Hacía tan sólo una semana que Rebus había cruzado los Meadows y se había encontrado con toda aquella multitud vestida de blanco.
Era mucho tiempo en términos políticos, como solía decirse. La vida continuaba. Las hordas de gente que aquel día viajaron al norte irían hoy a las afueras de Kinross para ver a T in the Park. Los amantes del deporte se encaminarían más al oeste, hasta el Loch Lomond, a ver las finales del campeonato escocés de Open Golf. Rebus contaba con que su viaje al sur le llevara menos de dos horas, pero antes tenía que desviarse un par de veces; la primera a Slateford Road. Permaneció sentado en el coche con el motor en marcha mirando a las ventanas del antiguo almacén rehabilitado, casi seguro de que aquellas que no tenían echadas las cortinas eran las del piso de Eric Bain. Puso de nuevo el CD de Elbow, en donde el cantante comparaba a los líderes del mundo libre con niños tirando piedras. Estaba a punto de salir del coche cuando vio aparecer a Bain andando aturdido de vuelta de la tienda de la esquina; iba despeinado y sin afeitar y con la camisa fuera de los pantalones, con un cartón de leche y una cara atolondrada que en cualquier otra persona Rebus habría achacado al cansancio. Bajó el cristal de la ventanilla y tocó el claxon. Bain tardó un par de segundos en reconocerle y en cruzar la calle, hasta acercarse al coche.
—Ah, pues sí que eres tú —dijo Rebus.
Bain no replicó, asintió con la cabeza, ausente.
—¿Ya te ha dejado?
La pregunta tuvo el efecto de centrar la atención de Bain.
—Con una nota diciendo que enviará a alguien a recoger sus cosas.
Rebus asintió con la cabeza.
—Sube, Eric —dijo—. Tenemos que hablar.
—¿Cómo lo sabías? —replicó Bain sin moverse.
—Eric, si preguntas por ahí, te dirán que yo soy la persona menos indicada para dar consejos sobre una relación. —Rebus hizo una pausa—. Por otro lado, no podíamos consentir que estuvieras pasándole información a Big Ger Cafferty.
—¿Tú…? —exclamó Bain mirándole.
—Hablé anoche con Molly. Si se ha largado, eso quiere decir que prefiere seguir trabajando en The Nook a seguir contigo.
—Yo no… no creo que… —Bain abrió exageradamente los ojos como si hubiese recibido una inyección de cafeína.
Apretó los dientes con rabia y el cartón de leche se le cayó de las manos y fue a buscar el cuello de Rebus. Él dobló el tronco hacia el asiento del pasajero, zafándose con una mano del ataque de Bain y buscando con la otra el botón de la ventanilla. Subió el cristal y atrapó a Bain, se desplazó al asiento del pasajero, salió del coche y dio la vuelta. Bain ya sacaba los brazos de la portezuela y al volverse recibió de Rebus un rodillazo en la entrepierna que le hizo caer de rodillas sobre el charco de leche. Rebus le propinó un directo en la barbilla, tumbándole de espaldas, y se montó encima de él agarrándole de la camisa.
—Tú lo has querido, Eric. Un solo movimiento y escupes los hígados. Según tu «novia» te encantaba pasar información aun sabiendo que no se te preguntaba por simple curiosidad. Eso te hacía sentirte importante, ¿verdad? Sí, es la razón por la que la mayoría de los confidentes empiezan a delatar.
Bain no ofrecía resistencia alguna, con excepción de un temblor de hombros que fue cediendo. La verdad era que sollozaba, con la cara salpicada de leche, como un niño que ha perdido su juguete preferido. Rebus se puso en pie y se alisó el traje.
—Levántate —ordenó.
Pero Bain parecía contento de estar tendido en el suelo y tuvo que levantarle él.
—Mírame, Eric —añadió sacando un pañuelo del bolsillo y tendiéndoselo—. Ten, límpiate la cara.
Bain hizo lo que le decía y se limpió unos mocos en forma de burbuja que pendían de su nariz.
—Escúchame bien —dijo Rebus—. El trato que hice con ella fue que si se marchaba no ocurriría nada. Es decir, que yo no iría a Fettes a contarlo y tú conservarías el empleo. ¿Me oyes? —añadió Rebus ladeando la cabeza hasta que Bain le miró a la cara.
—Empleos hay muchos.
—¿De informática y tecnología en la empresa privada? Sí, claro, están deseando dárselos a uno que no es capaz de guardar secretos con una de alterne.
—Yo la amo, Rebus.
—Puede, pero ella jugaba contigo como Clapton con la guitarra de seis cuerdas… ¿De qué te ríes?
—Yo me llamo así por él… Mi padre lo admira mucho.
—¿En serio?
Bain alzó la vista al cielo, recuperando poco a poco el ritmo normal de respiración.
—Yo creía de verdad que ella…
—Cafferty te estaba manipulando, Eric. Punto. Pero ten bien en cuenta una cosa… —añadió aguardando a que le mirara—. No la busques ni te acerques a The Nook bajo ningún concepto. Ella va a enviar a alguien a recoger sus pertenencias porque sabe perfectamente cómo se hacen las cosas —sentenció Rebus cortando el aire con un golpe de kárate para mayor énfasis.
—Tú la viste aquel día en mi piso, Rebus… Tengo que haberle gustado un poco cuando menos.
—Aférrate a esa idea si quieres, pero no vayas a preguntárselo. Si me entero de que intentas ponerte en contacto con ella, ten la seguridad de que hablo con Corbyn.
Bain musitó algo que Rebus no entendió. Le dijo que lo repitiese y Bain le taladró con la mirada.
—Al principio no era por Cafferty —dijo.
