27

Decidió ir a St. Leonard. Allí había menos posibilidades de que le viera nadie. En el mostrador de recepción no parecían saber que estaba suspendido de servicio, pues no le preguntaron para qué quería un cuarto de interrogatorio y le cedieron un uniformado que hiciera de testigo en la grabación que iba a efectuar.

Duncan Barclay y Debbie Glenister se sentaron juntos con sendas latas de Coca-Cola y diversas chocolatinas de la máquina expendedora. Rebus abrió un paquete de cintas de casete y puso dos en la máquina. Barclay preguntó por qué dos.

—Una para ti y otra para nosotros —contestó Rebus.

El interrogatorio fue sencillo, el agente no entendía nada y Rebus, tras ponerle en antecedentes, le preguntó si podía disponer transporte para la pareja.

—¿Hasta Kelso? —replicó él estupefacto.

Debbie se cogió del brazo de Barclay y comentó que podían ir a algún bar de Princes Street. Barclay no parecía muy decidido pero acabó por ceder. Cuando se disponían a marchar, Rebus le dio cuarenta libras.

—Aquí son más caras las consumiciones —dijo—. Tómalo como un préstamo. La próxima vez que vengas a Edimburgo me traes un frutero de los tuyos.

Barclay aceptó los billetes.

—Inspector, ¿todo lo que me ha preguntado le servirá de algo? —dijo el joven.

—Más de lo que cree, señor Barclay —contestó Rebus estrechándole la mano.

Se retiró a un despacho de la planta de arriba. St. Leonard era su comisaría antes del traslado a Gayfield Square y sus estanterías, el depósito de ocho años de homicidios resueltos… Le sorprendió que no quedara ninguna señal de aquello, ninguna marca visible de su presencia ni de todos aquellos casos enrevesados que tan bien recordaba. No había nada en aquellas paredes desnudas y la mayoría de las mesas no se utilizaban y ni siquiera tenían silla. Antes de St. Leonard su destino había sido la comisaría de Great London Road y anteriormente la de High Street. Hacía treinta años que era policía y pensaba que ya poco le quedaba por ver.

Hasta aquel caso que tenía entre manos.

En una pared, había un gran tablero blanco de anotaciones con rotulador. Lo limpió con toallas de papel del lavabo; no salía bien la tinta porque era reseca de hacía semanas: el planteamiento de la Operación Sorbus. Allí habrían estado los agentes apoyados en las mesas y sentados tomando café mientras el jefe les instruía sobre lo que se avecinaba.

Todo lo que él acababa de borrar.

Buscó en los cajones de las mesas más a mano un rotulador y comenzó a escribir en el tablero a partir de arriba, con líneas oblicuas hacia los lados; hizo un subrayado doble en algunas palabras, rodeó otras con un círculo, marcó unas cuantas con signos de interrogación y cuando terminó se apartó para contemplar su organigrama de los crímenes de la Fuente Clootie. Siobhan le había enseñado a hacer aquel tipo de mapas. Ella rara vez resolvía un caso sin recurrir a ellos, aunque generalmente los guardaba en el cajón o en la cartera, sacándolos para repasar algo o reflexionar sobre una pista inexplorada o alguna relación que mereciera más examen. ¿Por qué lo hacía? Pensando que él se reiría de ella. Pero en un caso tan complicado como aquel, el organigrama era la herramienta idónea, porque mediante el análisis se disipaba la complejidad y se veía el núcleo.

Trevor Guest.

La discrepancia: aquella agresión física extrañamente sañuda. La doctora Gilreagh les advirtió que buscaran indicios y que los interpretaran correctamente. Aquel caso no era más que una artimaña de prestidigitación. Rebus sentó sus posaderas en una mesa que crujió discretamente; balanceó levemente las piernas en el aire y apoyó la palma de las manos en la superficie a ambos lados. Se inclinó ligeramente, miró el tablero con flechas, subrayados e interrogantes y comenzó a pensar el modo de resolver las incógnitas. Comenzaba a vislumbrar el conjunto y lo que el asesino trataba de enmascarar.

