La primera página la ocupaba una matanza con grandes fotos en color del autobús rojo londinense de dos pisos y supervivientes salpicados de sangre y hollín con la mirada vacua, entre ellos una mujer con una enorme compresa en la cara. Edimburgo vivía los hechos como una molestia postraumática. El autobús de Princes Street con amenaza de bomba había sido remolcado tras su explosión controlada, e igual procedimiento se aplicó a una bolsa abandonada en una tienda cercana. Quedaban restos de vidrio en la calzada y algún parterre destrozado durante los disturbios del miércoles, pero todo parecía haber sucedido hacía ya mucho tiempo. La gente había vuelto al trabajo, los escaparates lucían sin planchas de madera y las barreras, desmontadas, se las llevaron en camiones. También Gleneagles se vaciaba de manifestantes. Blair regresó en avión desde Londres a tiempo para la ceremonia de clausura, en la que hubo discursos y firmas, pero la gente no sabía qué pensar de todo aquello. Las bombas de Londres habían servido de excusa perfecta para abreviar las conversaciones comerciales. Se concedería una ayuda extra a África, pero no tanta como la reclamada en la campaña de protestas. Antes de acabar con la pobreza, los políticos tenían otra guerra en que luchar.
Rebus cerró el periódico y lo tiró sobre la mesita junto a la silla. Se encontraba en la Jefatura de la Policía de Lothian y Borders en Fettes Avenue por haber recibido la orden de presentarse a primera hora de la mañana. La secretaria del jefe superior replicó en forma tajante a su protesta por la premura.
—Inmediatamente —dijo.
Por eso Rebus únicamente hizo un alto para tomar un café con un bollo y comprar un periódico. Aún le quedaba un trozo de rosca en la mano cuando se abrió la puerta. Se puso en pie, pensando que entraría, pero por lo visto a Corbyn le bastaba con despacharlo en el pasillo.
—Creí que le había advertido debidamente, inspector Rebus, que quedaba apartado del caso.
—Sí, señor.
—¿Entonces?
—Mire, señor, yo sabía que no estaba autorizado a trabajar en el caso de Auchterarder, pero pensé que debía aclarar algunos flecos en relación con Ben Webster.
—Está suspendido de servicio.
—¿No únicamente en un caso? —replicó Rebus estupefacto.
—Sabe perfectamente lo que significa una suspensión.
—Lo siento, señor, será por la edad…
—Qué duda cabe —susurró Corbyn—. Tiene ya derecho a pensión máxima por jubilación. No sé por qué sigue en el cuerpo.
—No tengo nada mejor que hacer, señor. —Rebus hizo una pausa—. Por cierto, ¿es delito que un elector pregunte a su diputado?
—Es el ministro de Comercio, Rebus. Lo que quiere decir mano derecha del primer ministro. Hoy concluye el G-8 y no queremos ningún desdoro a estas alturas.
—Bien, no tengo motivo para molestar de nuevo al ministro.
—Ya lo creo que no; ni a nadie más. Es su última oportunidad. En este caso tal vez se libre con una reprimenda oficial, pero si su nombre vuelve a aterrizar en mi mesa una vez más… —añadió Corbyn esgrimiendo un dedo para dar énfasis a sus palabras.
—Entendido, señor.
El teléfono de Rebus comenzó a sonar, y lo sacó del bolsillo para comprobar el número: no lo conocía y arrimó al oído el aparatito plateado.
—Diga.
—¿Rebus? Soy Stan Hackman. Quería llamarle ayer, pero en vista de lo ocurrido…
Rebus notaba los ojos de Corbyn clavados en su persona.
—Cariño —canturreó al micrófono—, ahora te llamo, te lo prometo. —Añadió el sonido de un besito y cortó la comunicación—. Era una amiga —dijo a Corbyn.
—Una mujer con entereza —comentó el jefe de policía abriendo la puerta de su despacho y poniendo fin a la entrevista.
—¿Keith?
Siobhan estaba sentada en el coche, con el cristal de la ventanilla bajado. Keith Carberry iba camino de la sala de billar. El local abría a las ocho y Siobhan, para mayor seguridad, llevaba un cuarto de hora esperando, viendo obreros cansados llegar a la parada del autobús. Le hizo seña con la mano para que se acercara al coche, y el jovenzuelo miró a derecha e izquierda, temiéndose una emboscada; llevaba bajo el brazo un estuche negro alargado: su taco privado, que podía servir de arma en caso necesario.
—¿Sí? —dijo él.
—¿Te acuerdas de mí?
—Hasta aquí llega la peste a poli. —Llevaba echada la capucha de su casaca de marinero sobre la gorra clara de béisbol. La misma indumentaria con que aparecía en las fotos—. Ya sabía que volveríamos a vernos; la otra noche estaba calentona —añadió cogiéndose la entrepierna con la mano.
—¿Qué tal en los juzgados?
—Estupendamente.
—Sí, con una condena por alteración del orden y en libertad provisional con prohibición de acercarte a Princes Street y obligado a presentarte a diario en la comisaría de Craigmillar —recitó ella.
—¿Qué es esto, un acoso? Me han dicho que hay mujeres con verdadera obsesión. —Se echó a reír y se irguió—. ¿Hemos acabado?
—Hemos empezado.
—Muy bien —dijo él—. Pues, dentro la espero.
Siobhan le llamó por su nombre pero él, sin hacer caso, abrió la puerta del local y entró a los billares. Siobhan subió el cristal de la ventanilla, salió del coche, lo cerró y entró en Billares Lonnie’s, «Las mejores mesas de Restalrig».
