Rebus se encaminó sin pérdida de tiempo a Kelso, que estaba sólo a doce kilómetros, sin ver rastro de Debbie al salir del pueblo. Claro que podía haberse puesto ya en contacto por teléfono con Barclay. De haber prestado atención, el campo le habría parecido esplendoroso. Aceleró al dejar atrás el indicador de bienvenida al pueblo y dio un frenazo al ver al primer peatón. Era una mujer vestida con traje sastre de tweed que paseaba un perro de ojos saltones.
—¿Sabe dónde está Carlingnose Lane? —preguntó.
—Pues no, lo siento —contestó la mujer, que aún se disculpaba cuando él ya había vuelto a arrancar.
Las tres primeras personas a quienes preguntó al llegar al centro de Kelso le ofrecieron media docena de posibilidades: cerca de Floors Castle, del campo de rugby, el campo de golf y la carretera de Edimburgo.
Finalmente, Floors Castle estaba en la carretera a Edimburgo. Su gran muralla perimetral se extendía cientos de metros. Vio los indicadores del campo de golf y a continuación un parque con postes de rugby, pero las casas que lo bordeaban eran muy nuevas; finalmente, unas colegialas que paseaban el perro le indicaron el sitio.
Era detrás de las casas nuevas.
El Saab se quejó al reducir a primera y Rebus notó que el motor hacía un ruido raro. Carlingnose Lane era una hilera de chalés ruinosos. Los dos primeros estaban remozados y tenían una mano de pintura. El camino no iba más allá del último de los muros enjalbegados, ya amarillentos. Un cartel manual rezaba: SE VENDE ARTESANÍA LOCAL. En el pequeño jardín delantero vio restos de troncos. Rebus detuvo el coche ante la verja de cinco barrotes, pasada la cual, una senda cruzaba un prado hacia un bosque. Llamó a la puerta de Barclay y miró por la ventana; vio un cuarto de estar con una cocinita anexa sucia, donde habían suprimido parte del muro de atrás e instalado puertas acristaladas de salida a un jardín trasero que estaba tan vacío y descuidado como el delantero. Alzó la mirada y vio un poste de suministro de electricidad. No había antena de televisión ni aparato a la vista en el interior.
Ni teléfono. El chalé de al lado sí que tenía un cable que iba hasta el poste telefónico.
«No obsta para que tenga móvil», se dijo Rebus. De hecho, sería lo más probable porque de algún modo tendría que estar en contacto con las galerías de Edimburgo. Junto al chalé había un viejo Land Rover que no parecía utilizarse mucho y cuyo capó estaba frío; pero del contacto colgaba la llave, lo que significaba que allí no había riesgo de robo o era indicio de un primer paso para la huida. Rebus abrió la portezuela del conductor, cogió la llave y se la guardó en el bolsillo; se acercó al prado y encendió un pitillo. Si Debbie había avisado a Barclay, lo habría hecho a pie o con otro vehículo; y habría vuelto al pueblo.
Cogió el móvil. La señal de cobertura era una barra. Lo inclinó y desapareció. Se subió a la verja y probó de nuevo. Cobertura cero.
Pensó que aún había luz de sobra para un paseo por el bosque. No hacía frío y se oía gorjeo de pájaros y el rumor del tráfico. Vio en lo alto un avión con su reluciente tren de aterrizaje. «Voy al encuentro de un desconocido en el quinto pino y sin cobertura —pensó—. Un hombre que se peleó con otro y que está avisado de que llega la policía, a la que tanto detesta…»
—Estupendo, John —dijo en voz alta, algo jadeante, en la cuesta que acababa en el lindero del bosque.
No sabía qué árboles eran aquellos: marrones y con hojas; luego no eran coníferas. Esperaba oír ruidos de hacha o motosierra… No. No, eso no. No le seducía la idea de encontrarse con Barclay esgrimiendo una herramienta de aquellas. No sabía si acaso llamarle a voces; se aclaró la garganta, pero eso fue todo. Ahora que estaba a más altura, a lo mejor el móvil… Cobertura cero.