—Lo que tú digas, Eric. Pero al final todo fue por él. De eso no te quepa la menor duda.
Bain calló un instante y miró a la calzada.
—Tendré que ir otra vez a por leche —dijo.
—Mejor será que te laves antes. Escucha, yo tengo que salir de Edimburgo. Tú dedica el día a pensártelo. ¿Te parece que te llame mañana y me digas lo que has decidido?
Bain asintió despacio con la cabeza y tendió a Rebus su pañuelo.
—Quédatelo. Y busca un amigo con quien desahogarte.
—En Internet.
—Lo que sea —dijo Rebus dándole una palmadita en el hombro—. ¿Te encuentras ya bien? Yo tengo que irme.
—No te preocupes.
—Estupendo. —Rebus lanzó un profundo suspiro—. No voy a disculparme por esto, Eric, pero lamento haberte hecho daño.
Bain volvió a asentir con la cabeza.
—Soy yo quien…
Pero Rebus le hizo guardar silencio.
—No se hable más. Sobreponte y adelante. Date una ducha y como si nada.
—No te creas que es tan fácil —replicó Bain despacio.
Rebus asintió con la cabeza.
—De todos modos, por algo se empieza.
Siobhan dedicó casi tres cuartos de hora a darse un buen baño. Generalmente sólo disponía de tiempo para una ducha por la mañana, pero aquel día decidió cuidarse echando mano de casi un tercio de la botella de espuma Space NK, preparándose un zumo natural de naranja, música de la BBC 6 en su radio digital y desconectando el móvil. Tenía la entrada para T in the Park en el sofá del cuarto de estar, junto a una lista de cosas que necesitaba: agua mineral y algo para picar, el chubasquero y protector solar (nunca se sabía). Por la noche había estado a punto de llamar a Bobby Greig para ofrecerle la entrada, pero ¿a cuento de qué? Si no iba al concierto, se quedaría tumbada en el sofá viendo la tele. Ellen Wylie la había llamado a primera hora para decirle que había hablado con Rebus.
—Dice que lo lamenta.
—¿Que lamenta qué?
—Pues todo y nada.
—Ah, muy bonito que te lo diga a ti, y no a mí.
—Ha sido culpa mía —añadió Ellen—. Yo le dije que debería dejarte en paz un par de días.
—Gracias. ¿Cómo está Denise?
—Sigue en cama. Bien, ¿qué plan tienes hoy? ¿Dar saltos hasta sudar en Kinross o prefieres que vayamos a algún sitio y olvidemos penas?
—Tendré en cuenta el ofrecimiento, pero creo que tienes razón; Kinross es tal vez lo que necesito.
No se quedaría hasta muy tarde. Aunque era una entrada válida para dos días, ya había pasado tiempo de sobra al aire libre. Pensó si aún andaría por allí el camello de Stirling. Quizás esta vez cediera a la tentación e infringiera otra regla. Ella conocía a muchos compañeros que fumaban y había oído de algunos que incluso tomaban cocaína los fines de semana. Cualquier cosa con tal de relajarse. Se hizo una composición de lugar y pensó que convenía llevar un par de condones por si acababa en la tienda de alguien. Conocía a dos mujeres policía que iban al festival y le habían dicho que se pondrían en contacto por medio de un mensaje de texto. Eran dos buenas piezas encaprichadas por los solistas de Killers y de Keane, y ya estaban en Kinross para coger sitio en primera fila.
—Mándanos un mensaje en cuanto llegues —le dijeron a Siobhan—. Porque si tardas a lo mejor nos encontramos ya en estado lamentable.
«Que lo lamenta… Por todo y por nada».
Pero ¿qué tenía que lamentar Rebus? ¿Había estado él en el Bentley GT escuchando el plan de Cafferty? ¿Había subido la escalera con Keith Carberry para ser testigo de cómo le conminaba Cafferty? Cerró los ojos y hundió la cabeza en el agua de la bañera.
«La culpa es mía», se dijo. Las palabras le resonaban dentro de la cabeza. Gareth Tench, tan vivo, con su vozarrón, carismático como buen comediante, ahuyentando «por azar» a Carberry y sus colegas como demostrando que dominaba la situación. Una bravuconada fingida, una astucia para ganar subvenciones para sus electores. Exuberante e incansable… y ahora frío y desnudo en un frigorífico del depósito municipal, convertido en objeto de incisiones y datos estadísticos.
Alguien le había dicho en cierta ocasión: basta con una hoja de tres centímetros. Tres simples centímetros de acero podían desbaratar todo un mundo.
Emergió a la luz del día, escupiendo y apartándose el pelo y las pompas de jabón de la cara. Le pareció oír el teléfono, pero no; era el crujido de una tabla del suelo del piso de arriba. Rebus le había dicho que se mantuviera lejos de Cafferty, y tenía razón. Si se descuidaba con Cafferty, saldría perdiendo. Pero ya estaba perdida, ¿no?
—Y no tiene ninguna gracia —musitó poniéndose en cuclillas, estirando el brazo y cogiendo una toalla.
No tardó mucho en llenar la bolsa, la misma que había llevado a Stirling; aunque no fuese a pasar la noche fuera, metió el cepillo y la pasta dentífrica. Tal vez en el coche siguiera carretera adelante. Y si se acababa la tierra tomaría el transbordador a Orkney. Es lo que tenía el coche, que daba ilusión de libertad; la publicidad jugaba siempre con ese concepto de aventura y descubrimiento, pero en su caso se trataba más bien de «huida».
—No lo haré —se dijo ante el espejo del cuarto de baño con el cepillo en la mano.
