Llevaba sumergido en la bañera veinte minutos cuando oyó el zumbido del intercomunicador. Decidió no hacer caso, pero oyó sonar el móvil; era un mensaje, a juzgar por el pitido final. Cuando Siobhan le dejó en casa él le había dicho que se fuera directamente a descansar a la suya.
—Mierda —dijo, pensando en que podía estar en apuros.
Salió de la bañera, se enrolló una toalla y fue al cuarto de estar dejando el suelo lleno de pisadas mojadas. Pero no era un mensaje de Siobhan, sino de Ellen Wylie, que estaba abajo en el coche.
—Nunca he tenido tanto éxito con las mujeres —musitó pulsando el botón de respuesta de llamada—. Dame cinco minutos —dijo.
Fue a cambiarse. El intercomunicador sonó de nuevo y él abrió el portal y la esperó en la puerta del piso, oyendo el sonido de lija que hacían sus zapatos subiendo los dos tramos de escalones de piedra.
—Ellen, es un placer —dijo.
—Lo siento, John. Estábamos todos en el pub y no he podido apartarlo de mi mente.
—¿Lo de las bombas?
Ella negó con la cabeza.
—Su caso —contestó.
Una vez en el cuarto de estar, ella fue hacia la mesa con el papeleo, pero vio la pared y se acercó a mirar las fotos sujetas con chinchetas.
—Me he pasado medio día leyendo datos sobre esos monstruos, leyendo las opiniones de las familias de las víctimas sobre cada uno, para después tener que avisar a esos mal nacidos de que tal vez alguien busque vengarse.
—Es correcto, Ellen. En las actuales circunstancias tenemos que convencernos de que hacemos algo.
—Supongamos que en vez de ser violadores pusieran bombas.
—¿A cuento de qué dices eso? —preguntó él y aguardó, pero ella se encogió de hombros—. ¿Quieres beber algo?
—Tal vez un té —contestó medio vuelta hacia Rebus—. Me perdona que haya irrumpido así, ¿verdad?
—Estoy encantado de tu compañía —mintió yendo a la cocina.
Cuando volvió con las dos tazas, ella estaba sentada ante la mesa mirando el primer montón de papeles.
—¿Cómo está Denise? —preguntó Rebus.
—Bien.
—Ellen, dime una cosa. —Hizo una pausa hasta obtener su atención—. ¿Sabías que Tench está casado?
—Separado —replicó ella.
—No mucho —añadió Rebus frunciendo los labios—. Los dos viven en la misma casa.
—¿Por qué los hombres son unos mal nacidos, John? —replicó ella sin parpadear—. Mejorando lo presente, por supuesto.
—A mí lo que me extraña —añadió Rebus— es por qué le interesa tanto Denise.
—No está tan mal.
Rebus asintió con una mueca imperceptible.
—De todos modos, sospecho que a ese concejal le atraen las víctimas. A algunos hombres les sucede eso, ¿no es cierto?
—¿Adónde quiere ir a parar?
—No lo sé realmente… Sólo intento hacerme una idea de su forma de ser.
—¿Lo incluye entre los sospechosos?
—¿Cuántos son?
Ellen se encogió de hombros.
—Eric Bain ha recopilado algunos nombres y datos de la lista de suscriptores, pero supongo que serán familias de las víctimas o profesionales que trabajan en ese campo.
—¿A qué campo pertenece Tench?
—A ninguno de los dos. ¿Eso le convierte en sospechoso?
Rebus estaba a su lado mirando las notas.
—Necesitamos un perfil del asesino. Lo único que sabemos de momento es que no da la cara a sus víctimas.
—Sí, pero a Trevor Guest le dejó en un estado deplorable… Cortes, arañazos, contusiones. Y con la tarjeta del banco para que supiéramos su nombre.
—¿Ves en ello una discrepancia?
Ella asintió con la cabeza.
—Pero también podría considerarse que la discrepancia es Cyril Colliar por ser el único escocés.
Rebus miró la foto del rostro de Trevor Guest.
—Guest vivió un tiempo en Escocia —dijo—, según me informó Hackman.
—¿Sabemos dónde?
Rebus negó despacio con la cabeza.
—Habrá una ficha en algún archivo.
—¿Existe alguna posibilidad de que la tercera víctima tuviera alguna relación con Escocia?
—Supongo que podría haberla.