Desde luego, la panorámica era magnífica. Hizo un alto para recobrar aliento, pensando en que ojalá viviera para recordar aquel paisaje. ¿Por qué le molestaría a Duncan Barclay la presencia de la policía? Bueno, ya se lo preguntaría si le encontraba. Se internaba en el bosque; pisaba humus blando y tenía la impresión de que caminaba por una especie de senda, invisible para quien no la conociera, entre árboles jóvenes y tocones, apenas sin matorrales. El lugar le recordaba el paraje de la Fuente Clootie. No hacía más que mirar a derecha e izquierda y detenerse de vez en cuando prestando oído. Allí estaba, él solo.
De pronto surgió otra senda de anchura suficiente para un vehículo. Se agachó: las huellas de las ruedas eran de al menos varios días. Lanzó un leve bufido.
—De caballo no son —musitó incorporándose y sacudiéndose el barro de los dedos.
—No precisamente —repitió una voz de hombre.
Rebus se volvió y finalmente lo vio. Estaba sentado en un árbol caído con las piernas cruzadas, a unos metros de la senda; con cazadora y pantalón verde oliva.
—Buen camuflaje —dijo Rebus—. ¿Es usted Duncan?
Duncan Barclay le dirigió una leve inclinación de cabeza. Rebus se acercó. Era rubio y de rostro pecoso. Mediría un metro ochenta y era musculoso. Sus ojos eran del mismo color claro que la cazadora.
—Usted es policía —dijo Barclay.
A Rebus ni se le ocurrió negarlo.
—¿Le avisó Debbie?
—¿Cómo iba a hacerlo? —replicó Barclay estirando los brazos—. Yo soy un inútil en ese aspecto y muchos otros.
Rebus asintió con la cabeza.
—Ya he visto que no hay teléfono ni televisión en el chalé.
—Y pronto no habrá ni chalé, porque el promotor le tiene echado el ojo. Así que me veré en el campo y luego en el bosque… Sabía que vendría —dijo tras una pausa mirando a Rebus—. No usted, concretamente; alguien de la policía.
—¿Por qué?
—Por Trevor Guest —contestó el joven—. No sabía que había muerto hasta que lo leí en el periódico. Pero al ver que el caso lo llevaba la policía de Edimburgo, me imaginé que algo saldría a relucir en los archivos.
Rebus asintió con la cabeza y sacó el tabaco.
—¿Le importa que…?
—Mejor que no; y los árboles piensan igual.
—¿Son amigos suyos? —preguntó Rebus, guardándose la cajetilla—. ¿Así que se enteró de lo de Trevor Guest?
—Por los periódicos. —Se quedó pensativo—. ¿Fue el miércoles? Yo no compro periódicos. Entiéndame, no tengo tiempo para eso; pero vi los titulares del Scotsman y leí que había acabado con él una especie de asesino en serie.
—Un asesino, sí —dijo Rebus.
Retrocedió un paso al ponerse Barclay de pie; pero el joven se limitó a hacerle seña de que le siguiera y echó a andar.
—Venga conmigo y se lo enseñaré —dijo.
—¿El qué?
—Lo que le ha traído aquí.
Rebus hizo un alto, pero, finalmente, continuó andando hasta dar alcance a Barclay.
—¿Eso está muy lejos, Duncan? —preguntó.
Barclay negó con la cabeza y siguió caminando a buen paso.
—¿Pasa mucho tiempo en el bosque?
—Todo el que puedo.
—Me refiero a otros bosques, no sólo en este.
—En él encuentro trozos y piezas.
—¿Trozos y…?
—Ramas, troncos caídos.
—¿Y la Fuente Clootie?
—¿Por qué lo pregunta? —replicó Barclay volviéndose.
—¿Ha estado allí?
—Creo que no —contestó Barclay deteniéndose tan súbitamente que Rebus estuvo a punto de adelantarle.
El joven abrió los ojos exageradamente y se dio con la palma de la mano en la frente. Rebus advirtió sus uñas melladas y las cicatrices de los dedos propias de un artesano.
