La División Central Criminal estaba en la sexta planta del ayuntamiento, situada entre el Departamento de Homicidios de la Policía de Los Ángeles y la División Criminal de la oficina del fiscal del distrito. Era un espacio delimitado con paneles de madera y cristal con dos escritorios, uno frente a otro, dos archivadores metálicos de los que los expedientes se desbordaban y un mapa del condado de Los Ángeles que tapaba la ventana. Había una puerta de cristal esmerilado con un rótulo que decía: «AYUDANTE DEL FISCAL DEL DISTRITO ELLIS LOEW», y que separaba el cubículo del jefe de la Criminal y el fiscal del distrito, Buron Fitts —su jefe—, y no había nada para separarlos del cubil de los tipos de Homicidios, una enorme habitación con hileras de escritorios y paredes cubiertas con tableros de corcho de los que colgaban informes sobre crímenes, carteles de «Se busca» y todo un revoltijo de papeles y otras cosas. El más maltrecho de los dos escritorios que había en la Criminal llevaba un cartelito en el que ponía «SARGENTO L. C. BLANCHARD». El escritorio de enfrente tenía que ser el mío y me derrumbé en la silla mientras me imaginaba «AGENTE D. W. BLEICHERT» grabado en la madera, junto al teléfono.
Me encontraba solo y era la única persona de la sexta planta que lo estaba. Acababan de dar las siete de la mañana y yo había ido temprano a mi primer día en el nuevo trabajo para saborear mi debut de paisano. El capitán Harwell había llamado para decir que debía presentarme el lunes 17 de noviembre por la mañana, a las 8 horas, y que ese día empezaría con la asistencia a la lectura del sumario de los delitos cometidos durante toda la semana anterior, algo que era obligatorio para todo el personal del Departamento de Policía de Los Ángeles y la División Criminal del fiscal del distrito. Después, Lee Blanchard y Ellis Loew se encargarían de informarme sobre el trabajo y luego vendría el perseguir a los fugitivos sujetos a órdenes de busca y captura.
La sexta planta albergaba las divisiones de elite del Departamento: Homicidios, Administrativa, Antivicio, Robos y Atracos, junto con la Central Criminal y el Grupo Central de Detectives. Era el dominio de los polis especializados, aquellos con poder político que siempre acababan subiendo, y ahora era mi hogar. Llevaba mi mejor chaqueta deportiva y unos pantalones a juego, con mi revólver reglamentario metido en una nueva pistolera de hombro. Todos los policías estaban en deuda conmigo por el aumento del 8 por ciento de paga que acompañaba a la salida adelante de la Proposición 5. Mi posición en el Departamento era buena pero estaba sólo al principio. Me sentía dispuesto a cualquier cosa. —
Excepto a pasar de nuevo por el combate. A eso de las 7.40 el lugar empezó a llenarse con agentes que hablaban con gruñidos de resacas, mañanas de los lunes en general y Bucky Bleichert, el maestro de baile que se había convertido en gran pegador, el chico más nuevo de la manzana. Me mantuve oculto en el cubículo hasta que les oí desfilar por el pasillo. Cuando el lugar se quedó en silencio fui hasta una puerta que ponía «DETECTIVES — SALA COMÚN». Al abrirla, recibí una gran ovación.
Era un aplauso al estilo militar, los casi cuarenta policías de civil que había allí, en pie junto a sus sillas, aplaudían al unísono. Cuando miré hacia la parte delantera de la habitación vi una pizarra en la que habían escrito con tiza «¡¡¡8%!!!». Lee Blanchard estaba junto a ella, al lado de un hombre pálido y gordo que tenía aspecto de ser un jefazo. Mis ojos miraron al señor Fuego. El sonrió, el hombre gordo se dirigió hacia un atril y lo golpeó con los nudillos. Los aplausos se apagaron y los hombres tomaron asiento. Yo encontré una silla al fondo de la habitación y me instalé en ella; el hombre gordo golpeó el atril por última vez.
—Agente Bleichert…, los hombres de la Central Criminal, Homicidios, Vicio, Atracos y etcétera —dijo—. Ya conoce al sargento Blanchard y al señor Loew, yo soy el capitán Jack Tierney. Usted y Lee son las celebridades del momento, por lo que espero haya disfrutado de su ovación teniendo en cuenta que no conseguirá oír otra hasta que se jubile.
Todos rieron. Tierney golpeó el atril y habló de nuevo, esta vez a través del micrófono adosado a aquél.
—Basta de gilipolleces. Esto es el sumario de los delitos correspondientes a la semana que finalizó el 14 de noviembre de 1946. Presten atención, que viene bueno.
»En primer lugar, tres asaltos a licorerías, las noches del 10/11,12/11 y 13/11, todos cometidos en un radio de diez manzanas en Jefferson, comisaría de University. Dos caucasianos adolescentes con escopetas recortadas y bastante nerviosos, obviamente drogados. Los de University no tienen pistas y el jefe quiere que un equipo de Robos se ocupe del asunto a jornada completa. Teniente Ruley, venga a verme a las nueve para hablar del asunto y que todos pongan al corriente de esto a sus respectivos chivatos…, los atracadores drogados son un mal problema.
»Si nos desplazamos hacia el este, tenemos a unas cuantas putas que trabajan por libre las cafeterías de Chinatown. Prestan sus servicios en los coches aparcados y les están quitando el negocio a las chicas que Mickey Cohen usa allí porque sus tarifas son más bajas. De momento, la cosa no es grave pero a Mickey C. no le gusta y tampoco a los amarillos porque las chicas de Mickey utilizan los hoteluchos rápidos de Alameda… todos propiedad de los amarillos. Más pronto o más tarde, tendremos jaleo, por eso quiero ver calmados a los dueños de las cafeterías y arrestos de cuarenta y ocho horas para cada puta de Chinatown que podamos pillar. El capitán Harwell mandará una docena de policías del turno nocturno para hacer una barrida cuando la semana esté más avanzada y quiero que los de Vicio repasen todos sus archivos de putas y que se repartan fotos e historiales de todas las independientes conocidas por trabajar en el centro. Quiero que dos hombres de la Central estén en ello, con supervisión por parte de los de Antivicio. Teniente Pringle, venga a verme a las nueve y cuarto.
Tierney hizo una pausa y se estiró; yo paseé los ojos por la habitación y vi que la mayoría de los hombres estaban escribiendo en su cuadernillo. Me maldije por no haberme conseguido uno.
En ese momento, el capitán golpeó el atril con las palmas de la mano.
—Y aquí hay algo que le encantaría ver al viejo capitán Jack. Hablo de los robos cometidos en las casas de Bunker Hill sobre los que han estado trabajando los sargentos Vogel y Koenig. Fritzie, Bill, ¿habéis leído el informe de los científicos sobre el asunto?