—Tal vez sea esa la clave. En lugar de centrarnos en Vigilancia de la Bestia deberíamos pensar más en las tres víctimas.
—Pareces a punto de ponerte las pilas.
Ella le miró.
—Estoy muy nerviosa para dormir. ¿Y usted? Puedo llevarme trabajo a casa.
Rebus volvió a negar con la cabeza.
—Estás muy bien donde estás —dijo cogiendo una serie de informes, dirigiéndose al sillón y encendiendo la lámpara de pie. Se sentó—. ¿No estará Denise preocupada por tu ausencia?
—Le enviaré un mensaje de texto diciendo que me quedo a trabajar hasta tarde.
—Mejor no decirle dónde… No quiero chismorreos.
Ella sonrió.
—No, claro que no. Por cierto, ¿debería saberlo Siobhan?
—¿Saber, qué?
—Es ella la encargada del caso, ¿no?
—Siempre lo olvido —contestó Rebus como quien no quiere la cosa, y siguió leyendo.
Era casi medianoche cuando se despertó. Ellen volvía de la cocina de puntillas con una taza de té.
—Lo siento —se disculpó ella.
—Me he quedado dormido —comentó Rebus.
—Ya hace más de una hora —dijo ella soplando sobre el líquido.
—¿Alguna novedad?
—Ninguna. ¿Por qué no se acuesta?
—¿Y te dejo a ti sola currando? —replicó estirando los brazos y sintiendo crujir las vértebras—. Estoy bien.
—Tiene cara de estar rendido.
—No paran de decírmelo. —Se levantó y se acercó a la mesa—. ¿Hasta dónde has avanzado?
—No encuentro ninguna relación entre Edward Isley y Escocia; aquí no tiene familia y no ha trabajado ni ha venido de vacaciones. No sé yo si no será un enfoque equivocado.
—¿Qué quieres decir?
—Quizás era Colliar quien estaba relacionado con el norte de Inglaterra.
—Tienes razón.
—Pero tampoco eso lleva a ninguna parte.
—Tal vez te venga bien una pausa.
—¿No estoy en ello? —replicó ella alzando la taza.
—Me refiero a algo más sustancial.
Ella balanceó los hombros.
—¿Es que hay aquí un yacuzzi o un masajista? —dijo, y al ver la cara que él ponía, añadió—: Era una broma. Y no creo que a usted se le den muy bien las friegas en la espalda. Además… —Sin acabar la frase, se llevó la taza a los labios.
—¿Además, qué?
Ellen dejó la taza en la mesa.
—Pues que usted y Siobhan…
—Somos compañeros —añadió él—. Compañeros y amigos. Y nada más, pese a los rumores.
—Es que circulan por ahí historias —alegó ella.
—Y eso es lo que son: historias, ficción.
—No sería la primera vez, ¿verdad? Me refiero a la comisaria Templer…
—Lo de Templer fue hace años, Ellen.
—Sí, ya lo sé —dijo ella mirando al vacío—. Esta profesión nuestra… ¿a cuántos conoce que mantengan una relación continuada?
—Hay algunos. Shug Davidson lleva veinte años casado.
Ellen asintió.
—Pero usted, Siobhan, yo y docenas que podría nombrar…
—Son gajes del oficio, Ellen.
—Tantas vidas como conocemos… —añadió ella dirigiendo una mano hacia los expedientes— y nos vemos incapaces de labrarnos una propia. ¿De verdad que no hay nada entre usted y Siobhan? —espetó mirándole.
Él negó con la cabeza.
—Así que no pienses que puedes abrir una brecha entre los dos.
Ella trató de aparentar sentirse ofendida, pero no fue capaz de encontrar una réplica.
—Estás flirteando —añadió él—. Y la única razón que se me ocurre es que lo haces únicamente por fastidiar a Siobhan.
—Dios bendito —exclamó ella poniendo de golpe la taza en la mesa y salpicando los papeles—. Habrase visto arrogante, descaminado y terco… —añadió haciendo ademán de levantarse de la silla.
—Escucha, si me he equivocado, perdona. Es medianoche y tal vez convendría que durmiéramos algo.
—Y no estaría de más darme las gracias.
—¿Por qué?
—¡Por aguantar trabajando mientras roncaba! ¡Por ayudarle arriesgándome a ganarme una bronca! ¡Por todo!