Hecho lo cual, salió del DIC y de la comisaría a tomar el aire; cruzó la calle y se dirigió a la tienda más próxima, aunque comprendió que no necesitaba nada; pero compró tabaco, un encendedor y chicle. Más el Evening News. Y decidió llamar a Siobhan al hospital para preguntarle si iba a estar mucho rato allí.

—Aquí estoy —le dijo ella, dándole a entender que estaba en St. Leonard—. ¿Dónde demonios andas tú?

—Nos habremos cruzado. —El dependiente de la tienda le llamó al verle abrir la puerta, y Rebus hizo una mueca de disculpa y sacó el dinero del bolsillo. ¿Dónde demonios tenía el…? Le debió de dar a Barclay los últimos dos billetes de veinte libras. Sacó toda la calderilla y la echó sobre el mostrador.

—No suficiente para cigarrillos —dijo el anciano asiático.

Rebus se encogió de hombros y devolvió la cajetilla.

—¿Dónde estás? —le preguntó Siobhan.

—Comprando chicle.

Y un encendedor, podría haber añadido. Pero tabaco no.

Se sentaron con sendas tazas de café de sobre, en silencio durante un par de minutos hasta que Rebus preguntó por Bain.

—Lo irónico del caso —dijo ella— es que, a pesar de la cantidad de pastillas que tragó, de lo que se quejó al volver en sí fue de dolor de cabeza.

—De todos modos, es culpa mía —dijo Rebus, explicándole su conversación con Bain y la charla con Molly la noche anterior.

—Así que, después de nuestra bronca junto al cadáver de Tench, ¿fuiste a un club de destape? —replicó Siobhan.

Rebus se encogió de hombros, pensando en que había hecho bien en no contarle su visita a casa de Cafferty.

—Bueno —continuó Siobhan con un suspiro—, ya que estamos en plan de autocrítica…

Ella contó a su vez lo de Bain, T in the Park y Denise y Wylie, tras lo cual se hizo otro largo silencio. Rebus iba por el quinto chicle y, aunque no tenía ganas de tomar un café, necesitaba algún exutorio para el desasosiego que le invadía.

—¿Crees que Ellen habrá entregado a su hermana? —preguntó finalmente.

—¿Qué otra cosa iba a hacer?

Él alzó los hombros y ella cogió el teléfono y llamó a Craigmillar.

—Habla con el sargento McManus —dijo Rebus.

Ella le miró como diciendo: «¿Cómo demonios lo sabes?». Él decidió que era el momento de levantarse y buscar una papelera donde tirar la bolita de chicle insípido. Tras hablar por teléfono, Siobhan se acercó a él, ante el tablero.

—Están allí las dos y McManus va a interrogar a Denise con cierto miramiento. Dice que podría alegar el eximente de crueldad mental. —Hizo una pausa—. ¿Cuándo hablaste tú con él exactamente?

Rebus esquivó la cuestión señalando al tablero.

—¿Ves lo que he hecho, Shiv? Como si hubiera arrancado una página de tu libro, por así decir —añadió dando unos golpecitos en el tablero con los nudillos—. Y todo gira en torno a Trevor Guest.

—¿Teóricamente? —añadió ella.

—La evidencia viene después —dijo él señalando con el dedo la cronología de los asesinatos—. Digamos que Trevor Guest mató a la madre de Ben Webster. De hecho, no hace falta tenerlo en cuenta, basta que quien mató a Guest lo crea así. El asesino teclea el nombre de Guest en un buscador, encuentra Vigilancia de la Bestia y eso le da la idea de actuar imitando a un asesino en serie. Y según esa orientación, la policía se desvive buscando donde no es. El asesino sabe lo del G-8 y decide dejar unas pistas en aquel paraje ante nuestras narices, convencido de que las encontraremos; el asesino no es suscriptor de Vigilancia de la Bestia y sabe que no tiene nada que temer, porque nos romperemos los cascos siguiendo la pista de los suscriptores y alertando a los delincuentes; y, con el G-8 y todo lo demás, lo más probable es que la investigación acabe en una maraña difícil de desentrañar. Recuerda lo que dijo Gilreagh de que la «prestidigitación» hacía agua. Y tenía razón, porque el asesino sólo iba a por Trevor Guest. Únicamente Trevor Guest —repitió señalando el nombre en el tablero—. El hombre que había destrozado a la familia Webster. Ruralismo y discrepancias, Siobhan, para llevarnos al huerto.

