Salían autobuses hacia el sur y los padres de Siobhan decidieron irse en uno de ellos.
—Nos habríamos marchado mañana, de todos modos —dijo su padre dándole un abrazo.
—Al final, no habéis ido a Gleneagles —comentó ella.
Él la besó en la mejilla, junto a la mandíbula, como solía, y por un instante se sintió niña otra vez. Siempre la besaba así, en Navidad o el día de su cumpleaños, cuando traía buenas notas o simplemente porque estaba contento.
Dio otro abrazo a su madre y ella le susurró: «No tiene importancia», refiriéndose a las contusiones del rostro, a que no se ofuscara buscando al culpable. Y finalmente, después del apretón, con los brazos estirados, juntas las manos, añadió:
—No tardes en venir a vernos.
—Lo prometo —dijo Siobhan.
Sin ellos, el piso parecía vacío. Y de pronto pensó que vivía allí la mayor parte de su tiempo en silencio. Bueno, en silencio no, porque siempre tenía música, la radio o la tele, pero con pocas visitas con quien hablar; sin nadie que silbase por el pasillo o tararease fregando los platos.
Ella sola.
Trató de hablar con Rebus pero no contestaba al teléfono. Seguía con la tele puesta, incapaz de apagarla. Treinta muertos, cuarenta muertos, tal vez cincuenta… El alcalde de Londres había hecho un buen discurso; Al Qaeda había reivindicado el atentado; la reina estaba «muy conmocionada»; los que vivían fuera de Londres salían del trabajo y emprendían el largo viaje de regreso a casa. Los comentaristas se preguntaban por qué el grado de alerta había sido modificado de «grave en general» a «importante». A ella le habría gustado preguntarles qué diferencia había.
Fue a la nevera. Su madre había comprado de todo: filetes de pato, un trozo de queso, zumos de fruta biológica. Miró en el congelador y sacó una barra de helado de vainilla Mackie; cogió una cuchara y se la llevó al cuarto de estar. Por hacer algo, enchufó el ordenador. Tenía cincuenta y tres mensajes. De una ojeada consideró que podía borrarlos casi todos, y en aquel momento recordó, metió la mano en el bolsillo y sacó el compacto. Lo pasó al disco duro y con un par de clics con el ratón aparecieron en la pantalla fotos del tamaño de una uña. Stacey Webster había tomado algunas de la madre joven con su rosado bebé. Sonrió. Era evidente que la mujer lo utilizaba como elemento disuasorio, repitiendo la escena del cambio de pañales en diversos lugares siempre de cara al cordón policial. Era una buena oportunidad para hacer una foto y para un posible estallido; había incluso una imagen con varios fotógrafos, Mungo entre ellos, pero Stacey se había centrado en los manifestantes, compilando un buen archivo para sus jefes del SO12. Muchos agentes de la plantilla, que serían de la policía de Londres, irían ya camino de casa para prestar ayuda tras los atentados, ver a sus seres queridos y tal vez asistir al funeral de algún compañero. Si el agresor de su madre era de Londres… no sabía qué haría.
Su madre había dicho: «No tiene importancia».
Desechó la idea. Examinó cincuenta o sesenta fotos hasta llegar a la de sus padres, en la que se veía a Teddy Clarke tratando de rescatar a su mujer de la primera fila, en medio de un revuelo de manifestantes y policía: porras en alto, bocas abiertas y gesticulaciones. Volaban cubos de basura, desperdicios y plantas arrancadas.
Y un palo percutiendo en la cara de su madre. Siobhan, estremecida, se esforzó por escrutar la imagen. Parecía recogido del suelo; no era una porra, y la trayectoria del impacto procedía del lado de los manifestantes, y el agresor se escabullía. De pronto Siobhan lo vio claro. Era lo que había dicho Mungo, el fotógrafo: atacan a los policías y cuando ellos responden, el agresor se retira y quedan en primera línea quienes no han hecho nada. La mejor propaganda para hacer que los policías aparezcan como represores. Se veía a su madre tambaleándose por efecto del golpe y con el rostro desenfocado por el movimiento, pero la mueca de dolor era evidente. Siobhan pasó el dedo por la pantalla como para paliar el mal y siguió por el palo hasta el brazo desnudo del agresor, que llegaba hasta el hombro, pero no al rostro. Retrocedió varios fotogramas y avanzó algunos más posteriores al golpe.
