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Salimos de nuestros vestidores al mismo tiempo cuando el timbre de aviso sonó. Al empujar la puerta, yo era un resorte a punto de saltar, un paquete de adrenalina viviente. Había masticado un gran filete dos horas antes, tragándome el jugo y escupiendo la carne, y podía oler la sangre del animal en mi propio sudor. Bailaba sobre la punta de mis pies mientras avanzaba hacia mi esquina y me abría paso por entre la más increíble multitud de asistentes a un combate que jamás había visto en mi vida.

El gimnasio aparecía lleno hasta los topes y los espectadores se apiñaban en angostas sillas de madera y en todos los espacios que había libres entre ellas. Cada ser humano presente daba la impresión de estar gritando y la gente que ocupaba las sillas de los pasillos tiraba de mi albornoz y me apremiaba a matar a mi contrincante. Habían quitado los rings laterales; el central estaba bañado en un cuadrado perfecto de cálida luz amarillenta. Me agarré a la última soga y me subí a la lona.

El árbitro, un veterano del turno de noche de la Central, hablaba con Jimmy Lennon, el cual se había tomado una noche de permiso de su trabajo habitual como animador en el Olímpico; al lado del ring vi a Stan Kenton, que formaba un apretado grupo con Misty June Christy, Mickey Cohen, el alcalde Bowron, Ray Milland y toda una colección de peces gordos vestidos de civil. Kenton me hizo una seña, yo grité: «¡Arte en el ritmo!», mientras lo miraba. Se rió y yo abrí la boca, para enseñarle mis dientes de caballo a la multitud, ésta demostró su aprobación con un rugido. Un rugido que fue en aumento hasta llegar a un crescendo; me volví y pude ver que Blanchard había entrado en el cuadrilátero.

El señor Fuego me hizo una reverencia; se la devolví con toda una salva de golpes cortos al aire. Duane Fisk me llevó hasta mi taburete. Una vez allí, me quité el albornoz y me senté de espaldas al poste que sujetaba las cuerdas con los brazos apoyados encima de la más alta. Blanchard se movió hasta quedar en una posición similar; nuestros ojos se encontraron. Jimmy Len-non le hizo una seña al árbitro para que se colocara en una esquina y el micrófono del ring bajó hacia él sujeto a un palo suspendido de las luces del techo. Lennon lo cogió y gritó, haciéndose oír por encima del rugido:

—¡Damas y caballeros, policías y partidarios de lo mejor de Los Ángeles, ha llegado el momento del tango del Fuego y el Hielo!

La multitud perdió el control y comenzó a aullar y dar patadas en el suelo. Lennon esperó hasta que se hubieron calmado y el ruido de fondo se convirtió en un zumbido. Luego, con su voz más melosa, continuó:

—Esta noche tenemos diez asaltos de boxeo en la división de los pesos pesados. En el rincón blanco, con calzón blanco, un policía de Los Ángeles con una historia profesional de cuarenta y tres victorias, cuatro derrotas y dos nulos. ¡Con noventa y dos kilos trescientos gramos de peso, damas y caballeros… el gran Lee Blanchard!

Blanchard se quitó el albornoz, besó sus guantes y se inclinó hacia los cuatro puntos cardinales. Lennon dejó que los espectadores se volvieran locos durante unos segundos y luego hizo que su voz, amplificada por el micrófono, se alzará de nuevo.

—Y en el rincón negro, con ochenta y seis kilos y medio de peso, un policía de Los Ángeles, imbatido en treinta y seis combates como profesional…, ¡el escurridizo Bucky Bleichert!

Me dejé empapar por el último hurra que me dedicaron, al tiempo que memorizaba los rostros que se hallaban junto al ring y fingía que no iba a dejarme caer. El ruido del gimnasio se fue apagando y me dirigí hacia el centro del ring. Blanchard se aproximó a donde yo estaba; el árbitro farfulló unas palabras que no oí; el señor Fuego y yo dejamos que nuestros guantes se tocaran. Me sentí muerto de miedo y retrocedí hasta mi rincón; Fisk me puso el protector en la boca. Entonces, la campana sonó y todo hubo terminado y todo estaba empezando.

