24

Unos focos iluminaban la zona de salida del campo de golf. Aún no había oscurecido y aquella intensa luz daba al lugar aspecto de escenario de rodaje cinematográfico. Mairie había alquilado tres palos y una bolsa con cincuenta bolas. Los dos primeros puestos estaban ocupados, pero a continuación se veían huecos libres. Eran puntos de salida automáticos y no hacía falta agacharse a poner la bola después de cada tiro. La zona estaba dividida en secciones de cincuenta metros porque allí nadie alcanzaba doscientos cincuenta. En el césped, una máquina parecida a una segadora en miniatura, con el conductor protegido por una tela metálica, recogía las bolas; Mairie vio que la última pista estaba ocupada por alguien con un monitor; el jugador tanteó la bola, efectuó el giro de lanzamiento y la envió a más de setenta metros.

—Mejor —mintió el monitor—, pero procure no flexionar la rodilla.

—¿Me he torcido otra vez? —comentó el alumno.

Mairie dejó la cesta metálica en el césped en la sección contigua y se puso a practicar con unos swings para relajar los hombros. Entrenador y alumno no parecieron muy contentos con su presencia.

—Perdone —dijo el monitor.

Mairie se volvió a mirarle y vio que sonreía desde su sección.

—Esta sección la tenemos alquilada.

—Pero no la usan —replicó Mairie.

—Bueno, pero la hemos pagado.

—Es nuestra —terció en tono irritado el jugador, que en ese momento reconoció a Mairie—. Oh, por Dios bendito.

El monitor se volvió hacia él.

—¿La conoce, señor Pennen?

—Es una maldita periodista —dijo Richard Pennen, y añadió a Mairie—: No sé qué es lo que quiere, pero no hago declaraciones.

—Me parece muy bien —replicó Mairie preparándose para el primer tiro.

La bola voló limpiamente en línea recta hasta el banderín de doscientos metros.

—Muy bien —comentó el monitor.

—Me enseñó mi padre —dijo ella—. Usted es profesional, ¿verdad? —añadió—. Creo haberle visto en algún torneo.

El hombre asintió con la cabeza.

—¿Sería en el Open?

—No llegué —contestó el hombre ruborizándose.

—Si han terminado la conversación… —interrumpió Richard Pennen.

Mairie se encogió de hombros y se preparó para otro tiro. Pennen se dispuso a hacer lo propio, pero renunció.

—Escuche —dijo—, ¿qué demonios quiere?

Mairie no dijo nada hasta que su pelota emprendió el vuelo y aterrizó casi a los doscientos metros, un poco desviada a la izquierda.

—Necesito afinarlo un poco —musitó, y a continuación respondió a Pennen—: Pensé que le interesaría que le hiciera una franca advertencia.

—¿Una franca advertencia a propósito de qué?

—Probablemente no saldrá en el periódico hasta el lunes —musitó ella— y así tendrá tiempo de preparar algún tipo de respuesta.

—¿Quiere provocarme, señorita…?

—Henderson —respondió ella—. Mairie Henderson; esa es la firma que verá el lunes.

—¿Y cómo se titula el artículo? ¿«Pennen Industries garantiza puestos de trabajo en Escocia en el G-8»?

—Ese aparecerá en las páginas de economía —replicó ella—, pero el mío irá en primera y el título depende del jefe de redacción —añadió fingiéndose la pensativa—. ¿Qué le parece «Gobierno y oposición implicados en un escándalo de préstamos»?

Pennen lanzó una risa seca, balanceando el palo con una mano hacia delante y hacia atrás.

—Esa es su gran exclusiva, ¿verdad?

—Bueno, me atrevería a decir que otras muchas cosas saldrán a la luz: sus manejos en Irak, sus sobornos en Kenia y otros países, pero de momento creo que me centraré en los préstamos. Un pajarito me ha dicho que ha estado financiando tanto a laboristas como a conservadores. Las donaciones se registran mientras que los préstamos pueden hacerse a escondidas. En resumen, dudo mucho que ninguno de los dos partidos sepa que apoya al rival. Claro que yo lo entiendo: Pennen se desgajó del Ministerio de Defensa de acuerdo con las decisiones adoptadas por el último gobierno conservador y los laboristas decidieron no poner trabas a cuenta de los favores que les debían a ambos.

—No hay nada ilegal en los préstamos comerciales, señorita Henderson, secretos o no —alegó Pennen, que seguía balanceando el palo de golf.

—Eso no quita para que sea un escándalo, una vez que se publique en la prensa —replicó Mairie—. Y, como le dije, ¿quién sabe qué más saldrá a la luz?

Pennen golpeó con fuerza en la divisoria con el palo.

—¿Sabe cómo hemos trabajado esta semana firmando contratos por valor de decenas de millones para la industria del Reino Unido, mientras que usted, qué hacía, aparte de remover porquería?

—Todos tenemos nuestro lugar bajo el sol, señor Pennen —replicó ella sonriente-Ya sé que lo de «señor» será por poco tiempo. Claro, con tanto dinero como ha desembolsado, el título de sir debe de estar al caer. Pero le advierto que cuando Tony Blair descubra que ha financiado a sus contrarios…

—¿Ocurre algo aquí, señor?

Mairie se volvió y vio tres uniformes de policía. El que había intervenido miraba a Pennen y los otros dos, exclusivamente a ella. Y con mala cara.

—Creo que esta mujer se marcha —musitó Pennen.

Mairie miró con parsimonia la divisoria.

—Vaya, ¿tiene una lámpara maravillosa? Cuando yo llamo a la policía, tarda media hora en aparecer.

—Hacemos una patrulla de rutina —dijo el que había hablado.

Mairie le miró de arriba abajo: uniforme sin insignias, la tez morena, pelo a cepillo y mandíbula cuadrada.

—Una pregunta —dijo—. ¿Saben que es delito la suplantación de personalidad de agente de policía?

El jefe frunció el ceño e hizo un ademán para sujetarla, pero Mairie se zafó y echó a correr por el césped hacia la salida, esquivando los tiros de las dos primeras secciones y arrancando gritos de indignación de los jugadores. Llegó a la puerta antes que sus perseguidores. La mujer de la caja le preguntó dónde estaban los palos, pero ella, sin contestar, abrió de golpe otra puerta y salió al aparcamiento, sin dejar de correr hasta su coche y pulsando el mando a distancia. No tenía tiempo de volver la cabeza. Se sentó al volante y bloqueó las portezuelas. Cuando ponía la llave de contacto, un puño golpeó el cristal. El jefe de los uniformados agarró inútilmente el picaporte de la portezuela y luego se situó delante el coche. Mairie le miró al desgaire, haciéndole comprender que le tenía sin cuidado, y pisó el acelerador.

—¡Cuidado, Jacko, la jai está loca!

Jacko tuvo que tirarse a un lado para que no le atropellase. Mairie vio por el retrovisor que se levantaba, al tiempo que un coche paraba a su lado; un vehículo también sin distintivos. Mairie entró a toda velocidad en la carretera: aeropuerto a la izquierda, centro ciudad a la derecha. Mejor la carretera de Edimburgo para darles esquinazo.

«Jacko». Recordaría aquel nombre. Uno de los otros había dicho la «jai», un término que ella sólo había oído en boca de los soldados. Se trataba de exmilitares con un bronceado de climas cálidos. Irak; empleados de seguridad privada con uniforme de policía.

Miró por el retrovisor: ni rastro de ellos. Lo que no quería decir que no fueran siguiéndola. Tomó el desvío a la A8 rebasando el límite de velocidad y lanzando ráfagas de prevención a otros automovilistas.