Allí estaba; escondiendo el palo detrás de la espalda, pero seguía allí. Y Stacey le había captado de frente, con el júbilo reflejado en los ojos y su aviesa sonrisa. Unos fotogramas más y se le veía de puntillas vociferando, con la gorra de béisbol bien encasquetada pero inconfundible.
Era el jovenzuelo de Niddrie, el jefecillo de la pandilla. Había acudido a Princes Street como tantos otros gamberros a armar jaleo.
Siobhan le había visto por última vez a la salida de los juzgados donde le aguardaba el concejal Gareth Tench. «Dos de mis electores fueron detenidos en los disturbios», comentó. Sí, Tench correspondiendo al saludo del culpable cuando salía de los juzgados… A Siobhan le tembló la mano levemente cuando volvió a marcar el número de Rebus. No contestaba. Se levantó, paseó por el piso y entró en todas las habitaciones. En el cuarto de baño tenía las toallas bien dobladas y apiladas; en el cubo de la basura de la cocina había un envase de cartón de sopa, enjuagado para que no oliera. Eran pequeños detalles de su madre. Se detuvo frente al espejo de pie del dormitorio para detectar un parecido con ella; pero pensó que se parecía más a su padre. Ahora estarían en la AI camino del sur. No les había dicho quién era Santal, y muy probablemente no se lo diría nunca. Volvió al ordenador, repasó el resto de las fotos y volvió al principio, buscando una sola figura: un gamberro delgaducho con gorra de béisbol, camiseta, vaqueros y zapatillas de deporte. Decidió imprimir varias, pero apareció el cuadro de advertencia de bajo nivel de tinta. En Leith Walk había una tienda de informática. Cogió las llaves y el bolso.
La botella estaba vacía y en casa no le quedaba ninguna. Rebus había encontrado una botella pequeña de vodka polaca en la nevera, pero apenas llegaba para una copa; como no le apetecía salir a comprar otra, se preparó una taza de té y se sentó a la mesa del comedor, hojeando las notas del caso. A Ellen Wylie le había impresionado el currículo de Ben Webster y a él también; lo repasó. Viajes a puntos conflictivos del planeta; era algo que atraía a mucha gente: aventureros, periodistas, mercenarios. A él le habían comentado hacía años que el novio de Mairie Henderson era operador de cámara y que había estado en Sierra Leona, Afganistán e Irak, pero a él le daba la impresión de que la motivación de los viajes de Ben Webster a aquellos lugares no era la del viajero ávido de emociones, ni porque se identificara con «buenas» causas, sino su estricta obligación.
«Es uno de nuestros deberes básicos como seres humanos ayudar de forma sustancial al desarrollo allá donde sea y en la medida de lo posible en las zonas más precarias y más pobres del mundo», afirmaba en una de sus intervenciones parlamentarias. Era un argumento repetido sin cesar ante diversos comités, auditorios públicos y en entrevistas de prensa.
«Mi hermano era una buena persona».
Rebus no lo dudaba. Ni veía motivo alguno para que alguien le empujara en las murallas del castillo. Pese a ser un trabajador infatigable, Ben Webster apenas representaba amenaza alguna para Pennen Industries. Rebus volvió a considerar la posibilidad del suicidio. Quizá Webster sufriera una depresión por los conflictos, hambrunas y catástrofes de que había sido testigo; tal vez conociera de antemano los escasos resultados del G-8, y sus anhelos de un mundo mejor le llevaran a un callejón sin salida. ¿Había saltado al vacío para llamar la atención a propósito de la situación? A Rebus no acababa de convencerle. Webster había asistido a aquel banquete con hombres poderosos e influyentes, diplomáticos y políticos de diversos países. ¿Por qué no manifestarles sus preocupaciones? ¿O armar un escándalo en público, a voces, a gritos?
Aquel grito en la noche al caer…
—No sé —dijo Rebus, meneando la cabeza.
Le parecía tener el rompecabezas completo pero con algunas piezas mal puestas.
—No —repitió, volviendo a sumergirse en la lectura.
«Un buen hombre…»
Al cabo de veinte minutos encontró una entrevista de un suplemento dominical de hacía un año en la que preguntaban a Webster a propósito de sus primeros pasos como diputado. Tenía una especie de mentor, también escocés y diputado, figura relevante del partido laborista, Colin Anderson.
El que representaba a Rebus en el parlamento.
—No te vi en el funeral, Colin —musitó Rebus mientras subrayaba un par de frases.