Blanchard cargó hacia mí. Le recibí en el centro del cuadrilátero y comencé a largarle golpes con las dos manos mientras que él se agazapaba para quedarse ante mí, y sacudía la cabeza.

Mis golpes fallaron y me moví hacia la izquierda, sin hacer ningún intento de contraatacar, esperando engañarle para que me fuera posible soltarle un buen derechazo.

Su primer golpe fue un rápido gancho de izquierda al cuerpo. Lo vi venir y avancé para esquivarlo, mientras le lanzaba un corto de izquierda cruzado a la cabeza. El gancho de Blanchard me rozó la espalda; era uno de los golpes fallidos más potentes que había recibido en toda mi vida. Tenía la derecha algo baja y logré meterle un buen corto. Llegó a él con toda nitidez y, en un descuido de Blanchard, que subía la guardia, le largué dos golpes en las costillas. Retrocedí con rapidez antes de que pudiera agarrarse a mí o buscarme el cuerpo, y recibí un izquierdazo en el cuello. Me dio una buena sacudida; entonces, me puse de puntillas y comencé a bailar a su alrededor.

Blanchard intentaba cazarme. Yo me mantenía fuera de su alcance y hacía llover golpes cortos sobre su cabeza, sin cesar de moverme, de modo que lograba llegar al blanco más de la mitad de veces, recordándome a mí mismo que debía golpear bajo para no abrirle sus maltrechas cajas. Blanchard se irguió un poco y empezó a soltarme ganchos dirigidos al cuerpo; retrocedí y los frené con combinaciones de golpes dirigidos a sus puños. Después de casi un minuto, yo había logrado sincronizar sus fintas y mis golpes; así, cuando movió la cabeza de nuevo, me lancé sobre él, con ganchos cortos de la derecha sobre sus costillas. Bailé, di vueltas y golpeé con la mayor rapidez posible. Blanchard me buscaba, intentaba hallar un resquicio que le permitiera lanzar su golpe de derecha. El asalto se acababa y me di cuenta de que el resplandor de las luces del techo y el humo de la multitud habían distorsionado mi sentido de las distancias en el ring…, no podía ver las cuerdas. Por puro reflejo, miré por encima de mi hombro. Y, al hacerlo, recibí el gran puñetazo en un lado de la cabeza.

Volví, tambaleándome, hacia el rincón blanco; Blanchard estaba en todas partes, y caía sobre mí. La cabeza me latía y los oídos me zumbaban igual que si cazas Zero de los japoneses estuvieran lanzándose dentro de ella para llevar a cabo un bombardeo en picado. Levanté las manos con el fin de protegerme el rostro; Blanchard lanzó demoledores ganchos de izquierda y derecha sobre mis brazos para hacérmelos bajar. Empecé a sentir que la cabeza se me despejaba; entonces, di un salto, atrapé al señor Fuego en un sólido abrazo de oso, que lo mantenía quieto, sintiendo que me recuperaba a cada segundo que pasaba mientras él nos hacía avanzar tambaleándonos, pues yo lo empujaba a través del ring. El árbitro acabó todo aquello y gritó: «¡Suéltense!». Yo seguí agarrado y el árbitro tuvo que separarnos.

Retrocedí de nuevo, ya sin el zumbido de orejas y el mareo. Blanchard vino hacia mí, plantando sólidamente los pies en el suelo, toda la guardia abierta. Hice una finta con la izquierda y el Gran Lee se puso justo delante de un derechazo perfecto. Cayó sentado sobre la lona.

No sé quién de los dos quedó más aturdido. Blanchard, en la lona con la mandíbula fláccida, escuchaba contar al árbitro; yo me aparté de él y fui hacia uno de los rincones neutrales. Blanchard estaba de pie al llegar el árbitro a siete y esta vez fui yo quien cargó sobre él. El señor Fuego tenía los pies bien separados, como si estuviera clavado en la lona, dispuesto a matar o morir. Nos encontrábamos ya casi a la distancia necesaria para golpear cuando el árbitro se metió entre nosotros y gritó: «¡La campana! ¡La campana!».

Fui hacia mi rincón. Duane Fisk me quitó el protector y me limpió con una toalla húmeda; yo miré hacia los espectadores, que se habían puesto en pie y aplaudían. Cada rostro que vi me dijo algo que ahora ya sabía: que, pura y simplemente, podía darle una paliza a Blanchard. Y durante una fracción de segundo imaginé que cada voz me gritaba que no dejara pasar esa ocasión.