Dos hombres, sentados uno al lado del otro, que se encontraban unas pocas filas por delante de mí dijeron: «No, capitán» y «No, señor». Pude echarle un buen vistazo al perfil del más viejo de los dos: era la viva imagen de Johnny Vogel, el gordo, sólo que estaba más gordo.
—Sugiero que lo lean de inmediato al acabar esta reunión —dijo Tierney—. En beneficio de quienes no estén metidos en la investigación: los chicos de huellas encontraron un juego aprovechable en el último robo, justo al lado del armario de la plata. Pertenecían a un varón blanco llamado Coleman Walter Maynard, treinta y un años, dos acusaciones por sodomía. Un perfecto degenerado violador de criaturas.
»Los de libertades condicionales del condado no saben nada. Vivía en una pensión entre la Catorce y Bonnie Brae, pero cuando empezaron los robos se largó a toda pastilla. Los de Highland Park tienen cuatro sodomías por resolver, todos los casos niños de unos ocho años. Quizá es Maynard y quizá no, pero entre ellos y los de robos podríamos regalarle un bonito billete de ida sola a San Quintín. Fritzie, Bill, ¿en qué otra cosa andáis trabajando?
Bill Koenig se encorvó sobre su cuadernillo; Fritz Vogel se aclaró la garganta y respondió:
—Hemos hecho una batida en hoteles y pensiones de la parte baja. Hemos pillado a unos cuantos revientapuertas y también a varios carteristas.
Tierney golpeó el atril con un grueso nudillo.
—Fritzie, ¿eran Jerry Katzenbach y Mile Purdy los revientapuertas?
Vogel se removió en su asiento.
—Sí, señor.
—Fritzie. ¿Se delataron el uno al otro?
—Ah… sí, señor.
Tierney puso los ojos en blanco y miró hacia el techo.
—Dejad que ilustre a los que no se encuentran familiarizados con Jerry y Mike. Son maricas y viven con la madre de Jerry en un lindo nidito amoroso situado en Eagle Rock. Llevan acostándose juntos desde que Dios se chupaba el dedo, pero de vez en cuando se pelean y entonces les entran deseos de hacer una ronda por las gallinitas de la cárcel, y el uno delata al otro. Después, éste le corresponde, y los dos se pasan una temporada por cuenta del condado. Mientras están dentro, se mantienen alejados de las pandillas, se benefician de unos cuantos chicos guapos y acaban con la sentencia reducida merced a los chivatazos que dan. Es algo que ha estado sucediendo desde que Mae West era virgen. Fritzie, ¿en qué más has estado trabajando?
Risas ahogadas resonaron por toda la habitación. Bill Koenig empezó a levantarse, torciendo la cabeza para ver de dónde provenían las carcajadas. Fritz Vogel le hizo volver a sentarse, tirándole de la manga.
—Señor —dijo—, también hemos estado trabajando un poco para el señor Loew. Trayéndole testigos.
El pálido rostro de Tierney estaba esforzándose por volverse rojo.
—Fritzie, el comandante de los detectives de la Central soy yo, no el señor Loew. El sargento Blanchard y el agente Bleichert trabajan para el señor Loew, tú y el sargento Koenig, no. Por lo tanto, dejad lo que estáis haciendo para el señor Loew, dejad en paz a los carteristas y haced el favor de coger a Coleman Walter Maynard antes de que viole más niños, ¿de acuerdo? En el tablón de anuncios hay un informe sobre sus relaciones conocidas y sugiero que todo el mundo se familiarice con él. Ahora Maynard es un fugitivo y puede que se haya ocultado con alguna de ellas.
Vi que Lee Blanchard abandonaba la sala por una puerta lateral. Tierney hojeó algunos papeles que tenía sobre el atril.
—Aquí hay algo que el jefe Green piensa deberíais conocer —continuó—. Durante las tres últimas semanas, alguien ha estado dejando gatos muertos y hechos trocitos en los cementerios de Santa Mónica y Gower. La comisaría de Hollywood tiene media docena de informes sobre este asunto. Según el teniente Davis, de la calle Setenta y Siete, ésa es la tarjeta de visita de una pandilla juvenil de negros. La mayor parte de los gatos fueron dejados los martes por la noche y la pista de patinaje de Hollywood está abierta para los embetunados los martes, así que quizá exista alguna relación. Haced preguntas por la zona, hablad con vuestros informadores y transmitid cuanto sea pertinente al sargento Hollander, en Hollywood. Ahora, los homicidios. ¿Russ?
Un hombre alto de cabello gris que vestía un traje inmaculado de anchas solapas ocupó el atril; el capitán Jack se dejó caer en la silla vacante más cercana. El hombre alto se movía con un porte y una autoridad que parecían más propias de un juez o de un abogado de gran calidad que de un policía; me recordó al tieso y algo relamido predicador luterano que visitaba al viejo hasta que el Bund entró en la lista de organizaciones subversivas.
—El teniente Millard —murmuró el agente que estaba sentado junto a mí—. Es el número dos de Homicidios, pero, en realidad, es quien manda. Un tipo realmente aterciopelado.
Moví la cabeza, asintiendo, y escuché hablar al teniente con una voz suave como el terciopelo.
—… y el forense ha declarado que el asunto Russo-Nickerson es un asesinato-suicidio. La oficina se está encargando del atropello seguido de huida que ocurrió entre Pico y Figueroa el 10/11 y hemos localizado el vehículo, un sedán La Salle del 39, abandonado. Está registrado a nombre de Luis Cruz, mexicano y varón, cuarenta y dos años, de Alta Loma Vista, 1349, en el sur de Pasadena. Cruz ha vestido dos veces el traje a rayas en Folsom, en ambas ocasiones por Robo en Primera. Hace tiempo que no se le ve y la mujer afirma que su La Salle le fue robado en septiembre. Dice que se lo llevó el primo de Cruz, Armando Villareal, de treinta y nueve años, el cual también ha desaparecido. Harry Sears y yo empezamos a encargarnos de él y los testigos oculares dijeron que dentro del coche viajaban dos varones mexicanos. ¿Tienes alguna otra cosa, Harry?
Un hombre rechoncho y no muy arreglado se puso en pie y giró sobre sí mismo para encaramarse a la sala. Tragó saliva unas cuantas veces y luego empezó a tartamudear:
—La mujer de C-C-C-Cruz está jojojodiendo con el ve-ve-vecino. Nunca puso denuncia de que el co-coche hubiera sido ro-ro-robado, y los vecinos di-dicen que ella busca que se declare la nulidad de la libertad condicional del pri-primo para que C-C-Cruz no se entere de su asunto con el se-segundo.