«Webster menciona sin dudarlo dos veces a Anderson por la ayuda que le brindó en su andadura como diputado novel: Me impidió caer en las trampas habituales y le quedo inmensamente agradecido. En cambio, Webster se muestra mucho más reticente cuando se le pregunta si tiene fundamento la idea de que fuera Anderson quien le encumbró a su actual cargo de secretario privado del Parlamento, situándole en un puesto prometedor como principal candidato a ayudante del ministro de Comercio…»
—Vaya, vaya —murmuró Rebus, soplando sobre el té, a pesar de que ya estaba más que tibio.
—Había olvidado totalmente —dijo Rebus, arrastrando una silla hacia la mesa— que mi propio representante en el Parlamento es el ministro de Comercio. Sé que está ocupado, así que seré breve.
El restaurante estaba en la zona sur de Edimburgo, y aunque no era muy tarde se encontraba lleno. El personal acudió a entregarle la carta y ponerle un cubierto en la mesa para dos que ocupaba el honorable diputado Colin Anderson con su esposa.
—¿Quién diablos es usted? —inquirió el parlamentario.
Rebus devolvió la carta al camarero.
—No voy a cenar —comentó, y dirigiéndose al diputado añadió—: Me llamo John Rebus y soy inspector de policía. ¿No se lo dijo su secretaria?
—¿Me enseña su credencial? —replicó Anderson.
—En realidad, no es culpa de ella —añadió Rebus—. Exageré un poco y dije que era urgente —dijo tendiéndole el carné.
El diputado lo examinó mientras Rebus ofrecía una sonrisa a la esposa.
—¿Quiere que…? —preguntó ella haciendo gesto de levantarse.
—No se trata de ningún secreto —dijo Rebus cogiendo el carné que le devolvía Anderson.
—Permita que le diga, inspector, que esto es una intrusión.
—Yo pensé que su secretaria le habría avisado.
Anderson alzó el móvil de la mesa.
—No hay cobertura —dijo.
—Pues debería usted subsanarlo —comentó Rebus—. Hay mucha gente en Edimburgo que…
—¿Ha bebido, inspector?
—Sólo lo hago fuera de servicio, señor —respondió él hurgando en el bolsillo hasta encontrar la cajetilla.
—Aquí no se puede fumar —le previno Anderson.
Rebus miró el paquete de cigarrillos como si se hubiera materializado en su mano sin que él se lo propusiera. Se disculpó y volvió a guardárselo.
—No le vi en el funeral —dijo al diputado.
—¿Qué funeral?
—El de Ben Webster. Usted fue buen amigo suyo al principio de su carrera.
—Tenía un compromiso —replicó el diputado mirando ostensiblemente el reloj.
—La hermana de Webster me dijo que una vez muerto Ben, el partido laborista le olvidaría.
—Creo que eso es excesivo. Ben era amigo mío y yo quería asistir al funeral…
—Pero estaba ocupado —añadió Rebus con gesto comprensivo—. Y ahora que se dispone a cenar apaciblemente con su esposa, yo me presento sin avisar.
—Da la casualidad de que es el cumpleaños de mi esposa. Y hemos conseguido, Dios sabe cómo, encontrar este hueco libre.
—Y yo vengo a estropeárselo. Que cumpla muchos más —añadió, dirigiéndose a la esposa.
El camarero puso una copa para vino frente a Rebus.
—¿No sería mejor de agua, quizá? —dijo Anderson.
Rebus asintió con la cabeza.
—¿Ha estado muy atareado con el G-8? —preguntó la esposa del diputado inclinándose hacia delante.
—Atareado a pesar del G-8 —replicó Rebus.
Vio como mujer y marido intercambiaban una mirada y comprendió lo que pensaban. Un policía con resaca, afectado por las manifestaciones y los disturbios y ahora por las bombas de Londres. Una situación delicada.
—¿No podríamos hablar mañana, inspector? —preguntó Anderson pausadamente.
—Estoy investigando la muerte de Ben Webster —dijo Rebus con una voz nasal de la que él mismo era consciente, y notando una especie de neblina que envolvía la escena— y no acabo de encontrar ninguna motivación que explique que quisiera quitarse la vida.
—Yo creo que debió de ser un accidente —dijo la esposa del diputado.
—O que le empujaron —añadió Rebus.
—¡Qué dice! —dijo Anderson dejando de ordenar los cubiertos.
—Richard Pennen quiere vincular la ayuda extranjera a la venta de armas, ¿no es cierto? ¿Cómo conseguirlo? Haciendo una buena donación a cambio de que haya manga ancha.
—No diga cosas absurdas —replicó el diputado sin ocultar su irritación.
