría presentarme a las pruebas para sargento. Si aprobaba y sabía jugar bien mis cartas después, podía ser teniente detective antes de los treinta y cinco años. Y eso era sólo el comienzo.
Empecé a sentirme nervioso, así que entré en la casa y di unas cuantas vueltas por la sala, hojeando rápidamente las revistas y buscando en los estantes algo que leer. De pronto oí ruido de agua corriendo con fuerza, que provenía de la parte trasera de la casa. Fui hacia allí, vi la puerta del cuarto de baño abierta de par en par y sentí el vapor cálido; entonces supe que todo aquello era para mí.
Kay se hallaba desnuda bajo la ducha. Su rostro se mantuvo inexpresivo, incluso cuando nuestros ojos se encontraron. Miré su cuerpo, recorriéndolo con la vista, desde los pecosos senos con sus oscuros pezones hasta las anchas caderas y el liso estómago; entonces, ella se dio la vuelta para ofrecerme la espalda. Vi las antiguas cicatrices de cuchillo que recorrían su espalda desde los muslos hasta la columna. Logré no temblar y me fui con el íntimo deseo de que no me hubiera mostrado eso el mismo día en que había matado a dos hombres.