Había poca luz y olía a cerrado, como por falta de limpieza, y sólo en dos mesas había jugadores; Carberry echó monedas en una máquina de bebidas y sacó una lata de Coca-Cola.
Siobhan no vio a ningún encargado, lo que seguramente quería decir que estaba jugando una partida. Se oía el chocar de bolas y el sonido al caer en las troneras más las maldiciones protocolarias entre tiro y tiro.
—Potrero de los cojones.
—Vete a la mierda. La bola seis va al agujero de la esquina. Verás, idiota.
—Tía a la vista.
Cuatro pares de ojos la miraban. Sólo Carberry se hacía el ausente, bebiendo su refresco. Al fondo del local sonaba una radio mal sintonizada.
—¿Qué desea, guapa? —preguntó uno de los que jugaban.
—Quería jugar unas partidas —dijo Siobhan tendiéndole un billete de cinco libras—. ¿Me da cambio?
El interfecto no tenía ni veinte años, pero con toda evidencia era el encargado del primer turno. Cogió el billete, abrió la caja de detrás del mostrador y contó diez monedas de cincuenta peniques.
—Las mesas no son gran cosa —comentó ella.
—Son una mierda —terció otro de los jugadores.
—Cierra el pico, Jimmy —replicó el joven encargado, pero el otro estaba embalado.
—Eh, guapa, ¿viste la película del Acusado? Si te da la vena como a Jodie Foster podemos echar el cerrojo a la puerta.
—Intenta algo y serás tú quien echará a correr —replicó Siobhan.
—No le haga caso —dijo el jovenzuelo—. Jugamos una partida, si quiere.
—Es conmigo con quien quiere jugarla —dijo en voz alta Keith Carberry, lanzando un eructo al tiempo que estrujaba la lata con un puño.
—Tal vez después —dijo Siobhan al jovenzuelo, acercándose a la mesa de Carberry. Se agachó y metió la moneda en la ranura—. Colócalas —dijo.
Carberry cogió el triángulo y reunió las bolas mientras ella elegía taco. El cuero de la punta era una pena y no había tiza. Carberry abrió su estuche, enroscó las dos piezas de su taco, sacó una tiza nueva azul del bolsillo del pantalón, frotó la punta del taco y volvió a guardársela, dirigiendo un guiño a Siobhan…
—Si quiere tiza, cójala —dijo—. ¿Lo echamos a cara o cruz?
Se oyeron unas risotadas, pero Siobhan ya estaba inclinada para tirar con la bola blanca. Era un tapete descolorido y con desgarrones, pero a pesar de ello hizo un buen tiro, dispersando bien las bolas y metiendo una rayada en la tronera del medio. A continuación metió otras dos y luego falló una en el rincón.
—Juega mejor que tú, Keith —comentó un jugador de otra mesa.
Carberry, sin hacerle caso, metió tres bolas seguidas e intentó meter una cuarta muy difícil tirando a tres bandas, pero falló por dos centímetros. Siobhan jugaba a lo seguro y él trataba de superar su ventaja con aquel tiro difícil fallido.
—Tengo dos tiros —dijo Siobhan.
Los necesitaba para meter una, y a continuación hizo doblete con otras dos, arrancando un murmullo de admiración en los jugadores de la otra mesa, que habían dejado de jugar para mirar. Metió directas las dos que quedaban y en la mesa quedó sólo la negra, que tiró de corrido por la banda inferior, pero se paró justo ante la tronera. Carberry remató la partida.
—¿Quiere otra lección? —preguntó con sonrisa de satisfacción.
—Primero voy a beber algo —dijo ella acercándose a la máquina y sacando una Fanta.
Carberry la siguió. Los otros jugadores reanudaron sus partidas, mientras ella pensaba que no había quedado tan mal.
—No les has dicho quién soy —dijo en voz queda—. Gracias.
—¿Qué es lo que busca?
—Te busco a ti, Keith —respondió Siobhan tendiéndole un papel doblado, copia de la foto del parque de Princes Street.
Él lo cogió, lo miró e hizo gesto de devolvérselo.
—¿Y qué? —preguntó.
—Mira bien otra vez a esa mujer a quien golpeaste… —dijo ella dando un trago a la lata—. ¿No encuentras parecido?
—No me diga que… —replicó él mirándola.
Ella asintió con la cabeza.
—Mi madre acabó en el hospital por tu culpa, Keith. A ti no te importaba a quién golpeabas ni si hacías mucho daño. Fuiste allí a organizar jaleo a cuenta de quien fuese.
—Y ya he pasado por los juzgados.
—He leído las actas, Keith, pero al fiscal no le consta esa agresión —dijo Siobhan dando unos golpecitos en la foto—, simplemente el testimonio ocular del agente que te sacó de entre la multitud y te vio tirar el palo. ¿Sabes lo que te caerá? ¿Una multa de cincuenta libras?
—A pagar con una libra semanal a descontar de mi paga.
—Pero si yo les doy esta foto, y otras que tengo, será más bien pena de cárcel, ¿no crees?
—Ya me las arreglaré —replicó él seguro de sí mismo.
Ella asintió con la cabeza.
—Porque ya has estado otras veces, claro. Pero hay condenas —hizo una pausa— y condenas.
—¿Cómo?