—Pero ¿cómo iba a saberlo el asesino? —inquirió Siobhan.

—Por tener acceso a la investigación del caso y posiblemente estudiándola minuciosamente. Yendo a Borders a preguntar y tomar nota de los comentarios de la gente.

Ella estaba a su lado mirando el tablero.

—¿Quieres decir que a Cyril Colliar y Eddie Isley los mató para despistar?

—Y dio resultado. Si hubiésemos hecho una indagación completa a lo mejor no habríamos detectado la relación con Kelso —dijo Rebus con una breve risa seca—. Creo recordar que lancé un bufido cuando Gilreagh comenzó a hablar del campo y bosques profundos cerca de núcleos habitados. «¿Es el tipo de terreno donde vivían las víctimas?» Dio en el clavo, doctora —añadió en voz queda.

Siobhan pasó el dedo por el nombre de Ben Webster.

—¿Y él se mató por eso?

—¿Qué quieres decir?

—Pues que al final no pudo aguantar el remordimiento de haber matado a tres hombres, cuando bastaba con uno y, sometido a una gran presión por el G-8, habiendo identificado el trozo de la cazadora de Cyril Colliar… pensó que íbamos a echarle el guante y le entró pánico. ¿No es así como lo ves?

—Yo no estoy seguro de que supiera lo del trozo de cazadora —replicó Rebus despacio—. ¿Y cómo iba a obtener la heroína de las inyecciones letales?

—¿Y a mí me lo preguntas? —replicó Siobhan sarcástica.

—Porque eres quien acusa a un hombre inocente, sin acceso a archivos policiales ni a drogas duras —dijo Rebus relacionando el nombre de Ben Webster con el de su hermana—, mientras que Stacey…

—¿Stacey?

—Es policía encubierta. Probablemente conoce a traficantes, ha pasado los últimos meses infiltrada en grupos anarquistas y me dijo que ahora tienden a estar fuera de Londres, en Leeds y Manchester, y en Bradford. Guest murió en Newcastle, Isley en Carlisle; dos lugares no lejos de los Midlands en coche. Siendo policía, tendría acceso a cualquier tipo de información.

—¿Stacey es la asesina?

—Gracias a tu maravilloso método —dijo Rebus dando una palmada al tablero— es la conclusión obvia.

Siobhan negó despacio con la cabeza.

—Pero si estaba… Nosotros mismos hablamos con ella.

—Sí, es lista —asintió Rebus—. Muy lista. Y ahora está en Londres.

—No tenemos pruebas… ni la menor evidencia.

—No; hasta cierto punto. Si escuchas la cinta de Duncan Barclay le oirás decir que ella estuvo en Kelso el año pasado, preguntando. Incluso habló con él. Y él le mencionó a Trevor Guest. Tenía fama de allanador de moradas y anduvo por la zona en la misma época que mataron a la señora Webster. —Rebus alzó los hombros como para apoyar las evidencias—. A los tres les agredieron por detrás, Siobhan, con un fuerte golpe para que no pudieran reaccionar, como lo haría una mujer. —Hizo una pausa—. Y, además, su nombre. Gilreagh dijo que podía ser algo relacionado con árboles.

—Stacey no es nombre de árbol.

Rebus negó con la cabeza.

—Pero Santal sí. Significa madera de sándalo. Yo creía que era simplemente el nombre de un perfume, y resulta que es un árbol… —Meneó la cabeza pensando en el enrevesado montaje de Stacey Webster—. Y dejó la tarjeta del banco de Trevor Guest —añadió— porque quería estar segura de que nos constaba el nombre para despistarnos. Una fantástica cortina de humo, como dijo Gilreagh.

Siobhan volvió a fijar su atención en el tablero buscando fallos en el organigrama.

—Entonces, ¿qué le ocurrió a Ben? —preguntó al fin.

—Puedo decirte lo que pienso.

—Adelante —dijo ella cruzando los brazos.

