—¿Qué has estado haciendo? —preguntó Rebus al llegar.
Pensó que tal vez convendría darle una llave a Siobhan si utilizaban su piso como oficina.
—No mucho —respondió ella, quitándose la chaqueta—. ¿Y tú?
Entraron en la cocina y él enchufó el hervidor y le mencionó la relación de Trevor Guest y el concejal Tench. Siobhan hizo un par de preguntas mirando como echaba el café en polvo en las dos tazas.
—Eso explica el vínculo con Edimburgo —dijo.
—En cierto modo.
—¿Por qué lo dudas?
Él meneó la cabeza.
—Tú misma lo dijiste; y Ellen también. Trevor Guest podría ser la clave. Para empezar, se diferencia de los otros por todas esas heridas… —dijo, dejando la frase en el aire.
—¿Qué ocurre?
Pero Rebus volvió a negar con la cabeza y removió el café con la cucharilla.
—Tench cree que a Trevor le sucedió algo. Se drogaba y bebía bastante… Pero después se larga al norte y acaba en Craigmillar, conoce al concejal y trabaja unas semanas en un asilo de ancianos.
—En las notas no hay ningún dato que indique que hiciera algo antes o después.
—Pero es fácil que ocurra cuando se es ladrón y se necesita dinero.
—A menos que pensara robar en ese centro. ¿Te dijeron en el asilo si había desaparecido dinero?
Rebus negó con la cabeza, pero sacó el teléfono y llamó a la señora Eadie para preguntárselo. Ella le contestó diciendo que no. Siobhan se había sentado a la mesa del cuarto de estar y examinaba la documentación.
—¿Y el tiempo que vivió en Edimburgo? —preguntó.
—Pedí a Mairie que lo comprobara. No quería que nadie más advirtiera que seguimos trabajando.
—¿Y qué te dijo Mairie?
—Nada determinante.
—Tendremos que recurrir a Ellen.
Rebus sabía que tenía razón; hizo la llamada y previno a Ellen Wylie para que actuara con discreción.
—Si empiezas a buscar con el ordenador se darán cuenta.
—Ya soy mayorcita, John.
—No digo que no, pero el jefe supremo está alerta.
—Pierda cuidado.
Le deseó buena suerte y se guardó el móvil en el bolsillo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó a Siobhan.
—¿Por qué?
—Me pareció que estabas ausente. ¿Has hablado con tus padres?
—Desde que se marcharon, no.
—Lo mejor que puedes hacer es entregar esas fotos al fiscal para que le condenen.
Ella asintió con la cabeza, no muy convencida.
—Lo haré, ¿vale? —replicó—. Si alguien hubiese golpeado a quien tú más quieres…
—No hay mucho sitio en la cornisa, Shiv.
—¿En qué cornisa? —replico ella mirándole.
—La cornisa en la que da la casualidad que yo me encuentro siempre. Ya sabes que no te conviene situarte cerca.
—¿Se puede saber qué significa eso?
—Significa que entregues las fotos y lo dejes en manos del juez y el jurado.
—Probablemente tienes razón —añadió ella sin desviar la mirada.
—No hay alternativa —dijo Rebus— que merezca consideración.
—Es cierto.
—O, si quieres, pídeme que le dé una tunda a míster Gorra de Béisbol.
—¿No eres un poco mayor para eso? —comentó ella con una leve sonrisa.
—Probablemente —asintió él—. Pero no me impediría intentarlo.
—Bueno, no hace falta. Yo sólo quería saber la verdad, al pensar que el agresor era uno del cuerpo —añadió ella pensativa.
—Con la semana que hemos tenido, bien podría haberlo sido —dijo él en voz baja acercando una silla y sentándose frente a ella.
—Pero no lo habría soportado, John. Es lo que quiero decir.
Él arrimó hacia sí con gesto aparatoso parte de los papeles.
—¿Lo has descartado ya? —dijo.
