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El camino de nuestra relación empezó sin que yo lo supiera, y fue un rebrote de toda la agitación sobre el combate Blanchard-Bleichert lo que me hizo enterarme.

Yo volvía de un largo día de trabajo en una trampa de velocidad situada en Bunker Hill, donde me había dedicado a atrapar infractores de las normas de tráfico. Tenía el cuaderno de multas lleno y el cerebro atontado de haber pasado ocho horas siguiendo con los ojos el cruce de la Segunda y Beaudry. Cuando cruzaba la sala general de la Central, entre una multitud de policías de azul que esperaban oír el informe general de la tarde, casi pasé por delante de Johnny Vogel sin enterarme de lo que decía.

—No han peleado desde hace años, y Horrall ha prohibido los combates clandestinos, por lo que no creo que se trate de eso. Mi padre es uña y carne con el judío, y dice que él probaría con Joe Louis si fuera blanco.

Entonces, Tom Joslin me dio un codazo.

—Hablan de ti, Bleichert.

Miré hacia Vogel, que charlaba con otro policía a un par de metros de distancia.

—Suéltalo ya, Tommy.

Joslin sonrió.

—¿Conoces a Lee Blanchard?

—¿Conoce el Papa a Jesucristo?

—¡Ja! Trabaja en la Brigada Criminal.

—Dime algo que yo no sepa.

—A ver qué te parece esto: el compañero de Blanchard está a punto de cumplir sus veinte años de servicio. Nadie pensó que lo consiguiera, pero se ha salido con la suya. El jefe de la Criminal es Ellis Loew, ese tipo de la oficina del fiscal del distrito. Le consiguió el puesto a Blanchard y ahora anda buscando un chico brillante para que sustituya a su compañero. Corre la voz de que los boxeadores lo enloquecen y quiere que tú ocupes el puesto. El viejo de Vogel está en la brigada de los detectives. Se lleva bien con Loew y no hace más que presionar para que su chico consiga el puesto. Con franqueza, no creo que ninguno de vosotros dos esté cualificado para ocuparlo. Yo, en cambio…

Sentí un extraño cosquilleo, pero conseguí responderle con una broma. Quería que Joslin viese que nada de eso me importaba.

—Tienes los dientes demasiado pequeños. No sirven para morder como es debido cuando los boxeadores se agarran en el combate. Y hay muchos de éstos en la Criminal.

Pero sí me importaba.

Esa noche me quedé sentado en los escalones que había delante de mi apartamento y contemplé el garaje donde guardaba las dos bolsas con mis trastos, mi álbum con los recortes de prensa, los programas de combates y las fotografías publicitarias. Pensé que era bueno aunque no realmente bueno, que me hubiese mantenido en mi peso cuando podría haber ganado unos cinco kilos más y luchar en la categoría de los pesos pesados, y pensé en los combates con pesos medios mexicanos repletos de tortilla en la Sala de la Legión de Eagle Rock donde mi viejo iba a sus reuniones del Bund. El peso semipesado era una categoría que, en realidad, no pertenecía a nadie y pronto comprendí que había sido hecha a mi medida. Podía bailar sobre los dedos de mis pies durante toda la noche, mientras pesase ochenta kilos, y llegar al cuerpo del otro con toda precisión; además, sólo una pala cargadora hubiera sido capaz de aguantar mi gancho de izquierda.

Pero no había palas cargadoras en esa categoría porque cualquier boxeador con ganas de subir, que pesara ochenta kilos, tragaba y tragaba hasta lograr convertirse en un peso pesado de verdad, incluso si sacrificaba en ello la mitad de su velocidad y la mayor parte de su pegada. El peso semipesado era un sitio seguro. En esa categoría tenías garantizadas bolsas de cincuenta dólares sin que te hicieran daño. La categoría era salir en el Times citado por Braven Dyer, verse adulado por el viejo y sus amigotes comejudíos y ser un tipo importante mientras que no abandonara Glassell Park y Lincoln Heights. Era todo lo lejos que como boxeador con un talento natural podía llegar… sin verme obligado a demostrar que tenía redaños.

Y entonces, Ronnie Cordero apareció.

Era un peso medio mexicano llegado de El Monte, rápido, con el poder de noquear en las dos manos y una defensa parecida a la de un cangrejo, la guardia alta, los codos pegados a los flancos para desviar los golpes dirigidos al cuerpo. Sólo tenía diecinueve años y poseía unos huesos enormes para su peso, con el potencial de crecimiento suficiente como para hacerle subir de un salto dos categorías hasta el peso pesado y los montones de dinero. Había conseguido catorce victorias seguidas por KO en el Olímpico, al cargarse de forma fulgurante a todos los pesos medios importantes de Los Ángeles. Como todavía estaba creciendo y anhelaba que la calidad de sus oponentes fuese más alta, Cordero me lanzó un desafío mediante la página deportiva del Herald.