—Los vigilantes del castillo creyeron ver a un intruso. Yo imagino que sería Stacey. Ella sabía que su hermano estaba allí y estaría deseando contárselo. Debió de enterarse a través de Steelforth de que estábamos investigando y pensó que había llegado el momento de compartir la noticia de sus hazañas con su hermano. Para ella la muerte de Guest era el final del duelo, y por Dios que se aseguró de que pagara sus crímenes mutilando su cuerpo. Se recreó en el alarde de burlar la guardia del castillo y tal vez envió un mensaje a Ben para que saliera a verse con ella. Le contó todo…

—¿Y él se tira al vacío?

Rebus se rascó la nuca.

—Yo creo que ella es la única que puede aclarárnoslo. De hecho, si actuamos bien, Ben Webster va a ser el factor crucial para obtener una confesión. Piensa lo mal que debe de sentirse ella habiendo muerto toda su familia, cuando, además, lo único que iba a servirle para estar más unida a su hermano, según ella, fue la causa de su muerte. Y toda la culpa es suya.

—Pues supo ocultarlo divinamente.

—Sí, tras las máscaras que utiliza —asintió Rebus—. Las diversas facetas de personalidad.

—No te pases —replicó Siobhan—, que empiezas a hablar igual que Gilreagh.

Rebus se echó a reír, pero reprimió su desahogo inmediatamente y volvió a rascarse la cabeza y a pasarse la mano por el pelo.

—¿Crees que tiene sentido?

Siobhan infló las mejillas y expulsó aire.

—Tengo que pensarlo un poco más. Quiero decir que, expuesto de este modo en el tablero, sí que veo que tiene cierto sentido. Pero no sé cómo podremos probar nada.

—Empezaremos con lo que ocurrió con Ben.

—Muy bien, pero si ella lo niega, nos quedamos en la inopia. Tú mismo acabas de decirlo, John; ella se escuda en diversas máscaras y en cuanto le mencionemos a su hermano puede adoptar una de ellas.

—Hay un modo de averiguarlo —dijo Rebus, que tenía en la mano la tarjeta de Stacey con el número del móvil.

—Piénsalo bien —le previno Siobhan—, porque en cuanto la llames la estarás poniendo en guardia.

—Pues vamos a Londres.

—¿Y estamos seguros de que Steelforth nos dejará hablar con ella?

Rebus reflexionó un instante.

—Claro, Steelforth… —dijo con voz queda—. Es curioso lo rápido que la mandó volver a Londres, ¿no? Como si supiera que andábamos tras sus pasos.

—¿Tú crees que él lo sabe?

—En el castillo había cámaras de seguridad y él me dijo que no aparecía nada en la grabación, pero ahora que lo pienso…

—No podremos lograr que nos deje verla —alegó Siobhan—. Que uno de sus agentes sea un asesino, y máxime que se haya cargado a su hermano, no es muy buena publicidad para su departamento.

—Lo que significa que estará dispuesto a negociar.

—¿Y qué es lo que vamos a negociar con él exactamente?

—El control —respondió Rebus—. Nosotros dejamos en sus manos la solución y si se niega, vamos a ver a Mairie Henderson.

Siobhan reflexionó casi un minuto sobre las alternativas y en ese momento vio que Rebus abría los ojos exageradamente.

—Y ni siquiera hace falta ir a Londres —dijo.

—¿Por qué no?

—Porque Steelforth no está allí.

—¿Dónde está?

—A dos pasos de nosotros —contestó Rebus, comenzando a borrar el tablero.

A dos pasos; es decir, un cuarto de hora en coche en dirección oeste.

Durante el trayecto se dedicaron a repasar la hipótesis de Rebus. Trevor Guest se larga de Newcastle; tal vez por alguna deuda de droga; el mejor destino: un viaje rápido al campo; busca pero no encuentra droga y, sin dinero, recurre a su especialidad: el robo en las casas. Pero la señora Webster está dentro y él la mata. Huye presa del pánico a Edimburgo y allí serena su culpabilidad trabajando con ancianos, con gente como la mujer que ha asesinado. No ha habido agresión sexual porque a él le gustan jovencitas.