—Sí, pero era una opción.
—¿Estás ya menos ofuscada?
Aguardó a que se lo confirmara y vio que asentía débilmente con la cabeza y cogía unos papeles.
—¿Por qué no habrá vuelto a matar?
Rebus tardó un instante en centrarse. Había estado a punto de decirle que había visto a Keith Carberry.
—No tengo ni idea —contestó finalmente.
—Generalmente, le toman gusto rápido, ¿no?
—En teoría.
—¿Y nunca paran?
—Algunos puede que sí. Habrá algo en su interior que… se desconecta —añadió alzando los hombros—. No soy un experto.
—Ni yo. Por eso vamos a ver a alguien que dice serlo.
—¿Qué?
Siobhan miró el reloj.
—Dentro de una hora. Lo que nos da tiempo a pensar las preguntas que queremos plantear.
El Departamento de Psicología de la Universidad de Edimburgo estaba en George Square. Dos lados de la primitiva construcción georgiana habían sido derribados y sustituidos por una serie de cajas de hormigón, pero el Departamento de Psicología era un edificio aparte en medio de dos de aquellos bloques. La doctora Gilreagh tenía un despacho en el último piso con vistas a los jardines.
—Es bonito y tranquilo en esta época del año —comentó Siobhan—, por la ausencia de estudiantes, me refiero.
—Sí, pero en agosto en los jardines se celebran espectáculos del Festival —replicó la doctora.
—Que ofrecen todo un laboratorio humano —añadió Rebus.
Era un despacho pequeño y lleno de luz. La doctora Gilreagh tenía treinta años cumplidos, pelo rubio rizado que le caía hasta la espalda y mejillas chupadas que Rebus interpretó como indicio de su origen irlandés a pesar de su deje local. Al sonreír al comentario que hizo él, su aguileña nariz y la barbilla se acentuaron aún más.
—Por el camino le he explicado al inspector Rebus —dijo Siobhan— que usted está considerada experta en este campo.
—Yo no diría tanto —alegó la doctora Gilreagh—, pero hay buenas perspectivas en el terreno de la investigación sobre perfil de delincuentes. En el aparcamiento de Crichton Street van a construir nuestro nuevo centro de informática, parte del cual se destinará a análisis conductual, lo que sumado a neurociencia y psiquiatría supondrá un enorme potencial —añadió sonriéndoles encantada.
—Pero usted no trabaja para ninguno de esos dos departamentos —no pudo por menos de señalar Rebus.
—Cierto, cierto —asintió ella locuaz y rebulléndose en la silla, como si fuese delito estar quieto. Delante de su rostro bailaban motas de polvo en los rayos de sol.
—¿No podríamos echar la persiana? —preguntó Rebus, entornando los ojos en apoyo a su petición.
Ella se levantó de un salto, se disculpó y bajó la persiana veneciana amarillo claro, un simple toldo transparente que apenas aminoró la intensa luz del cuarto. Rebus miró a Siobhan, como tratando de comentarle que si la doctora Gilreagh estaba confinada en aquel ático por algo sería.
—Explíquele al inspector Rebus sus investigaciones —dijo ella para darle pie.
—Bien —dijo la doctora Gilreagh juntando las manos, estirando la espalda, rebulléndose y lanzando un profundo suspiro—. La pauta conductual de delincuentes no es nada nuevo, pero yo he centrado mis estudios en las víctimas. Profundizando en la conducta de la víctima podemos entender por qué el delincuente actúa de una forma u otra; si lo hizo por impulso o según un enfoque predeterminado.
—Ni que decir tiene —comentó Rebus con una sonrisa.
—Como ya no hay clases y tengo más tiempo para pequeños proyectos personales, me intrigó el pequeño «santuario» —digamos que sería la calificación adecuada— de Auchterarder. Los artículos de prensa eran algo sucintos, pero decidí echar un vistazo, y luego, como si hubiera estado predestinado, la sargento Clarke me pidió una entrevista —añadió con otro hondo suspiro—. En fin, mis conclusiones no están realmente… Quiero decir, que apenas he raspado la superficie.
