3

La pelea se convirtió en la sensación del Departamento y, luego, de Los Ángeles entero. Todo el aforo del gimnasio de la academia estaba vendido a las veinticuatro horas de que Braven Dyer anunciara el acontecimiento en la página deportiva del Times. El teniente de la calle Setenta y Siete nombrado como apostador oficial del Departamento empezó poniendo a Blanchard como favorito por tres a uno, en tanto que los apostadores auténticos favorecían al señor Fuego con un noqueo por dos y medio a uno y por decisión final de los jueces de cinco a tres. Las apuestas entre los departamentos internos de la policía estaban al rojo vivo, y en todas las comisarías montaron cuartos especiales para recogerlas. Dyer y Morrie Ryskind, del Mirror, alimentaban la locura en sus columnas y un locutor de la KMPC compuso una cancioncilla llamada El tango del Fuego y el Hielo. Respaldada por un grupo de jazz, una soprano de voz aguardentosa canturreaba: «Fuego y Hielo no son como el azúcar y la sal; ciento ochenta kilos duros como el hierro no son cosa de broma. Pero el señor Fuego enciende mi llama y el señor Hielo me enfría la frente, ¡y lo que yo saco es un servicio nocturno de primera clase!».

De nuevo, me convertí en una celebridad local.

Cuando repartían los turnos vi cambiar de manos las fichas de los apostadores y me saludaron polis a quienes nunca había conocido antes; Johnny Vogel, «el gordo», me miraba como si quisiera echarme mal de ojo cada vez que pasaba junto a mí en los vestidores. Sidwell, siempre con su atención a los rumores, dijo que dos tipos del turno de noche habían apostado sus coches y que el jefe de la comisaría, el capitán Harwell, se encargaba de guardar las apuestas de cada uno hasta después del combate. Los de la Brigada Antivicio habían suspendido sus incursiones contra los apostadores clandestinos porque Mickey Cohen recibía diez de los grandes al día en fichas y le estaba pasando el cinco por ciento de todo a la agencia de publicidad empleada por el ayuntamiento en su esfuerzo por conseguir que la propuesta de fondos tuviera éxito. Harry Cohn, el señor Pez Gordo de la Columbia Pictures, había apostado un buen fajo en mi favor por pensar que ganaría por decisión final de los jueces, y si yo cumplía, tendría derecho a un ardiente fin de semana con Rita Hayworth.

Aunque nada de todo eso tenía sentido, resultaba agradable y logré no volverme loco al tener que entrenarme más duro de lo que jamás había hecho antes.

Cada día, al acabar mi turno, me iba directo al gimnasio y trabajaba. Sin hacer caso de Blanchard, de todos los entrometidos que lo rodeaban y de los policías libres de servicio que me rondaban igual que moscas, me dedicaba a golpear el saco, gancho de izquierda, derecha cruzada, un buen izquierdazo, cinco minutos en cada sesión, todo el tiempo sobre las puntas de los pies; me entrené con mi viejo compañero Pete Lukins y me concentré en el saco de los golpes rápidos hasta que el sudor me cegó y sentí que los brazos se me convertían en goma. Salté a la comba y corrí por las colinas del Parque Elíseo con pesas de un kilo atadas a los tobillos, mientras le lanzaba puñetazos a los árboles y a la vegetación, y dejaba atrás a los perros que vivían allí, alimentándose de lo que encontraban en los cubos de basura. Cuando estaba en casa, me atiborraba de hígado, enormes filetes y espinacas y me quedaba dormido antes de que pudiera quitarme la ropa.

Entonces, faltando nueve días para la pelea, vi a mi viejo y decidí lanzarme a por el dinero.

La ocasión que aproveché fue mi visita mensual. Viajé en coche hasta Lincoln Heights. Me sentía culpable por no haber asomado la nariz allí hasta haber recibido noticias de que volvía a hacer el loco. Le llevé regalos para calmar un poco mi culpabilidad: conservas que había cogido de las tiendas durante mi ronda y unas cuantas revistas de chicas, confiscadas. Cuando frené delante de la casa, me di cuenta de que eso no bastaría.