Fisk me hizo girar y me puso el protector en la boca con algo de brusquedad.

—¡No te acerques a él! —siseó en mi oído—. ¡Mantente lejos! ¡Trabaja con el golpe en corto y los ganchos!

Sonó la campana. Fisk salió del ring; Blanchard vino en línea recta hacia mí. Ahora se mantenía erguido, sin vacilar, y me lanzó una serie de golpes que se quedaron cortos por milímetros, mientras avanzaba un solo paso cada vez, midiéndome para un gran derechazo cruzado.

Yo seguí mi bailoteo sobre la punta de los pies y le lancé rápidas series de golpes con los dos puños; aunque me hallaba demasiado lejos para que le hicieran daño, intentaba establecer un ritmo de pegada que hiciera confiarse a Blanchard, adormeciéndole para que descuidara su guardia.

La mayor parte de mis golpes dieron en el blanco; Blanchard seguía con su acoso, intentando acercarse. Le solté un derechazo a las costillas; él se movió con rapidez y lanzó su derecha hacia las mías. Nos dedicamos a lanzar golpes al cuerpo con los dos puños, muy cerca el uno del otro; como no había bastante sitio para coger impulso, los golpes eran sólo espectáculo de brazos v Blanchard mantenía el mentón pegado al pecho: obviamente, se cuidaba de mis golpes cortos.

Nos mantuvimos a esa distancia, con golpes a los brazos y los hombros. Durante todo ese intercambio, sentí la fuerza superior de Blanchard pero no intenté zafarme de él, quería hacerle algo de daño antes de empezar otra vez con mi numerito de la bicicleta. Me preparaba para una seria guerra de trincheras cuando el señor Fuego se mostró tan astuto como el señor Hielo en sus momentos de mayor astucia.

En mitad de un intercambio de golpes al cuerpo, Blanchard dio un paso hacia atrás y me soltó un fuerte izquierdazo en la parte baja del vientre. El golpe me dolió y retrocedí, preparándome para bailar de nuevo. Sentí las cuerdas y subí la guardia, pero antes de que pudiera moverme hacia un lado para apartarme de él, una izquierda y una derecha me dieron en los riñones. Bajé la guardia y un gancho de izquierda de Blanchard hizo impacto en mi mentón.

Reboté en las cuerdas y caí de rodillas sobre la lona. Oleadas de aturdimiento y dolor iban de mi mandíbula a mi cerebro; distinguí una imagen danzante del árbitro que contenía a Blanchard y le señalaba uno de los rincones neutrales. Me levanté sobre una rodilla y me agarré a la última soga, para perder el equilibrio y caer sobre el estómago. Blanchard había llegado al poste del rincón neutral y el estar echado consiguió que la vista me dejara de bailar. Hice una honda inspiración; el nuevo aliento hizo qué ya no sintiera tanto el efecto de que me habían abierto el cráneo. El árbitro volvió junto a mí y empezó a contar; al seis probé qué tal estaban mis piernas. Las rodillas se me doblaban un poco pero era capaz de mantenerme bastante bien. Blanchard estaba agitando los guantes, les enviaba besos a sus partidarios, y yo empecé a hiperventilar con tal fuerza que casi me sale disparado el protector de la boca. Al llegar a ocho, el árbitro me frotó los guantes contra su camisa y le dio a Blanchard la señal de continuar la pelea.

La ira me hacía sentir como si hubiera perdido el control, igual que un niño humillado. Blanchard vino hacia mí sin mover sus miembros, con los puños abiertos, como si yo no mereciera enfrentarme a un guante cerrado. Lo recibí de frente y le lancé un golpe, que fingí vacilante, cuando entró en mi radio de acción. Blanchard esquivó el puñetazo con facilidad… tal y como se suponía que debía hacer. Se preparó para soltarme un tremendo derechazo que acabara conmigo y, en el momento en que se echaba hacia atrás, yo le solté un golpe en la nariz, un derechazo dado con todas mis fuerzas. Su cabeza saltó hacia un lado; seguí con un gancho de izquierda al cuerpo. La guardia del señor Fuego cayó bruscamente; me lancé sobre él con un directo corto. La campana sonó justo cuando se tambaleaba contra las cuerdas.