Mientras, Stacey Webster, conmocionada por la muerte de su madre, cae en el desconsuelo al morir poco después su padre. Gracias a sus conocimientos policiales sigue la pista del culpable, pero está en la cárcel. No tarda en salir. Dado el tiempo que dedica a su venganza, encuentra a Guest en Vigilancia de la Bestia, junto con otros como él, y elige a sus víctimas según una distribución geográfica de fácil acceso para ella según sus misiones. Por su caracterización de joven contracultural tiene acceso a la heroína. ¿Hizo confesar a Guest antes de matarlo? Es una cuestión sin importancia, porque por entonces ya ha matado a Eddie Isley. Añade una tercera víctima para reforzar la idea de un asesino en serie y hace un alto, sin grandes remordimientos, porque según su punto de vista lo que ha hecho es limpiar de escoria la sociedad. Los planes del SO12 para el G-8 la llevan a la Fuente Clootie y considera que es el paraje idóneo; alguien irá allí y descubrirá las señales, y para mayor seguridad deja entre ellas un nombre…, el único nombre que importa. No la descubrirán. Es el crimen perfecto. O casi…

—Tengo que admitir que es plausible —dijo Siobhan.

—Porque es lo que sucedió. Piensa que la verdad casi siempre tiene sentido, Siobhan.

Circularon a buena velocidad por la M8 y entraron en la A82. El pueblo de Luss estaba junto a la carretera en la orilla oeste del Loch Lomond.

—Aquí rodaron Take the High Road —comentó Rebus.

—Es una de las pocas series que no he visto.

Por el carril contrario pasaban coches y más coches.

—Hoy debe de haber acabado el partido —comentó Siobhan—. Tendremos que volver mañana.

Pero Rebus no se daba por vencido. El club de golf de Loch Lomond era exclusivamente para socios, y por la celebración del Open se habían reforzado las medidas de seguridad, por lo que los vigilantes de la entrada verificaron minuciosamente sus respectivos carnés de policía y examinaron los bajos del coche con un espejito acoplado a un mango.

—Después de lo del jueves no se puede correr riesgos —comentó el vigilante devolviéndoles los carnés—. En la sede del club les darán razón del comandante Steelforth.

—Gracias —dijo Rebus—. Por cierto, ¿quién va ganando?

—Hay empate entre Tim Clark y Maarten Lafeber, a menos de quince. Tim dio menos de seis golpes hoy. Pero Monty está bien clasificado con menos de diez. Mañana será apoteósico.

Rebus dio las gracias al vigilante y puso la marcha del Saab.

—¿Te has enterado de algo? —preguntó a Siobhan.

—Sólo sé que Monty es Colin Montgomery.

—Estás tan informada como yo sobre el tradicional deporte real.

—¿Tú no has jugado nunca?

Rebus negó con la cabeza.

—Sería incapaz de ponerme esos jerséis de colores pastel.

Cuando aparcaron y bajaron del coche, pasaron a su lado media docena de espectadores comentando los acontecimientos de la jornada. Uno vestía un jersey con cuello de pico color rosa y los otros, color amarillo, anaranjado y azul celeste.

—¿No ves lo que te decía? —comentó Rebus.

Siobhan asintió con la cabeza.

La sede del club era una mansión de estilo regional escocés llamada Rossdhu, ante la que había estacionado un Mercedes plateado con el conductor dormitando al volante. Rebus lo recordó de Gleneagles: era el chófer de Steelforth.

—Gracias, Manitú —dijo alzando la vista al cielo.

Un caballero no muy alto con gafas y enorme bigote, consciente de su importancia, salió a su encuentro. Llevaba colgada del cuello una serie de pases plastificados y tarjetas de identidad que sonaban al compás de sus pasos; ladró una palabra que sonó como «sectario» y que Rebus optó por interpretar como secretario, al tiempo que estrechaba una mano huesuda que apretaba con ahínco. Pero él al menos recibió ese saludo, porque a Siobhan la miró como a un florero.

—Queremos hablar con el comandante David Steelforth —dijo él—. No creo que esté confraternizando con el vulgo.

—¿Steelforth? —repitió el secretario quitándose las gafas y limpiándolas en su jersey granate—. ¿Es socio?

—Ahí está su chófer —dijo Rebus señalando el Mercedes.