Lo mismo le había dicho a Rebus, asegurándole que sabría arrostrar las consecuencias. Pero en el caso de Cafferty era mucho arriesgar.
Sabía los pasos que había que dar: ir a ver a James Corbyn, explicarle en qué lío se había metido y acabar volviendo a vestir el uniforme.
—Soy una buena agente —se dijo al espejo, tratando de imaginarse cómo se lo explicaría a su padre; su padre, que tan orgulloso estaba de ella; y su madre, que le había dicho que no tenía importancia.
Que no importaba que la hubieran golpeado.
¿Y por qué a ella le importaba tanto? Realmente, no por la rabia de pensar que hubiera sido otro policía, sino por demostrar que cumplía con su profesión.
—Soy una buena agente —repitió en voz baja y a continuación, limpiando el vaho del espejo, añadió—: Contra toda evidencia.
Segundo y último desvío: la comisaría de Craigmillar. McManus ya estaba trabajando.
—Muy concienzudo —dijo Rebus entrando en el DIC.
Allí no había nadie más. McManus iba vestido de modo informal con camisa deportiva y vaqueros.
—¿Qué le trae por aquí? —preguntó McManus humedeciéndose un dedo y pasando una página del informe que estaba leyendo.
—¿Son los resultados de la autopsia? —dijo Rebus.
—Sí; acabo de llegar —contestó McManus asintiendo con la cabeza.
—Siempre lo mismo —comentó Rebus—. El sábado, con la muerte de Ben Webster, me encontraba en la misma situación que usted.
—No es de extrañar que el profesor Gates estuviera disgustado; dos sábados seguidos…
Rebus se había acercado a la mesa de McManus.
—¿Hay conclusiones?
—Cuchillo de sierra con una anchura de hoja de siete octavos de pulgada. Gates dice que se usa mucho para cocinar.
—Exacto. ¿Sigue Keith Carberry detenido?
—Ya conoce el reglamento, John. Transcurridas seis horas, o hay cargos imputables, o a la calle.
—¿Quiere decir que no le imputan nada?
McManus alzó la vista del informe.
—Él ha negado su intervención y tiene la coartada de que se encontraba jugando al billar; hay siete u ocho testigos.
—Seguro que todos ellos son buenos amigos suyos.
McManus se encogió de hombros.
—En la cocina de su madre hay muchos cuchillos, pero no falta ninguno. Nos los llevamos todos para hacer un análisis.
—¿Y la ropa de Carberry?
—Se ha examinado también y no hay restos de sangre.
—Lo que quiere decir que queda descartada; como el cuchillo.
McManus se recostó en la silla.
—¿Quién lleva la investigación, Rebus?
Rebus alzó las manos en gesto conciliador.
—Sólo pensaba en voz alta. ¿Quién interrogó a Carberry?
—Yo personalmente.
—¿Cree que es culpable?
—El chico se mostró sinceramente sorprendido cuando le dijimos que Tench había muerto. Pero en el fondo de sus repugnantes ojos azules me pareció detectar algo.
—¿El qué?
—Miedo.
—¿Por estar detenido?
McManus negó con la cabeza.
—Miedo a decir algo.
Rebus se dio la vuelta para que McManus no detectara nada en sus ojos. Decía que Carberry no había sido… ¿Volvía eso a convertir a Cafferty en sospechoso? ¿Estaba el joven asustado por lo mismo y, creyendo que Cafferty se había cargado a Tench, pensaba que iba a ser el próximo?
—¿Le preguntó por qué espiaba al concejal?
—Declaró que le esperaba para darle las gracias.
—¿De qué? —inquirió Rebus volviéndose otra vez hacia McManus.
—Por su apoyo moral al pagarle la fianza por alteración del orden.
—¿Usted se lo cree? —replicó Rebus con un bufido.
—No necesariamente, pero no existía motivo para mantenerle detenido. —McManus hizo una pausa—. El caso es que, cuando le dijimos que podía irse, le vimos titubeante, aunque procuró disimularlo. Salió de aquí mirando a derecha e izquierda como temiéndose algo y echó a correr como una liebre. —McManus hizo otra pausa—. ¿Entiende lo que quiero decir, Rebus?
Rebus asintió con la cabeza.
—Más liebre que zorro.
—Sí, algo así… Lo cual me hace pensar si no me oculta algo.
—Para mí sigue siendo sospechoso.
—En eso, de acuerdo —comentó McManus levantándose de la silla y mirando a Rebus fijamente—. Pero ¿es solamente él a quien hay que interrogar?
—Los concejales tienen enemigos —sentenció Rebus.
—Según la viuda, Tench le incluía a usted entre ellos.
—Esa mujer se equivoca.
McManus ignoró su respuesta y se limitó a cruzarse de brazos.
—Y cree también que vigilaban su casa y que no era Keith Carberry. La descripción que dio fue de un hombre canoso con un cochazo. ¿No le parece que podría ser Big Ger Cafferty?
Rebus alzó los hombros.
—Otra historia que me ha llegado —añadió McManus acercándose a Rebus— se refiere a usted y a un hombre que corresponde a esa misma descripción, haciendo acto de presencia en una reunión del centro parroquial hace unos días. El concejal tuvo unas palabras con ese tercer hombre. ¿Algo que explicarme, Rebus?
Lo tenía tan cerca que Rebus notó su respiración en la mejilla.
—En casos como este corren muchos rumores —replicó.
McManus se limitó a sonreír.
—Yo nunca he tenido un caso como este, Rebus. Gareth Tench era querido y apreciado y hay muchos amigos suyos indignados por su muerte que piden explicaciones. Y algunos muy influyentes se han ofrecido a ayudarme en lo que sea.
—Enhorabuena.