¿Adónde iría? A ellos no les costaría averiguar su dirección; simple bagatela para un hombre como Richard Pennen. Allan estaba ocupado con un trabajo y no volvería hasta el lunes. Bueno, podía ir al Scotsman a redactar el artículo; tenía el portátil en el maletero con toda la información, las notas, las citas y el borrador, y podía quedarse en la redacción toda la noche, a base de cafés y algo para picar, aislada del mundo exterior.

Redactando el hundimiento de Richard Pennen.

Fue Ellen Wylie quien dio a Rebus la noticia. Él, a su vez, llamó a Siobhan, quien le recogió en su coche veinte minutos más tarde para ir a Niddrie en silencio cuando ya anochecía. Habían desmontado completamente el campamento en el centro Jack Kane: no quedaban tiendas, duchas ni váteres, la mitad de las vallas habían desaparecido y ahora, en vez de vigilantes, se veían agentes de uniforme, camilleros de ambulancia y los mismos empleados del depósito que habían recogido los restos destrozados de Ben Webster al pie del castillo. Siobhan aparcó junto a la fila de vehículos. Rebus reconoció a algunos agentes de St. Leonard y de Craigmillar, que les saludaron con una inclinación de cabeza.

—No es vuestra demarcación —comentó uno de ellos.

—Pongamos que nos interesa el difunto —replicó Rebus.

Siobhan iba a su lado y se inclinó para decirle algo sin que la pudieran oír.

—No les ha llegado la noticia de que estamos suspendidos de servicio.

Rebus asintió sin decir nada. Llegaron junto a un círculo de agentes de la policía científica agachados en el escenario del crimen. El médico de servicio acababa de certificar la defunción y firmaba los formularios en una carpeta portapapeles. Centelleaban los fogonazos de los flashes de los fotógrafos y se veía el haz de las linternas buscando algún indicio en la hierba. Una docena de agentes uniformados, mientras montaban el cordón de seguridad, mantenían a raya a los curiosos: niños en bicicleta y madres con niños en carrito. No había nada que atrajera tanto a la gente como el escenario de un crimen.

Siobhan comenzó a orientarse.

—Aquí más o menos plantaron mis padres la tienda —dijo.

—Supongo que no dejarían ellos toda esta basura —dijo Rebus dando una patada a una botella de plástico.

Había restos diseminados por el parque: pancartas y octavillas, envases de comida rápida, un pañuelo y un guante, un sonajero y un pañal enrollado. Los de la científica guardaban algunos artículos en bolsas de plásticos por si había restos de sangre o huellas dactilares.

—Me encanta que tengan que analizar el ADN de eso —comentó Rebus señalando con la barbilla un condón usado—. ¿Tú crees que quizá tus padres…?

Siobhan le miró disgustada.

—Yo me quedo aquí —dijo ella.

Él alzó los hombros y siguió acercándose. El concejal Gareth Tench yacía con el tronco en tierra y las piernas dobladas, como si hubiese caído al saltar. Tenía la cabeza vuelta hacia un lado con los ojos abiertos. En la espalda de la chaqueta se apreciaba una mancha oscura.

—¿Apuñalado? —preguntó Rebus al médico.

—Tres veces y en la espalda —confirmó el hombre—. No me han parecido heridas muy profundas.

—No es necesario que lo sean —comentó Rebus—. ¿Con qué tipo de cuchillo?

—Es difícil determinarlo en este momento —contestó el médico mirando por encima de las gafas de media luna—. La hoja tendrá algo más de dos centímetros, o quizás algo menos.

—¿No falta nada?

—Lleva algo de dinero, las tarjetas de crédito y documentación. Gracias a ello se le pudo identificar —dijo el médico con una sonrisa cansina, volviendo la carpeta portapapeles hacia Rebus—. ¿Quiere firmar aquí, inspector…?

—Yo no me encargo del caso, doctor —comentó Rebus alzando las manos.

El médico se volvió hacia Siobhan, pero Rebus negó con la cabeza y se apartó con ella.

—Tres puñaladas —le dijo.

Ella miró la cara de Tench y tembló imperceptiblemente.

—¿Tienes frío? —preguntó Rebus.

—Es él; sí —musitó ella.

—¿Pensabas que era indestructible?

—No —contestó Siobhan, sin poder apartar la vista del cadáver.

—Supongo que debemos informar a alguien —dijo él mirando a su alrededor en busca de un posible candidato.

—¿Informar de qué?

—De que hemos estado dando la vara a Tench. Saldrá a relucir más pronto o más…

Ella le agarró de la mano y le arrastró hacia la pared de hormigón del centro deportivo.

—¿Qué sucede?

Pero ella no contestó hasta que consideró que estaban suficientemente apartados. Aun así, se acercó tanto a él que parecían una pareja a punto de bailar, pero la sombra le velaba el rostro.

—¡Siobhan! —exclamó él.

—¿Sabes quién lo mató? —dijo ella.

—¿Quién?

—Keith Carberry —dijo entre dientes.

Y como Rebus permanecía impasible, alzó el rostro al cielo y cerró los ojos. Él advirtió que tenía los puños cerrados y que estaba en tensión.

—¿Qué ocurre? —preguntó en voz baja—. Siobhan, ¿qué demonios has hecho?

Ella abrió finalmente los ojos, conteniendo las lágrimas y recuperando el ritmo normal de la respiración.

—Esta mañana vi a Carberry y le dijimos… —Hizo una pausa—. Le dije que quería hundir a Gareth Tench —añadió mirando en dirección al cadáver—. Debió de ser su manera de entenderlo.

Rebus aguardó a que le mirara a la cara.

—Yo le vi esta tarde —dijo—. Estaba vigilando a Tench frente al ayuntamiento. Has dicho «le dijimos», Siobhan… —añadió metiendo las manos en los bolsillos.

—¿Ah, sí?

—¿Dónde hablaste con él?

—En los billares.

—¿En los que nos dijo Cafferty? —Vio que asentía con la cabeza—. Y Cafferty estaba allí, ¿verdad? —Leyó la respuesta en sus ojos; sacó las manos de los bolsillos y dio un palmetazo en el muro—. ¡Por Dios bendito! —espetó—. ¿Tú con Cafferty? Siobhan, una vez que te tenga en sus garras no te soltará. Tenías que haberlo visto en todos estos años que me conoces.

—¿Qué hago ahora?

Él reflexionó un instante.

—Si te callas, Cafferty comprenderá que te tiene en su poder.

—Pero si hablo…

—No lo sé —comentó él—. Tal vez vuelvas a vestir el uniforme.

—Mejor será que redacte mi dimisión ahora mismo.

—¿Qué le dijo Cafferty a Carberry?

—Que nos entregara al concejal.

—¿Quién es «nos», Cafferty o la ley?

Ella se encogió de hombros.

—¿Y cómo lo iba a entregar?

—Hostia, John, no lo sé. Tú mismo viste que seguía a Tench.

Rebus miró hacia el escenario del crimen.

—De eso a darle tres puñaladas, media una gran distancia.

—Tal vez no para la mentalidad de Keith Carberry.

Rebus reflexionó un instante sobre el comentario de Siobhan.

—De momento, no hagamos nada —dijo—. ¿Quién más te vio con Cafferty?

—Únicamente Carberry. Había gente en los billares, pero arriba en el despacho sólo estuvimos los tres.

—¿Y tú sabías que Cafferty iba a estar allí? ¿Lo preparaste todo con él? Sin decírmelo —espetó Rebus para desahogar su rabia.