—Pennen Industries —terció Siobhan.

El secretario volvió a ponerse las gafas y respondió a Rebus:

—Ah, sí, el señor Pennen tiene una carpa para invitados —dijo mirando su reloj de pulsera—. Probablemente estén a punto de marcharse.

—¿Le importa que lo comprobemos?

El secretario torció el gesto, les dijo que esperasen y volvió a entrar en la sede. Rebus miró a Siobhan esperando algún comentario.

—Un burócrata estúpido —dijo ella.

—¿No pides hoja de reclamaciones?

—¿Tú has visto a alguna mujer desde que hemos entrado?

Rebus miró a su alrededor y comprobó que tenía razón; al oír un motor eléctrico volvió la cabeza: era un cochecito de golf, que apareció por detrás de la casa conducido por el secretario.

—Suban —les dijo.

—¿No podemos ir a pie? —preguntó Rebus.

El secretario negó con la cabeza y repitió lo dicho. En la parte posterior había dos asientos de espaldas al conductor.

—Suerte tienes de no ser muy gruesa —dijo Rebus a Siobhan.

El secretario les previno de que se agarrasen bien antes de poner la máquina en marcha a poco más que la velocidad de un peatón.

—Uf —exclamó Siobhan con gesto de decepción.

—¿Sabes que el jefe supremo es aficionado al golf?

—No me extrañaría.

—Con la suerte que hemos tenido esta semana, seguro que en cualquier momento nos lo cruzamos.

Pero no fue así. En el campo de golf sólo quedaban algunos rezagados, las tribunas estaban vacías y el sol ya se ponía.

—Esto es una maravilla —no pudo por menos de comentar Siobhan mirando las montañas al otro lado del Loch Lomond.

—Me recuerda cuando era niño —añadió Rebus.

—¿Venías aquí de vacaciones?

Rebus negó con la cabeza.

—Nuestros vecinos; y nos enviaban siempre una tarjeta postal.

Se dio la vuelta lo mejor que pudo y vio que se acercaban a un campamento de carpas rodeado de cordón de seguridad con toldos blancos, música de gaitas y rumor fuerte de conversaciones. El secretario disminuyó la marcha, detuvo el vehículo y señaló con la barbilla una de las carpas más grandes con ventanas de plástico transparente, donde criados de librea servían champán y ostras en bandejas de plata.

—Gracias por traernos —dijo Rebus.

—¿Les espero?

Rebus negó con la cabeza.

—Sabremos volver. Muchas gracias.

—Policía de Lothian y Borders —dijo Rebus a los vigilantes mostrándoles el carné.

—Su jefe de división está en la carpa del champán —dijo solícito uno de los vigilantes.

Rebus miró a Siobhan. Se acabó la suerte de la semana… Cogió una copa de champán y se abrió paso entre los invitados. Creyó reconocer algunas caras de Prestonfield y delegados del G-8, gente con la que Richard Pennen trataba de hacer negocios. Joseph Kamweze, el diplomático de Kenia, cruzó la mirada con él y rápidamente le volvió la espalda perdiéndose entre los grupos.

—Esto es como las Naciones Unidas —comentó Siobhan, que atraía miradas masculinas.

Había pocas mujeres, pero las presentes eran todas «de adorno»: larga melena, vestido ceñido y corto y sonrisa estándar; ellas se considerarían «modelos» en vez de «azafatas», mujeres contratadas un día para aportar al festejo lustre y lámpara de cuarzo.

—Tendrías que haberte arreglado —dijo Rebus en tono de reprimenda a Siobhan—. Un poco de maquillaje nunca está de más.

—Mira el Karl Lagerfeld este… —replicó ella.

Rebus le dio unos golpecitos en el hombro.

—Nuestro anfitrión —dijo señalando con una inclinación de cabeza en dirección a Richard Pennen.