—Y es una oferta difícil de rehusar —prosiguió McManus—. Es decir, que quizá sea una oportunidad única —añadió retrocediendo un paso—. Por tanto, inspector Rebus, a la vista de la situación, ¿hay algo que quiera decirme?
No había manera de implicar a Cafferty sin enredar a Siobhan y, por tanto, previamente tenía que estar seguro de que no resultara afectada.
—Creo que no —respondió Rebus cruzando los brazos, al tiempo que McManus asentía con la cabeza.
—Prueba de que me oculta algo.
—¿Ah, sí? —replicó Rebus metiendo las manos en los bolsillos—. ¿Y usted a mí? —añadió volviéndole la espalda camino de la puerta, dejándole con la duda de en qué momento exactamente había decidido cruzarse de brazos.
Era un día agradable para ir en coche, a pesar de que la mayor parte del viaje lo había hecho a la zaga de un camión. Fue al sur hasta Dalkeith y de allí a Coldstream. En Dun Law, la carretera cruzaba un parque eólico y era la primera vez que Rebus veía aquellas aspas. Había ovejas y vacas pastando y faisanes y liebres atropellados en el asfalto. Las aves de presa surcaban el cielo, posándose en las vallas. Ochenta kilómetros después llegaba a Coldstream y, tras cruzar el pueblo y un puente, se vio de pronto en Inglaterra. Un indicador le informó que estaba sólo a noventa kilómetros de Newcastle. Dio la vuelta en el aparcamiento de un hotel, volvió a cruzar la frontera y aparcó junto al bordillo. Había una comisaría enmascarada como una de tantas casas con tejado a dos aguas y una puerta azul, con un letrero indicando que sólo abría en días laborables de nueve a doce. En la calle principal de Coldstream proliferaban los bares y las tiendas y coches de excursionistas llenaban en su mayor parte el poco espacio de la calzada. Un autobús de Lesmahagow descargaba su locuaz contingente de turistas frente al Ram’s Head, pero él les tomó la delantera y pidió medio whisky del mejor. Miró a su alrededor y vio que habían juntado las mesas para el almuerzo. En la barra había bocadillos y pidió uno de queso y escabeche.
—Tenemos también sopa de pollo con puerros —dijo la camarera.
—¿De lata?
La mujer chasqueó la lengua.
—¿Cree que pretendo envenenarle?
—Pues sírvamela —añadió él sonriendo.
Mientras la mujer hacía el pedido a la cocina, Rebus estiró la espalda, flexionando hombros y cuello.
—¿Adónde va usted? —preguntó la mujer de vuelta a la barra.
—Aquí —contestó él, pero antes de que pudiera entablar conversación comenzaron a entrar los pasajeros del autobús.
La mujer volvió a dar una voz a la cocina y salió una camarera libreta en mano.
El propio cocinero, rubicundo y orondo, sirvió la sopa a Rebus, poniendo los ojos en blanco al ver tanta gente.
—Adivine cuántos querrán empanada —comentó.
—Todos —dijo Rebus.
—¿Y canapés de queso de cabra?
—Ninguno —añadió Rebus desenrollando la servilleta de papel y sacando la cuchara.
La tele transmitía un partido de golf. A Rebus le pareció que en Loch Lomond hacía viento. Buscó en vano la sal y la pimienta, pero pudo comprobar que la sopa no lo necesitaba. Un hombre con camisa blanca de manga corta ocupó la barra a su lado y se enjugó la cara con un pañuelo. Llevaba el poco pelo que tenía aplastado hacia atrás.
—Qué calor —dijo.
—¿Esos son suyos? —preguntó Rebus señalando el barullo de las mesas.
—Más bien soy «yo» suyo —respondió el hombre—. Nunca he visto pasajeros más sabidillos en conducir —añadió balanceando la cabeza.
Imploró a la camarera una pinta de zumo de naranja con gaseosa y mucho hielo. Ella se la sirvió con un guiño, dándole a entender que era por cuenta de la casa. Rebus sabía cómo funcionaba el asunto: el conductor que llevaba allí turistas, bebía siempre de balde. El hombre debió de leerle el pensamiento.
—Así es la vida —comentó.
Rebus asintió con la cabeza. ¿Podía acaso decirse que el G-8 no funcionaba por el estilo? Preguntó al conductor cómo era Lesmahagow.
—Es un lugar que merece la pena por la excursión a Coldstream —dijo mirando de reojo a los turistas, que discutían a propósito de la distribución de las sillas—. Le juro que hasta la ONU tendría lío con esta gente —añadió dando un buen trago a la bebida—. No estaría usted en Edimburgo la semana pasada, ¿verdad?
—Trabajo allí.
El conductor fingió torcer el gesto.
—Yo tuve veintisiete turistas chinos que llegaron en tren de Londres el sábado por la mañana. ¿Cree que pude acercarme a la estación a recogerlos? Y una mierda. ¿Y sabe dónde se alojaban? En el Sheraton de Lothian Road. Había más medidas de seguridad que en la cárcel de Barlinnie. Y luego, el martes, ya a medio camino de Rosslyn Chapel, advertí que había recogido por error a un delegado japonés —añadió conteniendo la risa.
Rebus le secundó, sintiéndose profundamente relajado.
—¿Así que ha venido a pasar el día? —preguntó el hombre. Rebus asintió con la cabeza—. Hay buenos recorridos a pie, si le gusta el paseo, aunque no me parece la clase de persona…
—Es buen psicólogo.
—Por mi trabajo —dijo el hombre acompañándose de un breve gesto de la cabeza—. ¿Ve ese grupo? Ahora mismo podría decirle quiénes me darán propina al final del viaje, e incluso cuánto.