—Una palabra mía y de buenas a primeras los polis no serán tan amables. Y pueden enviarte a una galería donde sólo van los peores presos: delincuentes sexuales, psicópatas, condenados a prisión perpetua con nada que perder. Tu expediente dice que has estado como delincuente juvenil en prisión abierta. ¿Sabes por qué dices que te las puedes arreglar? Porque no has pasado por ello.
—¿Todo esto porque su madre se interpuso al palo?
—Todo esto —replicó ella— porque puedo. Y voy a decirte una cosa, tu amigo Tench se enteró de todo anoche… Qué raro que no te avisara.
El muchacho encargado de los billares miró un mensaje de texto y les llamó:
—Eh, pichoncitos, el jefe quiere hablaros.
—¿Qué? —exclamó Carberry apartando la vista de Siobhan.
—El jefe —dijo el encargado señalando una puerta con el rótulo de «Privado», sobre la cual se veía una cámara de seguridad.
—Mejor será que vayamos —dijo Siobhan—, ¿no crees?
Se dirigió a la puerta y la abrió. Había un pasillo y una escalera. El despacho era un altillo con mesa, sillas y archivadores, algunos tacos rotos y una enfriadora de agua vacía. La luz entraba a través de dos ventanucos polvorientos del techo.
Allí les esperaba Big Ger Cafferty.
—Tú debes de ser Keith —dijo tendiendo la mano.
Carberry se la estrechó mirando alternativamente al gángster y a Siobhan.
—No sé si sabes quién soy.
Carberry dudó un instante hasta asentir con la cabeza.
—Sí, claro que lo sabes —añadió Cafferty señalándole una silla, mientras Siobhan permanecía de pie.
—¿Es usted el dueño de estos billares? —preguntó Carberry con un temblor casi imperceptible.
—Desde hace años.
—¿Y Lonnie?
—Murió antes de que tú nacieses, hijo —contestó Cafferty pasándose la mano por la pernera del pantalón como si estuviera manchada de tiza—. Bien, Keith… Me han hablado muy bien de ti, pero a mí me parece que has tomado un camino equivocado y ya es hora de que lo enmiendes ahora que estás a tiempo. Tu madre sufre por ti y tu padre ha perdido la chaveta porque ya no puede sacudirte sin recibir él, y tienes a tu hermano mayor encerrado en Shotts por robo de coches —añadió Cafferty meneando con disgusto la cabeza—. Pareces tener un destino trazado de antemano contra el que nada puedes. —Hizo una pausa—. Pero podemos arreglarlo, Keith, si estás dispuesto a ayudarnos.
Carberry no salía de su aturdimiento.
—¿Me van a dar una paliza o qué? —dijo.
Cafferty alzó los hombros.
—Sí, eso también podemos arreglarlo, claro. A la sargento Clarke aquí presente nada le gustaría más que verte llorar como un niño. Y es lógico, visto lo que le hiciste a su madre. —Hizo otra pausa—. Pero hay una posibilidad.
Siobhan se rebulló ligeramente, con ganas de llevarse a Carberry de allí y huir de la voz hipnótica de Cafferty. El gángster debió de advertirlo y la miró, aguardando su decisión.
—¿Qué es lo que quieren? —preguntó Keith Carberry.
Cafferty no contestó y siguió mirando a Siobhan.
—A Gareth Tench —dijo ella—. Sólo a él.
—Y tú, Keith, nos lo vas a entregar.
—¿Entregar?
Siobhan advirtió que a Carberry casi no le sostenían las piernas. Cafferty le tenía aterrado y probablemente ella también.
«Tú te lo has buscado», se dijo para sus adentros.
—Tench te está utilizando, Keith —añadió Cafferty con voz suave como de nana-Él no es tu amigo ni piensa serlo.
—No me dijo que lo fuese —balbució el joven.
—Eso es —dijo Cafferty levantándose despacio y mostrándose casi tan ancho como la mesa—. Repítetelo una y mil veces —añadió—, para que te sea más fácil cuando llegue el momento.
—¿Qué momento? —repitió Carberry.
—El momento de entregárnoslo.
—Perdone por lo de antes —dijo Rebus a Hackman.
—¿Qué es lo que interrumpí?
—Una bronca del jefe de la policía.
Hackman se echó a reír.
—Es usted un hombre que me gusta, Johnny, pero ¿a cuento de qué me llamó «cariño»? Ah, claro, deje que piense —añadió alzando una mano—. No quería que se enterase de que era una llamada profesional… porque se supone que no tiene que estar de servicio, ¿verdad?
—Me han suspendido de servicio —dijo Rebus.
Hackman dio una palmada y volvió a reír.
Estaban sentados en un pub llamado The Crags recién abierto, y eran los únicos clientes. Era el bar más cercano a Pollock Halls, frecuentado por estudiantes atraídos por su batería de videojuegos y juegos de tablero, hilo musical y hamburguesas baratas.
—Me alegro de que haya alguien a quien tanto le divierta mi vida —musitó Rebus.
—Bueno, ¿a cuántos anarquistas aporreó?
Rebus negó con la cabeza.
—Lo que hice fue meter la nariz donde no debía.
—Se lo repito, John, es un hombre que me gusta. Por cierto, no le he dado las gracias como es debido por indicarme The Nook.
—Me satisface que le gustara.
—¿Acabó en la cama con la bailarina?
—No.
—La verdad, era la mejor de un conjunto mediocre. Ni me molesté en entrar en el reservado especial —dijo con la mirada perdida un instante, rememorando algo, pero inmediatamente parpadeó y volvió a la realidad—. Bien, ahora que le han mostrado tarjeta roja, ¿qué hago? ¿Le doy la información o la dejo en la bandeja de «pendiente»?