Allí estaba, con el mismo peinado impecable, relucientes gemelos y grueso reloj de pulsera. Pero algo había cambiado; su rostro no parecía tan bronceado ni su prestancia tan imperturbable, y, al reír algo que le dijo uno que hablaba con él, echó la cabeza hacia atrás con evidente exageración y abrió demasiado la boca para la carcajada. Fingía. Su interlocutor pareció darse cuenta y le observó intrigado. Los lacayos de Pennen —uno a cada lado, como en Prestonfield— parecían también inquietos por la torpeza de su jefe en representar su papel. Rebus pensó un instante en acercarse a él y preguntarle qué tal iban las cosas, por el gusto de comprobar su reacción. Pero Siobhan le tocó en el brazo para llamar su atención hacia otro lugar.

David Steelforth salía de la carpa del champán en animada charla con el jefe de policía James Corbyn.

—Hostia —dijo Rebus, y tras un profundo suspiro añadió—: De perdidos al río.

Vio que Siobhan no se decidía y se volvió hacia ella.

—Más vale que te lo pienses unos minutos dándote una vuelta.

Pero ella ya había adoptado la decisión y fue la primera en encaminarse hacia los dos jefes.

—Perdonen que les interrumpa —dijo.

Rebus iba a la zaga.

—¿Qué demonios hacen ustedes dos aquí? —farfulló Corbyn.

—Yo no me pierdo nunca el champán gratis. Supongo que usted tampoco, señor —dijo Rebus alzando la copa.

El rostro de Corbyn enrojeció ostensiblemente.

—Yo soy un invitado —replicó.

—Nosotros también, señor, en cierto modo —terció Siobhan.

—¿Ah, sí? —inquirió Steelforth risueño.

—Señor, la investigación de un asesinato —dijo Rebus— es como un pase de VIP.

—De supervips —añadió Siobhan.

—¿Quiere decir que Ben Webster fue asesinado? —preguntó Steelforth clavando los ojos en Rebus.

—No exactamente —respondió Rebus—, pero tenemos idea de la causa. Y parece estar relacionada con la Fuente Clootie —añadió mirando a Corbyn—. Después se lo explicaremos, señor, pero ahora tenemos que hablar con el comandante Steelforth.

—Ya lo hará en otro momento —espetó Corbyn.

Rebus dirigió de nuevo la mirada a Steelforth, quien volvió a sonreír, esta vez a Corbyn.

—Creo que será mejor que escuche lo que el inspector y su colega tengan que decirme.

—Muy bien —dijo el jefe de la policía—. Hágalo.

Rebus intercambió despacio una mirada con Siobhan, que Steelforth interpretó de inmediato mientras tendía con parsimonia su copa a Corbyn.

—Vuelvo enseguida, señor jefe de la policía. Estoy seguro de que sus oficiales se lo explicarán a su debido tiempo.

—Más les valdrá —comentó Corbyn muy serio, clavando la mirada en Siobhan.

Steelforth le dio unos golpecitos en el brazo tranquilizándole y se alejó seguido por los dos hasta llegar al cordón de piquetes blancos, donde se detuvieron. Steelforth dio la espalda a los invitados y miró al campo de golf, donde los empleados se afanaban aplanando terrones y rastrillando los búnkeres. Metió las manos en los bolsillos.

—¿Qué es lo que tienen? —preguntó displicente.

—Lo sabe perfectamente —respondió Rebus—. Cuando le mencioné la relación entre Webster y la Fuente Clootie usted ni se inmutó, lo que me hace pensar que ya sospechaba algo. Al fin y al cabo, Stacey Webster es agente de su departamento. Probablemente la estaría controlando, intrigado por sus frecuentes viajes al norte, a ciudades como Newcastle y Carlisle. Y por otro lado, me pregunto qué es lo que vio en las grabaciones de segundad aquella noche en el castillo.

—Hable ya —dijo Steelforth entre dientes.

—Creemos que Stacey Webster es el asesino en serie —terció Siobhan—. Quería cargarse a Trevor Guest, pero no dudó en matar a otros dos para encubrir el hecho.

—Y cuando fue a contárselo a su hermano —continuó Rebus—, a él no le pareció bien. Y tal vez saltó o quizá le horrorizó la perspectiva de que se descubriera… y ella decidió que había que silenciarlo —añadió alzando los hombros.

—¡Pura fantasía! —comentó Steelforth sin mirarlos a la cara—. Si son buenos policías, tendrán que presentar una conclusión irrebatible.