—Podríamos dejarle las notas del caso, si de algo le sirven —dijo Siobhan—, pero entretanto le agradeceríamos cualquier orientación.
La doctora Gilreagh juntó las manos de nuevo, desplazando partículas de polvo del plano inmediato a su rostro.
—Bien —dijo—, dado que me interesa la victimología…
Rebus trató de intercambiar una mirada con Siobhan, pero ella se abstuvo.
—… he de confesar que ese paraje atizó mi curiosidad. Y les diré por qué. Imagino que habrán considerado la posibilidad de que el asesino viva en las cercanías o conozca desde hace tiempo la zona. —Aguardó hasta que Siobhan asintió con la cabeza—. Y habrán especulado igualmente sobre si el asesino conoce la Fuente Clootie dado que su existencia figura en diversas guías así como en abundantes sitios de Internet.
Siobhan miró de reojo a Rebus.
—En realidad no hemos seguido esa vía de investigación —dijo.
—Aparece en diversos sitios —insistió la doctora Gilreagh—. En New Age y en directorios de paganismo, mitos, leyendas, misterios del mundo… Lo que unido al hecho de que alguien conozca su homónimo de Black Isle permite suponer que haya averiguado la existencia del de Perthshire.
—No creo que esto añada nada a lo que sabemos —dijo Rebus.
Siobhan volvió a mirarle.
—¿Y si la gente que entraba en Vigilancia de la Bestia lo hacía también en sitios relativos a la Fuente Clootie? —dijo.
—¿Cómo podemos saberlo?
—Tiene razón el inspector —terció la doctora Gilreagh— aunque, claro, ustedes tendrán especialistas en informática… Pero, en cualquier caso, hay que considerar que el paraje guarda algún significado para el criminal. —Aguardó y Rebus asintió-En cuyo caso, tendría también significado para las víctimas…
—¿En qué sentido? —inquirió Rebus entornando los ojos.
—El campo…, los bosques… si bien, cercanos a viviendas. ¿Era el tipo de terreno en que vivían las víctimas?
—No creo —dijo Rebus con un gesto al desgaire—. Cyril Colliar era de Edimburgo, un gorila recién salido de la cárcel. No le veo yo con mochila y una chocolatina de menta.
—Pero Edward Isley anduvo por la M6 —replicó Siobhan— y ese es el distrito de los lagos, ¿no? Además, Trevor Guest vivió un tiempo en Borders…
—Y en Newcastle y Edimburgo —añadió Rebus volviéndose hacia la psicóloga—. Los tres estuvieron en la cárcel, ese es el único factor común.
—Lo que no significa que no haya otros —insistió Siobhan.
—O que sigan una pista errónea —añadió la doctora Gilreagh con una amable sonrisa.
—¿Errónea? —repitió Siobhan.
—Según pautas inexistentes o pautas que el asesino deja a la vista.
—¿Para jugar con nosotros? —aventuró Siobhan.
—Cabe la posibilidad. Hay tantos elementos lúdicos que… —La psicóloga dejó la frase en el aire y frunció el ceño—. Perdonen si les parece frívolo pero es la única palabra que se me ocurre. Se trata de un asesino decidido a que se le detecte, como demuestran los indicios que deja en la Fuente Clootie, y que, inmediatamente después del descubrimiento de esas señales, desaparece como tras una cortina de humo.
Rebus se inclinó hacia delante apoyando los codos en las rodillas.
—¿Quiere decir que las tres víctimas son una cortina de humo? —inquirió.
La psicóloga efectuó un escueto balanceo con los hombros que él interpretó como inhibición.
—¿Una cortina de humo para qué? —insistió.
Ella volvió a repetir el movimiento y Rebus miró exasperadamente a Siobhan.