Rebus dio un sorbo a su vaso de zumo de naranja. Hackman ya había despachado la mitad de su cerveza.
—Somos dos simples combatientes que sostienen una conversación —dijo Rebus.
—Eso es —dijo el inglés asintiendo pensativo con la cabeza—. Y que se toman juntos una copa antes de volver a casa.
—¿Se marcha a Londres?
—Hoy por la tarde —contestó Hackman—. Y, la verdad, no lo he pasado mal.
—Vuelva en otra ocasión —dijo Rebus— y le enseñaré el resto de las vistas.
—Ajá, dicho lo cual, se esfumaron mis reservas —dijo Hackman arrimando levemente la silla—. ¿Recuerda que le dije que Trevor Guest estuvo un tiempo en Escocia? Bien, pues pedí a un compañero que desempolvara archivadores —añadió metiendo la mano en el bolsillo, cogiendo la libreta y abriendo una página con apuntes—. Trevor estuvo en Borders cierto tiempo, pero la mayor parte lo pasó en Edimburgo; tenía una habitación en Craigmillar y trabajó temporalmente en un centro de mayores; seguramente en aquel entonces no se pedían informes de antecedentes.
—¿Un centro de día para adultos?
—Para ancianos. Los llevaba en la silla de ruedas al váter y al comedor. Al menos, es lo que declaró.
—¿Estaba ya fichado?
—Por un par de robos con allanamiento, pequeña posesión y maltrato a una novia que no quiso denunciarle. Eso significa que dos de sus víctimas tienen una relación local.
—Sí —dijo Rebus—. ¿De qué fecha estamos hablando?
—De hará cuatro o cinco años.
—¿Me disculpa un minuto, Stan?
Se levantó y fue al aparcamiento, cogió el móvil y llamó a Mairie Henderson.
—Soy John —dijo.
—Ya era hora. ¿Por qué no dais ninguna información sobre el caso de la Fuente Clootie? Mi jefe de redacción dice que soy tonta.
—Acabo de descubrir que la segunda víctima vivió un tiempo en Edimburgo y trabajó en un centro de ancianos de Craigmillar. Lo que no sé es si se metería en algún lío mientras vivió aquí.
—¿No tiene la policía ordenadores para averiguarlo?
—Yo prefiero servirme de los contactos tradicionales.
—Bueno, puedo hacer una búsqueda en el banco de datos y tal vez preguntar a uno que conozco de los juzgados por si sabe algo. Joe Cowrie tiene ese empleo hace años y se acuerda de todos los casos.
—Ah, pues mejor, porque este podría ser de hace cinco años. Llámame con lo que averigües.
—¿Crees que el asesino está aquí en Edimburgo?
—Yo no le diría eso al jefe de redacción. Que reserve sus esperanzas para más adelante.
Rebus cortó la comunicación y volvió al pub. Hackman tenía delante otra pinta de cerveza y señaló con la barbilla el vaso de Rebus.
—¿No se ofende si le invito a otro de eso?
—No, gracias —contestó Rebus—. Y gracias por tomarse la molestia con esto —añadió dando unos golpecitos sobre la libreta abierta.
—Por un compañero que lo necesita se hace lo que sea —dijo Hackman alzando el vaso.
—Por cierto, ¿qué tal están los ánimos en la residencia?
A Hackman se le ensombreció el rostro.
—Anoche todos estábamos deprimidos y muchos de la metropolitana no paraban de hablar por el móvil; otros ya se habían marchado. Todos detestamos Londres, pero cuando vi por la tele a los londinenses, demostrando que la vida sigue a pesar de todo…
Rebus asintió con la cabeza.
—Soy un poco como usted, ¿eh, John? —dijo Hackman riendo de nuevo—. Leo en su cara que no piensa renunciar porque le hayan metido un puro.
Rebus reflexionó un instante una réplica, pero lo que hizo fue preguntar a Hackman si no tenía por casualidad la dirección del asilo de Craigmillar.
Quedaba apenas a cinco minutos en coche desde The Crags.
Antes de volver a Pollock Halls a hacer la maleta, Hackman se despidió con un apretón de manos y la advertencia de que no olvidase la promesa de un recorrido por los bares de destape «más allá de The Nook».
—Le doy mi palabra —dijo Rebus, a sabiendas de que ninguno de los dos sabían si se presentaría la ocasión.
Por el camino, Rebus contestó a una llamada de Mairie, que no encontraba nada sobre la época en que Trevor Guest vivió en Edimburgo. Si Joe Cowrie no lo recordaba es que no había comparecido ante los tribunales. Rebus le dio las gracias y le prometió que tendría la exclusiva de cualquier cosa que él averiguara.
El asilo estaba junto a un polígono industrial. Rebus olió a emanaciones de diésel y a algo parecido a goma quemada; las gaviotas graznaban sobre su cabeza al atisbo de algo que comer. El centro era un chalé ampliado con una zona protegida para tomar el sol y por las ventanas vio ancianos escuchando música de acordeón.
—Dentro de diez años y con suerte, John —musitó.
La muy eficiente secretaria, la señora Eadie —no le dijo su nombre de pila—, conservaba el expediente de Trevor en el archivador a pesar de que este sólo había trabajado un par de horas a la semana durante un mes más o menos. No se lo podía enseñar, por el derecho a la intimidad, etcétera, a menos que le presentara una autorización.