—Cafferty vino a mi casa anoche —confesó Siobhan.

—Dios…

—Es el dueño de los billares y sabía que Carberry iba por allí.

—Tienes que alejarte de él, Shiv.

—Lo sé.

—El mal ya está hecho, pero podemos intentar arreglarlo.

—¿Podemos?

Él la miró.

—Quiero decir «puedo».

—¿John Rebus lo arregla todo? —replicó ella con gesto un tanto adusto—. Yo misma puedo aplicarme el cuento, John. No tienes que hacer siempre de caballero andante.

Rebus puso los brazos en jarras.

—¿Has acabado de hablar con metáforas?

—¿Sabes por qué hice caso a Cafferty? ¿Por qué fui a los billares sabiendo que estaría allí? —replicó ella con voz temblorosa de emoción—. Porque me ofrecía algo que no iba a conseguir con la ley. Tú lo has visto aquí esta semana: cómo actúan los ricos y poderosos y cómo se salen con la suya. Keith Carberry fue a Princes Street aquel día porque pensó que era lo que su jefe quería. Pensó que obtendría la aprobación de Gareth Tench de cuanta violencia apeteciera.

Rebus aguardó a ver si decía algo más y luego le puso las manos en los hombros.

—Cafferty quería eliminar a Gareth Tench —dijo pausadamente— y se sirvió de ti para ello.

—Me dijo que no lo quería muerto.

—Pues a mí me dijo que sí. Y bien explícitamente, a voces.

—No le dijimos a Keith Carberry que lo matase —añadió ella.

—Siobhan —dijo Rebus—, tú misma lo has comentado hace un minuto: Keith hace lo que la gente quiere de él, la gente con poder que tiene cierto dominio en él. Gente como Tench, Cafferty y… tú —espetó señalándola con el dedo.

—¿Así que la culpa es mía? —replicó ella entornando los ojos.

—Todos cometemos errores, Siobhan.

—Ah, bien, muchas gracias —dijo ella girando sobre sus talones y echando a andar por el terreno de juego.

Rebus miró a sus pies, lanzó un suspiro y metió la mano en el bolsillo para sacar el tabaco y el encendedor.

El encendedor estaba vacío. Lo agitó, lo basculó, lo sopló, lo restregó y apenas consiguió una chispa. Se acercó a la hilera de vehículos policiales y pidió fuego a un agente uniformado. El hombre se lo ofreció, y Rebus pensó que bien podía pedirle otro favor.

—Necesito un coche patrulla —dijo mirando los pilotos de posición del coche de Siobhan, que se alejaba en la noche.

No podía creer que Cafferty la tuviera en sus garras. No; no podía creerlo. Ella había querido demostrar algo a sus padres; no simplemente que tuviera éxito en su trabajo, sino algo más importante; que vieran que todo era posible, que había soluciones para todo. Precisamente lo que le había prometido Cafferty.

Con un precio: su precio.

Siobhan había dejado de pensar como un agente de policía para volver a ser la hija de sus padres. Él mismo se había ido apartando de su familia; primero de su mujer y luego de su hermano; marginándolos porque su profesión lo requería, le exigía una dedicación incondicional y no le dejaba sitio para otras cosas… Ahora ya no había remedio.

Pero sí en el caso de Siobhan.

—¿Quiere que le llevemos? —preguntó un agente uniformado a Rebus.

Él asintió con la cabeza y subió al coche patrulla.

Primero pararon en la comisaría de Craigmillar. Tomó una taza de café mientras aguardaba a que se reuniera el equipo del DIC; lógicamente montarían allí la sala de control del homicidio. Efectivamente, los coches comenzaron a llegar. No conocía a los agentes, pero se presentó a uno de ellos.

—Hable con el sargento McManus —dijo el hombre ladeando la cara.

El sargento McManus entraba en aquel momento. Era incluso más joven que Siobhan, quizá no había cumplido aún treinta años; tenía rasgos infantiles, era alto y delgado. Rebus tuvo la impresión de que era del barrio; le dio la mano y se presentó.

—Casi pensaba que era usted un mito —dijo McManus con una sonrisa—. Me dijeron que estuvo destinado a esta comisaría bastante tiempo.

—Cierto.

—Y que trabajó con Bain y Maclay.

—Por mis pecados.

—Bueno, hace tiempo ya que no están aquí, así que no se preocupe. —Caminaban por el largo pasillo de detrás del mostrador de recepción—. ¿Qué se le ofrece, Rebus?

—Sólo quería decirle algo que debe saber.

—¿Ah, sí?

—Últimamente tuve algún enfrentamiento con el difunto.

—¿Ah, sí? —inquirió McManus mirándole.

—Estuve trabajando en el caso de Cyril Colliar.

—¿Se sustenta lo de otras dos víctimas?

Rebus asintió con la cabeza.

—Tench tuvo relación con una de ellas, un tipo que trabajó en un asilo cerca de aquí. Fue Tench quien le procuró el empleo.

—Entiendo.

—Cuando interroguen a la viuda probablemente les dirá que los de homicidios estuvieron en su casa.

—¿Usted?

—Sí, una colega y yo.

Doblaron por un pasillo a la izquierda y Rebus entró tras los pasos de McManus en la sala del DIC, donde ya se congregaba el equipo de agentes.

—¿Hay algo más que crea que debo saber?

Rebus fingió estrujarse el cerebro y, finalmente, negó con la cabeza.

—Nada más —dijo.

—¿Tench era sospechoso?

—Pues no —respondió Rebus—, pero nos preocupaba su relación con un gamberro llamado Keith Carberry.

—Yo conozco a ese Keith —dijo McManus.

—Compareció ante el juez acusado de alteración del orden en Princes Street y a la salida del juzgado el concejal Tench estaba esperándole. Parecían bastante amigos. Por una grabación de las cámaras de vigilancia en la que Carberry golpea a un transeúnte cabía pensar que se trataba de una imputación más grave. A la hora del almuerzo yo estuve en el ayuntamiento hablando con el concejal Tench y al marcharme vi a Carberry observando desde la acera de enfrente.

Rebus concluyó su relato alzando los hombros como dando a entender que no tenía idea de lo que podía significar. McManus le miraba.

—¿Carberry les vio a ustedes dos juntos? ¿Y eso fue a la hora del almuerzo?

—A mí me dio la impresión de que vigilaba al concejal.

—¿No se acercó a preguntárselo?

—Estaba ya en el coche y lo vi por el retrovisor.

McManus se mordisqueó el labio inferior.

—Necesito resolver este caso rápidamente —dijo casi para sus adentros—. Tench gozaba de popularidad porque hizo muchas cosas buenas en esta zona y habrá gente muy soliviantada.

—Sin duda —asintió Rebus—. ¿Conocía al concejal?

—Era amigo de mi tío desde que iban al colegio.

—Usted es del barrio —afirmó Rebus.

—Me crie a la sombra del castillo de Craigmillar.

—O sea, que conocía desde hace tiempo al concejal.

—Hace sus buenos años.

Rebus procuró que la pregunta sonase intrascendente.

—¿Nunca oyó rumores sobre él?

—¿Qué clase de rumores?

—No sé… Lo habitual, asuntos de faldas, dinero que desaparece de las arcas…

—Por favor, aún está tibio —protestó McManus.

—Era un decir —alegó Rebus—. No trato de insinuar nada.

McManus miró hacia su equipo de siete agentes, incluidas dos mujeres, que fingían no escucharles. Se apartó de Rebus y se situó frente a los agentes.