Rebus se levantó como aturdido, y tardó un instante aún en pronunciar la palabra que esperaba.
—Gracias.
—Y que le den, John —replicó ella, cogiendo el abrigo y el bolso.
Él se apartó para dejarla pasar y oyó que salía dando un portazo. Sacó un pañuelo del bolsillo y secó los papeles.
—No es mucho estropicio —murmuró—. No es mucho estropicio…
—Gracias por venir —dijo Morris Gerald Cafferty abriendo la puerta del pasajero.
Siobhan dudó un instante y finalmente subió.
—Es para una simple conversación —le previno ella.
—Naturalmente —dijo él cerrando suavemente la portezuela y dando la vuelta por delante del coche hasta sentarse al volante—. Ha sido un día movido, ¿no es cierto? —añadió—, con esa amenaza de bomba en Princes Street.
—No arranque el coche —dijo ella, sin hacerle caso.
Cafferty cerró la portezuela y se volvió hacia ella.
—Podríamos haber hablado arriba —dijo.
Ella negó con la cabeza.
—Tiene prohibido ese portal —espetó.
Cafferty encajó en silencio la tara de su mala fama y miró por la ventanilla hacia el piso de Siobhan.
—Pensaba que viviría en un lugar mejor —dijo.
—Estoy bien aquí —replicó ella—. Pero me gustaría saber cómo me ha localizado.
Cafferty sonrió afable.
—Tengo amistades —dijo—. Ha bastado con una llamada.
—¿Y con Gareth Tench podría hacer lo mismo? Una llamada a un profesional y nunca más se supo…
—No quiero que muera —replicó Cafferty, pensándose las palabras—, sólo rebajarle.
—¿Humillarle, acobardarle, asustarle?
—Creo que ha llegado la hora de que la gente lo vea tal como es —dijo inclinándose levemente hacia ella—. Ahora usted ya sabe cómo es. Pero si se centra en Keith Carberry errará el tiro —añadió con otra sonrisa—. Le hablo en términos de aficionados al fútbol, aunque seamos de distinto equipo.
—Estamos en distinto equipo en todo, Cafferty. Téngalo en cuenta.
Él inclinó levemente la cabeza.
—¿Sabe que se expresa igual que él?
—¿Igual que quién?
—Igual que Rebus, por supuesto. Ustedes dos tienen en común esa engreída actitud de creerse que lo saben todo mejor que nadie…, que son mejor que nadie.
—Vaya, sesión de ayuda psicológica…
—¿No lo ve? Siempre igual. Es como si Rebus moviera los hilos de una marioneta —añadió conteniendo la risa—. Ya es hora de que sea usted misma, Siobhan. Y tiene que hacerlo antes de que Rebus se jubile; es decir, pronto. —Hizo una pausa—. Mejor ahora que nunca.
—Lo que menos necesito son consejos suyos.
—No le estoy dando consejos; le ofrezco ayuda. Entre los dos podemos hundir a Tench.
—Es la misma oferta que le hizo a John aquella noche en el auditorio religioso, ¿verdad? Y me imagino que diría que no.
—Pues quería decir sí.
—Pero no lo dijo.
—Rebus y yo hace mucho tiempo que somos enemigos, Siobhan. Casi se nos ha olvidado cómo empezó. Pero entre usted y yo no hay enemistad.
—Usted es un gángster, señor Cafferty, y aceptar su ayuda sería ponerme a su altura.
—No —replicó él meneando la cabeza—; conseguiría meter en la cárcel a los responsables de lo que le sucedió a su madre. Si lo único que tiene para empezar es esa foto, no irá más allá de Keith Carberry.
—¿Y usted me ofrece mucho más, como esos timadores de los canales de compras? —dijo ella.
—No sea cruel —replicó él en tono de riña.
—Cruel pero sincera —replicó Siobhan. Miró por el parabrisas y vio que un taxi dejaba a una pareja borracha delante de su casa. Al arrancar el vehículo, estuvieron a punto de caer al suelo abrazados y besándose—. ¿Qué tal un escándalo? —dijo—. Algo que hiciera que el consejero apareciera en los tabloides.
—¿Tiene pensado algo?
—Tench engaña a su mujer —contestó ella—. Mientras su esposa está en casa viendo la tele, él se dedica a visitar a sus amantes.
—¿Cómo lo sabe?