Rebus asintió con la cabeza. El termostato del edificio estaba a tope y le sudaba la espalda en aquella oficina pequeña y cerrada, con un desagradable olor a polvos de talco.
—Este individuo —comentó a la señora Eadie— tuvo problemas con la policía. ¿Cómo es que no lo sabían cuando le contrataron?
—Sabíamos que tenía problemas, inspector. Nos lo dijo Gareth.
—¿El concejal Gareth? —le preguntó Rebus mirándola—. ¿Fue él quien trajo a Trevor Guest?
—No es fácil encontrar hombres fuertes que quieran trabajar en un sitio como este —respondió la señora Eadie— y tenemos amistad con el concejal.
—¿Quiere decir que les trae voluntarios?
Ella asintió con la cabeza.
—Tenemos mucho que agradecerle.
—Estoy seguro de que un día de estos vendrá a cobrárselo.
Cinco minutos después salía a la calle y oyó que el acordeón había sido reemplazado por un disco de Moira Anderson. En aquel preciso instante se juró suicidarse antes que resignarse a una silla con una mantita para que le alimentaran con una cuchara al son de Charlie Is My Darling.
Siobhan aguardaba hacía tiempo sentada en el coche frente a la casa de Rebus. Había subido al piso pero él no estaba. Bueno, casi mejor, porque aún temblaba. Sentía un nerviosismo interior y no creía que fuese por la cafeína. Se miró en el retrovisor y, al comprobar una leve palidez, se dio palmaditas en las mejillas para recuperar el color. Tenía la radio puesta, pero había prescindido de las noticias, porque las voces le sonaban demasiado frágiles y desvalidas o edulcoradas y conniventes, y sintonizó música clásica en FM. Conocía aquella melodía pero no recordaba qué era. Ni podía esforzarse por recordar.
Keith Carberry salió de los Billares Lonnie’s como un condenado a quien su abogado acaba de salvarle del corredor de la muerte: con verdadera ansia de respirar aire fresco. El joven encargado tuvo que decirle que no se le olvidara el taco.
Siobhan contempló la escena por el monitor de la cámara de seguridad; unas figuras borrosas en aquella pantalla grasienta a la que Cafferty había dotado de sonido que llegaba distorsionado desde el destartalado altavoz situado a pocos pasos.
—¿A qué tanta prisa, Keith?
—Olvídame, mierdosa.
—Te dejas tu espada mágica.
Carberry apenas hizo alto un instante para guardar su taco en el estuche.
—Creo que le hemos doblegado —dijo Cafferty pausadamente.
—Para lo que nos va a servir… —replicó Siobhan.
—Hay que tener paciencia —añadió Cafferty—. La lección ha valido la pena, sargento Clarke.
Una vez en su coche, Siobhan sopesó las posibilidades y pensó que lo más sencillo sería entregar las pruebas al fiscal para que Keith Carberry compareciera de nuevo ante el juez con un cargo grave. Así, Tench saldría bien librado. Bueno, ¿y qué? Aun suponiendo que el concejal hubiese ideado las agresiones al campamento de Niddrie, lo cierto era que había salido en su defensa en los jardincillos traseros de los bloques, y Carberry no iba en broma con ella, porque estaba embalado por la adrenalina.
Sí, Carberry la amenazó en serio y había disfrutado al verla atemorizada y con pánico. Era algo que a veces una no puede dominar. Y Tench había salvado la situación.
Eso no podía negarlo.
Pero por otro lado, a Carberry no podía perdonarle lo de su madre. No sería justo. Ella quería más. Algo más que disculpas o muestras de remordimiento, no una simple sentencia de semanas o meses con libertad condicional.
Cuando sonó el teléfono tuvo que aflojar los dedos con que aferraba el volante. Por la pantalla vio que era Eric Bain. Murmuró una maldición y contestó:
—¿Qué se te ofrece, Eric? —preguntó con un entusiasmo algo exagerado.
—¿Cómo va todo, Siobhan?
—Lentamente —respondió riendo, pellizcándose el puente de la nariz. «Nada de histerismos», se dijo.
—Bueno, no sé si… pero conozco a alguien con quien a lo mejor te convendría hablar.
—¿Ah, sí?
—Es una amiga que trabaja en la universidad, a quien hace unos meses ayudé en una simulación por ordenador…
—Ah, qué bien.
Se hizo un silencio.
—¿Seguro que te encuentras bien?
—Muy bien, Eric. ¿Y tú, qué tal? ¿Cómo está Molly?
—Molly, estupendamente… Bueno, te decía que esa universitaria…
—Sí, sí, dime. ¿Crees que debería ir a verla?
—Bueno, podrías llamarla antes. Quiero decir, a lo mejor no te sirve de nada.
—Es lo que suele suceder, Eric.
—Sí; no vale la pena.
Siobhan cerró los ojos y suspiró hondo.
—Perdona, Eric, perdona por desahogarme contigo.
—¿Desahogarte de qué?
—De toda una semana de mierda.
—Te acepto la disculpa —dijo él riendo—. Te llamo más tarde cuando estés…
—Un momento, por favor —replicó ella estirando el brazo y sacando la libreta del bolso que tenía en el asiento del pasajero—. Dame su número de teléfono y hablaré con ella.
Bain le dijo el número y ella lo anotó, escribiendo el apellido lo mejor que supo, porque ninguno de los dos sabían bien cómo se deletreaba.