—Hay que ir a su casa y dar la noticia a la familia para que alguien haga la identificación oficial. Después —añadió casi volviéndose hacia Rebus— traemos a Keith Carberry para hacerle unas preguntas.

—¿Como, por ejemplo, «dónde está el cuchillo, Keith»? —dijo uno de los agentes.

McManus no dijo nada.

—Ya sé que esta semana han estado aquí Bush, Blair y Bono, pero Gareth Tench era un personaje en Craigmillar. Así que hay que esmerarse. Cuantas más casillas podamos rellenar, mejor.

Se oyeron débiles gruñidos. A Rebus le dio la impresión de que McManus gozaba de estima entre sus hombres y que estos harían de buena gana horas extra.

—¿Hay horas extra? —preguntó uno.

—¿No has tenido bastante con el G-8, Ben? —replicó McManus.

Rebus permaneció indeciso un momento sin saber si decir «gracias» o «buena suerte», pero McManus ya sólo prestaba atención al nuevo caso y se dedicaba a distribuir las tareas.

—Ray, Bárbara, comprobad si hay grabación de cámaras de seguridad en los terrenos del centro Jack Kane. Billy, Tom, id a meter prisa a nuestro estimado patólogo, y lo mismo a esos gandules del equipo forense. Jimmy, tú y Kaye id a por Keith Carberry y hacedle sudar en el calabozo hasta que yo vuelva. Ben, tú vienes conmigo a casa del concejal en Duddingston Park. ¿Alguna pregunta?

No hubo preguntas.

Rebus se alejó por el pasillo, rogando al cielo que Siobhan quedase al margen. Pero era una incógnita, porque McManus no le debía ningún favor y Carberry podría cantar, pero sería un inconveniente que podrían subsanar. Él ya iba elucubrando una historia al respecto.

«La sargento Clarke sabía que Keith iba a jugar a los billares de Restalrig. Cuando ella llegó, el propietario, Morris Gerald Cafferty, estaba en el local…»

Dudaba mucho que McManus se lo tragara. Podían negar que hubiese tenido lugar aquella reunión, pero habría testigos. Además, negarlo sólo les serviría si Cafferty colaboraba, y si accedía sería únicamente para comprometer más a Siobhan, y ella hipotecaría su futuro; lo mismo que él. Por eso, en recepción, pidió otro coche patrulla para ir a Merchiston.

Los agentes del coche patrulla era charlatanes, pero no le preguntaron qué iba a hacer allí, pensando, tal vez, que los agentes del DIC podían permitirse una vivienda en aquella zona tranquila de calles bordeadas de árboles con casas de estilo victoriano aisladas por setos y tapias. La iluminación de las calles era discreta, para no turbar el sueño de los residentes, y las amplias calles estaban casi desiertas, sin problemas de aparcamiento, pues, además, cada casa contaba con una amplia entrada propia capaz para media docena de coches. Rebus ordenó al conductor parar en Ettrick Road, para mayor discreción. Los agentes tardaron en arrancar con intención de ver en qué casa entraba, pero él les dijo adiós con la mano y se detuvo a encender un cigarrillo. Uno de los agentes le había obsequiado con una docena de cerillas. Restregó una de ellas contra un muro mientras observaba que el coche patrulla ponía el intermitente derecho al final de la calle. Él giró a la derecha al final de Ettrick Road; no se veía el coche ni podía estar oculto en parte alguna. Tampoco había señal de vida, tráfico ni peatones, ni llegaba ningún ruido desde atrás de las gruesas tapias de piedra. Todo eran ventanales protegidos por contraventanas de madera, y los céspedes para jugar a los bolos y al golf estaban desiertos. Volvió a girar a la derecha, caminó hasta la mitad de aquella calle y se detuvo ante un seto de acebo. El porche de la casa, flanqueado por columnas de piedra, estaba iluminado. Rebus cruzó la cancela abierta y llamó al timbre. Dudó en dirigirse a la parte de atrás, donde, en su última visita, pudo comprobar que había un jacuzzi, pero la gruesa puerta de madera se abrió con una sacudida y ante él apareció un joven con cuerpo de gimnasio y camiseta negra para mayor resalte.

—Ve con cuidado con los anabolizantes —dijo Rebus—. ¿Está el amo en casa?

—No quiere nada de lo que venda.

—Yo vendo salvación, hijo. Todos necesitan un poquito, incluso tú.

Por detrás del joven, Rebus vio un par de piernas femeninas bajando la escalera. Eran unos pies descalzos y unas piernas esbeltas y bronceadas cortadas por el albornoz blanco. La mujer se detuvo y se agachó para ver quién estaba en la puerta. Rebus la saludó con la mano y ella, muy educada, le devolvió el saludo a pesar de no conocerle, y, a continuación, dio media vuelta y subió la escalera.

—¿Trae mandamiento judicial? —preguntó el guardaespaldas.

—Acabáramos —exclamó Rebus—. Mira, tu jefe y yo nos conocemos hace mucho tiempo y ese es el cuarto de estar —añadió señalando una de las numerosas puertas del vestíbulo— donde voy a esperarle.

Dio un paso para entrar, pero el joven se lo impidió poniéndole la palma de la mano en el pecho.

—El jefe está ocupado —dijo.

—Jodiendo con una de sus empleadas —comentó Rebus—, lo que significa que tendré que esperar un par de minutos, y eso contando con que no le dé un ataque cardíaco —añadió mirando aquella mano que le oprimía como una pesa y luego al guardaespaldas—. ¿Te das cuenta de lo que haces? —añadió—. Porque esto lo recordaré cada vez que nos encontremos, hijo, y por muchos fallos de memoria que se me achaquen, tengo ganado un puñado de medallas por saber guardar rencor.

—Y la cuchara de palo de la inoportunidad —ladró una voz desde lo alto de la escalera.

Big Ger Cafferty bajaba ciñéndose con el albornoz su voluminoso físico. Tenía alborotado el poco pelo que le quedaba y rojas las mejillas del sofoco.

—¿Qué cuernos le trae aquí? —gruñó.

—Como coartada es muy floja —replicó Rebus—. Un guardaespaldas y una novia a la que seguramente pagas por horas…

—¿Para qué necesito coartada?

—Lo sabes de sobra. Tienes la ropa en la lavadora, ¿no? Pero la sangre no desaparece tan fácilmente.

—¿Qué bobadas está diciendo?

Pero Rebus advirtió que Cafferty mordía el anzuelo: era el momento de largar carrete.

—Gareth Tench ha muerto —dijo—. Apuñalado por la espalda; tu estilo, lo más probable. ¿Quieres que hablemos delante de Arnie o pasamos al salón?

Cafferty le miró imperturbable. Sus ojos eran dos agujeros negros impenetrables y su boca una línea prieta. Metió las manos en los bolsillos y dirigió al guardaespaldas una imperceptible señal con la cabeza. Este apartó su mano y Rebus entró tras Cafferty al espacioso estudio. Del techo pendía una araña y junto al ventanal había un piano de cola, con sendos altavoces a cada lado, más el último grito en aparatos de alta fidelidad contra una pared. Los cuadros eran audaces y modernos, con fuertes manchas de color, y sobre la chimenea colgaba un ejemplar enmarcado del libro de Cafferty. Este se dirigió al mueble bar, dando la espalda a Rebus.

—¿Whisky? —preguntó.

—¿Por qué no? —contestó él.

—¿Apuñalado, ha dicho?

—Tres puñaladas. Junto al centro Jack Kane.