—¿Estuvo usted en el castillo aquella noche?
—Estaba ocupado en Westminster.
—¿Cabe la posibilidad de que Webster tuviera una conversación con Pennen? ¿Tal vez a petición de usted?
—¿Qué clase de conversación?
—Sobre la reducción del comercio de armas y en el sentido de que la asignación para cañones se destinase a agricultura.
—Escuche, no puede ir por ahí difamando a Richard Pennen. Si hay alguna prueba, me gustaría verla.
—A mí también —dijo Rebus.
—¿Quiere decir que la hay? ¿En qué basa usted exactamente esta caza de brujas, inspector?
—En el hecho de que el Departamento Especial quiso apartarme del caso, o cuando menos encarrilarme.
—¿Y usted prefiere descarrilarse?
—Es la única manera de llegar a donde se desea.
—Ben Webster era un notable parlamentario y una figura en ascenso dentro de su partido…
—Y le habría apoyado a usted sin reservas en cualquier candidatura —no pudo por menos de añadir Rebus.
—¡Eso sí que son difamaciones fuera de lugar! —exclamó Anderson con un gruñido.
—¿Era la clase de persona que repudiaba los grandes negocios? —le preguntó Rebus—. ¿La clase de persona insobornable? —Notaba que su mente se embotaba más y más.
—Inspector, está agotado —dijo la esposa del diputado en tono afable—. ¿No podrían hablar en otro momento?
Rebus negó con la cabeza, notando la pesadez de su cuerpo y consciente de que estaba a punto de desmoronarse, arrastrado hasta el suelo por la masa corporal.
—Querido, ahí está Rosie —dijo la esposa del diputado.
Una joven obviamente nerviosa se abría paso entre las mesas. Los camareros se miraron preocupados, temiendo que fueran a encargar servicio para cuatro en una mesa de dos.
—Le he enviado varios mensajes seguidos —dijo Rosie— y luego pensé que quizá no los recibía.
—Aquí no hay cobertura —gruñó Anderson, dando unos golpecitos al móvil—. Este es el inspector.
Rebus se puso en pie para ofrecer la silla a la secretaria de Anderson, pero ella negó con la cabeza sin mirarle.
—El inspector —dijo la secretaria al diputado— está suspendido de servicio y pendiente de investigación por su conducta. Hice un par de llamadas —añadió mirando a Rebus a la cara.
Anderson enarcó una de sus espesas cejas.
—Ya le dije que estaba fuera de servicio —alegó Rebus.
—No me parece que fuese hasta tal punto explícito. Ah, las entradas. —Dos camareros sirvieron un salmón ahumado y un cuenco de sopa de color naranja respectivamente—. Ahora váyase, inspector —añadió el diputado tajante.
—Ben Webster merece cierta consideración, ¿no cree?
El diputado ignoró el comentario y desplegó la servilleta. Pero su secretaria no tuvo tantos remilgos.
—¡Lárguese! —gruñó.
Rebus asintió con la cabeza y fue a dar media vuelta, pero recordó algo.
—La calzada de mi calle está hecha polvo. A ver si puede hacer un hueco para dedicar algún tiempo a sus electores —dijo antes de alejarse.
—Sube —ordenó la voz.
Rebus se dio la vuelta y vio que Siobhan estaba estacionada frente a su casa.
—Ha quedado muy bien el coche —comentó.
—Faltaría más, con lo que me ha cobrado tu amigo el mecánico.
—Yo iba a subir a casa…
—Pues cambia de plan. Necesito que me acompañes. —Hizo una pausa—. ¿Te encuentras bien?
—Me tomé un par de copas y he hecho algo tal vez inconveniente.
—Vaya novedad.
Siobhan fingió quedarse pasmada cuando le explicó su incursión en el restaurante.
—Otra tontería en mi haber —concluyó Rebus.
—No me digas —comentó Siobhan cerrando la portezuela mientras él se acomodaba en el asiento del pasajero.
—¿Y tú…? —preguntó Rebus.
Siobhan le contó que se habían marchado sus padres y que ella había estado examinando las fotos de Stacey. Estiró el brazo hacia el asiento de atrás y le tendió las pruebas de la agresión.
—Entonces, ¿vamos a hablar con el concejal? —aventuró Rebus.
—Es lo que he decidido. ¿De qué te ríes?
Él fingió examinar las fotos.
—Tu madre dice que no le importa el golpe, nadie parece preocuparse por la muerte de Ben Webster y aquí estamos los dos dale que dale —dijo alzando la vista hacia ella con sonrisa de desgana.