Rebus hizo un gesto de admiración.
—¿Quiere tomar otra? —le preguntó al ver vacío el vaso del conductor.
—Mejor que no. Tendría que hacer una parada para mear a media tarde y seguro que la mayor parte de los viajeros harían lo mismo, y luego se tarda media hora en tenerlos a todos a bordo. Encantado de conocerle —añadió tendiéndole la mano.
—Igualmente —contestó él estrechándosela.
Se dirigió a la salida mientras dos ancianas le llamaban y le saludaban con la mano, pero el hombre fingió no advertirlo. Rebus pensó que bien podía tomarse otro medio. La conversación le había animado porque era entrar en contacto con otra vida, un mundo que discurría casi paralelo al que habitaba él.
El mundo corriente y moliente. En el que se conversaba por puro gusto, sin motivaciones ni secretos. La normalidad.
La camarera se lo sirvió en otro vaso.
—Parece que ya está más animado que cuando entró —comentó—. No sabía si iba a darme un puñetazo o lanzarme un beso.
—Gracias a la terapia —dijo él alzando el vaso.
La camarera de mesas ya había anotado lo que querían los turistas y se dirigía veloz a la cocina antes de que nadie cambiara de idea.
—¿Y qué le trae por Coldstream? —prosiguió la de la barra.
—Soy oficial de policía de Lothian y Borders y estoy indagando el asesinato de un tal Trevor Guest. Era de Tyneside, pero vivió por aquí hace unos años.
—No me suena el nombre.
—A lo mejor usaba otro —dijo Rebus enseñándole una foto de Guest cuando compareció ante el tribunal.
La mujer la examinó acercando el rostro, por la coquetería de no ponerse las gafas, y negó con la cabeza.
—Lo siento, amigo —dijo.
—¿Hay alguien más a quien preguntar? ¿Tal vez el cocinero…?
La mujer cogió la foto y cruzó la puerta batiente hacia el estruendo de cacerolas y recipientes y volvió menos de medio minuto después a devolverle la foto.
—La verdad es que Rab sólo lleva aquí desde otoño —dijo—. ¿Ha dicho que era de Tyneside? ¿Y por qué vino aquí?
—Puede que en Newcastle no se sintiera seguro —contestó Rebus—, dado que no siempre estuvo en paz con la ley.
Ahora le resultaba más que evidente que lo que había provocado aquel cambio en Guest debió de suceder en Newcastle. Y al huir de allí lo mejor era evitar la AI, de la que se podía salir en Morpeth, tomando una carretera que llevaba directamente a aquel lugar.
—Supongo que sería mucho preguntar si recuerda algo de hace cuatro o cinco años. ¿No hubo una oleada de robos en algunas casas?
La mujer negó con la cabeza mientras unos turistas se acercaban a la barra con una lista.
—Tres cervezas pequeñas, una cerveza con gaseosa, Arthur, mira a ver si es grande o pequeña, un ginger ale, un abocado con gaseosa, pregunta si quiere el abocado con hielo. ¡Arthur, no, espera, son dos cervezas pequeñas y una clara grande!
Rebus apuró su bebida y dijo a la mujer que volvería. Era verdad; si no en aquel viaje, en otro. Trevor Guest le había arrastrado hasta allí, pero si volvía sería por el Ram’s Head. Hasta que no estuvo en la calle no se percató de que no había preguntado nada sobre Duncan Barclay. Pasó por delante de un par de tiendas y al llegar a la de prensa se detuvo, entró y enseñó la foto de Trevor Guest. El dueño negó con la cabeza y añadió que era del pueblo. Rebus le dijo el nombre de Duncan Barclay y el hombre asintió.
—Se fue de aquí hace unos años. Se ha ido mucha gente joven.
—¿Sabe adónde?
El hombre volvió a negar con la cabeza. Rebus le dio las gracias y continuó su recorrido. Entró a una tienda de comestibles, pero sin resultado; la joven dependienta le dijo que sólo trabajaba los sábados y que a lo mejor tenía más suerte el lunes. Lo mismo en todas las otras de aquella acera: antigüedades, peluquería, salón de té, tienda de beneficencia de artículos de segunda mano. Sólo otra persona más conocía a Duncan Barclay.
—Todavía se le ve por aquí.
—Entonces, no se ha ido a vivir lejos —dijo Rebus.
—Creo que a Kelso.
Era el pueblo más próximo. Rebus se detuvo un instante bajo el sol vespertino preguntándose por qué notaba aquel bullir de la sangre. Lógico: estaba trabajando, entregado al tenaz oficio del policía tradicional; era casi como estar de vacaciones. Pero en ese momento vio que le quedaba por comprobar otro pub mucho menos acogedor que el otro.
Era un local bastante más rudimentario que el Ram’s Head, con suelo de linóleo rojo desgastado y quemado por las colillas, una diana destartalada adonde lanzaban dardos dos clientes no menos destartalados, y tres jubilados con gorra jugando al dominó en la mesa de un rincón. Todo ello envuelto en una neblina de humo de tabaco. La pantalla del televisor parecía que sangraba, e incluso desde la entrada Rebus tuvo el convencimiento de que los urinarios estarían atascados. Sintió un desánimo, pero se dijo que probablemente aquel era un local más en consonancia con Trevor Guest. El problema es que allí eran escasas las posibilidades de que contestaran a sus preguntas de buena gana. El camarero tenía una nariz como un tomate aplastado, una auténtica cara de borracho surcada de cicatrices y marcas, recuerdo de a saber qué escabrosas circunstancias nocturnas. Rebus sabía que su propio rostro era también reflejo de algunas andanzas suyas. Se acercó a la barra endureciendo el empaque.