—Asunto del barrio —dijo Cafferty—. ¿Algún atraco malparado?

—Ya sabes que no.

Cafferty se volvió y tendió un vaso a Rebus. Era malta de calidad, oscuro y turbio. Rebus, sin mediar brindis, lo degustó en la boca antes de deglutirlo.

—Tú querías que muriese —prosiguió Rebus, mirando a Cafferty, que daba un sorbito al vaso—. Te oí en persona vociferar y despotricar.

—Fue una reacción impulsiva —admitió Cafferty.

—Un estado en el que habrías sido capaz de cualquier cosa.

Cafferty miró uno de los cuadros hecho con brochazos de blanco sobre un fondo de crudos, grises y rojos.

—No voy a mentirle, Rebus. No lamento que haya muerto. Con ello mi vida será un poco más fácil, pero yo no tengo nada que ver.

—Yo creo que sí.

Cafferty enarcó imperceptiblemente una ceja.

—¿Y qué dice Siobhan?

—Precisamente por ella estoy aquí.

Cafferty sonrió.

—Ya me lo imaginaba —dijo—. ¿Le contó lo de nuestra charla con Keith Carberry?

—Tras la cual dio la casualidad de que yo le vi espiando a Tench.

—Lo haría por propia iniciativa.

—¿No se lo ordenaste tú?

—Pregunte a Siobhan, que estuvo presente.

—Se llama sargento Clarke, Cafferty, y no te conoce como te conozco yo.

—¿Han detenido a Carberry? —preguntó Cafferty dejando de mirar el cuadro.

Rebus asintió despacio con la cabeza.

—Y me apuesto algo a que canta. Así que si tú le dijiste algo al oído…

—Yo no le dije nada. Si afirma lo contrario, miente. Y tengo a la sargento por testigo.

—A ella no la mezcles, Cafferty —comentó Rebus en tono conminatorio.

—¿O…?

Rebus negó terminantemente con la cabeza.

—No la mezcles —repitió.

—Ella me gusta, Rebus. Cuando por fin a usted le llegue la hora de que le arrastren pataleando y llorando a las benévolas sombras crepusculares, creo que quedará en buenas manos.

—Apártate de ella y no le dirijas la palabra —replicó Rebus en un tono casi de plegaria.

Cafferty sonrió satisfecho, apuró el whisky, se pasó la lengua por los labios y lanzó un hondo suspiro.

—Quien debe preocuparle es el chico. Apuesto algo a que hablará. Si lo hace, puede acabar mezclando en el asunto a la sargento Clarke. —Hizo una pausa comprobando que Rebus le prestaba atención—. Claro que podríamos asegurarnos de que no hable…

—Ojalá Tench estuviera vivo —musitó Rebus—, porque ahora sí que le ayudaría a hundirte.

—Rebus, es más veleidoso que un día de verano en Edimburgo. La semana que viene estará lanzándome besitos con la mano —dijo Cafferty poniendo boquita de piñón—. Acaban de suspenderle de servicio. ¿Cree que puede permitirse hacerse más enemigos? ¿Cuánto tiempo hace desde que comenzaron a sobrepasar en número a sus amigos?

Rebus miró a su alrededor.

—No veo yo que tú des muchas fiestas.

—No lo ve porque nunca le invito, salvo a la presentación del libro —replicó Cafferty señalando con la barbilla hacia la chimenea.

Rebus volvió a mirar el libro enmarcado.

Transformación: La vida inconformista de un hombre llamado Mr. Big.

—Yo nunca he oído que te llamaran mister Big —comentó Rebus.

Cafferty se encogió de hombros.

—Fue idea de Mairie, no mía. Tengo que llamarla porque parece que me rehúye. Supongo que no será por intervención suya.

Rebus no replicó.

—Ahora que Tench ha desaparecido, extenderás tus tentáculos por Niddrie y Craigmillar.

—¿Ah, sí?

—Con Carberry y los de su calaña como peones propios.

Cafferty contuvo la risa.

—¿Quiere que tome nota? Me gustaría no olvidar esta conversación.

—Hablaste con Carberry esta mañana y le diste instrucciones, como la única forma de salvar el pellejo.

—Está asumiendo que yo fui el único que habló con ese Carberry —replicó Cafferty sirviéndose un chorro de whisky.

—¿Quién más?

—Tal vez a Siobhan se le fuera la mano. ¿No querrán interrogarla? —añadió Cafferty mostrando la punta de la lengua.

—¿Con quién más hablaste sobre Gareth Tench?

Cafferty agitó el líquido del vaso.

—Se supone que el policía es usted. Yo no puedo estar siempre haciendo su trabajo.

—El día del Juicio se acerca, Cafferty. Para ti y para mí. —Rebus hizo una pausa—. Lo sabes, ¿verdad?

El gángster meneó despacio la cabeza.

—Ya me imagino a nosotros dos en una tumbona; hace calor, sí, pero tenemos bebidas frescas y hablamos de las diferencias que tuvimos en los viejos tiempos cuando se sabía quiénes eran los buenos y quiénes los malos. Algo que deberíamos haber aprendido esta semana es que todo puede cambiar de pronto. Las protestas se apagan, la pobreza se olvida, se refuerzan ciertas alianzas y otras se debilitan. Todos los esfuerzos quedan a un lado y las voces callan. En un santiamén —añadió chasqueando los dedos—. Y todo el afanoso quehacer resulta una minucia sin importancia, ¿no le parece? ¿Y cree que va a acordarse alguien de Gareth Tench dentro de un año? —espetó apurando otra vez el vaso—. Bien, ahora tengo que irme arriba. Entiéndame, no es que no me agraden nuestras charlas —dijo poniendo el vaso en la mesa y dirigiendo un ademán a Rebus para que hiciera lo propio.

Al salir del cuarto apagó la luz y murmuró algo sobre su aportación a la reducción del calentamiento global.

El guardaespaldas continuaba en el vestíbulo, brazos caídos y manos juntas.

—¿Has trabajado alguna vez de gorila? —preguntó Rebus—. Uno de tus colegas llamado Colliar acabó en una mesa de acero inoxidable. Es uno de los incentivos del empleo que desempeñas.

Cafferty subía ya la escalera. A Rebus le alegró ver que tenía que agarrarse al pasamanos para salvar los escalones. Pero la verdad era que él también hacía lo mismo cuando volvía al piso.

El guardaespaldas abrió la puerta y Rebus salió bruscamente, rozándole, sin que el joven se inmutara. Tras oír el portazo a sus espaldas permaneció un instante en el camino de entrada, luego ganó la cancela, la cruzó y cerró de golpe. Frotó otra cerilla, encendió un pitillo andando y se detuvo bajo una de las farolas de discreta potencia. Sacó el móvil y marcó el número de Siobhan, pero no contestaba. Siguió hasta el final de la calle y, cuando regresaba sobre sus pasos, un zorro esquelético salió del camino de entrada de una casa y entró en la contigua. Empezaba a vérselos a menudo en Edimburgo campando sin ningún temor o recato y mirando a los seres humanos con desdén y desagrado. Habían prohibido su caza y los habitantes de las zonas urbanas les dejaban restos de comida. Apenas parecían depredadores, pero lo eran por naturaleza.

Depredadores a los que se daba trato de animales domésticos. Una transformación.

Transcurrió otra media hora hasta que oyó llegar el taxi con su runrún de motor diésel tan característico, como un gorjeo de pájaro. Subió al asiento trasero, cerró la portezuela y dijo al taxista que esperaban a otra persona.