El viejo estaba sentado en el porche y daba tragos de una botella de jarabe para la tos. En una mano sostenía su pistola de balines; con aire distraído, disparaba contra toda una formación de aeroplanos hechos con madera de balsa que estaba alineada sobre la hierba. Estacioné el coche y fui hasta él. Tenía las ropas manchadas de vómito y por debajo de ellas le asomaban los huesos, que le sobresalían como si se los hubieran colocado todos en ángulos equivocados. El aliento le apestaba, tenía los ojos amarillos y bastante velados y la piel que podía ver por entre su descuidada barba blanca estaba iluminada por las venas rotas. Me incliné para ayudarle a que se levantara y él me apartó las manos de un golpe.

Scheisskopf! —farfulló—. Kleine Scheisskopf!

Tiré de él hasta conseguir levantarle. Dejó caer al suelo la pistola de balines y una buena cantidad de Expectolar.

Guten Tag, Dwight —murmuró, como si me hubiera visto el día anterior.

Yo aparté las lágrimas de mis ojos con la mano.

—Habla en inglés, papá.

Él se agarró el codo derecho con la otra mano y comenzó a agitar el puño ante mí.

Englisch Scheisser! —gritó—. Churchill Scheisser! Amerikanisch Juden Scheisser!

Lo dejé en el porche y recorrí la casa. La sala aparecía repleta de piezas para montar aeroplanos y de latas de judías a medio abrir con moscas que zumbaban a su alrededor; el dormitorio estaba cubierto con fotos de chicas, la mayor parte de ellas puestas cabeza abajo. El cuarto de baño apestaba a orines viejos y en la cocina había tres gatos que andaban husmeando latas de atún medio vacías. Cuando me acerqué a ellos, me bufaron; les tiré una silla y volví a donde estaba mi padre.

Se encontraba en la barandilla del porche, mesándose la barba. Temí que se cayera, y lo agarré del brazo. Pensé que me echaría a llorar en serio.

—Háblame, papá —dije—. Lo que sea. Haz que me enfade. Dime cómo has logrado dejar la casa tan jodida en tan sólo un mes.

Mi padre intentó soltarse. Yo lo sujeté con más fuerza y luego aflojé mi presa ante el temor de quebrarle los huesos igual que si fueran ramas secas.

Du, Dwight? Du? —murmuró. Y yo supe que había sufrido otro ataque. Había vuelto a perder la memoria y sólo sabía hablar alemán. Rebusqué en mi propia memoria, en un intento de hallar frases en alemán y no logré encontrar nada. Le había odiado tanto de pequeño que me obligué a olvidar el idioma que me había enseñado—. Wo ist Greta? Wo, Mutti? —añadió.

Lo rodeé con mis brazos.

—Mamá está muerta. Eras demasiado tacaño para traerle licor de contrabando, y acabó por comprarse un poco de aguardiente de uvas de los negros del Flats. Era alcohol de quemar, papá. Se quedó ciega. La metiste en el hospital y se tiró desde el tejado.

—¡Greta!

Lo abracé con más fuerza.

—Ssssh. Eso ocurrió hace catorce años, papá. Mucho tiempo.

Él intentó apartarme; yo le empujé hacia la puerta del porche y lo aprisioné contra ella. Sus labios se curvaron para lanzar una invectiva y, entonces, el rostro se le quedó vacío de toda expresión: no lograba encontrar las palabras. Cerré los ojos y las encontré yo en su lugar.

—¿Sabes lo que me cuestas, so cabrón? Podría haber entrado en la policía con un historial limpio, pero descubrieron que mi padre era un jodido subversivo. Me hicieron delatar a Sammy y Ashidas, y Sammy murió en Manzanar. Sé que sólo te uniste al Bund para hacer el imbécil y tomar copas, pero tendrías que habértelo pensado mejor antes, porque yo ni siquiera tenía eso.

Abrí los ojos y descubrí que estaban secos; los ojos de mi padre carecían de toda expresión. Le solté los hombros.

—No podías saber lo que ocurriría —dije—, y todo eso es asunto mío: yo cargaré con él. Pero siempre fuiste un maldito cerdo tacaño. Mataste a mamá, y eso sí es culpa tuya.