Harry Sears volvió a sentarse con un gesto brusco. Millard le sonrió y dijo:
—Gracias, compañero. Caballeros, Cruz y Villareal han violado su libertad condicional y son ahora fugitivos de prioridad. Se han emitido órdenes de busca y captura para ellos y para quienes los escondan. Y aquí viene el postre: los dos tipos son de esos que empinan el codo y entre ambos suman cien denuncias por embriaguez. Los conductores borrachos que atropellan y se dan a la fuga son una condenada amenaza, así que a por ellos. ¿Capitán?
Tierney se puso en pie y gritó: «¡Pueden irse!». Un enjambre de policías me rodeó, dándome la mano, palmaditas en la espalda y suaves puñetazos en el mentón. Aguanté todo el chaparrón hasta que la sala se despejó y Ellis Loew se acercó a mí, mientras jugueteaba con la llavecita insignia de la hermandad universitaria Phi Beta Kappa que colgaba de su americana.
—No tendría que haber aflojado con él —dijo, girando la llavecita entre sus dedos—. Iba por delante en las tres tarjetas de los jueces.
Sostuve la mirada del ayudante del fiscal sin dejarme amedrentar.
—La Proposición 5 fue aprobada, señor Loew.
—Sí, desde luego. Pero algunos de sus jefes perdieron dinero. Agente, intente ser un poco más inteligente aquí. No deje perder esta oportunidad igual que hizo con el combate.
—¿Estás listo, espalda de lona?
La voz de Blanchard me salvó. Me fui con él antes de hacer algo para perder esa oportunidad allí mismo y en ese instante.
Nos dirigimos hacia el sur en el coche civil de Blanchard, un cupé Ford del 40 con una radio de contrabando metida bajo el salpicadero. Lee hablaba y hablaba del trabajo mientras que yo contemplaba el escenario callejero de la parte baja de Los Ángeles.
—… básicamente vamos detrás de los fugitivos con prioridad, pero algunas veces nos encargamos de cazar testigos materiales para Loew. Aunque no demasiado a menudo…, suele utilizar a Fritzie Vogel para que le haga los recados, con Bill Koenig a su lado poniendo los músculos. Los dos son unos mierdas. De todas formas, algunas veces tenemos períodos relajados y se supone que debemos visitar las comisarías y echarle un vistazo a sus asuntos con prioridad…, las órdenes de búsqueda y captura emitidas por los tribunales de la región. Cada comisaría del Departamento de Policía de Los Ángeles destina a dos hombres para que trabajen en ello pero se pasan la mayor parte del tiempo perdiendo a su gente, por lo que se supone que debemos echarles una mano. Algunas veces, como hoy, oyes algo en el informe semanal o consigues encontrar algo interesante en el tablón. Si las cosas están realmente calmadas, puedes encargarte de ayudar a los burócratas del Departamento 92 con su papeleo. Te darán tres pavos por una tanda de informes, siempre se saca algo de calderilla con eso… De momento, la cosa anda bastante reposada. Tengo listas con delincuentes de H. J. Caruso Dodge y la Yeakel Brothers Old, todos esos tipos duros negros que los agentes normales tienen miedo de molestar. ¿Alguna pregunta, socio?
Resistí el impulso de preguntar «¿Por qué no estás tirándote a Kay Lake?», y, «Ya que hablamos del tema, ¿cuál es su historia?».
—Sí. ¿Por qué dejaste de pelear y te uniste al Departamento? Y no me digas que lo hiciste por la desaparición de tu hermana pequeña y porque el’ atrapar criminales te hace sentir que todo está en su sitio. Ya he oído eso un par de veces y no me lo trago.
Lee mantenía los ojos clavados en el tráfico.
—¿Tienes hermanas? ¿Tienes algún pariente de esa edad, un crío que te importe de verdad?
Negué con un movimiento de cabeza.
—Mi familia está muerta.
—Laurie, también. Lo comprendí al fin cuando tenía quince años. Mis padres seguían gastando dinero en poner anuncios y en detectives, pero yo sabía que se la habían cargado. No paraba de imaginármela creciendo. La reina del baile, la primera en todas las asignaturas, con su propia familia creada… Me dolía mucho, así que empecé a imaginar que crecía en el mal sentido. Ya sabes, una cualquiera. La verdad es que eso resultaba consolador, pero me daba la misma sensación que si me estuviera cagando encima de su cara.
—Oye, mira, lo siento —dije.
Lee me dio un suave codazo.
—No lo sientas, porque tienes razón. Dejé de pelear y me uní a la poli porque Benny Siegel empezaba a hacerme sudar. Compró mi contrato y asustó a mi mánager para que se largara. Después, me prometió una oportunidad con Joe Louis si hacía dos tongos para él. Le contesté que no e ingresé en el Departamento porque los chicos judíos del Sindicato tienen una regla que prohíbe matar polis. Estaba cagado de miedo, temía que me matara de todas formas, entonces, cuando oí decir que los atracadores del Boulevard-Citizens se habían llevado un poco de dinero de Benny junto con el del banco, sacudí todos los troncos cercanos hasta Conseguir la cabeza de Bobby de Witt encima de una bandeja. Y se lo ofrecí a Benny para que hiciera lo que quisiera con él. Su segundo de a bordo le convenció para que no se lo cargara, así que llevé el tipo a la policía de Hollywood. Y ahora Benny es mi amigo. Siempre me pasa datos sobre a qué caballos debo apostar. ¿Siguiente pregunta?
Decidí no pedir más información sobre Kay. Al mirar hacia la calle, vi que la ciudad había cedido el paso a bloques de casitas mal cuidadas. La historia sobre Bugsy Siegel continuaba por la cabeza; seguía con ello cuando Lee redujo la velocidad y llevó al coche hacia la acera.
Logré farfullar un «Qué diablos…».
—Esto es para mi satisfacción personal —dijo Lee—. ¿Recuerdas al violador de criaturas del informe?
—Seguro.
—Tierney dijo que hay cuatro sodomías por resolver en Highland Park, ¿correcto?
—Correcto.
—Y mencionó que había un informe sobre sus relaciones conocidas, ¿no?
—Seguro. ¿Qué…?
—Bucky, leí ese informe y reconocí el nombre de un tipo… Bruno Albanese. Proporciona coartadas y es un perista de poca monta. Trabaja en un restaurante mexicano de Highland Park que utiliza como base. Llamé a los polis de Highland Park, conseguí los lugares donde se habían producido las violaciones y me enteré de que dos de ellas sucedieron a un kilómetro escaso del tugurio que ese tipo ronda. Ésta es su casa y, según los archivos, tiene todo un montón de multas de tráfico por pagar y se han emitido citaciones por ello. ¿Quieres que te haga un esquema del resto?
Salí del coche y crucé un patio delantero cubierto de hierbajos y cagadas de perro. Lee me alcanzó cuando ya estaba en el porche y llamó al timbre; del interior de la casa brotaron furiosos ladridos.