—No recuerdo si se paga al contado o es abono —añadió.

—Es por abono.

—De MGC Holdings, ¿verdad?

—De The Nook —respondió el taxista.

—¿Con destino a?

El taxista se volvió en el asiento.

—Oiga, amigo, ¿qué juego es este?

—No es ningún juego.

—En la hoja de ruta figura el nombre de una mujer, y si busca una puta llame a uno de esos programas de consolación de la radio.

—Gracias por el consejo —dijo Rebus agazapándose en el rincón.

Se abrió y se cerró la puerta de casa de Cafferty. Oyó un taconeo en la acera y al abrirse la portezuela se esparció el aroma de un perfume.

—Sube —dijo Rebus antes de que la mujer tuviera tiempo de decir nada—. Sólo quiero que me dejes en casa.

La mujer titubeó un instante, pero finalmente entró en el taxi y se sentó lo más distante posible de Rebus. El vio que el botón rojo estaba encendido y que el taxista podía oír lo que hablaban, pero encontró la llave correspondiente y lo apagó.

—¿Trabajas en The Nook? —preguntó en voz baja—. No sabía que Cafferty echara allí sus zarpas.

—¿A usted qué le importa? —replicó la mujer.

—Es por dar conversación. ¿Eres amiga de Molly?

—No sé quién es.

—Iba a preguntarte cómo estaba. Yo soy el que se llevó al diplomático del local la otra noche.

La mujer le miró despacio.

—Molly está bien —dijo finalmente—. ¿Cómo sabía que no iba a tener que esperar hasta que amaneciera? —añadió.

—Pura psicología —respondió él alzando los hombros—. Nunca me ha parecido que Cafferty sea de los que dejen que la mujer se quede toda la noche.

—Muy listo —comentó ella esbozando una leve sonrisa.

Dentro del taxi era difícil distinguir bien sus rasgos. Iba bien peinada, con labios brillantes de carmín y perfumada; lucía joyas, tacones altos y un abrigo tres cuartos que dejaba ver por la abertura una prenda mucho más corta. Mucho maquillaje y exageradas pestañas.

Rebus probó de nuevo.

—¿Así que Molly está bien?

—Que yo sepa.

—¿Qué tal Cafferty como jefe?

—Bien —le contestó ella volviéndose hacia el cristal de la ventanilla, haciendo que la luz bañara la mitad de su rostro—. Me habló de usted…

—Soy policía.

Ella asintió con la cabeza.

—Cuando oyó su voz en el vestíbulo fue como si cambiara de onda.

—Yo causo ese efecto. ¿Vamos a The Nook?

—Yo vivo en Grassmarket.

—Muy a mano para tu trabajo —comentó Rebus.

—¿Qué es lo que quiere?

—¿Aparte de la carrera a expensas de Cafferty? —dijo Rebus encogiéndose de hombros—. Pues tal vez nada más que averiguar cómo es que hay gente que se acerca a él, porque, la verdad, empiezo a creer que tiene un virus y que afecta a todo lo que toca.

—Usted le conoce hace más tiempo que yo —replicó ella.

—Cierto.

—¿O sea que es inmune?

—No, no soy inmune —contestó él negando con la cabeza.

—A mí, aún no me ha afectado —añadió ella.

—Me alegro… pero el mal no siempre es inmediato.

Giraron hacia Lady Lawson Street y el taxista puso el intermitente derecho. En un minuto llegarían a Grassmarket.

—¿Ha terminado su sermón de buen samaritano? —preguntó ella volviéndose hacia él de frente.

—Allá tú con tu vida…

—Exacto —espetó ella inclinándose hacia la divisoria del taxi—. Pare después del semáforo.

El taxista frenó y comenzó a rellenar el resguardo de abono, pero Rebus le dijo que tenía que llevarle a otro sitio. La mujer se bajó del vehículo y él aguardó a que dijera algo, pero ella cerró con fuerza la portezuela, cruzó la calle y desapareció por un callejón oscuro. El taxista esperó a arrancar hasta ver un rayo de luz al abrirse el portal.

—Con los tiempos que corren, siempre me gusta asegurarme —comentó a Rebus—. ¿Adónde vamos, jefe?

—Dé media vuelta y déjeme en The Nook —dijo Rebus.

Fue un trayecto de dos minutos, al final del cual Rebus dijo al hombre que añadiera veinte libras de propina, firmó con su nombre y le devolvió el albarán.

—¿Está seguro, jefe? —inquirió el taxista.

—No es problema cuando lo paga otro —respondió él bajando.

Los porteros de The Nook le reconocieron, aunque no muy contentos de volver a verle.

—¿Qué, mucho trabajo, muchachos? —dijo Rebus.

—Los días de paga no falta. Y esta ha sido una buena semana de horas extra.

Rebus comprendió la alusión nada más entrar. Un numeroso grupo de policías bebidos acaparaba a las tres bailarinas en una mesa abarrotada de copas de champán y vasos de cerveza. No eran los únicos en dar la nota, porque al fondo del local una pandilla en despedida de soltero jaleaba también la competición. Rebus no conocía a los agentes pero hablaban con acento escocés; era la última noche en Edimburgo para la abigarrada compañía antes de regresar con sus esposas y novias a Glasgow, Inverness, Aberdeen…

En el pequeño escenario central evolucionaban dos mujeres y una tercera se contorsionaba encima de la barra para fruición de los que bebían allí sentados; se agachó para abrirse de piernas y que uno le metiera un billete de cinco libras en el tanga, recompensándole con un beso en la mejilla picada de viruelas. Sólo había un taburete libre y Rebus lo ocupó. De detrás de una cortina surgieron dos bailarinas que comenzaron a evolucionar entre las mesas. No podía saberse si salían de ejecutar un número de baile privado o de fumarse un cigarrillo. Una de ellas se acercó a Rebus, pero su sonrisa se quebró al verle decir «no» con la cabeza: el camarero le preguntó qué tomaba.

—No tomo —contestó él—. Sólo quiero que me preste el encendedor.

Un par de tacones altos se detuvieron frente a él y la propietaria se agachó contoneándose hasta que los ojos de ambos estuvieron a la misma altura. Rebus encendió morosamente el pitillo, dándole a entender que quería hablar con ella.

—Dentro de cinco minutos tengo un descanso —dijo Molly Clark—. Ronnie —añadió volviéndose hacia el camarero—: ponle una copa a este amigo.

—Muy bien —contestó Ronnie—, lo cargo a tu cuenta.

Ella, sin replicar, se incorporó y se alejó a pasitos hacia el otro extremo de la barra.

—Un whisky, Ronnie, por favor —dijo Rebus guardándose a hurtadillas el encendedor—. Y el agua me la pongo yo.

A pesar de ello, habría jurado que lo que le sirvió de la botella ya tenía su buena adulteración y esgrimió un dedo hacia el camarero.

—Hable con Regulación de Comercio si quiere —se apresuró a contraatacar el hombre.

Rebus dejó la copa a un lado y se dio la vuelta en el taburete como centrando el interés en las bailarinas. ¿Qué es lo que diferenciaba a aquellos hombres?, pensó. Muchos tenían bigote, todos iban con buen corte de pelo; casi todos conservaban la corbata, pero con la chaqueta colgada en el respaldo de la silla, y eran de diversa edad y contextura física, pese a lo cual daba la impresión de que había algo «uniforme» en ellos. Se comportaban como una tribu aparte, distinta al resto y máxime cuando habían estado toda la semana encargados de la capital y se consideraban sus poderosos e invencibles amos.