—Una grande de la fuerte —dijo con el tabaco ya en la mano. Allí no podía pedir una caña—. ¿Ha visto a Duncan últimamente? —preguntó al camarero.
—¿A quién?
—A Duncan Barclay.
—No me suena ese nombre. ¿Se ha metido en algún lío?
—No realmente. —No había hecho más que una pregunta y ya le habían calado—. Soy inspector de policía —añadió.
—No me diga.
—Tengo que hacer unas preguntas a Duncan.
—No vive aquí.
—Se marchó a Kelso, ¿verdad?
El camarero se encogió de hombros.
—¿A qué tasca va ahora?
El camarero seguía sin mirarle a la cara.
—Míreme —insistió Rebus—, no estoy para bromas. ¿Me oye?
Se oyó el rascar de las sillas en el suelo al levantarse los jubilados. Rebus se volvió a medias hacia ellos.
—¿Aún quieren jaleo a su edad? —preguntó con una sonrisa—. Pues sepan que estoy investigando tres asesinatos —añadió alzando tres dedos— y si quieren que los incluya en el sumario, acérquense. —Hizo una larga pausa hasta que se sentaron—. Buenos chicos —comentó, y añadió dirigiéndose al camarero—: ¿Dónde puedo encontrarle?
—Pregunte a Debbie, que tuvo un rollo con él —musitó el camarero.
—¿Y dónde encuentro a esa Debbie?
—Trabaja los sábados en la tienda de comestibles.
Rebus permaneció impasible y sacó la manoseada foto de Trevor Guest.
—Estuvo por aquí hace años —admitió el camarero—, pero me dijeron que se largó al sur.
—Le engañaron; se fue a Edimburgo. ¿Cómo se llamaba?
—Le gustaba que le llamasen Clever Boys; no sé por qué.
Probablemente por la canción de Ian Dury, pensó Rebus.
—¿Venía a beber aquí?
—Pero no por mucho tiempo porque le prohibí la entrada por intentar dar un puñetazo a uno.
—¿Y vivía aquí?
El camarero negó con la cabeza despacio.
—Creo que en Kelso —contestó—. En Kelso, seguro —añadió asintiendo con la cabeza.
Lo que significaba que Guest había mentido a la policía de Newcastle. Aquello comenzaba a darle mala espina. Salió del pub sin molestarse en pagar. Le había resultado bastante bien. Fuera, tardó unos minutos en recobrar la calma y se dirigió a la tienda de comestibles para hablar con la dependienta de los sábados: Debbie. Ella advirtió que se había enterado y comenzó a dar otra versión, pero él le plantó la mano ante la cara para hacerla callar y, acto seguido, apoyó los nudillos en el mostrador.
—Bien, ¿qué puedes decirme de Duncan Barclay? —preguntó—. Me lo cuentas aquí o en una comisaría de Edimburgo. Elige.
La joven sólo acertó a ruborizarse. De hecho, se puso como un tomate.
—Vive en un chalé de Carlingnose Lane.
—¿En Kelso?
Ella asintió levemente con la cabeza y se llevó una mano a la frente como si se sintiera mareada.
—Pero suele estar en el bosque mientras hay luz —dijo.
—¿En qué bosque?
—En el que hay detrás del chalé.
Bosque… ¿Qué había dicho la psicóloga? El bosque puede tener su importancia.
—Debbie, ¿cuánto tiempo hace que le conoces?
—Hace tres… casi cuatro años.
—¿Es mayor que tú?
—Tiene veintidós años.
—Y tú, ¿dieciséis, diecisiete?
—Voy a cumplir diecinueve.
—¿Estáis liados?
No era la pregunta más adecuada: la joven enrojeció aún más. Rebus no había visto aquel rojo carmesí ni en las grosellas.
—Somos amigos… Últimamente no le veo mucho.
—¿A qué se dedica?
—A la talla de madera; hace cuencos y objetos que vende a galerías de Edimburgo.
—Es un artista, ¿eh? ¿Y se le da bien?
—Es estupendo.
—¿Y usa herramientas bien afiladas?
La joven fue a contestar pero se contuvo.
—¡Él no ha hecho nada! —exclamó.
—¿He dicho yo eso? —replicó Rebus fingiéndose el ofendido—. ¿Qué te lo hace pensar?
—¡Él desconfía!
—¿De mí? —dijo Rebus desconcertado.
—¡De la policía!
—Ha tenido líos antes, ¿verdad?
La joven negó despacio con la cabeza.
—Usted no lo entiende —dijo con voz queda, con lágrimas en los ojos—. Él dijo que no le…
—¿Debbie…?
La joven rompió a llorar, levantó la tabla del mostrador y salió con los brazos por delante. Rebus extendió los suyos, pero ella pasó por debajo y corrió hacia la puerta, que, al abrirse, lanzó un quejido de campanillas.
—¡Debbie! —gritó él, pero cuando salió a la calle vio que ella ya iba casi por la esquina.
Rebus lanzó una maldición en voz baja y, al reparar en que había a su lado una mujer con una cesta de mimbre vacía en los brazos, alcanzó con la mano el letrero de abierto y le dio vuelta: cerrado.
—El sábado, sólo se despacha medio día —dijo.
—¿Desde cuándo? —espetó la mujer indignada.
—Bueno —replicó él—, pues sírvase usted misma y deje el dinero en el mostrador —añadió echando a correr.