Se me ocurrió una idea para ponerle fin a todo aquel maldito embrollo.

—Ahora tienes que descansar, papá. Yo cuidaré de ti.

Esa tarde, me quedé a ver el entrenamiento de Lee Blanchard. Su régimen de trabajo consistía en asaltos dé cuatro minutos con pesos pesados de la categoría ligera, tipos flacuchos y ágiles que habían sido prestados por el gimnasio de la calle Main, y su estilo era el ataque total. Cuando avanzaba, inclinaba el cuerpo hacia delante, siempre haciendo fintas con el torso; me sorprendió lo bueno que era con el gancho. No se trataba del cazador de cabezas o del pato a la espera de que le pegaran un tiro que yo había imaginado, y cuando le soltaba ganchos al saco de entrenamiento, yo podía oír los golpes aunque me hallaba a quince metros de distancia. Si había dinero de por medio, no resultaba fácil saber lo que sería capaz de hacer, y ahora el combate era por dinero.

Así que el dinero me obligó a tomar medidas serias.

Volví a casa en coche y llamé al cartero retirado que se ocupaba de echarle un vistazo a mi padre dé vez en cuando. Le ofrecí un billete de cien si limpiaba la casa y se pegaba a mi viejo igual que si fuera un cubo de engrudo hasta después de la pelea. Dijo que estaba de acuerdo. Entonces llamé a un antiguo compañero de clase de la Academia que trabajaba en la Antivicio de Hollywood y le pedí los nombres de algunos apostadores. El pensó que yo deseaba apostar por mi propia victoria, y me dio los números de dos independientes, uno que trabajaba con Mickey Cohen y otro que estaba con la pandilla de Jack Dragna. Los enterados y el apostador de Cohen tenían a Blanchard favorito por dos a uno, pero el tipo dé Dragna andaba igualado, Bleichert o Blanchard, la misma cantidad de apuestas, con el dinero nuevo moviéndose según los informes de que yo parecía estar fuerte y rápido. Podía doblar cada uno de los dólares que invirtiera.

Por la mañana, llamé a la comisaría y dije que me encontraba enfermo. El jefe de turno de día se lo tragó porque yo era una celebridad local y el capitán Harwell no quería que me tocara las narices. Una vez me hube librado del trabajo, liquidé mi cuenta de ahorros, cobré mis bonos del Tesoro y pedí un préstamo bancario por dos de los grandes, usando mi Chevy casi nuevo del 46 como garantía. Desde el banco había un corto trayecto hasta Lincoln Heights y una conversación con Pete Lukins. Estuvo de acuerdo en hacer lo que yo quería; dos horas después, me llamó con los resultados.

El apostador de Dragna, al cual yo le había enviado, aceptó su dinero por Blanchard con un KO en el último asalto, ofreciéndole apuestas de dos a uno en contra. Si yo mordía la lona entre los asaltos ocho al diez ganaría 8.640 dólares…, lo suficiente para mantener al viejo en un asilo de primera durante dos o tres años como mínimo. Había cambiado el puesto de la Criminal por una liquidación de las viejas y malas deudas, con la estipulación del último asalto, siendo un riesgo apenas suficiente como para hacer que no me sintiera demasiado gallina. Era un trato que alguien me ayudaría a saldar, y ese alguien era Lee Blanchard.

Cuando sólo faltaban siete días para la pelea, comí hasta ponerme en ochenta y siete kilos, aumenté la distancia recorrida en mis carreras y subí el tiempo de mis sesiones con el saco pesado hasta los seis minutos. Duane Fisk, el oficial asignado como entrenador y segundo mío, me advirtió sobre los riesgos de pasarme en el entrenamiento pero yo no le hice caso, y continué igual hasta que faltaron cuarenta y ocho horas para el combate. Luego, bajé el ritmo a unos suaves ejercicios gimnásticos y estudié a mi oponente.