—Una compañera mía, Ellen Wylie, tiene una hermana… —Se interrumpió al percatarse de que si estallaba el escándalo no sería sólo Tench quien saliera en los periódicos, sino también Denise—. No —dijo negando con la cabeza—. Olvídelo.
«Imbécil, imbécil, imbécil».
—¿Por qué?
—Porque haríamos daño a una mujer muy sensible.
—Pues como si no lo hubiera dicho.
Ella se volvió a mirarle.
—Bien, dígame, ¿qué haría usted en mi caso? ¿Cómo atacaría a Gareth Tench?
—A través del joven Keith, por supuesto —contestó Cafferty, como si fuera la cosa más evidente del mundo.
Mairie estaba disfrutando con el acoso.
Aquello no eran artículos de fondo, ni un elogio dando bombo a un amigo del jefe de redacción o una entrevista de mercadotecnia para dar publicidad a un libro o una película. Era una investigación. Por eso se había hecho ella periodista.
Incluso las pistas que no llevaban a ninguna parte eran emocionantes. Y, aunque había seguido varios caminos erróneos, acababa de ponerse en contacto con un periodista de Londres, también autónomo. En la primera conversación por teléfono ambos se dedicaron a darle rodeos al tema. Él trabajaba en un proyecto televisivo: un documental sobre Irak titulado Mi pequeña lavandería de Bagdad, y al principio no quiso explicarle la razón de aquel título, pero al mencionar ella su contacto de Kenia, vio que el de Londres cedía y, en ese momento, una sonrisa cruzó su rostro: ahora era ella quien marcaba la pauta. Iba a titularse lavandería de Bagdad en referencia al dinero que se blanqueaba en Irak y especialmente en la capital. No se sabía adonde habían ido a parar la mayor parte de los miles de millones de dólares estadounidenses destinados a la reconstrucción; maletas repletas de billetes para sobornar a funcionarios del país y untar la mano a la gente asegurando a toda costa elecciones, porque las empresas estadounidenses entraban en el jugoso mercado «con extrema cautela», según su amigo, y el dinero corría a raudales porque había que tranquilizar a los diversos bandos en conflicto en aquella situación tan inestable.
Había que armarlos.
A chiítas, suníes y kurdos. Claro, el agua y la electricidad eran imprescindibles, pero también cañones y lanzacohetes eficaces; sólo para la defensa, naturalmente, porque la reconstrucción sólo es posible si la gente se siente protegida.
—Yo creía que las armas no entraban en juego —comentó Mairie.
—Hasta que vuelvan a entrar cuando nadie preste atención.
—¿Y estás indagando para establecer una relación entre Pennen y todo el cotarro? —preguntó finalmente Mairie, sin dejar de tomar nota a toda velocidad con el teléfono sujeto entre la mejilla y el hombro.
—Eso es el chocolate del loro. Pennen no es más que una simple nota a pie de página, tan sólo una P. D. al final de una carta. Y, en realidad, no él personalmente, sino la empresa que dirige.
—Y de la que es propietario —no pudo por menos de añadir Mairie—. En Kenia se ha asegurado sacar tajada de ambos bandos.
—¿Subvencionando al gobierno y a la oposición? Sí, estoy al corriente, pero por lo que tengo entendido no es una operación de envergadura.
Pero el diplomático Kamweze le había dado a ella algún dato más. Coches para los ministros, construcción de carreteras en provincias gobernadas por la oposición y casas nuevas para los líderes tribales más importantes. Todo ello bajo el capítulo de «ayuda», mientras las armas teledirigidas con tecnología de Pennen lastraban la deuda interna.
—En Irak —prosiguió el periodista de Londres—, Pennen Industries financia una zona dudosa de reconstrucción, es decir, contratistas de defensa privados, armados y financiados por Pennen. Tal vez sea la primera guerra de la historia organizada en gran medida por el sector privado.
—¿Y a qué se dedican esos contratistas de defensa particulares?
—Actúan de guardaespaldas de quienes van al país a hacer negocios. Se ocupan de las barreras, protegen la Zona Verde y garantizan que los mandatarios puedan girar la llave de contacto del coche sin peligro de una intervención del Padrino.
—Ya veo. Son mercenarios, ¿no es eso?
—En absoluto; son totalmente legales.
—¿Pero les paga Pennen?
—Hasta cierto punto.