—¡Dios bendito, ya entiendo lo que piensa! —dijo Barclay con un grito ahogado.
—¿Y qué es lo que pienso, Duncan?
—¡Cree que yo lo hice yo!
—¿Y es verdad?
—Santa madre de Cristo… —Barclay negó enérgicamente con la cabeza y continuó caminando casi más deprisa.
—Me intriga esa pelea de usted y Trevor Guest —dijo Rebus jadeante—. He venido a recopilar datos.
—¡Pero cree que yo le maté!
—Bueno, ¿lo mató?
—No.
—Pues no tiene nada que temer —dijo Rebus mirando alrededor, casi desorientado. Sabría volver siguiendo la senda de vehículos, pero ¿encontraría el desvío que llevaba al prado y la civilización?
—Es increíble que piense eso —dijo Barclay meneando de nuevo la cabeza—. Yo doy vida a la madera inerte. Para mí el mundo vivo es lo más importante.
—Trevor Guest no va a regresar en forma de cuenco.
—Trevor Guest era un animal —espetó Barclay, deteniéndose de nuevo en seco.
—¿No forman parte los animales del mundo vivo? —inquirió Rebus sin aliento.
—Sabe perfectamente que no lo he dicho en ese sentido —replicó Barclay oteando a su alrededor—. Bien lo decía el Scotsman… Estuvo en la cárcel, por robo y violación.
—Agresión sexual, más concretamente.
Barclay continuó hablando sin hacer caso de la observación.
—Lo encarcelaron porque dio la casualidad de que lo detuvieron por un delito, pero hacía tiempo que era un animal —añadió el joven internándose en el bosque, con Rebus a la zaga, intentando expulsar de su mente imágenes de terror de Blair Witch.
El terreno descendía más y más. Ahora sí que se encontraban bien lejos del camino que llevaba a la civilización. Miró a su alrededor en busca de una posible arma, se agachó y cogió una rama que, al sacudirla, se le deshizo en la mano. Estaba podrida.
—¿Qué es lo que va a enseñarme? —preguntó.
—Paciencia. Un minuto más —comentó Barclay alzando un dedo—. Oiga, no sé cómo se llama.
—Rebus. Inspector Rebus.
—Yo hablé con sus compañeros cuando los hechos, ¿sabe? Quise que indagaran sobre Trevor Guest, pero creo que no hicieron nada. Yo era un muchacho, y ya me llamaban «raro». Coldstream es un pueblucho, inspector. Cuando no se es como ellos es difícil fingir.
—Sí, claro —comentó Rebus en lugar de preguntarle: «¿Qué demonios me está contando?».
—Ahora me va mejor. La gente ve lo que hago y aprecia el mérito de mi trabajo.
—¿Cuándo vino a vivir a Kelso?
—Llevo aquí tres años.
—Pues ya debe de gustarle…
Barclay miró a Rebus y sonrió.
—Me da conversación, ¿no es eso? ¿Está nervioso?
—No me gustan los juegos —contestó Rebus.
—Pero yo sí sé a quién le gustan: al que dejó esos trofeos en la Fuente Clootie.
—En eso estamos de acuerdo —dijo Rebus, que estuvo a punto de caer y se arañó el tobillo.
—Tenga cuidado —dijo Barclay sin detenerse.
—Gracias —añadió Rebus cojeando tras él.
Pero el joven volvió a detenerse. Había una cadena y más abajo, al final, un chalé moderno.
—El paisaje es espléndido —comentó Barclay—. Y este lugar es bonito y tranquilo. Hay que llegar en coche por ahí —añadió señalando con el dedo la ruta— desde la carretera principal. Aquí es donde murió la mujer —dijo volviéndose de cara a Rebus—. Yo la vi en el pueblo y hablé con ella y fue una verdadera conmoción enterarnos de lo ocurrido. —Su mirada se hizo más penetrante al ver que Rebus no entendía—. Hablo del señor y la señora Webster —añadió entre dientes—. Sí, él murió después, pero aquí es donde fue asesinada su esposa. Ahí dentro —espetó señalando el chalé.