Desde la parte trasera del gimnasio observé a Blanchard, que se entrenaba en el ring central. Busqué defectos en su ataque habitual y calibré sus reacciones cuando sus compañeros de entrenamiento intentaban pasarse de la raya. Me di cuenta de que doblaba los codos para desviar los golpes dirigidos al cuerpo, lo cual le abría la guardia para recibir pequeños pero potentes directos que le harían alzarla todavía más y lo dejarían en posición de recibir unos buenos ganchos en las costillas. Me di cuenta de que su mejor golpe, el cruzado de la derecha, lo anunciaba siempre por dos medios pasos que daba a la izquierda y una finta que hacía con la cabeza. Vi que contra las cuerdas era letal y que podía mantener a oponentes de menos peso clavados en ellas con empujones de los codos alternados con puñetazos cortos al cuerpo. Me acerqué algo más y pude ver un poco de tejido cicatrizado en su ceja, algo que debería evitar que se abriera si quería impedir que el combate fuera detenido a causa de sus hemorragias. Eso era una molestia, pero una larga cicatriz que bajaba por la parte izquierda de su caja torácica parecía un lugar soberbio para hacerle muchísimo daño.

—Al menos, tienes buen aspecto sin la camisa.

Me volví al oír esas palabras. Kay Lake estaba frente a mí; por el rabillo del ojo vi a Blanchard, que descansaba en su taburete, y nos miraba.

—¿Dónde está tu cuaderno de dibujo? —pregunté.

Kay agitó la mano mirando a Blanchard; él le arrojó un beso con sus dos manos cubiertas por los guantes de boxeo. Sonó la campana y tanto él como su compañero de entrenamiento avanzaron el uno hacia el otro en un intercambio de golpes.

—Lo dejé —respondió Kay—. No era demasiado buena, así que decidí graduarme en otra cosa.

—¿En qué?

—Medicina; después, psicología; luego, literatura inglesa y, más tarde, historia.

—Me gusta una mujer que sabe lo que quiere.

Kay sonrió.

—A mí también me gustan, pero no conozco a ninguna. ¿Qué es lo que tú quieres?

Mis ojos recorrieron el gimnasio.

Treinta o cuarenta espectadores estaban sentados en asientos plegables alrededor del ring central, la mayoría de ellos policías libres de servicio y periodistas, y casi todos fumando.

Sobre el ring colgaba una neblina que siempre parecía estar a punto de disiparse y las luces del techo la hacían brillar con un resplandor sulfuroso. Todas las miradas se clavaban en Blanchard y su contrincante, y todos los gritos y bromas iban dirigidas hacia él…, pero si yo no estaba dispuesto a vengarme de los viejos asuntos, todo eso no significaba nada.

—Formo parte de esto. Es lo que quiero.

Kay meneó la cabeza.

—Dejaste de boxear hace cinco años. Ahora eso ya no forma parte de tu vida.

La agresividad de aquella mujer me ponía nervioso. No pude contenerme.

—Y tu amiguito es alguien que nunca consiguió llegar a nada, igual que yo; y tú andabas meneando el culo delante de unos atracadores antes de que él te recogiera. Tú…

Kay Lake me hizo parar con una carcajada.

—¿Has estado leyendo mis recortes de prensa?

—No. ¿Has estado leyendo tú los míos?

—Sí.

Yo no tenía réplica alguna para eso.

—¿Por qué dejó Lee de pelear? —pregunté—. ¿Por qué ingresó en el Departamento?

—Atrapar criminales le hace sentir que todo está en su sitio. ¿Tienes alguna amiga?

—Me reservo para Rita Hayworth. ¿Te dedicas a ligar con muchos polis o soy un caso especial?

De entre los espectadores brotaron unos cuantos gritos. Miré hacia allí y vi como el compañero de entrenamientos de Blanchard caía sobre la lona. Johnny Vogel trepó al cuadrilátero y le quitó el protector de la boca; el tipo dejó escapar un largo chorro de sangre. Cuando me volví hacia Kay observé que estaba pálida y apretaba su chaqueta Ike alrededor del cuerpo.

—Mañana por la noche será peor —dije—. Deberías quedarte en tu casa.

Kay se estremeció.

—No. Es un gran momento para Lee.