—Toda esa exhibición falla en algo —comentó finalmente la psicóloga—. Un trozo de cazadora, una camiseta deportiva, unos pantalones de pana… Es inconsistente, ¿comprende? Los trofeos de un asesino en serie normalmente son muy parecidos: sólo camisas o sólo trozos de tela. La colección que deja es desordenada, hay algo que no cuadra.
—Es muy interesante, doctora Gilreagh —dijo Siobhan con voz queda—, pero ¿adónde nos lleva eso?
—Yo no soy policía —contestó la psicóloga—, pero, volviendo al leitmotiv rural y a los indicios, que podrían ser el recurso tradicional de un prestidigitador… me pregunto por qué eligió concretamente a esas víctimas —añadió asintiendo con la cabeza—. Miren, a veces las víctimas se eligen ellas mismas, en el sentido de que responden a las necesidades básicas del asesino. A veces el asunto se reduce a una mujer sola en circunstancias de desamparo, aunque lo más frecuente es que entren otros factores en juego. —Centró su atención en Siobhan—. Cuando hablamos por teléfono, sargento Clarke, mencionó ciertas discrepancias. Esas discrepancias pueden ser de por sí significantes. —Hizo una pausa para dar énfasis—. Pero el examen de las notas del caso podría servirme para establecer una conclusión más firme. Comprendo su escepticismo, inspector —prosiguió mirando a Rebus—, pero, pese a toda evidencia visual, no estoy chalada.
—Estoy seguro de ello, doctora Gilreagh.
La psicóloga juntó las manos y se levantó de la silla dándoles a entender que la entrevista había concluido.
—Y ténganlo en cuenta —dijo—: ruralismo y discrepancias, ruralismo y discrepancias —repitió alzando dos dedos, y a continuación alzó el tercero—. Y tal vez más que nada, intención de que vean lo que no es.
—¿Existe la palabra ruralismo? —preguntó Rebus.
—Ya existe —contestó Siobhan girando la llave de contacto.
—¿Y tú vas a darle las notas?
—Vale la pena.
—¿Porque no tenemos otra cosa?
—A menos que se te ocurra algo mejor.
Pero no era el caso, y Rebus bajó el cristal de la ventanilla para fumar. Pasaron ante el antiguo aparcamiento.
—Informática —musitó él, mientras ella ponía el intermitente derecho en dirección a los Meadows y Arden Street.
—La discrepancia es Trevor Guest —dijo ella al cabo de unos minutos—. Lo dijimos desde el principio.
—¿Y qué?
—Que sabemos que vivió un tiempo en Borders; ahí acaba lo rural.
—Muy alejado de Auchterarder y Black Isle —añadió Rebus.
—Pero le sucedió algo en Borders.
—Sólo tenemos la palabra de Tench.
—Tienes razón —comentó ella.
Rebus miró el número de Hackman y le llamó.
—¿Listo para largarse? —dijo.
—¿Ya me echa de menos? —respondió Hackman al reconocer la voz de Rebus.
—Quería hacerle una pregunta. ¿Dónde vivió Trevor Guest en Borders?
—Se agarra a un clavo ardiendo, ¿eh? —comentó Hackman.
—Algo así —respondió Rebus.
—Bueno, no sé si podré salvarle la vida, pero creo recordar que Guest mencionó Borders en un interrogatorio.
—Aún no hemos visto las transcripciones —dijo Rebus.
—Los de Newcastle siempre tan eficientes. ¿Tiene una dirección de correo electrónico, John?
Rebus se la deletreó.
—Mire en el ordenador dentro de una hora aproximadamente. Pero tenga en cuenta que es fin de semana y en el DIC ya casi no habrá nadie.
—Le agradezco lo que pueda hacer, Stan. Buen viaje. —Rebus cerró el móvil—. Es fin de semana —añadió a Siobhan.
—Sí, mañana sábado —repitió ella.
—Por cierto, ¿vas a ir a ver a T in the Park?