Rebus sintió falta de saliva. ¿La madre de Ben Webster? Sí, claro: aquellas vacaciones en un chalé de Borders. Recordaba las fotos del informe que había recopilado Mairie.
—¿Quiere decir que la mató Trevor Guest?
—Él vino a vivir aquí unos meses antes y desapareció inmediatamente después. Algunos de los que bebían con él dijeron que era por un problema con la policía de Newcastle. A mí Trevor me acosaba por la calle porque yo era un jovenzuelo de pelo largo y pensaba que sabría dónde encontrar droga. —Hizo una pausa—. Luego, fui una noche con un amigo a Edimburgo a tomar una copa y me lo encontré. Como había comunicado mis sospechas a la policía, al verle pensé que la investigación había sido una chapuza… —añadió mirando a Rebus con severidad—. ¡No lo investigaron!
—¿Se lo encontró en aquel pub? —inquirió Rebus pensando a toda velocidad, palpitándole las sienes.
—Sí, y perdí los estribos. Tuve que desahogarme. Cuando después me enteré de que lo habían matado… sentí aún mayor desahogo, como si se hubiera hecho justicia, pues el periódico decía que había estado en la cárcel por robo y violación.
—Agresión sexual —replicó Rebus con voz débil. Una de tantas inexactitudes.
—Eso fue lo que hizo aquí. Entró a robar y mató a la señora Webster.
Y luego huyó a Edimburgo, con súbito arrepentimiento y dispuesto a ayudar a los ancianos y a los débiles. Gareth Tench tenía razón: algo le había sucedido a Trevor Guest. Algo que había cambiado su vida.
De dar crédito a lo que contaba Duncan Barclay.
—Él no la violó —replicó Rebus.
—¿Cómo dice?
Rebus carraspeó y escupió saliva pastosa.
—La señora Webster no fue violada.
—No, porque era ya mayor, pero la de Newcastle era jovencita.
Efectivamente. Ya lo había dicho Hackman: «Le gustaban más bien jovencitas».
—Ya veo que le pesaba esta historia —dijo Rebus.
—¡Y aún no me cree!
—Discúlpeme —añadió Rebus recostándose en un árbol y pasándose la mano por el pelo. Estaba sudando.
—Yo no puedo ser sospechoso —prosiguió Barclay— porque no conozco a las otras dos víctimas. Son tres muertos, no uno —añadió con énfasis.
—Exacto, no uno solo.
Un asesino a quien le gustan los juegos. Rebus pensó en la doctora Gilreagh: «Ruralismo y discrepancias».
—Supe que era una mala persona —dijo Barclay— desde el primer día que lo vi en Coldstream.
Trevor Guest, el asesino de la madre de Ben Webster.
El padre murió de pena, es decir, que Guest había matado a un matrimonio, fue a la cárcel por otro delito y había quedado en libertad. Y poco después el diputado Ben Webster muere al caer desde las murallas del castillo de Edimburgo.
«¿Ben Webster?»
—¡Duncan! —se oyó gritar a lo lejos desde lo alto de la pendiente.
—¡Debbie, estoy aquí! —exclamó Barclay comenzando a subir la cuesta.
Rebus le siguió con gran esfuerzo. Cuando él llegó a la pista de vehículos, Barclay y Debbie estaban abrazados.
—He venido a avisarte —oyó que decía la joven con la cara hundida en la cazadora de él—. No he encontrado a nadie que me trajera y como sabía que él vendría a por ti —dejó la frase en el aire al ver a Rebus, dando un grito y separándose de Barclay.
—Tranquila —dijo él—. El inspector y yo hemos estado hablando y creo que me ha hecho caso —añadió mirando a Rebus.
Rebus asintió con la cabeza y metió las manos en los bolsillos.
—Pero de todos modos tendrá que venir a Edimburgo —dijo— para que quede grabado cuanto me ha dicho, ¿sabe?
—Después de tanto tiempo será un placer —contestó Barclay con una sonrisa de desgana.