—¿Te ha pedido que vengas?

—No. Él nunca haría algo así.

—Es del tipo sensible, ¿verdad?

Kay hurgó en sus bolsillos en busca de su cajetilla de cigarrillos y encendió uno.

—Sí. Igual que tú, pero no tan susceptible.

Sentí que enrojecía.

—¿Siempre estáis allí cuando el otro os necesita? ¿En la enfermedad y en la salud…, todo eso?

—Lo intentamos.

—Entonces, ¿por qué no estáis casados? Acostarse con alguien sin estar casado va contra el reglamento, y si los jefazos decidieran ponerse idiotas podrían crucificar a Lee por ello.

Kay lanzó unos cuantos anillos de humo hacia el ring y luego alzó los ojos hacia mí.

—No podemos.

—¿Por qué no? Lleváis años juntos. Dejó de disputar combates a puerta cerrada por ti. Permite que le hagas la corte a otros hombres. A mí me parece que es todo un mirlo blanco.

Hubo más gritos. Miré de soslayo y vi que Blanchard estaba sacudiéndole el polvo a un nuevo contrincante. Empecé a moverme para esquivar los golpes, haciendo agitarse la atmósfera estancada del gimnasio. Después de unos cuantos segundos, me di cuenta de lo que estaba haciendo y me detuve. Kay lanzó su cigarrillo hacia el ring.

—Ahora tengo que irme —dijo—. Buena suerte, Dwight.

Sólo mi viejo me llamaba así.

—No has respondido a mi pregunta.

—Lee y yo no nos acostamos juntos —repuso Kay, y se marchó antes de que yo pudiera hacer nada que no fuera ver como se alejaba.

Rondé por el gimnasio alrededor de una hora. Cuando ya oscurecía, los reporteros y los fotógrafos empezaron a llegar en manada y se dirigieron hacia el ring central, hacia donde estaba Blanchard y su aburrida serie de victorias por noqueo sobre idiotas con la mandíbula de cristal. La frase con que Kay Lake se había despedido constituía una obsesión para mí, junto con fugaces visiones de su risa, de la forma en que sonreía y cómo podía ponerse triste apenas transcurrido un segundo. Al oír que un sabueso de la prensa gritaba: «¡Eh! ¡Ahí está Bleichert!», salí del lugar y corrí al aparcamiento y hacia mi Chevy, ahora hipotecado por partida doble. Cuando me marchaba, me di cuenta de que no tenía ningún sitio al que dirigirme y nada que deseara hacer salvo satisfacer mi curiosidad sobre una mujer que parecía llevar un gran dolor dentro y que me afectaba en lo más profundo.

Así que me fui a la parte baja de la ciudad para leer sus recortes de prensa.

El empleado del depósito de cadáveres del Herald, impresionado por mi placa, me llevó hasta una mesa de lectura. Le dije que estaba interesado en el asalto al banco del Boulevard-Citizens y el juicio de los atracadores capturados, y que yo pensaba que la fecha del atraco había sido a principios del año 39, quizá hacia el otoño de ese mismo año para el procedimiento legal. Me dejó allí sentado y regresó al cabo de unos diez minutos con dos grandes volúmenes encuadernados en cuero. Las páginas de los periódicos habían sido pegadas con cola a gruesas hojas de cartón negro, y colocadas en orden cronológico. Tuve que pasar del 1 de febrero al 12 del mismo mes antes de hallar lo que deseaba.

El 11 de febrero de 1939, un grupo de cuatro hombres asaltó un coche blindado en una tranquila calleja de Hollywood. Usaron una motocicleta caída en el suelo como distracción; después, los ladrones dominaron al guardia que salió del coche blindado para investigar el accidente. Le pusieron un cuchillo en la garganta, y así obligaron a los otros dos guardias que seguían dentro del coche a que les abrieran. Una vez dentro, dieron cloroformo a los tres hombres, los ataron y amordazaron y dejaron seis bolsas llenas con recortes de guías telefónicas y chatarra a cambio de las seis bolsas de dinero que el coche llevaba.