«Mira mis obras…»

¿Se veía Gareth Tench a sí mismo así también? Rebus pensó que no era tan sencillo. Tench sabía que era falible, pero, pese a ello, no cedía en sus intentos.

Rebus había meditado sobre la inconsistente conjetura de que fuese el asesino y sus «obras» la modesta galería de horrores de Auchterarder. Decidido a librar al mundo de monstruos, Cafferty incluido, la muerte de Cyril Colliar era un envite, y una investigación negligente habría concluido en Cafferty como principal objetivo. Además, Tench conocía a Trevor Guest, le había ayudado y luego, indignado al leer su historial en la página de Internet, debió de sentirse frustrado…

Pero quedaba Fast Eddie Isley, sin vinculación con Tench, y él era la primera víctima poniendo en marcha el asunto. Y ahora Tench había muerto y las culpas recaían sobre Keith Carberry.

«¿Con quién más has hablado de Gareth Tench?»

«El policía es usted».

Una evasiva que no colaba. Rebus cogió el vaso por hacer algo. Las bailarinas del escenario evolucionaban con cara de aburrimiento deseando moverse entre las mesas de abajo donde los hombres se gastaban la paga por una miradita al sujetador o al exiguo tanga. Seguro que hacían turnos rotativos y les llegaría su momento, pensó. Entraron unos con aspecto de ejecutivos y uno de ellos hizo aspavientos de agobio por la música atronadora. Era gordo y de movimientos torpes, pero allí nadie se reiría de él; era la ventaja de un local como The Nook, donde no existían inhibiciones.

Rebus pensó en la década de los setenta, cuando la mayoría de los bares de Edimburgo tenían un espectáculo de strip-tease con almuerzo y los clientes se tapaban la cara con la pinta de cerveza cuando la bailarina miraba en su dirección. Todo aquel pudor se había desvanecido en pocas décadas. Los ejecutivos comenzaron a jalear al iniciar una de las bailarinas un contoneo frente a la mesa de los policías, mientras la víctima permanecía sentada con las piernas separadas y las manos en las rodillas, sonriente y abochornada.

Molly se acercó a Rebus, que no había advertido que había terminado su número.

—Dos minutos que me ponga un abrigo y nos vemos fuera —dijo ella.

Él asintió con la cabeza como ausente.

—¿En qué piensa? —preguntó ella con curiosidad.

—En cómo ha cambiado esto del sexo con los años. Antes éramos un país muy timorato.

—¿Y ahora?

La bailarina balanceaba las caderas a dos centímetros de la nariz de su víctima.

—Ahora —contestó Rebus—, pues ya ves…

—¿Te lo ponen en la cara? —aventuró ella.

Él asintió con la cabeza y dejó el vaso vacío en la barra.

Ella le ofreció un cigarrillo. Se había puesto un abrigo negro largo de lana y estaba apoyada en la fachada de The Nook, alejada de los porteros para que no oyeran lo que hablaban.

—En el piso no fumabas —comentó Rebus.

—Porque Eric es alérgico al humo.

—De Eric quería hablarte yo —dijo Rebus simulando mirar atentamente la punta del cigarrillo.

—¿Qué pasa? —le preguntó ella cambiando el peso de un pie a otro.

Él advirtió que había cambiado los zapatos de tacones de aguja por zapatillas de deporte.

—La primera vez que hablamos me dijiste que está al corriente de cómo te ganas la vida.

—¿Y?

Rebus alzó los hombros.

—No quiero que lo pase mal y por eso creo que debes dejarle.

—¿Dejarle?

—Para que no tenga que decirle yo que has estado sacándole información y pasándosela a tu jefe. Mira, acabo de hablar con Cafferty y de pronto lo he visto claro. Él sabe cosas que no tenía por qué saber, cosas que provienen directamente del cuerpo, y, ¿quién mejor que Cerebro para saberlas?

Ella lanzó un bufido.

—Usted le llama Cerebro… ¿Por qué no le concede algo más de mérito?

—¿Qué quieres decir?

—Usted cree que yo soy la mala, el gancho que, con mimos, obtiene información del pobre bobo —dijo ella pasándose un dedo por el labio superior.

—Bueno, no sólo eso; a mí me parece que vives con Eric porque Cafferty te lo ordena y… probablemente estimula tu enganche a la cocaína para sacar partido de ello. El día que nos conocimos creí que era puro nerviosismo.

Ella no se molestó en negarlo.

—En cuanto Eric deje de ser útil —prosiguió Rebus— le dejarás tirado como una colilla. Mi consejo es que lo hagas ahora mismo.

—Rebus, le he dicho que Eric no es idiota. Él ha estado constantemente al corriente de todo.

Rebus entornó los ojos.

—En su piso, dijiste que tú habías impedido que aceptara otros trabajos, ¿cómo se lo tomará cuando sepa que fue porque a tu jefe de nada podía servirle en el sector privado?

—Él me cuenta cosas porque quiere y sabe perfectamente adónde van a parar —añadió ella.

—La trampa de la miel —musitó Rebus.

—Una vez que se prueba… —dijo ella en tono irónico.

—Bien, de todos modos, vas a dejarle —insistió Rebus.

—¿Y si no? —replicó ella taladrándole con la mirada—. ¿Irá a contarle algo que él ya sabe?

—Tarde o temprano, Cafferty naufragará. ¿Quieres compartirlo?

—Yo sé nadar bien.

—No es en el agua donde acabarás, Molly. El tiempo que pases en la cárcel arruinará tu figura, te lo aseguro. Escucha, pasar datos confidenciales a un criminal es delito grave.

—Rebus, si me mete en la cárcel, Eric irá detrás. Piénselo.

—Habrá que pagar un precio —dijo Rebus tirando la colilla—. Mañana a primera hora hablaré con él, y más vale que tengas preparadas las maletas.

—¿Y si el señor Cafferty se niega?

—No se negará, porque una vez descubierta tu identidad, el DIC puede pasar información falsa para hacerle picar y echarle el guante.

Ella no apartaba los ojos de él.

—¿Por qué no lo hacen? —preguntó.

—De las operaciones de intoxicación hay que informar a la superioridad y eso sí que sería la ruina de Eric. Tú lárgate y yo le salvo. Tu jefe ya ha destrozado bastantes vidas, Molly. Yo sólo quiero compensarlo en parte —dijo sacando el tabaco del bolsillo y ofreciéndole un cigarrillo—. ¿Qué me dices?

—Es tu turno —dijo uno de los porteros, pulsando el auricular—. Hay tres filas de clientes.

Ella miró a Rebus.

—Es mi turno —repitió, dirigiéndose hacia la puerta de artistas.

Rebus la vio alejarse, encendió otro cigarrillo y decidió que le sentaría bien volver a casa cruzando los Meadows.

Cuando abría la puerta sonó el teléfono. Lo cogió sentado en el sillón.

—Rebus —dijo.

—Soy yo —anunció Ellen Wylie—. ¿Qué demonios ha sucedido?

—¿A qué te refieres?

—Acabo de hablar con Siobhan por teléfono y no sé lo que usted le habrá dicho, pero está fuera de sí.

—Se cree en parte responsable de la muerte de Gareth Tench.

—Yo he intentado decirle que está loca.

—De algo habrá servido —dijo Rebus encendiendo las luces. Quería tenerlas todas; no sólo las del cuarto de estar, sino en la cocina, el baño y el dormitorio.

—Parecía muy cabreada con usted.

—No hace falta que lo digas con tanta alegría.