Debbie se alzó sobre la punta de los pies rodeándole la cintura con un brazo.
—No me dejes aquí. Yo voy contigo —dijo.
—El caso es que el inspector —dijo Barclay mirando a Rebus de reojo— me cree sospechoso, y tú serías mi cómplice.
La joven le miró estupefacta. Estrechó con más fuerza a Barclay y exclamó:
—¡Duncan es incapaz de hacer mal a nadie!
—Ni a una cochinilla del bosque, diría yo —añadió Rebus.
—El bosque me ha protegido —dijo Barclay mirando a Rebus—. Por eso la rama que cogió antes se le deshizo en la mano —añadió con un guiño, y le dijo a Debbie—: ¿Seguro que quieres que nuestra primera cita formal sea en una comisaría de Edimburgo?
La joven respondió alzándose de nuevo sobre la punta de los pies y dándole un beso en la boca. De pronto, los árboles se mecieron movidos por la brisa.
—Volvamos al coche, muchachos —ordenó Rebus dando unos enérgicos pasos por la senda, hasta que Barclay le advirtió que aquel no era el camino.
Siobhan se dio cuenta de que aquel no era el camino.
No es que no fuera el camino, sino que dependía de adónde fuese; y ese era el problema: no se decidía. Probablemente iría a casa, pero ¿qué le esperaba allí? Como ya estaba en Silverknowes Road, continuó hasta Marine Drive y estacionó junto al bordillo.
Había más coches aparcados por ser un lugar concurrido los fines de semana para contemplar las vistas al Firth of Forth. Había gente paseando el perro y comiendo bocadillos. Un helicóptero que ascendía para efectuar uno de sus recorridos turísticos le recordó de pronto el que les llevó a Gleneagles. Un año, el día del cumpleaños de Rebus, ella le regaló un billete para aquel recorrido, pero pensaba que no había llegado a utilizarlo.
Estaría a la espera de noticias sobre Denise y Gareth Tench. Ellen Wylie había prometido llamar a Craigmillar para que fuesen a su casa a tomarle declaración, lo que no impidió que ella reclamara el mismo trámite en cuanto salió del adosado de Cramond, casi decidida a ordenar que las detuvieran a las dos. Aún resonaba en sus oídos aquella risa de Wylie, algo más que simple producto de la histeria. Natural, tal vez, dadas las circunstancias, pero de todos modos… Cogió el móvil, respiró hondo y marcó el número de Rebus. Le contestó una grabación con voz de mujer: «En este momento no podemos atender su llamada. Por favor pruebe más tarde».
Miró la pantalla de cristal líquido y recordó que Eric Bain le había dejado un mensaje.
—A ver qué quiere —musitó pulsando teclas.
—Siobhan, soy Eric —sonó la voz borrosa—. Molly me ha dejado y, Dios, no sé… —ruido de tos—. Quisiera que tú… ¿cómo te lo explicaría? —Otra tos seca como si se sintiera mal. Siobhan miró el paisaje sin verlo—. Mierda… He tomado… he tomado… muchas…
Siobhan lanzó una maldición para sus adentros y giró la llave de contacto, puso la marcha y arrancó a toda velocidad con las luces largas puestas y tocando el claxon en los semáforos rojos. Pidió una ambulancia sin soltar el volante, diciéndose que todavía dominaba la situación, y doce minutos después frenaba frente a la casa de Bain sin mayores males que un arañazo en la carrocería y un retrovisor lateral tocado. Otra visita al taller del mecánico amigo de Rebus.
No tuvo que llamar a la puerta de Bain porque estaba abierta. Entró corriendo en el piso y le encontró tendido en el cuarto de estar con la cabeza apoyada en un sillón. Vio una botella vacía de Smirnoff y un frasco de paracetamol también vacío.
Le tomó el pulso y comprobó que estaba tibio y con respiración débil pero acompasada; tenía el rostro sudoroso y la entrepierna mojada por haberse orinado. Pronunció su nombre varias veces, dándole bofetadas y abriéndole los párpados.