Uno de los ladrones condujo el vehículo blindado hasta la parte baja de Hollywood; los otros tres se pusieron uniformes idénticos a los que llevaban los guardias. Los tres tipos vestidos de uniforme entraron por la puerta del Boulevard-Citizens Savings & Loan situado entre Yucca e Ivar, con los sacos de papeles y chatarra en las manos, y el gerente les abrió la bóveda acorazada. Uno de los ladrones le atizó con una porra al gerente; los otros dos cogieron sacos de dinero y se fueron hacia la puerta. Para aquel entonces el conductor había entrado ya en el banco y se había encargado de reunir a los empleados. Los llevó hasta la bóveda, donde les dio una ración de porra, luego cerró la puerta y la aseguró. Los cuatro ladrones se encontraban de nuevo en la calle cuando un patrullero de la comisaría de Hollywood, alertado por una alarma banco-a-comisaría, llegó al sitio. Los agentes ordenaron a los atracadores que se detuvieran; éstos abrieron fuego y los policías respondieron a sus disparos. Hubo dos ladrones muertos y otros dos que escaparon… con cuatro bolsas llenas de billetes de cincuenta y cien dólares sin marcar.

Al no ver mención alguna de Blanchard o Kay Lake, me salté una semana entera de la primera página y dos informes sobre las investigaciones del Departamento de Policía de Los Ángeles.

Los atracadores muertos fueron identificados como Chick Geyer y Max Ottens, dos tipos duros de San Francisco a los cuales no se les conocían socios en Los Ángeles. Los testigos oculares del banco no pudieron identificar por las fotos del archivo a los dos que habían escapado, y fueron incapaces de proporcionar descripciones adecuadas de ellos: llevaban las gorras de guardias caladas hasta las cejas y los dos lucían gafas de sol oscuras. No hubo testigos en el lugar donde robaron el coche blindado y los guardias narcotizados habían sido reducidos a la impotencia antes de que pudieran echarle un buen vistazo a sus atacantes.

El atraco pasó de las segunda y tercera páginas a la columna de escándalos. Bevo Means lo mantuvo en circulación durante tres días, con la teoría de que la banda de Bugsy Siegel perseguía a los atracadores que habían escapado porque una de las paradas hechas por el coche blindado para recoger el dinero era una tapadera del Gran Bug. Siegel había jurado encontrarles, aunque el dinero con el que se habían largado los dos tipos fuera el del banco… no el suyo.

Las informaciones en las páginas de sucesos se fueron haciendo más y más espaciadas y yo continué pasando las hojas hasta topar con el titular del 28 de febrero: «Informante permite a un policía ex boxeador resolver sangriento atraco a un banco».

La página estaba repleta de alabanzas al señor Fuego; sin embargo, resultaba bastante parca en hechos. El agente Leland C. Blanchard, de 25 años, policía perteneciente a la División Central de Los Ángeles y antiguo «conocido habitual» del estadio de la Legión de Hollywood, al interrogar a sus «conocidos del deporte» e «informadores» consiguió enterarse de que Robert «Bobby» de Witt era el cerebro que se encontraba tras el trabajo del Boulevard-Citizens. Blanchard le pasó el dato a los detectives de Hollywood y éstos hicieron una incursión en la casa que De Witt tenía en Playa Venice: Encontraron marihuana, uniformes de guardias y bolsas de dinero del Boulevard-Citizens Savings & Loan. De Witt protestó, gritó su inocencia y fue arrestado y acusado con dos cargos de «asalto a mano armada en grado uno», cinco cargos de «asalto con agravantes», un cargo de «robo automovilístico cualificado» y otro de «posesión de drogas ilícitas». Fue mantenido en prisión sin fianza… y seguía sin haber palabra alguna de Kay Lake.

Como empezaba a estar harto de tanta historia de ladrones y policías, seguí pasando páginas. De Witt, nacido en San Berdoo y con tres condenas anteriores por proxenetismo, seguía afirmando a gritos que la banda de Siegel o la policía le habían hecho cargar con el mochuelo: la banda porque algunas veces había metido la nariz en el territorio de Siegel, la policía porque necesitaba un idiota al que cargar con el trabajo del Boulevard-Citizens. No tenía ninguna coartada para el día del atraco y dijo que no conocía a Chick Geyer, Max Ottens o al cuarto hombre, que todavía seguía en libertad. Fue a juicio y el jurado no le creyó. Le consideraron culpable de todas las acusaciones y acabó en San Quintín, condenado a un mínimo de diez años y un máximo de cadena perpetua.