—¡Me he pasado veinte minutos calmándola! —gritó Wylie—. ¡No intente insinuar que esto me divierte!

—Perdona, Ellen —dijo Rebus serio, sentándose al borde de la bañera con los hombros caídos y el teléfono sujeto con la barbilla.

—Estamos cansados, John, ese es el problema.

—Creo que mi problema es algo peor, Ellen.

—Pues no se preocupe mucho; no es la primera vez.

Él expulsó aire.

—¿Y en qué quedó lo de Siobhan al final? —preguntó.

—A lo mejor mañana se habrá calmado. Yo le dije que fuese a ver T in the Park para desahogarse.

—No es mala idea.

Pero él tenía pensado ir a Borders aquel fin de semana y ahora tendría que hacer el viaje al sur en solitario. A Ellen no podía pedirle que fuera porque no quería que se enterara Siobhan.

—Al menos podemos descartar a Tench como sospechoso —dijo Wylie.

—Tal vez.

—Siobhan me dijo que iban a detener al chico de Niddrie.

—Probablemente ya estará detenido.

—Entonces, ¿no tienen nada que ver con la Fuente Clootie y Vigilancia de la Bestia?

—Pura coincidencia.

—¿Y ahora qué?

—Tu idea de un descanso el fin de semana es lo mejor. El lunes volvemos todos al trabajo, a ver si organizamos bien la investigación.

—¿Así que no me necesita?

—Hay sitio para ti si quieres, Ellen. Tienes cuarenta y ocho horas por delante para pensarlo.

—Gracias, John.

—Pero hazme un favor… Llama a Siobhan mañana y dile que estoy preocupado.

—¿Preocupado y que lo lamenta?

—Díselo como tú creas conveniente. Buenas noches, Ellen.

Cortó la comunicación y se miró en el espejo del cuarto de baño. Le sorprendió no ver quemaduras en carne viva. Era piel casi del color cetrino habitual; necesitaba un afeitado, estaba despeinado y tenía ojeras. Se dio unos palmetazos en las mejillas y fue a la cocina a hacerse un café de sobre —solo, porque la leche estaba agria— y se sentó a la mesa del cuarto de estar. Las mismas caras le miraban desde la pared: Cyril Colliar, Trevor Guest y Edward Isley.

En la tele seguirían hablando de las explosiones de Londres. Los expertos expondrían lo que habría debido hacerse y lo que había que hacer y el resto de las noticias pasaría a un segundo plano. Y a él aún le quedaban aquellos tres homicidios por resolver. Mejor dicho, a Siobhan, ahora que lo pensaba, porque el jefe supremo la había encargado a ella del caso. Y estaba Ben Webster, cada vez más relegado al olvido, desplazado por el ciclo de los informativos.

«Nadie te reprocha que te lo tomes con calma».

Apoyó la cabeza en los brazos cruzados y vio al bien alimentado Cafferty bajar la escalera de un millón de libras; a Siobhan cayendo en la trampa; a Cyril Colliar haciendo sus maldades, a Keith Carberry haciendo el trabajo sucio y Molly y Eric Bain más trabajo sucio. Cafferty bajando la escalera, perfumado, recién salido de la ducha oliendo a rosas.

Cafferty el gángster conocía el nombre de Steelforth.

Cafferty el autor conocía personalmente a Richard Pennen.

«¿Con quién más…?» «¿Con quién más has hablado?»

Cafferty mostrando la punta de la lengua. «Tal vez la propia Siobhan…»

No, Siobhan no. Rebus había visto su reacción en el escenario del crimen: ella no sabía nada.

Lo que no quería decir que no hubiera deseado que ocurriera, que no hubiese consentido que se produjera mirando un segundo de más a Cafferty a los ojos.

Rebus oyó un avión tomando altura hacia el oeste. No había en Edimburgo muchos vuelos nocturnos, y pensó si no sería Tony Blair o alguno de sus acólitos. Gracias, Escocia, y buenas noches. Los mandatarios del G-8 habrían disfrutado de lo mejor que tenía el país: paisaje, whisky, ambiente y comida. Los canapés hechos polvo cuando explotó el autobús rojo de Londres. Y, entre tanto, había tres muertos malos y un muerto bueno —Ben Webster—, y otro que no tenía muy claro cómo era. Probablemente Gareth Tench actuase con toda buena intención, pero con la conciencia martilleada por plegarse a las circunstancias.

O a lo mejor estaba a punto de arrebatar a Cafferty su marchita corona.

Rebus dudaba mucho que llegara a saberlo. Miró el teléfono que descansaba en la mesa: siete cifras le conectarían con el piso de Siobhan, siete leves pulsaciones en el teclado. ¿Por qué le costaba tanto?

—¿Qué te hace pensar que no está mejor sin ti? —se sorprendió diciendo al objeto plateado.

Este respondió con un pitido y él alzó la cabeza y lo cogió con ansia, pero el aparato simplemente le prevenía de que estaba agotándose la batería.

—Como la mía —musitó, levantándose despacio en busca del recargador.

Acababa de enchufarlo cuando sonó: Mairie Henderson.

—Buenas noches, Mairie —dijo.

—¿John, dónde estás?

—En casa. ¿Qué ocurre?

—¿Puedo enviarte un correo electrónico? Es el artículo que estoy escribiendo sobre Richard Pennen.

—¿Necesitas mi experiencia como corrector de pruebas?

—Es que quería…

—¿Qué ha ocurrido, Mairie?

—He tenido un tropezón con tres gorilas de Pennen. Iban de uniforme, pero no eran policías.

Rebus se sentó en el brazo del sillón.

—¿Uno de ellos llamado Jacko?

—¿Cómo lo sabes?

—Yo también me lo tropecé. ¿Qué sucedió?

Mairie le explicó el incidente, añadiendo que sospechaba que habían pasado algún tiempo en Irak.

—¿Y ahora tienes miedo y quieres por eso que quede copia de tu artículo? —dijo Rebus.

—Voy a enviar unas cuantas.

—Pero no a otros periodistas, ¿verdad?

—No, prefiero evitar tentaciones.

—Los escándalos no tienen derechos de autor —comentó Rebus—. ¿Quieres llevar las cosas más lejos?

—¿A qué te refieres?

—A que es lo que tú dices: suplantar la personalidad de policía es muy grave.

—Una vez que haya entregado mi copia, no hay peligro.

—¿Estás segura?

—Segura, pero gracias por decírmelo.

—Mairie, si me necesitas, tienes mi número.

—Gracias, John. Buenas noches.

Se cortó la comunicación y Rebus permaneció mirando el teléfono. Volvió a aparecer el icono de «carga» y la electricidad nutrió la batería. Fue a la mesa y enchufó el portátil, conectó el cable al teléfono y obtuvo línea. No dejaba de maravillarle que aquello funcionase. Apareció el mensaje de Mairie. Pulsó «descargar» y lo guardó en un archivo, con esperanzas de volver a encontrarlo. Tenía otro mensaje: de Stan Hackman.

«Más vale tarde que nunca. Aquí estoy de nuevo en Newcastle y listo para una singladura por clubs nocturnos. Nada más quería darle una información sobre Trevor. En las notas del interrogatorio figura que estuvo viviendo cierto tiempo en Coldstream; pero no se especifica porqué ni cuánto tiempo. Espero que le sirva. Su amigo, Stan».

Coldstream; el mismo lugar del hombre con quien se había peleado en el Swany’s de Radcliffe Terrace.

«Ajá», pensó Rebus, diciéndose que aquello merecía un trago.