Siobhan se sentía de más en aquel jolgorio: la multitud saltaba y la empujaba, coreaba las canciones desafinando y banderas de todas las naciones le tapaban la vista. Veía gamberros de ambos sexos sudorosos lanzando tacos y bailando al estilo escocés con universitarios pijos también de ambos sexos, compartiendo con ellos latas de cerveza espumosa y de sidra barata; el suelo estaba lleno de restos resbaladizos de pizza y se encontraba a cuatrocientos metros del escenario. Y había colas interminables para los servicios. Sonrió nostálgica pensando en su pase privilegiado pare Empuje Final. Había enviado un mensaje a sus amigas, pero no le habían contestado. Allí todo el mundo parecía feliz y eufórico, pero ella no se ambientaba y no dejaba de pensar en Cafferty, Gareth Tench, Keith Carberry, Cyril Colliar, Trevor Guest y Edward Isley.
El jefe de la policía le había encomendado un caso importante con el que habría dado un buen paso en el escalafón, pero lo había descuidado por la agresión a su madre, y sus intentos de descubrir al agresor habían acaparado todo su tiempo llevándola peligrosamente al terreno de Cafferty. Sabía que tenía que centrarse y motivarse de nuevo. El lunes se reanudaría la investigación, seguramente dirigida por el inspector jefe Macrae y el inspector Derek Starr, con un equipo nuevo y bien nutrido.
Y ella estaba con suspensión de servicio. Lo único que podía hacer era localizar a Corbyn, disculparse y convencerle de que la reintegrase. Él seguramente le haría jurar que no iba a consentir que interviniera Rebus y que rompiese los vínculos con él. La idea le dio qué pensar. Sesenta contra cuarenta a que aceptaba si se lo pedía.
Un nuevo grupo salió al escenario principal y aumentaron los decibelios. Miró el móvil por si tenía mensajes de texto.
Sólo una llamada perdida. Comprobó el número: Eric Bain.
—Lo que me faltaba —musitó, sin leer el mensaje que había dejado y guardándose el móvil en el bolsillo.
Sacó otra botella de agua del bolso. Sintió el olor dulzón del hachís, pero no veía al camello de Campamento Horizonte. Los jóvenes del escenario tocaban con ganas, pero en el sonido dominaban los agudos. Se fue alejando. Había parejas tumbadas en el césped besuqueándose o mirando a las estrellas embobadas y sonrientes. Se percató de que seguía andando, sin voluntad de detenerse, hacia donde había dejado el coche. Faltaban horas para la actuación de New Order pero no volvería a verlos. ¿Qué le esperaba en Edimburgo? Quizá llamar a Rebus para decirle que comenzaba a olvidar o tal vez buscar una vinatería para tomarse una botella de chardonnay frío, con la libreta y el bolígrafo preparando el borrador de lo que pensaba decirle al jefe supremo el lunes por la mañana.
«Si le permito reintegrarse al servicio es para que prescinda totalmente de su compañero… ¿Entendido, sargento Clarke?»
«Entendido, señor. Le quedo muy agradecida».
«¿Acepta las condiciones, sargento Clarke? Basta con que diga sí». Pero no era tan sencillo.
Otra vez en la M90, ahora rumbo al sur. Veinte minutos después estaba en el puente Forth. Ya no registraban los vehículos como en los días anteriores al G-8. En las afueras de Edimburgo, Siobhan se percató de que Cramond quedaba de paso y decidió acercarse a casa de Ellen Wylie para darle las gracias por haberle aguantado despotricar el día anterior. Dobló a la izquierda en Whitehouse Road y aparcó delante de la casa. No contestaban al timbre y llamó al móvil de Ellen.
—Soy Shiv —dijo cuando descolgó—. Venía a gorrearte un café.
—Estamos paseando.
—Oigo ruido de agua… ¿Estáis detrás de la casa?
Se hizo un silencio.
—Mejor si pasas más tarde.
—Es que estoy aquí mismo.
—Ah, yo más bien había pensado en una copa en Edimburgo; las dos.
—Ah, muy bien —dijo Siobhan, pero frunciendo el ceño.
Fue como si Wylie lo viera.
—Escucha —añadió—, si quieres un café rápido. Nos vemos dentro de cinco minutos.
En lugar de esperar, Siobhan fue hasta el final de los jardines de los adosados y siguió una breve senda que conducía al río Almond. Ellen y Denise habían continuado hasta el molino en ruinas y regresaban. Ellen la saludó con la mano, pero Denise no parecía estar por la labor, aferrada al brazo de su hermana.
«Las dos».
Denise Wylie era más baja y delgada que su hermana. Por su extremismo de quinceañera y el prurito del peso, le había quedado una figura de anoréxica; su cutis era macilento y el pelo pardusco y lacio. No miró a Siobhan a la cara.
—Hola, Denise —comentó ella, recibiendo un solo gruñido por respuesta.
Ellen, por el contrario, se mostró extrañamente eufórica y parlanchina mientras volvían a la casa.
—Entremos por el jardín —dijo en tono taxativo— y pongo el hervidor, o ¿quieres un grog? Ah, no, que tienes que conducir… Así que, el concierto, ¿no valía mucho? ¿O al final no fuiste? Yo ya no tengo edad para ir a conciertos, aunque haría una excepción con Coldplay, pero con mi buen asiento, porque todo el rato en el césped como un espantapájaros… ¿Te vas arriba, Denise, y te llevo yo una taza de té? —dijo saliendo de la cocina con un plato de mantecadas que puso en la mesa—. ¿Estás bien, Shiv? Ya tengo el agua puesta a hervir. No recuerdo con qué lo tomas…
—Sólo con leche —contestó Siobhan mirando a la ventana del dormitorio—. ¿Se encuentra bien Denise?