Al fin, Kay apareció en un artículo de interés humano titulado «Chica de banda se enamora… ¡de un policía! ¿Seguirá el camino recto? ¿Acabará en el altar?» Junto a la historia, había fotos de ella y de Lee Blanchard, así como una instantánea policial de Bobby de Witt, un tipo de cara afilada tocado con un sombrero grasiento. El artículo empezaba con la explicación del trabajo del Boulevard-Citizens y el papel que Blanchard había representado en su solución, para caer luego sin más en lo almibarado:

… y en el momento del atraco, De Witt le ofrecía cobijo a una joven demasiado fácil de impresionar. Katherine Lake, de 19 años, venía del oeste, de Sioux Falls. Dakota del Sur, y llegó a Hollywood en 1936 no en busca del estrellato sino de una educación universitaria. Lo que consiguió fue graduarse en la universidad de los más duros criminales.

«Acabé con Bobby porque no tenía ningún sitio al que ir —le dijo "Kay" Lake al reportero, Aggie Underwood, del Herald Express—. La Depresión no había terminado y los trabajos escaseaban. Solía dar paseos alrededor de esa horrible pensión donde tenía un catre y así fue como encontré a Bobby. Me proporcionó una habitación para mí sola en su casa y dijo que me conseguiría un trabajo en el Club del Valle si yo mantenía la casa limpia. No lo hizo y tuve mucho más de lo que ya había deseado.»

Kay pensaba que Bobby de Witt era músico pero en realidad era un traficante de drogas y un proxeneta. «Al principio, se portó muy bien conmigo —dijo Kay—. Luego, me hizo beber láudano y quedarme en casa todo el día para contestar al teléfono. Después de eso, todo empeoró.»

Kay Lake se negó a explicar con más claridad cómo «empeoró» todo y no se sorprendió mucho cuando la policía arrestó a De Witt por su papel en el sangriento robo del 11 de febrero. Encontró alojamiento en un pensionado femenino de Culver City y cuando la fiscalía la llamó para testificar en el juicio contra De Witt lo hizo…, a pesar de que sentía pánico hacia su antiguo «benefactor».

«Era mi deber —dijo—. Y, por supuesto, en el juicio conocí a Lee.»

Lee Blanchard y Kay Lake se enamoraron. «Tan pronto como la vi supe que era mi chica —explicó el agente Blanchard a Bevo Means, especialista en sucesos—. Tiene ese tipo de belleza delicada e infantil que me vuelve loco. Ha llevado una vida muy dura, pero yo me encargaré de enderezar su rumbo.»

Para Lee Blanchard, la tragedia no es algo desconocido. Cuando tenía catorce años, su hermanita, de-nueve, desapareció y nunca se la ha vuelto a encontrar. «Creo que por eso dejé el boxeo y me convertí en policía —dijo—. Atrapar criminales hace que sienta que las cosas están donde deben estar, en su sitio.»

Y así, una historia de amor ha surgido de lo que fue una tragedia. Pero, ¿dónde terminará? Kay Lake dice: «Ahora, lo importante es mi educación y Lee. Los días felices han vuelto».

Y con el gran Lee Blanchard ocupándose de Kay, da la impresión de que esos días felices van a durar.

Cerré el volumen. Nada de todo eso representaba una sorpresa para mí, salvo lo de la hermanita. Pero el asunto despertaba en mí sólo una idea, la de que algo había ido mal, muy mal: Blanchard, que no había sabido sacarle el provecho necesario a su caso más glorioso porque se había negado a seguir celebrando combates a puerta cerrada; una niña, a la que estaba claro habían asesinado y luego tirado en cualquier parte, igual que una bolsa de basura; Kay Lake, que dormía a los dos lados de la ley. Al abrir el volumen de nuevo clavé mis ojos en la Kay de siete años antes. Incluso a los diecinueve, parecía demasiado lista para pronunciar las palabras que Bevo Means había puesto en sus labios. El hecho de que fuera presentada como una chica ingenua me irritó.