La multitud cantaba: «¡Buck-kee! ¡Buck-kee! ¡Buck-kee!» cuando me dirigí hacia mi rincón con paso algo inseguro. Escupí mi protector y jadeé en busca de aire; miré hacia los espectadores y supe que ya no importaban las apuestas: aporrearía a Blanchard hasta convertirle en comida para perros y luego exprimiría a la Criminal en busca de cada ventaja y dólar fácil que pudiera sacar; con ese dinero pondría a mi viejo en un asilo y conseguiría obtener todo lo que estaba en juego.

—¡Dale! ¡Dale! —gritó Duane Fisk.

Los jefazos que hacían de jueces junto al ring me sonrieron; yo les devolví el saludo de Bucky Bleichert, con todos sus dientes de caballo al aire. Fisk introdujo el gollete de una botella de agua en mi boca, yo tragué un poco y escupí en el cubo. Rompió una ampollita de amoníaco, me la puso bajo la nariz y luego volvió a colocarme el protector…, entonces sonó la campana.

Sólo se trataba de actuar con cautela y sin errores: mi especialidad.

Durante los cuatro asaltos siguientes bailé, hice fintas y solté puñetazos desde una media distancia segura, usando la ventaja que mis largos brazos me daban, sin permitir nunca que Blanchard lograra inmovilizarme o ponerme contra las cuerdas. Me concentré en un blanco —sus maltrechas cejas—, y lancé una y otra vez mi guante izquierdo hacia ellas. Si el golpe daba en el blanco con nitidez, y Blanchard alzaba los brazos por reflejo, yo avanzaba un paso y le soltaba un gancho con la derecha justo al centro del estómago. La mitad de las veces, Blanchard podía responder golpeando mi cuerpo; cada puñetazo que me asestaba se llevaba un poco de la flexibilidad de mis piernas, y hacía que mi aliento emitiera un ligero umf. Hacia el final del sexto asalto, las cejas de Blanchard eran una rota línea ensangrentada y a mí me dolían los costados desde la cinturilla del calzón hasta la zona de las costillas. A los dos se nos estaba agotando la presión.

El séptimo asalto fue un combate de trincheras librado por dos guerreros exhaustos. Intenté quedarme a media distancia y trabajar los golpes largos; Blanchard mantenía los guantes altos para limpiarse la sangre de los ojos y, al mismo tiempo, proteger sus heridas e impedir que se abrieran todavía más. Cada vez que yo me adelantaba, lanzando el uno-dos hacia sus guantes y su estómago, él me clavaba un buen puñetazo en el plexo solar.

La pelea se había convertido en una guerra librada segundo a segundo. Mientras esperaba el octavo asalto, me di cuenta de que tenía el calzón manchado de pequeñas gotitas de sangre; los gritos de «¡Buck-kee! ¡Buck-kee!» me hacían daño en los oídos. Al otro lado del cuadrilátero, el entrenador de Blanchard le estaba frotando las cejas con un lápiz cauterizador y aplicaba minúsculas tiritas a los pedazos de piel que colgaban de las heridas. Derrumbado en mi taburete, dejé que Duane Fisk me diera agua y me hiciera masaje en los hombros, mientras yo mantenía los ojos clavados en el señor Fuego durante todos los sesenta segundos del descanso, en un intento mío de que se pareciese a mi viejo para que el odio me diera la fuerza necesaria para aguantar los nueve minutos siguientes.

La campana sonó. Avancé hacia el centro del ring con las piernas flojas. Blanchard, el cuerpo encogido, vino hacia mí. También le temblaban las piernas y pude ver que sus heridas estaban cerradas.