—¡Vamos, Eric, despierta! ¡Despierta, Eric! —exclamó zarandeándole—. ¡Tienes que levantarte, Eric! ¡Vamos, gandul de mierda! —No podía con él y era imposible levantarlo. Comprobó si tenía algo en la boca que impidiera la respiración y volvió a zarandearle—. Eric, ¿cuántas has tomado? ¿Cuántas pastillas, Eric?
Era buena señal que hubiese dejado la puerta abierta en previsión de que entraran. Y la había llamado. ¡La había llamado a ella!
—Siempre fuiste un peliculero, Eric —rezongó Siobhan, apartándole el pelo de la frente. El cuarto era puro desorden—. ¿Y si vuelve Molly y ve cómo tienes el piso? Levántate ahora mismo.
Bain parpadeó y lanzó un profundo gruñido, al tiempo que se oía ruido en la puerta y entraban dos médicos con uniforme verde, uno de ellos con una caja de instrumental.
—¿Qué ha ingerido?
—Paracetamol.
—¿Cuánto tiempo hace?
—Un par de horas.
—¿Cómo se llama?
—Eric.
Siobhan se puso en pie y se apartó para hacerles sitio. Los médicos comprobaron la reacción pupilar con un instrumento.
—¿Me oye? —preguntó uno de ellos—. ¿Puede decir sí con la cabeza? Pruebe a mover los dedos. ¡Eric! Me llamo Colin y estoy aquí para ayudarle. ¿Eric? Diga que sí con la cabeza si me oye. Eric…
Siobhan contemplaba la escena con los brazos cruzados hasta que Eric, con una convulsión, comenzó a vomitar; uno de los médicos le dijo que mirase por el piso y comprobase si había indicios de que hubiera ingerido algo más.
Al salir del cuarto, Siobhan pensó si no se lo habría dicho para ahorrarle la desagradable escena. En la cocina no había nada; todo estaba impecable, salvo que se había dejado fuera de la nevera un cartón de leche, y al lado el tapón de la Smirnoff. Fue al cuarto de baño. El botiquín estaba abierto y en el lavabo, tirados, unos sobrecitos sin abrir de algo para la gripe, que ella puso en el armarito, donde había un frasco de aspirinas también sin empezar. Por lo que, tal vez, el paracetamol estaría empezado y no habría ingerido tantas pastillas como ella pensaba.
En el dormitorio seguían las cosas de Molly, pero tiradas por el suelo, como si Eric hubiese pensado vengarse en ellas, y una foto de la pareja fuera del marco pero ilesa, como si hubiera sido incapaz de romperla.
Volvió a informar a los médicos. Eric ya no vomitaba, pero el cuarto era una peste.
—Bueno, ha echado setenta centilitros de vodka —dijo el llamado Colin—, mezclados con unas treinta pastillas.
—Lo ha arrojado casi todo —añadió su colega.
—Entonces, ¿está fuera de peligro? —preguntó ella.
—Todo depende de la fase de intoxicación. ¿Dijo que fue hace dos horas?
—Él me llamó hace dos… hace casi tres horas. —Ellos la miraron—. Es que no leí el mensaje hasta… pocos segundos antes de llamar a urgencias.
—¿Cuál era su estado cuando hizo la llamada?
—Hablaba con dificultad.
—Vaya —comentó el hombre mirando a su colega—. ¿Cómo lo bajamos?
—Sujeto a la camilla.
—Es que la escalera tiene recodos.
—Pues dame otra solución.
—Voy a llamar pidiendo ayuda —añadió Colin poniéndose en pie.
—Yo podría sujetarle las piernas —dijo Siobhan—. No teniendo que hacer maniobras con la camilla, en la escalera hay sitio.
—Buena idea —dijeron mirándose.
El teléfono de Siobhan comenzó a sonar, y cuando iba a desconectarlo vio que marcaba las iniciales JR. Salió al pasillo y contestó.
—No te lo vas a creer —dijo precipitadamente, oyendo simultáneamente que Rebus decía exactamente las mismas palabras.