Devolví los volúmenes al empleado y, cuando salí del edificio Hearst me pregunté qué había ido a buscar, a sabiendas de que era algo más que una simple prueba de que el cambio de tercio de Kay era auténtico y legal. Me dediqué a conducir sin rumbo para matar el tiempo, y así agotarme y ser capaz de dormir más tarde. De repente, durante mi vagabundeo, lo comprendí todo: con alguien que se cuidara de mi viejo y la perspectiva de mi puesto en la Criminal muerta, Kay Lake y Lee Blanchard eran lo único que había de interesante en mi futuro, y yo necesitaba llegar a conocerles más allá de las frases ingeniosas de doble sentido, las insinuaciones y el combate.

Me detuve en Los Feliz, un lugar donde hacían carnes asadas, y me tragué un enorme filete, con espinacas y judías; después, fui hacia el Hollywood Boulevard y el Strip. No había ninguna marquesina de cine que me pareciera invitadora y los clubs del Sunset parecían demasiado lujosos para una celebridad de tan poca monta como yo. En Doheny terminaba la prolongada hilera de neón y me dirigí hacia lo alto de las colinas. Mulholland estaba llena de motoristas apostados en las trampas de velocidad y tuve que resistir el impulso de pisar el acelerador para llegar hasta la playa.

Al fin me cansé de conducir como un buen ciudadano observante de la ley y fui hacia el muelle. Los reflectores encendidos en Westwood Village pintaban el cielo sobre mí; observé sus giros, que iluminaban las nubes que colgaban a baja altura. Seguir las luces con los ojos resultaba hipnótico y dejé que fueran obnubilando mi mente. Los coches que pasaban a toda velocidad por Mulholland apenas si lograban penetrar mi adormecimiento. Cuando, por fin, las luces se apagaron, mi reloj de pulsera señalaba algo más de la medianoche.

Me desperecé mientras miraba hacia las escasas luces que aún seguían encendidas en las casas, y pensé en Kay Lake. Si leía entre líneas lo que el artículo del periódico ponía, la veía atender a Bobby de Witt y a sus amigos, quizá prostituyéndose para él, el ama de casa de un gángster enganchada al láudano. Todo eso sonaba verosímil aunque desagradable, como si fuera una traición a los chispazos que se encendían entre nosotros dos. La frase final de Kay también empezaba a sonarme verosímil y me pregunté cómo era posible que Blanchard viviera con ella sin llegar a poseerla del todo.

Las luces de las casas se apagaron una a una y me quedé solo. Un viento frío soplaba colinas abajo; me estremecí y, en ese momento, supe la respuesta.

Sales de una pelea que acabas de ganar. Empapado de sudor, con el sabor de la sangre en la boca, más alto que las estrellas del cielo, todavía con el deseo de atacar. Los apostadores que han hecho dinero gracias a ti te traen una chica. Una profesional, una que se medio dedica al asunto, una aficionada que está probando el sabor de su propia sangre. Lo haces en el vestidor, o en el asiento trasero del coche que resulta demasiado pequeño para que puedas estirar bien las piernas, y algunas veces rompes la ventanilla de una patada. Acabas de hacerlo y, al salir, la gente se apelotona a tu alrededor para tocarte y vuelves a subir tan alto como las estrellas. Se convierte en otra parte del juego, el undécimo asalto de un combate a diez. Y cuando vuelves a la vida corriente es como si te debilitaras, como si hubieras perdido algo. Durante todo el tiempo que Blanchard se había mantenido lejos del juego, tuvo que saberlo y habría querido que su amor por Kay se mantuviera separado de todo eso.

Entré en el coche y fui hacia casa. Me preguntaba si alguna vez le contaría a Kay que no había ninguna mujer en mi vida porque, para mí, el sexo tenía sabor a sangre, a resina y a las barras que se usan para suturar los cortes en el boxeo.