La puerta se abrió con una cadena de seguridad que iba de ella hasta el marco. Los ladridos crecieron en intensidad; por la abertura distinguí a una mujer bastante desaliñada. «¡Agentes de policía!», grité. Lee metió su pie a modo de cuña en el espacio que había entre el quicio y la puerta; yo introduje la mano y arranqué la cadena de un tirón. Lee abrió de un empujón y la mujer salió corriendo hacia el porche. Entré en la casa, pensando dónde estaría el perro y cómo sería. Me encontré en una sala sucia y más bien miserable cuando un gran mastín de color marrón saltó sobre mí, con la boca abierta del todo. Busqué a tientas mi pistola… y la bestia empezó a lamerme la cara.
Nos quedamos inmóviles, las patas delanteras del perro sobre mis hombros, igual que si estuviéramos a punto de bailar. Una lengua enorme me lamía sin parar y la mujer chilló:
—¡Hacksaw, sé bueno! ¡Sé bueno!
Agarré las patas del perro y le hice ponerlas en el suelo; sin perder ni un segundo, el animal concentró su atención en mi ingle. Lee le hablaba a la mujer, y le enseñaba una tira de instantáneas policiales. Ella meneaba la cabeza en una continua negativa, las manos en las caderas, el vivo retrato de una ciudadana airada. Con Hacksaw pisándome los talones, me reuní con ellos.
—Señora Albanese —dijo Lee—, este agente es el encargado del asunto. ¿Quiere contarle lo que me acaba de contar a mí?
La mujer agitó los puños; Hacksaw empezó a explorar la ingle de Lee.
—¿Dónde está su esposo, señora? —dije yo—. No tenemos todo el día.
—¡Se lo dije a él y se lo diré a usted! ¡Bruno ha pagado su deuda con la sociedad! ¡No se mezcla con criminales y no conozco a ningún Coleman, se apellide como se apellide! ¡Es un hombre de negocios! ¡El agente encargado de su libertad condicional le hizo dejar de rondar por ese sitio mexicano y no sé dónde está! ¡Hacksaw, pórtate bien!
Yo miré al auténtico agente encargado del asunto, que se hallaba bailoteando torpemente con un perro de noventa kilos.
—Señora, su esposo es un conocido perista con un montón de infracciones de tráfico. En el coche tengo una lista de mercancías calientes y si no me dice dónde está, pondré patas arriba su casa hasta encontrar algo sucio. Entonces, la arrestaré a usted por tener mercancías robadas. ¿Cuál de las dos cosas prefiere?
La mujer se golpeó las piernas con los puños; Lee luchó con Hacksaw hasta conseguir que se pusiera a cuatro patas.
—Hay gente incapaz de responder adecuadamente a la cortesía —dijo—. Señora Albanese, ¿sabe usted qué es la ruleta rusa?
La mujer hizo un mohín.
—¡No soy tonta y Bruno ha pagado su deuda con la sociedad!
Lee sacó una 38 de cañón corto de la parte trasera de su cinturón, comprobó el cilindro y lo cerró de un golpe seco.
—En este arma hay una bala. ¿Crees que hoy es tu día de suerte, Hacksaw?
Hacksaw dijo: «Woof» y la mujer exclamó: «¡No se atreverá!». Lee puso la 38 en la sien del perro y apretó el gatillo. El percutor hizo click en una cámara vacía; la mujer dio un respingo y empezó a ponerse pálida.
—Faltan cinco —dijo Lee—. Vete preparando para el cielo de los perros, Hacksaw.
Lee apretó el gatillo por segunda vez; yo contuve la risa, notando como me temblaba el estómago, cuando el percutor hizo click de nuevo y Hacksaw le lamió las pelotas, aburrido del juego. La señora Albanese estaba rezando fervorosamente con los ojos cerrados.
—Hora de conocer a tu creador, perrito —dijo Lee.
—¡No, no, no, no, no! —balbuceó la mujer—. ¡Bruno está en un bar de Silverlake! ¡El Buena Vista 6 el Vendome! ¡Por favor, deje en paz a mi niño!
Lee me mostró el cilindro vacío de su 38 y volvimos al coche con los felices ladridos de Hacksaw despertando ecos a nuestra espalda. Me estuve riendo durante todo el camino hasta Silverlake.
El Buena Vista era un bar con parrilla construido igual que un rancho de estilo español: paredes de adobe encalado y torretas festoneadas con luces navideñas seis semanas antes de la festividad. El interior era fresco, todo en madera oscura. Había un largo mostrador de roble justo al lado de la entrada, con un hombre detrás que estaba limpiando vasos. Lee le mostró su placa durante una fracción de segundo.
—¿Bruno Albanese?
El hombre señaló hacia la parte trasera del restaurante, con los ojos bajos.
La parte trasera del salón era estrecha, con reservados tapizados en cuero y luces tenues.
Del último reservado nos llegaron los ruidos producidos por alguien que comía con voracidad: era el único ocupado. Un hombre delgado, de tez morena, estaba encorvado sobre un plato lleno de judías, chiles y huevos a la ranchera, y se metía la comida en la boca como si se tratara de la última que fuese a disfrutar en la Tierra.
Lee golpeó la mesa con los nudillos.
—Agentes de policía. ¿Es usted Bruno Albanese?
El hombre alzó la vista.
—¿Quién, yo? —preguntó a su vez.
Lee se deslizó al interior del reservado y señaló hacia el tapiz religioso colgado en la pared.
—No, el niño en el pesebre. Hagamos que esto vaya rápido para que no me vea obligado a verle comer. Tiene una orden de busca por infracciones de tráfico, pero a mi compañero y a mí nos gusta su perro, así que no vamos a detenerle a usted. ¿Verdad que es un gran gesto por nuestra parte?
Bruno Albanese eructó.
—¿Significa eso que usted desea pillar a otro?
—Chico listo —dijo Lee, y puso sobre la mesa la foto de Maynard alisándola con la mano—. Le gusta metérsela a los niños pequeños. Sabemos que le vende cosas a usted y no nos importa. ¿Dónde está?
Albanese miró la foto y soltó un hipo.
—Nunca he visto a este tipo antes. Alguien les ha conducido en mala dirección.
Lee me miró y suspiró.
—Hay gente que no responde a la buena educación —comentó.
Entonces, agarró a Bruno Albanese por la nuca y le metió el rostro en el plato, lo cual hizo que le entrara grasa por la boca, la nariz y los ojos, mientras agitaba los brazos a lo loco y golpeaba la mesa con las piernas. Lee lo mantuvo en esa posición y dijo:
—Bruno Albanese era un buen hombre, un buen esposo y un buen padre para su hijo Hacksaw. No cooperaba mucho con la policía pero, ¿quién espera hallar la perfección? Socio, ¿puedes darme una sola razón para que perdone la vida a este mierda?