Le lancé un puñetazo débil. Blanchard lo encajó sin detenerse y prosiguió su avance hacia mí. Apartó mi guante de su camino como si no existiera y mis piernas se negaron a bailar hacia atrás. Sentí como los cordones del guante le abrían las cejas de nuevo; noté un retortijón en el estómago al ver el rostro de Blanchard cubierto de sangre. Las rodillas se me doblaron; escupí mi protector, me doblé hacia atrás y golpeé las cuerdas con el cuerpo. Una bomba con forma de mano derecha venía hacia mí en un lento arco. Daba la impresión de que había sido lanzada desde kilómetros y kilómetros de distancia y supe que tendría tiempo suficiente para responder. Puse todo mi odio en mi propia derecha y la proyecté en línea recta hacia el blanco ensangrentado que tenía delante. Sentí el inconfundible crujir del cartílago de la nariz y luego todo se volvió negro, caliente y amarillo. Alcé los ojos hacia la luz cegadora y noté que me levantaban; Duane Fisk y Jimmy Lennon se materializaron junto a mí y me sostuvieron por los brazos. Escupí sangre y las palabras «he ganado».

—Esta noche no, chico —dijo Lennon—. Has perdido… KO en el octavo asalto.

Cuando comprendí lo que me había dicho, reí y me solté los brazos de un tirón. Lo último que pensé antes de perder el conocimiento fue que había logrado sacar de apuros a mi viejo…, y de una forma limpia.

La insistencia del doctor que me examinó después del combate me consiguió diez días libres. Tenía las costillas cubiertas de hematomas, mi mandíbula se había hinchado hasta el doble de su tamaño normal y el derechazo causante de tal hinchazón me aflojó seis dientes. El matasanos me dijo después que Blanchard tenía la nariz rota y que habían hecho falta veintiséis puntos de sutura para sus heridas. Si se tomaba como base el daño que nos habíamos infligido el uno al otro durante el combate, no había habido ganador.

Pete Lukins recogió mis ganancias y juntos nos dedicamos a recorrer asilos hasta encontrar uno que parecía apto para que en él vivieran seres humanos: la Villa Rey David, a una manzana de Kilómetro Milagroso. Por dos de los grandes al año y cincuenta al mes deducidos de su cheque de la Seguridad Social, el viejo tendría su propia habitación, tres áreas comunes y un montón de «actividades en grupo». La mayoría de los viejos del asilo eran judíos y me gustó que ese loco kraut fuera a pasar el resto de su vida en un campamento enemigo. Pete y yo le instalamos allí y cuando nos fuimos ya estaba buscándole las cosquillas a la jefa de enfermeras y no apartaba los ojos de una chica de color que hacía las camas.

Después de eso, no me moví de mi apartamento; me dediqué a la lectura y a escuchar jazz en la radio, me atiborré de sopa y helado, los únicos alimentos con los que podía vérmelas. Me sentía contento porque sabía que había hecho todo cuanto pude… y que, además, haciendo eso, había conseguido llevarme la mitad del pastel.

El teléfono sonaba constantemente; como yo sabía que debían ser reporteros o policías que deseaban ofrecerme su condolencia, nunca contestaba. No escuché los noticiarios deportivos y no leí los periódicos. Quería apartarme para siempre de ser una celebridad local, meterme en mi agujero, y ése era el único modo de conseguirlo.

Mis heridas curaban bien; al cabo de una semana, ya estaba impaciente por volver al trabajo. Empecé a pasarme las tardes en los escalones de la parte trasera, viendo como el gato de mi patrona acechaba a los pájaros. Chico tenía los ojos clavados en un arrendajo que se encontraba en una rama cuando oí una voz ronca y gutural:

—¿Todavía no estás aburrido?

Miré hacia abajo. Lee Blanchard se encontraba al final de los peldaños. Tenía las cejas cubiertas de puntos y la nariz púrpura y aplastada. Me reí y dije:

—Me voy acercando.

Blanchard se metió los pulgares dentro del cinturón.

—¿Quieres trabajar en la Criminal conmigo?

—¿Cómo?

—Ya me has oído. El capitán Hanvell te ha llamado por teléfono para decírtelo pero, joder, estabas hibernando.

Todo el cuerpo me cosquilleaba.

—Pero perdí el combate. Ellis Loew dijo…

—Que se vaya a la mierda lo que Ellis Loew dijo. ¿No lees los periódicos? Ayer salió aceptada la propuesta, probablemente por haberles dado a los votantes tan buen espectáculo como les dimos. Horrall comunicó a Loew que Johnny Vogel quedaba descartado, que tú eras su hombre. ¿Quieres el trabajo?

Bajé los peldaños y alargué mi mano hacia él. Blanchard la estrechó y me guiñó el ojo.

Así empezó nuestra relación.