Finalmente, Mairie colgó, tras mutua promesa de seguir en contacto y hacer hincapié el de Londres que mientras ella no metiera mano a los datos de Irak podrían ayudarse recíprocamente. Mairie pasó a máquina sus notas y se dirigió al cuarto de estar, donde Allan estaba hundido en el sillón viendo Die Hard 3 y disfrutando de nuevo de sus películas preferidas ahora que tenía cine en casa; ella le dio un abrazo y sirvió dos vasos de vino.
—¿Qué se celebra? —preguntó él dándole un beso en la mejilla.
—Allan —dijo ella—, tú que has estado en Irak, cuéntame cómo es aquello.
Aquella noche, a hora avanzada, Mairie se levantó. Sonaba su teléfono; era el corresponsal de Westminster del periódico Herald. Años atrás se habían sentado juntos en un banquete de distribución de premios, dando cuenta del asado de cordero y riendo de los finalistas de las diversas categorías. Mairie mantuvo contacto con él porque le gustaba bastante aunque era un hombre casado, feliz en su matrimonio, por lo que sabía. Se sentó en la escalera enmoquetada, cubierta sólo por una camiseta hasta las rodillas, leyendo el texto.
«Tendrías que haberme dicho que te interesaba Pennen. Llámame. ¡Tengo datos!»
Pero no se contentó con llamarle. Fue en plena noche a Glasgow en coche y se vieron en un café de los que están abiertos veinticuatro horas, lleno de estudiantes bebidos, pero más agotados que escandalosos. Su amigo se llamaba Cameron Bruce, y siempre hacían bromas con aquel nombre que servía igual para un roto que para un descosido. Él se presentó con sudadera, pantalones de chándal y despeinado.
—Buenos días —dijo mirando el reloj.
—La culpa es tuya —le regañó ella en broma— por coquetear con una chica a medianoche.
—Suele pasar —replicó él.
Por el guiño que le dirigió, Mairie comprendió que convenía comprobar el estado del feliz matrimonio y dio gracias al cielo por no haber quedado con él en un hotel.
—Cuéntame —dijo.
—No está mal el café —dijo él alzando la taza.
—Oye, no he cruzado en coche media Escocia para oírte cosas insulsas, Cammy.
—¿A qué has venido, entonces?
Ella se reclinó en el asiento y le explicó por qué tenía interés en Richard Pennen. No le contó todo, por supuesto, pues él, al fin y al cabo, era de la competencia aunque fuese amigo. Cammy se percató de que había lagunas en lo que explicaba cada vez que hacía una pausa o cambiaba el sentido de la historia, pero se limitó a sonreír discretamente. En un momento determinado ella interrumpió el relato mientras, con gran profesionalidad y rapidez, el personal se hacía cargo de un cliente alborotador poniéndole de patitas en la calle. El hombre dio unos puntapiés a la puerta y puñetazos en la luna, pero acabó marchándose.
Pidieron más café y tostadas con mantequilla, y Cameron le contó lo que sabía.
O más bien, lo que sospechaba, basado todo ello en comentarios que circulaban.
—Por consiguiente, hay que interpretarlo con cierta precaución.
Ella asintió con la cabeza.
—Se trata de financiación de partidos —añadió él.
La reacción de Mairie fue fingir un bostezo repentino. Bruce se echó a reír y dijo que era un capítulo muy interesante.
—No me digas.
Se decía que Richard Pennen hacía importantes donativos personales al partido laborista. No era de extrañar, ya que su propia empresa se beneficiaba de los contratos del gobierno.
—Igual que con Capita y tantos otros —comentó Bruce.
—¿Me has hecho venir hasta aquí para decirme que lo que hace Pennen es perfectamente legal y transparente? —replicó Mairie con gesto de decepción.
—Bueno, no estoy tan seguro, dado que el señor Pennen juega con dos barajas.
—¿Da dinero a conservadores y laboristas?
—En cierto modo, sí. Pennen Industries ha financiado varias juergas de los torys y sus gerifaltes.
—Pero es más bien la empresa; no él personalmente. Así que no vulnera la ley.
—Mairie —dijo Bruce sonriendo—, no hay que vulnerar la ley para tener problemas en política.
—Hay algo más, ¿verdad? —dijo ella mirándole furiosa.
—Tal vez —añadió él mordiendo una tostada.