Albanese estaba emitiendo fuertes gorgoteos; sus huevos a la ranchera se estaban llenando de sangre.
—Ten compasión —dije yo—. Incluso un perista merece una última cena mejor que ésta.
—Muy bien dicho —replicó Lee y soltó la cabeza de Albanese.
Éste se levantó, lleno de sangre y jadeante, en busca de algo de aire, limpiándose todo un recetario mexicano de la cara. Cuando tuvo algo de aliento logró graznar:
—¡Apartamentos Versalles, entre la Sexta y Saint Andrews, habitación 803 y, por favor, no revelen que yo se lo he dicho!
—Buen provecho, Bruno —dijo Lee.
—Eres un buen chico —apostrofé yo.
Salimos a la carrera del restaurante y fuimos a toda velocidad hasta la Sexta y Saint Andrews.
Los buzones de correos que había en el vestíbulo del Versalles tenían a un Maynard Coleman en el Apartamento 803. Subimos en el ascensor hasta la octava planta e hicimos sonar el timbre; yo pegué la oreja a la puerta y no oí nada. Lee sacó una anilla llena de ganzúas y empezó a trabajar en la cerradura hasta que una de ellas encajó y el mecanismo cedió con un seco chasquido.
Entramos en una habitación pequeña, caliente y oscura. Lee encendió la luz del techo, que iluminó una cama plegable tipo Murphy cubierta de animales de peluche: ositos, pandas y tigres. El lecho apestaba a sudor y a un olor medicinal que no logré identificar. Arrugué la nariz y Lee se encargó de identificarlo por mí.
—Vaselina mezclada con cortisona. Los homosexuales lo utilizan para lubricar los traseros. Iba a entregarle a Maynard personalmente al capitán Jack, pero ahora dejaré que Vogel y Koenig le den un repaso antes.
Fui hacia la cama y examiné los muñecos; todos tenían mechones de suave cabello infantil pegados entre las patas con cinta adhesiva. Con un estremecimiento, miré a Lee. Estaba pálido, sus rasgos faciales retorcidos por toda una serie de gestos. Nuestros ojos se encontraron y salimos en silencio de la habitación. Luego, bajamos en el ascensor.
—¿Ahora, qué? —pregunté cuando estuvimos en la acera.
A Lee le temblaba un poco la voz.
—Busca una cabina telefónica y llama a los de tráfico. Dales el alias de Maynard y su dirección y pregúntales si tienen procesada alguna papeleta rosa de infracción que coincida en el último mes o algo así. Si la tienen, consigue una descripción del vehículo y el número de la matrícula. Me reuniré contigo en el coche.
Corrí hacia la esquina, encontré un teléfono público y marqué el número de la línea para información policial de tráfico. Me respondió uno de los empleados:
—¿Quién pide la información?
—El agente Bleichert, Departamento de Policía de Los Ángeles placa 1611. Información sobre multas de un coche, Maynard Coleman o Coleman Maynard, Saint Andrews Sur, 643. Los Ángeles. Es probable que sean recientes.
—Entendido…, un minuto.
Esperé, cuaderno de notas y pluma en mano, mientras pensaba en los animales de peluche. Unos buenos cinco minutos después el «Agente, positivo» que oí logró sobresaltarme.
—Dispare.
—Sedán De Soto, 1938, verde oscuro, licencia B de Boston, V de Victor, 1-4-3-2. Repito, B de barco…
Lo anoté todo, colgué y regresé corriendo al coche. Lee examinaba un callejero de Los Ángeles, y tomaba notas.
—Lo tenemos —dije.
Lee cerró la guía.
—Es probable que merodee por las escuelas. Sabemos que las había cerca de los sitios donde ocurrieron los sucesos de Highland Park y por aquí hay media docena de ellas. He hablado por radio con las centrales de Hollywood y Wilshire y les he dicho lo que tenemos. Los coches patrulla se pararán cerca de las escuelas y se dedicarán a buscar a Maynard. ¿Qué tienen los de tráfico?
Señalé hacia mi cuaderno de notas; Lee cogió el micrófono de la radio y conectó el interruptor de emisión. Hubo un estallido de estática y luego el aparato se quedó muerto.
—¡Mierda, pongámonos en marcha! —exclamó.
Recorrimos las escuelas elementales de Hollywood y el distrito de Wilshire. Lee conducía y yo examinaba las aceras y los patios de las escuelas buscando De Sotos verdes y tipos que anduvieran rondando por allí. Nos detuvimos en un teléfono de la policía y Lee llamó a Wilshire y a Hollywood para darles los datos obtenidos de tráfico y conseguir la seguridad de que serían transmitidos a cada coche que tuviera radio en cada uno de los turnos.
Durante esas horas, apenas si pronunciamos una palabra. Lee se agarraba al volante con los nudillos blancos, y conducía lo más despacio que podía junto a las aceras. La única vez que su expresión cambió fue cuando nos acercamos para echar un vistazo a unos chicos que estaban jugando. Entonces, sus ojos se nublaron y sus manos temblaron, yo pensé que o se echaba a llorar o estallaba.
Pero lo único que hizo fue mirarles durante unos segundos, y el simple acto de volver a meternos en el tráfico pareció calmarle. Era como si supiera con exactitud hasta dónde podía perder el control como hombre antes de volver al estricto deber policial.
Poco después de las tres, nos dirigimos hacia el sur por Van Ness, un trayecto que nos llevaría a la escuela elemental de la Avenida Van Ness. Nos encontrábamos a una manzana de distancia, junto al Palacio Polar, cuando un De Soto verde, BV 1432, se cruzó con nosotros y entró en el estacionamiento que había delante del local.
—Le tenemos —dije—. El Palacio Polar.
Lee hizo un giro en U con el coche y lo detuvo, justo delante del estacionamiento, atravesado en la calle. Maynard estaba cerrando la portezuela del De Soto, mientras miraba hacia un grupo de niños que iban camino de la entrada con sus patines colgados de los hombros.
—Vamos —dije.
—Cógelo tú —me pidió Lee—. Yo podría perder la calma. Asegúrate de que los chicos están lejos, y si intenta hacer cualquier tontería, mátalo.
Actuar solo yendo de paisano iba en contra de todas las reglas.
—Estás loco. Esto es un…
Lee me dio un empujón para que saliera del coche.
—¡Ve a por él, maldita sea! ¡Esto es la Criminal, no una jodida aula! ¡Ve a cogerle!
Esquivé el tráfico a través de la Van Ness hacia el estacionamiento sin perder de vista a Maynard, que entraba en el Palacio Polar mezclado con un gentío de niños. Corrí hacia la puerta principal y la abrí; al hacerlo, me decía a mí mismo que debía obrar despacio y con calma.