En aquel momento vieron a la hermana de Wylie detrás de la ventana y, al percatarse de que Siobhan miraba también, ella abrió los ojos desmesuradamente y corrió las cortinas de golpe. Aunque hacía un calor pegajoso, tenía la ventana cerrada.
—Está bien —contestó Wylie con un leve ademán quitándole importancia.
—¿Y tú?
—¿Yo? —repitió Wylie con una risa nerviosa.
—Da la impresión de que habéis tomado dos productos del botiquín totalmente discordantes.
Wylie respondió con otra risa seca y entró a la cocina. Siobhan se levantó despacio, la siguió y se detuvo en el umbral.
—¿Se lo has dicho? —preguntó.
—¿El qué? —dijo Wylie abriendo la nevera, cogiendo la leche y, acto seguido, buscando una jarrita.
—Lo de Gareth Tench. ¿Sabe que ha muerto? —añadió Siobhan con las palabras casi estrangulándosele en la garganta.
«Tench engaña a su mujer».
«Tengo una compañera, Ellen Wylie, cuya hermana…»
«Más sensible que la mayoría…»
—Oh, Dios, Ellen —dijo estirando el brazo y apoyándose en el marco de la puerta.
—¿Qué sucede?
—Me entiendes, ¿verdad? —añadió Siobhan casi en un susurro.
—No sé a qué te refieres —contestó Wylie, toqueteando la bandeja y poniendo y quitando los platillos.
—Mírame a los ojos y dime que no sabes a qué me refiero.
—No tengo la menor idea de qué…
—Te digo que me mires a los ojos.
Ellen Wylie lo hizo con no poco esfuerzo, manteniendo los labios firmemente apretados.
—Me pareciste tan rara al teléfono —añadió Siobhan— y ahora todo ese tejemaneje y Denise que se encierra en su cuarto.
—Márchate.
—Piénsatelo, Ellen. Pero antes de irme quiero pedir disculpas.
—¿Disculpas?
Siobhan asintió con la cabeza sin dejar de mirar a Wylie.
—Fui yo quien se lo comentó a Cafferty y a él no le resultaba difícil averiguar la dirección. ¿Estabas tú en casa? —Vio como Wylie bajaba la cabeza—. Claro, vino aquí, ¿verdad? —insistió Siobhan—. Vino aquí y le dijo a Denise que Tench seguía casado. ¿Seguía saliendo con él?
Wylie negó despacio con la cabeza y por sus mejillas cayeron lágrimas hasta las baldosas del suelo.
—Ellen, cuánto lo siento…
Estaba allí en la encimera, al lado del fregadero: el soporte de los cuchillos con un espacio vacío. La cocina estaba impecable y no había indicios de que hubiera estado lavando nada.
—No puedes detenerla —dijo Ellen Wylie sollozando y negando con la cabeza.
—¿Te enteraste esta mañana cuando se levantó? Se sabrá enseguida, Ellen —dijo Siobhan—. Si sigues negándolo, os hundiré a las dos —añadió, recordando las palabras de Tench: «La pasión es una bestia al acecho en algunos hombres». Sí, y en algunas mujeres.
—No puedes detenerla —repitió Ellen Wylie, ahora en tono apagado de resignación.
—La ayudarán —añadió Siobhan avanzando unos pasos en la reducida cocina y dándole a Ellen Wylie un apretón en el brazo—. Habla con ella y dile que no se preocupe, que tú la apoyarás.
Wylie se restregó la cara con el brazo limpiándose las lágrimas.
—No tienes pruebas —murmuró según lo que tenía pensado decir; el guión por si llegaba el caso.
—¿Acaso son necesarias? —replicó Siobhan—. Quizá sea mejor que hable yo con Denise…
—No, por favor —replicó Wylie negando de nuevo con la cabeza y taladrándola con la mirada.
—¿Qué posibilidades hay de que no la viera nadie, Ellen? ¿No aparecerá en alguna grabación de cámaras de seguridad? ¿Crees que no descubrirán la ropa que llevaba y el cuchillo que ha tirado? Si yo investigara el caso, enviaría un par de hombres rana al río. Tal vez por eso fuisteis allí de paseo, para recogerlo y hacerlo desaparecer mejor.
—Oh, Dios —dijo Wylie con voz quebrada.
Siobhan le dio un apretón y notó que comenzaba a temblar y que estaba al borde de un ataque de nervios.
—Tienes que ser fuerte por ella, Ellen. Aguanta un poco más; tienes que aguantar —añadió Siobhan pensando a toda velocidad mientras le friccionaba la espalda.
Si Denise era capaz de matar a Gareth Tench, ¿de qué no sería capaz? Advirtió la tensión de Ellen Wylie y se apartó de ella, mirándose las dos a los ojos.
—Sé lo que estás pensando —dijo Wylie pausadamente.
—¿Ah, sí?
—Pero Denise casi no miró Vigilancia de la Bestia. Era yo la que estaba interesada, no ella.
—Y eres quien intenta encubrir al asesino de Gareth Tench, Ellen. ¿Quieres que sea a ti a quien interroguemos?
La voz de Siobhan se había endurecido, igual que el rostro de Wylie, que de inmediato quebró una agria sonrisa.
—¿Eso es cuanto se te ocurre, Siobhan? Puede que no seas tan inteligente como la gente cree. El jefe supremo te habrá encomendado el caso, pero las dos sabemos que es de John Rebus… aunque me imagino que tú te apuntarás los laureles, suponiendo que lo resuelvas. Pues adelante, presenta una acusación contra mí si quieres —añadió tendiendo las muñecas para que la esposara, pero como Siobhan permaneció inmutable, estalló despacio en una risa fría—. No eres tan inteligente como la gente cree —repitió.
«No tan inteligente como la gente cree».