—No nos será difícil, ahora que sabemos lo que buscamos —replicó Rebus—. Naturalmente, para el SO12 será demoledor…

Steelforth torció el gesto y se dio la vuelta mirando a la fiesta.

—Hasta hace cosa de una hora —dijo pausadamente— les habría dicho que se fueran a hacer gárgaras. ¿Saben por qué?

—Porque Pennen le había ofrecido un trabajo —dijo Rebus, y Steelforth enarcó una ceja—. Razonamiento fundado —añadió Rebus—. Es a él a quien ha estado protegiendo en todo momento, y debía de existir un motivo.

Steelforth asintió despacio con la cabeza.

—Pues sí, tiene razón.

—¿Y ahora ha cambiado de parecer? —inquirió Siobhan.

—No tienen más que ver cómo actúa. Se está desmoronando, ¿no creen?

—Como una estatua en el desierto —comentó Siobhan mirando a Rebus.

—El lunes iba a presentar mi dimisión —dijo Steelforth entristecido—. Que se fuera al diablo el Departamento Especial.

—Puede decirse que ya se ha ido, visto que uno de sus representantes mata a derecha e izquierda —terció Rebus.

Steelforth seguía mirando a Richard Pennen.

—Es curioso cómo funcionan a veces las cosas… El menor fallo hace que toda la estructura se venga abajo.

—Como sucedió con Al Capone —añadió Siobhan—, a quien sólo consiguieron echar el guante por no pagar impuestos, ¿no fue así?

Steelforth hizo caso omiso del comentario y se volvió hacia Rebus.

—La grabación de las cámaras de seguridad no era concluyente —dijo.

—¿Se veía a Ben Webster con alguien?

—Diez minutos después de recibir una llamada en el móvil.

—¿Tenemos que comprobar la grabación de la compañía telefónica o cabe suponer que era Stacey?

—Ya digo que la grabación de la cámara no era concluyente.

—¿Qué se veía?

Steelforth se encogió de hombros.

—A dos personas hablando… Mucha gesticulación, evidentemente por una discusión. Y al final una que agarra a la otra, pero no se ve bien y está muy oscuro.

—¿Y?

—A continuación sólo se ve a una persona —contestó Steelforth taladrando a Rebus con la mirada—. Yo creo que en ese instante él deseó que sucediera.

Se hizo un silencio que rompió Siobhan.

—Y lo han metido todo bajo la alfombra para que no trascienda… del mismo modo que despachó a Stacey Webster a Londres.

—Bueno, sí… Sería una suerte que pudieran hablar con la sargento Webster.

—¿Qué quiere decir?

Steelforth se volvió hacia Siobhan.

—No hemos vuelto a saber nada de ella desde el miércoles. Parece ser que tomó por la noche el exprés hasta Euston.

—¿El día de las bombas de Londres? —inquirió Siobhan entornando los ojos.

—Será un milagro identificar a todas las víctimas.

—¡No diga chorradas! —exclamó Rebus arrimando su rostro al de él—. ¡La está encubriendo!

Steelforth se echó a reír.

—Usted ve conspiraciones por doquier, Rebus, ¿verdad?

—Usted sabía lo que había hecho. ¡Lo de las bombas es la coartada perfecta para borrarlo todo!

El rostro de Steelforth se endureció.

—Ha muerto —dijo—. Adelante; recoja cuanta evidencia pueda; no creo que llegue muy lejos.

—Le caerá un volquete de mierda encima —le previno Rebus.

—¿Ah, sí? —replicó Steelforth alzando la barbilla apenas a unos centímetros del rostro de Rebus—. A la tierra le viene bien un poco de estiércol de vez en cuando, ¿no cree? Ahora, si me permiten, voy a emborracharme del todo a cuenta de Richard Pennen.

Se alejó, sacando las manos de los bolsillos, y recuperó la copa que le sostenía Corbyn. El jefe de la policía dijo algo con un ademán en dirección a los dos agentes de Lothian y Borders, Steelforth negó con la cabeza, se inclinó hacia Corbyn y murmuró unas palabras que hicieron que el jefe de la policía echara hacia atrás la cabeza como presagio de una sonora risotada.