—Bien, ¿en qué crees tú que podrá ayudarme? —preguntó.
—Con algunas de sus descabelladas teorías.
—Ah, fantástico.
—No se pierde nada por escucharlas —comentó Bain.
Pero Siobhan pensaba de modo muy distinto. Sabía que escuchar podía tener sus repercusiones. Y adversas.
Hacía tiempo que Rebus no había estado en el ayuntamiento. El edificio estaba en High Street frente a la catedral de St. Giles, en un tramo de calzada cerrado a la circulación rodada, en principio; pero como la mayoría de los habitantes de Edimburgo, él no hizo caso de los indicadores y aparcó junto al bordillo. Creyó recordar que se había construido aquel inmueble como sede del comercio, pero los comerciantes no se aprovecharon y se lo quedaron los políticos. Con todo, no tardarían mucho en mudarse, porque dentro de los planes de desarrollo estaba previsto un nuevo aparcamiento cerca de la estación de Waverley, del que aún se ignoraba, naturalmente, en cuánto sobrepasaría el presupuesto, pero, de suceder como con el parlamento, en los bares de Edimburgo pronto habría tema de conversación que inflamara la indignación de los clientes.
El ayuntamiento se alzaba sobre una calle clausurada cuando la epidemia de la peste, llamada Mary King’s Close, donde años atrás había investigado Rebus un asesinato en el húmedo laberinto subterráneo, el del hijo de Cafferty. Ahora era una zona rehabilitada y atracción turística en verano. Fuera, una empleada con cofia de sirvienta y enaguas repartía octavillas y trató de darle un vale de descuento. Rebus negó con la cabeza. Los periódicos informaban de que las atracciones se resentían por efecto de los disturbios del G-8 y que toda aquella semana los turistas habían brillado por su ausencia.
—Hi-ho, silver lining —musitó Rebus silbando los primeros compases de la canción.
La recepcionista del mostrador le preguntó si la canción era Kylie y acto seguido sonrió dándole a entender que era una broma.
—Quiero hablar con Gareth Tench, por favor —dijo Rebus.
—Dudo que esté —contestó ella—. Al ser viernes, ya sabe… Muchos concejales aprovechan el viernes para visitar los distritos electorales.
—¿Como excusa para salir antes? —aventuró Rebus.
—No sé qué quiere insinuar —replicó ella.
Aunque por la sonrisa con que lo dijo, él comprendió que lo sabía perfectamente. A Rebus le gustó. Miró si llevaba anillo de casada y, efectivamente, por lo que se puso a silbar «Otro que muerde el polvo».
La mujer comprobó una lista en una carpeta.
—Pues me parece que va a tener suerte —dijo—. Está con el Subgrupo del Comité de Regeneración Urbana… —añadió mirando el reloj que tenía a su espalda— y la reunión acaba dentro de cinco minutos. Le diré a la secretaria que le espera el ¿señor…?
—El inspector Rebus —contestó él—. John, si lo prefiere —añadió con una sonrisa.
—Siéntese, John.
Rebus le dirigió una leve inclinación de cabeza a guisa de gracias. Una segunda recepcionista atendía con menos fortuna a un matrimonio anciano que quería hablar con alguien sobre los contenedores de basura de su calle.
—Están a rebosar de las bolsas que tiran a deshora.
—Tenemos apuntadas las matrículas, pero no viene nadie a…
Rebus se sentó y optó por no coger nada de la oferta de lectura, que no era más que propaganda de las concejalías en formato de revista. A él le llegaba periódicamente al buzón, haciéndole contribuir a la campaña de reciclaje de papel. Sonó el móvil y lo abrió. Era el número de Mairie Henderson.
—¿Qué se te ofrece, Mairie? —dijo.
—Esta mañana se me olvidó decirte que estoy averiguando cosas sobre Richard Pennen.
—A ver —dijo él saliendo del cuadrángulo del vestíbulo.
Vio el Rover del alcalde aparcado junto a las puertas de cristal. Se acercó a él y encendió un cigarrillo.
—El corresponsal de la sección financiera de un periódico de Londres me puso en contacto con un periodista por cuenta propia que vende artículos a revistas como Prívate Eye y este me dio el contacto de un productor de televisión que sigue la pista a Pennen desde que la empresa se desgajó del Ministerio de Defensa.
—De acuerdo; te has ganado el sueldo esta semana.
—Bueno, a lo mejor me acerco a Harvey Nicks a gastármelo.
—De acuerdo, no hago más comentarios.
—Resulta que Pennen está relacionado con una empresa americana llamada TriMerino que actualmente tiene personal en Irak. Durante la guerra, mucho equipamiento quedó fuera de servicio y también armamento, naturalmente, y TriMerino se dedica a rearmar a los buenos…
—Sean quienes sean.
—… asegurándose de que la policía iraquí y las nuevas fuerzas armadas se basten por sí solas. Lo consideran —no te lo pierdas— ayuda humanitaria.
—¿O sea que aguardan subvenciones?
—A Irak van a parar miles de millones y se han perdido ya unos cuantos, pero eso es otra historia. El sucio mundo de la ayuda externa: ese es el tema del productor de televisión.
—¿Y piensa atrapar con su lazo a Richard Pennen?
—Eso es.
—¿Y qué tiene que ver con mi difunto político? ¿Aparece algún dato que indique que Ben Webster controlaba dinero de la ayuda a Irak?
—Aún no —dijo ella.
Rebus advirtió que había caído ceniza del pitillo en el reluciente capó del Rover.