—No estoy segura.
—Pues bien que te esforzaste por conseguir entrada.
—Tal vez aguarde hasta la noche. Aún podré ver a New Order.
—¿Después de trabajar a mogollón todo el sábado?
—¿Estabas pensando en un paseo por la playa de Portobello?
—Depende de Newcastle, ¿no? Hace tiempo que no he viajado a Borders.
Siobhan aparcó y los dos subieron los dos tramos de escalera. El plan era hacer una revisión rápida de las notas, decidir qué podía ser útil para la doctora Gilreagh e ir a una tienda para hacer fotocopias. Acabaron con un montón de dos centímetros.
—Buena suerte —dijo Rebus cuando ella iba por el pasillo.
Oyó un bocinazo abajo: un conductor que no podía salir. Abrió la ventana para que entrara aire y se derrumbó en el sillón. Estaba rendido. Le picaban los ojos y le dolían el cuello y los hombros. Pensó de nuevo en el masaje que Ellen Wylie había insinuado. ¿Lo habría dicho con intención? Daba igual; menos mal que no había sucedido nada. Le apretaba el cinturón. Se aflojó la corbata y se desabrochó dos botones de la camisa. Notó alivio y se aflojó también el cinturón.
—Un chándal es lo que necesitas, gordo —se reprendió a sí mismo.
Chándal y zapatillas. Y ayuda doméstica. De hecho, todo menos Charlie Is My Darling.
—Y un poco de autocompasión.
Se restregó una rodilla. Seguía despertándole por las noches un calambre allí. Reuma, artritis, desgaste; sabía que no valía la pena ir al médico; había recurrido a él por la tensión y le había dicho que menos sal y azúcar, reducción de grasas y ejercicio. Y controlar el tabaco y la priva.
La reacción de Rebus fue una pregunta: «¿Sabe lo que es sentirse con ganas de dejar una nota escrita en el tablero del trabajo y quedarse sentado en casa toda la tarde?».
Y obtuvo como respuesta una sonrisa más cansada que la de un alumno de primero en la foto de colegio.
Sonó el teléfono y pensó: «Que le den». Si tan importante era, que le llamaran al móvil. Medio minuto después sonó. Tardó un instante en cogerlo: Ellen Wylie.
—Dime, Ellen —respondió, diciéndose que era mejor no comentarle que hacía muy poco rato había pensado en ella.
—Sólo hubo un incidente durante la estancia de Trevor Guest en nuestra bella ciudad.
—Ilústrame —dijo él reclinándose en el sillón y cerrando los ojos.
—Se enzarzó en una pelea en Radcliffe Terrace. ¿Lo conoce?
—¿Donde ponen gasolina los taxistas? Anoche estuve allí.
—Enfrente hay un pub llamado Swany’s.
—He entrado en él varias veces.
—Ahora viene la sorpresa. Bien, Guest estuvo allí, una vez al menos, y un cliente se metió con él y salieron a la calle a pelearse. En la gasolinera había un coche patrulla, seguramente comprando algo. Total, que los dos contendientes acabaron en el calabozo.
—¿Nada más?
—No comparecieron ante el juez. Según los testigos fue el otro cliente el primero en dar un puñetazo. En la comisaría preguntaron a Guest si quería presentar denuncia y él renunció.
—Supongo que no sabrás por qué se peleaban…
—Puedo intentar preguntar a los agentes que los detuvieron.
—No, no creo que tenga importancia. ¿Cómo se llamaba el otro?
—Duncan Barclay. —Hizo una pausa—. Pero no era de allí; dio una dirección de Coldstream. ¿Eso está en las Highlands?
—Te equivocas de meridiano, Ellen —replicó él abriendo los ojos y levantándose—. Está en el centro de Borders. —Rebus le dijo que aguardase un momento a que cogiera papel y bolígrafo y volvió a ponerse al aparato—. Bien, dame los datos.