El aire frío me aturdió: la dura luz que reflejaba la pista de hielo me hizo daño en los ojos. Me los protegí con la mano y miré a mi alrededor: vi fiordos de papier-mâché y un puesto de bocadillos y refrescos en forma de iglú. Había unos cuantos chicos que hacían piruetas sobre el hielo y un grupo de ellos ante un gigantesco oso polar disecado que se sostenía sobre sus patas traseras junto a una salida lateral. No se veía ni un solo adulto en todo el lugar. Entonces, tuve la idea: comprobar en los servicios de caballeros.
Un cartel me indicó que me dirigiera al sótano. Me encontraba a mitad de la escalera cuando Maynard empezó a subir por ellas, con un pequeño conejo de peluche en la mano. El olor pestilente de la habitación 803 volvió a mí; cuando estaba a punto de pasar junto a mí dije:
—Agente de policía; queda arrestado. —Y saqué mi 38.
El violador alzó las manos de pronto y, el conejo salió por los aires. Lo empujé contra la pared, lo cacheé con rapidez y le esposé las manos a la espalda. Mientras le obligaba a subir a empujones la escalera, la sangre me retumbaba en la cabeza; de repente, sentí que algo me golpeaba las piernas.
—¡Deja en paz a mi papá! ¡Deja en paz a mi papá!
Mi atacante era un niño pequeño con pantalones cortos y una chaqueta de marinero. Me hizo falta medio segundo tan sólo para identificarle como el hijo del violador: se parecía mucho. El niño se cogió a mi cinturón y siguió chillando.
—Deja en paz a mi papá.
El padre empezó a gritar que le diese tiempo para despedirse del crío y encontrar alguien que lo cuidara. Le obligué a subir la escalera y a cruzar todo el Palacio Polar, con mi pistola apoyada en su cabeza; con la otra mano le empujaba para que anduviese hacia delante al tiempo que el niño, detrás de mí, aullaba y me daba puñetazos con todas sus fuerzas. Se había formado una pequeña multitud.
—¡Agente de policía! —grité, hasta conseguir que me abrieran un pasillo para que pudiera llegar a la salida
Un viejo carcamal se encargó de abrirme la puerta.
—¡Eh! ¿No es usted Bucky Bleichert? —farfulló.
—Encárguese del chico y busque a una matrona que lo cuide —logré jadear.
El pequeño tornado me fue arrancado de la espalda. Vi el Ford de Lee en el aparcamiento, empujé a Maynard durante todo el camino hasta él y, de un último empujón, lo metí en el asiento trasero.
Lee dio un bocinazo y arrancó a toda velocidad. El violador murmuraba algo de Jesús y otras palabras que no se entendían. Yo no cesaba de preguntarme por qué el bocinazo no había podido apagar los chillidos del niño, que pedía la vuelta de su papá.
Dejamos a Maynard en las celdas del Palacio de Justicia y Lee telefoneó a Fritz Vogel, que estaba en la central, para comunicarle que el violador estaba detenido y listo para ser interrogado sobre los robos de Bunker Hill. Después, tuvimos que volver al ayuntamiento, hacer una llamada para notificarles el arresto de Maynard a los de Highland Park y otra llamada al Departamento Juvenil de Hollywood con el único fin de calmar mi conciencia sobre el crío. La matrona con la que hablé me dijo que Billy Maynard se encontraba allí, en espera de su madre, la ex mujer de Coleman Maynard, una tipa que se dedicaba a trabajar en los coches y había sido acusada seis veces de prostitución. El niño continuaba con sus gritos de que fuese su papá, así que colgué el auricular con el deseo de no haber llamado.
A esto siguieron tres hotas de redactar los informes por escrito. Hice a mano el del agente que había practicado el arresto y Lee lo pasó a máquina, sin mencionar en absoluto nuestra entrada ilegal en el apartamento de Coleman Maynard. Ellis Loew rondaba por el cubículo mientras trabajábamos, y murmuraba: «Una pesca soberbia», y, «Usaré lo del chico en el tribunal y no habrá problemas».
Terminamos nuestro papeleo a las siete. Lee hizo una mueca en el aire, como si escribiera en una pizarra imaginaria y dijo:
—Otro tanto para Laurie Blanchard —dijo, ¿tienes hambre, compañero?
Me puse en pie y me desperecé. De pronto, pensé que eso de la comida me parecía una gran idea. Entonces vi a Fritz Vogel y Bill Koenig que se acercaban al cubículo.
—Pórtate bien —me susurró Lee—. Están en buenas relaciones con Loew.
Vistos de cerca, los dos parecían viejos jugadores de la línea media del Los Ángeles Rams que hubieran abandonado su cuidado personal. Vogel era alto y gordo, con una pálida cabezota que brotaba directamente del cuello de su camisa y los ojos azules más claros que yo había visto jamás; Koenig, sencillamente inmenso, le sacaba casi cinco centímetros a mi metro noventa, con un corpachón de jugador de rugby en las primeras fases del ablandamiento.
Tenía la nariz grande y achatada, las orejas como abanicos, el mentón torcido y unos dientes pequeños y repletos de melladuras. Parecía estúpido. Vogel, por el contrario, astuto; y ambos daban la sensación de ser unos malos bichos.
Koenig soltó una risita.
—Ha confesado. Tanto las gorrinadas con los críos como los robos en las casas. Fritzie dice que todos vamos a conseguir menciones honoríficas. —Alargó la mano hacia mí—. Hiciste un buen combate, rubito.
Yo estreché su enorme puño, y observé que había manchas de sangre fresca en la manga derecha de su camisa.
—Gracias, sargento —dije.
Entonces, alargué mi mano hacia Fritz Vogel. Él la aceptó durante una fracción de segundo, clavó en mí sus ojos, de una furiosa frialdad, y luego la dejó caer como si se tratara de una boñiga caliente.
Lee me dio una palmada en la espalda.
—Los ases de Bucky. Sesos y cojones. ¿Has hablado con Ellis de la confesión?
—Es Ellis sólo para los tenientes y los de más arriba —advirtió Vogel.
Lee se rió.
—Soy un tipo privilegiado. Además, tú le llamas chaval y pequeño judío a sus espaldas, así que, ¿te importa algo?
Vogel se ruborizó; Koenig miró a su alrededor con la boca abierta. Cuando se volvió, vi manchas de sangre en la pechera de su camisa.
—Vamos, Billy —dijo Vogel.
Koenig le siguió, obediente, de regreso a la sala común.
—Hermosa pareja, ¿eh?
Lee se encogió de hombros.
—Unos mierdas. Si no fueran policías, estarían encerrados en Atascadero. Haz lo que te digo y no obres como yo, socio. A mí me tienen miedo, y tú no eres más que un recién llegado aquí.