—Tengo la impresión de que me ocultas algo.
—Nada que tenga que ver con tu político fallecido.
—¿No piensas compartirlo con tío John?
—Tal vez no lleve a ninguna parte. —Hizo una pausa—. Pero a mí me puede servir para un artículo. Soy la primera periodista a quien ese productor ha contado la historia.
—Enhorabuena.
—Podrías repetirlo con algo más de entusiasmo.
—Lo siento, Mairie, estoy pensando en otras cosas. Si puedes apretar los tornillos a Pennen, tanto mejor.
—Pero a ti no te ayuda en nada necesariamente, ¿no es eso?
—Me has hecho muchos favores, pero siempre sacas algo de ellos.
—Eso mismo pienso yo. —Volvió a hacer una pausa—. ¿Avanzas en el caso? Me imagino que habrás ido al asilo en que trabajó Trevor Guest.
—No averigüé gran cosa.
—¿Hay algo a compartir?
—Todavía no.
—Eso suena a evasiva.
Rebus se apartó del coche al ver que salía gente del edificio: un chófer uniformado y otro individuo de uniforme y con una cartera, precediendo al alcalde en persona, quien advirtió la ceniza del capó, frunció el ceño y ocupó el asiento de atrás sin dejar de mirarle. Los dos hombres se acomodaron delante y Rebus pensó que la cartera guardaría el collar del cargo del alcalde.
—Gracias por la información sobre Pennen —dijo—. No dejes de llamarme.
—Te toca llamar a ti —replicó ella—. Ahora que volvemos a hablarnos, no voy a consentir una relación unilateral.
Rebus cortó la comunicación, tiró la colilla y volvió a entrar en el edificio, donde la recepcionista que le había atendido intervenía ahora en la discusión sobre las basuras.
—Tienen que hablar con Salud Ambiental —decía.
—No, guapa, esos no hacen caso.
—¡Tienen que hacer algo! —gritó la esposa del hombre—. ¡Estamos hartos de que nos traten como a números!
—Bueno —terció la primera recepcionista, cediendo con un suspiro—, veré si hay alguien que les pueda atender. Coja un resguardo de la máquina —añadió señalando con la barbilla la expendedora.
El anciano sacó un papelito y se lo quedó mirando. Era un número. La recepcionista de Rebus le hizo seña para que se acercase y se inclinó a susurrarle que el concejal estaba a punto de bajar, sin dejar de mirar a la pareja para darle a entender que no quería que se enterasen.
—Supongo que es algo oficial —añadió con curiosidad.
Rebus se inclinó hacia su oído y sintió el perfume que despedía.
—Quiero que me limpien el alcantarillado —musitó.
La mujer se sorprendió y luego le dirigió una sonrisa aviesa por la gruesa broma. Momentos después aparecía Tench muy serio en el vestíbulo. Aferraba una cartera contra su pecho como si fuese un escudo.
—Esto ya es rayano en acoso pertinaz —dijo entre dientes.
Rebus asintió con la cabeza como dándole la razón y estiró un brazo en dirección al matrimonio anciano.
—Aquí tienen al concejal Tench, que es muy atento —dijo.
La pareja se puso en pie sin que se lo dijeran dos veces y se acercó a él.
—Le espero fuera mientras les atiende —añadió Rebus.
Se había fumado otro pitillo cuando salió Tench. A través de los cristales, Rebus vio que la pareja había vuelto a sentarse, satisfecha de momento, como si hubiesen concertado otra entrevista.
—Es un mal nacido, Rebus —gruñó Tench—. Deme uno de esos pitillos.
—No sabía que le atraía el vicio.
Tench cogió un cigarrillo.
—Sólo cuando estoy estresado… y mientras entra en vigor la prohibición voy a aprovecharme. —Aspiró con fuerza y expulsó el humo por la nariz—. Es el único placer que tienen algunos, ¿sabe? ¿Recuerda lo que decía John Reid de las madres solteras de los suburbios?
Rebus lo recordaba perfectamente. Pero el secretario de Defensa John Reid había dejado de fumar y no era un apologeta apropiado del hábito.
—Perdone que le hiciera eso —dijo Rebus señalando con la barbilla hacia el interior del edificio.
—Les asiste la razón —dijo Tench— y va a atenderles un funcionario. No crea que le ha hecho mucha gracia que le convocara. Seguramente estaría ya viendo los hoyos y el birdie.
Sonrió y Rebus le secundó. Fumaron en silencio un instante en una situación que habría podido calificarse de amigable. Pero Tench tuvo que estropearlo.
—¿Por qué está de parte de Cafferty, que es cien mil veces peor que yo?
—No se lo discuto.
—¿Entonces?
—Yo no estoy de su parte —afirmó Rebus.
—Pues es lo que parece.
—Porque usted no ve el conjunto.
—Yo desempeño bien mis asuntos, Rebus. Si no me cree pregunte a mis representados.
—Estoy seguro de que es fantástico en sus asuntos, señor Tench. Y formar parte del Comité de Regeneración seguro que le procura buenas asignaciones para su distrito y sus representados serán más felices, gozarán de mejor salud y se comportarán debidamente.
—Se han construido nuevas viviendas donde sólo había casuchas, se han concedido incentivos para la instalación de industrias…
—¿Se han mejorado los asilos? —añadió Rebus.
—Por supuesto.
—¿Y se ha dado trabajo a sus recomendados, como es el caso de Trevor Guest?
—¿Quién?