Sabía que iba a comerme crudo. Sabía que perder ante un cocinero de tacos arruinaría mi celebridad local. Sabía que huir del combate me haría daño, pero que librar ese combate me mataría. Empecé a buscar un lugar al cual huir. El Ejército, la Armada y la Infantería de Marina parecían buenos sitios pero entonces bombardearon Pearl Harbour y les dieron un aspecto distinto por completo. Además, mi viejo sufrió un ataque, perdió su trabajo y su pensión y empezó a tomar papillas para bebé a través de una paja. Conseguí librarme del reclutamiento por mi situación familiar y me uní al Departamento de Policía de Los Ángeles.

Me daba cuenta de hacia dónde iban mis ideas. Los imbéciles del FBI me preguntaban si me tenía por alemán o por estadounidense y yo les daría mi respuesta con la demostración de que estaba dispuesto a probar mi patriotismo. Luché contra lo que venía después de aquello y me concentré en el gato de mi patrona, que acechaba a un arrendajo sobre el tejado del garaje. Cuando el gato saltó sobre él, admití ante mí mismo hasta qué punto deseaba que el rumor de Johnny Vogel fuera cierto.

La Criminal era la celebridad local para un poli. La Criminal era el traje de paisano, sin necesidad de llevar abrigo ni corbata, emoción, aventura y dietas por kilometraje en tu coche de civil. La Criminal era la persecución de los tipos realmente malos y no el tener que atrapar a los borrachos y a los vagabundos que se reunían delante de la Misión de Medianoche. La Criminal era el trabajo en la oficina del fiscal del distrito, con un pie metido en la categoría de los detectives y cenas tardías con el mayor Bowron, cuando él estuviera de buen humor y quisiera que se le contasen historias de guerra.

Al pensar en ello, empezó a dolerme. Fui al garaje y comencé a darle puñetazos al saco de entrenamiento hasta sentir calambres en los brazos.

Durante las siguientes semanas trabajé en un coche con radio cerca del límite norte de nuestro perímetro. Me encargaba de curtir a un tipo que siempre hablaba demasiado y que se llamaba Sidwell, un niñato que acababa de servir tres años como policía militar en el Canal. Estaba pendiente de cada palabra mía con la babeante tenacidad de un perrito faldero y se había enamorado hasta tal punto del trabajo policíaco civil que se dedicaba a rondar por la comisaría después de haber terminado su turno. Allí, hacía el idiota con los carceleros, golpeaba con la toalla a los carteles de «Se busca» que había en la sala y, por lo general, molestaba a todos de tal forma que alguien se cansaba y le decía que se fuera a su casa.

No tenía el menor sentido del decoro y podía hablar con cualquiera de lo que fuese. Yo era uno de sus temas favoritos y se encargaba de transmitirme todos los cotilleos de la comisaría.

La mayor parte de los rumores me dejaban frío: el jefe Horrall iba a poner en marcha un equipo de boxeo que abarcaría todas las comisarías y me mandaría como un cohete a la Criminal para asegurarse de que yo figurara en él junto con Blanchard; al parecer, Ellis Loew, el trepador de la oficina del fiscal, había ganado un montón de dinero apostando por mí antes de la guerra y ahora me estaba concediendo una recompensa con atrasos. Horrall había rescindido su orden prohibiendo los combates privados y algunos jefazos que tiraban de los hilos adecuados querían tenerme contento para así poder llenarse los bolsillos cuando apostaran por mí.

Todas esas historias me sonaban demasiado raras y ridículas, aunque, en cierto modo, sabía que el boxeo se encontraba detrás de mi posición como un tipo con posibilidades de subir aprisa. A lo que sí le di crédito era a que la elección para la Criminal se estaba reduciendo a Johnny Vogel o a mí.

Aquél tenía un padre que trabajaba a los tipos de la Central; cinco años antes, yo había conseguido treinta y seis victorias y no había perdido ni un solo combate en la categoría de pesos que llamaban la-tierra-de-nadie. Sabiendo que el único modo de combatir al nepotismo era dar el peso adecuado, empecé a golpear sacos, me salté comidas y practiqué con la comba hasta que de nuevo volví a ser un perfecto peso pesado ligero, seguro y sin problemas. Luego, esperé.