Me devané los sesos en busca de una réplica cortante que fuera adecuada. Entonces, Harry Sears, que parecía el doble de soñoliento y desaliñado que por la mañana, asomó su cabeza por la puerta.
—Lee, he oído algo que deberías saber.
Pronunció las palabras sin el menor rastro de tartamudeo; pude oler licor en su aliento.
—Dispara —dijo Lee.
—Estaba en la sección de libertades condicionales —dijo Sears—, y el supervisor me contó que Bobby de Witt acaba de obtener un número clase «A». Andará dando vueltas por Los Ángeles en libertad condicional a mediados de enero. Pensé que te interesaría saberlo, nada más.
Sears hizo una seña dirigida a mí con la cabeza y se marchó. Yo miré a Lee, que estaba moviendo la cara igual que había hecho en la habitación 803 del Versalles.
—Socio… —dije.
Lee logró sonreír.
—Vamos a buscar algo de comida que meternos entre pecho y espalda. Kay iba a hacer estofado y me dijo que debía llevarte a casa.
Me había imaginado cosas pensando en cómo era la mujer, y el decorado me dejó asombrado: una casa de contornos aerodinámicos y color beige, a medio kilómetro al norte de Sunset Strip.
—No menciones a De Witt —me dijo Lee al cruzar el umbral de la entrada—; Kay se preocuparía.
Asentí y entré en una sala que parecía sacada de un plató de cine.
Las paredes aparecían cubiertas con paneles de caoba pulida, los muebles eran de estilo danés moderno, y había madera dorada y reluciente en media docena de tonalidades distintas por todas partes. De las paredes colgaban litografías con una representación de los más avanzados artistas del siglo XX, y alfombras con dibujos modernistas, rascacielos suspendidos entre la niebla o grandes árboles perdidos en un bosque o las torres de alguna factoría expresionista alemana. Junto a la sala había una zona para comer, y en la mesa flores frescas y fuentes tapadas de las que brotaba el aroma de algo muy bueno.
—No está mal logrado con la paga de un poli —dije—. ¿Algunos sobornos, socio?
Lee se rió.
—Beneficios del combate. Eh, cariño, ¿dónde andas?
Kay Lake salió de la cocina. Llevaba un vestido floreado que hacía juego con los tulipanes de encima de la mesa. Me alargó la mano.
—Hola, Dwight.
Me sentí igual que un chico pobre metido de repente en un baile de alumnos pudientes.
—Hola, Kay.
Dejó caer mi mano con un leve apretón, terminando así lo que había sido el apretón de manos más largo de la historia.
—Tú y Leland compañeros… Te dan ganas de creer en los cuentos de hadas, ¿verdad?
Miré a mi alrededor buscando a Lee y vi que había desaparecido.
—No. Soy de los realistas.
—A mí me ocurre lo contrario.
—Ya lo he observado.
—Ha habido suficiente realidad en mi vida como para que me dure siempre.
—Lo sé.
—¿Quién te lo ha dicho?
—El Express Herald de Los Ángeles.
Kay se rió.
—Entonces, has leído mis recortes de prensa. ¿Alguna conclusión al respecto?
—Sí. Los cuentos de hadas no funcionan.
Kay me guiñó el ojo como Lee; tuve la sensación de que ella era quien le había enseñado a hacerlo.
—Por eso tienes que convertirlos en realidad. ¡Leland! ¡Hora de cenar!
Lee reapareció y nos sentamos a comer, Kay descorchó una botella de champaña y llenó nuestras copas.
—Por los cuentos de hadas —dijo cuando hubo terminado de hacerlo.
Bebimos, Kay volvió a llenar las copas.
—Por la Proposición B.
La segunda dosis de burbujas me hizo cosquillas en la nariz y me obligó a reír.
—Por el segundo combate entre Bleichert y Blanchard en Polo Grounds, algo más grande todavía que el de Louis y Schmeling —propuse.
—Por la segunda victoria de Blanchard —dijo Lee.
—Por que no gane nadie y que no haya sangre —agregó Kay.
Bebimos, terminamos la botella y Kay trajo otra de la cocina. Hizo saltar el corcho, dándole a Lee con él en el pecho. Cuando tuvimos llenas las copas, sentí la fuerza de la bebida por primera vez.
—Por nosotros —farfullé.
Lee y Kay me miraron como si estuvieran moviéndose a cámara lenta y me di cuenta de que las manos que no estaban ocupadas con las copas reposaban sobre la mesa, separadas entre sí solo por unos pocos centímetros. Kay observó que yo me daba cuenta de ello y me guiñó el ojo.
—Así es como aprendí a hacerlo —dijo Lee.
Nuestras manos se movieron hasta unirse.
—Por nosotros —dijimos al unísono los tres.
Contrincantes; después, compañeros; más tarde, amigos. Y con la amistad llegó Kay, jamás se interpuso entre nosotros, pero siempre llenó nuestras vidas fuera del trabajo con su gracia y su estilo.
Ese otoño del 46 fuimos a todas partes juntos. Si estábamos en el cine, Kay ocupaba el asiento del medio y se agarraba a las manos de los dos en las escenas de miedo; cuando pasábamos las veladas de los viernes oyendo a las orquestas en el Malibú Rendezvous, alternaba los bailes con nosotros dos y siempre lanzaba una moneda al aire para ver quién conseguiría bailar el último lento. Lee nunca manifestó ni una pizca de celos y el atractivo inicial de Kate sobre mí se fue volviendo más calmado y profundo, como una iridiscencia en el aire. Y en él estaba cada vez que nuestros hombros se rozaban, cada vez que una canción de la radio, un anuncio gracioso o una palabra de Lee nos afectaba del mismo modo y nuestros ojos se encontraban al instante. Cuanto más callado y tranquilo era, más sabía yo que podía tener a Kay… y más la deseaba. Pero dejaba que las cosas siguieran su curso, no porque eso fuera a destruir mi compañerismo con Lee, sino porque hubiera trastornado lo perfecto de nuestra relación a tres bandas.
Después del trabajo, Lee y yo íbamos a su casa y encontrábamos a Kay ocupada en leer, en subrayar pasajes en los libros con un lápiz de color amarillo. Hacía la cena para los tres. Algunas veces, Lee se iba a correr por Mulholland en su motocicleta. Entonces, ella y yo hablábamos.