—Uno que venía de Newcastle a quien hace tiempo colocó usted en un asilo.
Tench asintió despacio con la cabeza.
—Sí, uno con problemas con la bebida y las drogas. No sería el único, ¿verdad, inspector? —añadió Tench con una mirada intencionada—. Yo traté de reinsertarle en la sociedad.
—Pero no dio resultado. Se marchó al sur y allí murió asesinado.
—¿Asesinado?
—Es una de las víctimas cuyos efectos personales encontramos en Auchterarder. Otra es Cyril Colliar, quien, curiosamente, trabajaba para Big Ger Cafferty.
—¡Qué manía la suya con colgarme algo! —exclamó Tench haciendo un gesto enfático con el cigarrillo.
—Sólo quiero hacerle unas preguntas sobre la víctima. Cómo le conoció y por qué se propuso ayudarle.
—¡Vuelvo a repetirle que eso forma parte de mis obligaciones!
—Cafferty piensa que está reclutando matones.
Tench puso los ojos en blanco.
—Ya hemos hablado de ese tema. Yo lo único que quiero es verle acabar en el estercolero.
—¿Y si nosotros no lo hacemos, lo hará usted?
—Yo haré cuanto pueda. Y no digo más —replicó pasándose las manos por la cara como si se lavara—. ¿Es que no lo ve, Rebus? Suponiendo que le tenga metido en el bolsillo, ¿no se le ha ocurrido que puede estar utilizándole para perjudicarme a mí? En mi distrito hay un grave problema de drogas, y me he propuesto controlarlo. Sin mí, Cafferty camparía a sus anchas.
—Usted lo que controla son pandillas.
—No.
—He visto cómo actúa. Ese enano suyo de la capucha va por ahí desmadrándose, lo que a usted le da pie para pedir más dinero a las autoridades. Saca dinero de los conflictos sociales.
Tench le miró, suspiró hondo y después dirigió la vista a derecha e izquierda.
—¿Le digo una cosa y que quede entre nosotros?
Rebus guardó silencio.
—Muy bien, tal vez haya algo de verdad en lo que dice. El dinero para la regeneración es el objetivo. Si quiere le enseño los libros y verá que consta en ellos hasta el último céntimo.
—¿Está Carberry incluido en el saldo?
—A Keith Carberry no se le puede controlar. A veces se le puede encarrilar en cierto modo. —Tench alzó los hombros—. Yo no tengo nada que ver con lo que sucedió en Princes Street.
El cigarrillo de Rebus se había consumido hasta el filtro y lo tiró.
—¿Y ese Trevor Guest? —inquirió.
—Era un hombre en apuros que vino a pedirme ayuda, diciéndome que quería redimirse por algo que había hecho.
—¿El qué?
Tench negó despacio con la cabeza, aplastó la colilla con el pie y adoptó una actitud reflexiva.
—A mí me dio la impresión de que sucedió algo que le causó un terror mortal.
—¿Algo como qué?
Tench alzó los hombros.
—Drogas tal vez… La noche oscura del alma. Sí que tuvo problemas con la policía, pero a mí me pareció que era por otra cosa.
—Finalmente fue a la cárcel por reincidir en robo con allanamiento, agresión e intento de agresión sexual. Su comedia de buen samaritano no sirvió para regenerarle.
—Espero que no fuese comedia —comentó Tench pausadamente mirando al suelo.
—Ahora mismo la está haciendo —replicó Rebus—. Y creo que recurre a ella porque se le da bien. La misma comedia con que sedujo a Ellen Wylie; con unos vasos de vino y simpatía, sin mencionarle para nada a la señora que tiene en casa viendo la televisión.
Tench adoptó una actitud compungida, pero Rebus se contentó con una discreta risita sarcástica.
—Lo que me intriga —añadió— es su interés por Vigilancia de la Bestia, el modo de enredar a Ellen y a su hermana. En la página tuvo que ver la foto de su antiguo amigo Trevor, y es curioso que no lo mencionara.
—¿Para arriesgarme a que usted cerrara aún más su cerco sobre mí? —replicó Tench negando despacio con la cabeza.
—Necesito una declaración completa sobre Trevor Guest; todo cuanto me ha contado y cualquier detalle que pueda añadir. Puede dejarla en Gayfield Square esta misma tarde. Espero que no le robe tiempo de su partida de golf.
—¿Cómo sabe que juego al golf? —preguntó Tench mirándole.
—Por el modo en que se expresó comprendí que hablaba del tema con conocimiento de causa. —Rebus se inclinó hacia él—. No es difícil adivinar lo que piensa, concejal. En comparación con algunos que he conocido, usted es de lo más corriente.
Dejó a Tench con la palabra en la boca y al acercarse al coche y ver a un vigilante rondando, le señaló el letrero de policía del parabrisas.
—Es a criterio nuestro —replicó el hombre.
Rebus le dirigió un beso con la mano y se sentó al volante. Al arrancar vio por el retrovisor que alguien miraba al edificio desde la catedral: era Keith Carberry, con el mismo atuendo del día en que le había visto salir de los juzgados. Aminoró la marcha al ver que desviaba la mirada; paró el Saab y siguió observándole por el retrovisor, esperando que cruzara y fuese a hablar con su jefe, pero vio que permanecía quieto con las manos metidas en los bolsillos delanteros de su chaqueta con capucha y una especie de estuche negro bajo el brazo, ajeno a los grupos de turistas y mirando al otro lado de la calle, hacia el ayuntamiento y Gareth Tench.