Nuestra conversación casi siempre eludía a Lee, como si discutir el puro y simple centro de nuestra relación a tres sin que él se hallara presente fuese hacer trampas. Kay hablaba de sus seis años de universidad y de los dos títulos que Lee le había financiado con el dinero de sus combates y de que su trabajo como profesora suplente era perfecto para la «diletante demasiado educada» en que se había convertido; yo hablaba de crecer siendo un kraut en Lincoln Heights. Nunca comentábamos nada de mis chivatazos al Departamento de Extranjeros o de su vida con Bobby de Witt. Ambos percibíamos cuál era la historia general del otro; pero ninguno de los dos quería detalles. Ahí, yo jugaba con ventaja: los hermanos Ashida y Sam Murakami llevaban mucho tiempo fuera del mapa, pero Bobby de Witt se encontraba a sólo un mes de rondar Los Ángeles en libertad condicional… y yo me daba cuenta de que Kay temía su regreso.
Si Lee estaba asustado, nunca lo demostró desde el momento en que Harry Sears le dio la noticia, y jamás le molestó durante los mejores ratos de nuestras horas juntos…, las que pasábamos trabajando para la Criminal. Ese otoño aprendí lo que era en realidad el trabajo de la policía, y Lee fue mi maestro.
De mediados de noviembre hasta año nuevo capturamos un total de once delincuentes, dieciocho tipos con órdenes de búsqueda por infracciones de tráfico y tres fugitivos que habían violado su libertad condicional y se ocultaban. Nuestras batidas hechas sobre tipos de aire sospechoso que rondaban por la calle nos proporcionaba media docena de arrestos más, todos ellos por problemas de narcóticos. Trabajábamos a las órdenes directas de Ellis Loew; también usábamos los informes de la sala común y los sumarios delictivos, todo ello filtrado por el instinto de Lee. A veces, sus técnicas eran cautelosas y llenas de rodeos; en otras ocasiones, brutales, pero siempre se mostraba amable con los niños. Cuando se ponía duro para obtener alguna información, lo hacía porque era el único medio de conseguir algo.
Así que nos convertimos en un equipo de interrogadores «chico bueno-chico malo». El señor Fuego con sombrero negro y el señor Hielo con sombrero blanco.
Nuestra fama de boxeadores nos proporcionaba algo más de respeto en la calle, y cuando Lee apretaba las clavijas duro en busca de información y yo intercedía en bien del interrogado, conseguíamos nuestros deseos.
La relación no era perfecta. En los turnos de veinticinco horas, Lee sacudía un poco a los drogados en busca de tabletas de benzedrina y se las tragaba a, puñados para mantenerse alerta; entonces cada negro que veíamos se convertía en «Sambo», cada blanco en «un mierda» y cada mexicano en «Pancho». Toda su dureza y tosquedad emergían a la superficie y destruían su considerable delicadeza habitual; por un par de veces hube de contenerle para que no pasara a mayores cuando se dejaba llevar por su papel de tipo malo del equipo.
Pero era un precio pequeño a pagar por lo que estaba aprendiendo. Bajo la tutela de Lee rápidamente llegué a ser bueno en el oficio y no era yo el único que lo sabía. A pesar de haber perdido medio de los grandes en el combate, Ellis Loew empezó a tratarme mejor cuando Lee y yo le llevábamos unos cuantos tipos a los cuales se le caía la baba por juzgar; y Fritz Vogel, que me odiaba por haberle quitado el puesto de la Criminal a su hijo, acabó admitiendo a regañadientes ante él que yo era un policía de primera.
Y, algo sorprendente, mi celebridad local duró lo suficiente como para proporcionarme algún beneficio extra. Lee era un tipo favorecido por H. J. Caruso, el vendedor de coches que hacía esos famosos anuncios por la radio, y si el trabajo escaseaba, buscábamos coches que no hubieran pagado del todo. Cuando encontrábamos uno, Lee rompía la ventanilla del lado del conductor de una patada y hacía un puente mientras que yo montaba guardia. Luego, formábamos un convoy de dos coches, nos íbamos al terreno que Caruso tenía en Figueroa y H. J. nos soltaba cuarenta pavos por cabeza. Hablábamos con él de los policías, los ladrones y de boxeo. Después, nos entregaba una botella de buen bourbon que Lee siempre le regalaba después a Harry Sears para mantenerle engrasado y que nos diera buenos datos de Homicidios.
Algunas veces nos uníamos a H. J. para el combate de boxeo de la noche del miércoles en el Olímpico. Tenía una especie de palco construido para él junto al ring que nos mantenía protegidos cuando los mexicanos del gallinero arrojaban monedas y vasos de cerveza llenos de orina al cuadrilátero, y Jimmy Lennon nos dejaba participar en las ceremonias anteriores al combate. Benny Siegel se dejaba caer alguna vez por allí y entonces él y Lee se iban para charlar. Lee siempre volvía con aspecto de estar algo asustado. El hombre al que desafió en el pasado era el gángster más poderoso de la costa Oeste, y se sabía de él que era vengativo y no le costaba nada tirar del gatillo. Por lo general, Lee conseguía buenas indicaciones sobre las carreras…, y los caballos que Siegel le mencionaba solían ganar.
Así pasó ese otoño. Mi viejo consiguió un pase para salir del asilo en Navidad y yo le llevé a cenar a casa. Se había recuperado bastante bien de su ataque pero seguía sin acordarse de otro idioma que no fuera el alemán y se pasó todo el tiempo sin hablar otro. Kay le dio de comer pavo y ganso y Lee escuchó sus monólogos de kraut toda la noche, intercalando un «Diga que sí, abuelo» y un «Qué locura, oiga» cada vez que él hacía una pausa para respirar.
La víspera de Año Nuevo fuimos en coche a Balboa Island para oír al grupo de Stan Kenton. Entramos bailando en 1947, repletos de champaña, y Kay lanzó monedas al aire para ver quién conseguía el último baile y quién el primer beso cuando sonaron las campanadas de la medianoche. Lee ganó el baile y yo les contemplé girar por la pista a los sones de Perfidia, impresionado y sorprendido por el modo en que habían cambiado mi vida. Entonces llegó la medianoche, la orquesta enloqueció y yo no supe muy bien lo que debía hacer.
Kay me libró del problema: me besó en los labios con suavidad.
—Te quiero, Dwight —murmuró.
Una mujer gorda me cogió por los brazos e hizo sonar una trompetilla en mi rostro antes de que yo pudiera devolverle a Kay las mismas palabras.
Regresamos a casa por la autopista de la costa del Pacífico, parte de un largo río de coches repletos con gente alegre que hacía sonar las bocinas. Al llegar a la casa, mi coche no quiso arrancar, así que me preparé la cama en el sofá y no tardé en quedarme dormido como un tronco, había bebido demasiado. Cuando ya debía estar amaneciendo, me desperté y escuché unos sonidos extraños, medio ahogados por las paredes. Agucé el oído para identificarlos, entonces distinguí unos sollozos seguidos por la voz de Kay, más dulce y suave de lo que jamás la había oído. Los sollozos se hicieron más fuertes… y acabaron en gemidos. Metí la cabeza debajo de la almohada y me obligué a conciliar el sueño de nuevo.