—Es nuestro trabajo —replicó ella despacio.
—Eso es lo que yo creo, al margen de lo que otros puedan pensar o decir, pero me preocupa habértelo contagiado.
—Concédeme un margen de criterio propio —replicó ella poniendo en marcha el motor.
El concejal Gareth Tench vivía en un gran chalé victoriano en la calle principal de Duddingston Park, en donde la distancia de las casas a la calzada les confería buena intimidad. Era una zona a cinco minutos en coche de Niddrie, pero otro mundo de clase media respetable y tranquilo. Detrás de las casas había un campo de golf y la playa de Portobello no estaba lejos.
Siobhan cruzó por Niddrie y vieron que el campamento estaba casi desmontado.
—¿Quieres parar a ver a tu novio? —dijo Rebus en guasa.
—Quizá sea mejor que te quedes tú en el coche y que hable yo con Tench —replicó ella.
—Estoy sobrio como un juez —alegó Rebus—. Bueno…, casi.
Pararon en una gasolinera en Radcliffe Terrace para comprar una botella de Irn-Bru y paracetamol.
—El que inventó esto merece el premio Nobel —comentó Rebus sin especificar a cuál de las dos cosas se refería.
En un sector pavimentado del jardín delantero de la casa de Tench había dos coches aparcados y vieron que el cuarto de estar estaba profusamente iluminado.
—¿Policía bueno, policía malo? —sugirió Rebus mientras Siobhan llamaba al timbre.
Ella respondió con una escueta sonrisa. Abrió la puerta una mujer.
—¿La señora Tench? —preguntó Siobhan tendiéndole el carné de policía—. ¿Podemos hablar con su esposo?
—Louisa, ¿quién es? —se oyó la voz de Tench dentro de la casa.
—La policía, Gareth —gritó ella en respuesta, apartándose levemente como invitándoles a pasar.
No se hicieron de rogar y apenas entraban en el cuarto de estar cuando Tench bajó despacio la escalera. A Rebus no le gustó la decoración del cuarto: cortinas de terciopelo en las ventanas, apliques de bronce en la pared flanqueando la chimenea y dos enormes sofás que ocupaban casi todo el espacio. También el calificativo de enorme y ordinaria era aplicable a Louisa Tench, con aquellos pendientes y tantas pulseras. Su bronceado era de pote o de lámpara de cuarzo, igual que el castaño rojizo del pelo. Además de un exceso de sombreado azul en los ojos y rosa en los labios. Rebus contó cinco relojes de mesa y pensó que nada de lo que había allí era cosa del concejal.
—Buenas noches, señor —dijo Siobhan al entrar Tench, quien, como respuesta, alzó la vista al techo.
—Dios mío, ¿es que no paran? ¿Los denuncio por acoso?
—Antes de hacerlo, señor Tench —prosiguió Siobhan con calma—, quizá convenga que eche una ojeada a estas fotos —añadió tendiéndoselas—. Reconoce a su elector, ¿verdad?
—Es el mismo con quien tan buenas migas hacía a la salida de los juzgados —remachó Rebus—. Y, por cierto, saludos de Denise.
Tench miró atemorizado en dirección a su esposa, que había vuelto a sentarse a ver la televisión sin sonido.
—Bueno, ¿qué sucede con esas fotos? —preguntó Tench alzando la voz más de lo necesario.
—Como ve, golpea con un palo a una mujer —prosiguió Siobhan, mientras Rebus observaba y escuchaba atentamente—. Y en la otra imagen aparece tratando de escabullirse entre la multitud. No podrá negar que se trata de una agresión a un simple espectador.
Tench adoptó una actitud escéptica mirando ambas fotos.
—Son digitales, ¿verdad? —comentó—. Fáciles de manipular.
—No son las fotos las que están manipuladas, señor Tench —añadió Rebus, convencido de que era su deber.
—¿Qué es lo que insinúa?
—Queremos que nos diga su nombre —dijo Siobhan—. Podemos obtenerlo mañana por la mañana en los juzgados, pero preferimos que nos lo dé usted.
—¿Y por qué? —inquirió Tench entornando los ojos.
—Porque… —Siobhan hizo una pausa—. Quisiera saber qué relación existe. En el campamento, hubo dos ocasiones en que apareció usted en el momento crucial… a sacarle de apuros —añadió señalando la foto—. Luego, le espera a la salida de los juzgados, y ahora esto.
—Es un muchacho como tantos otros de una zona marginada —alegó Tench, en voz queda pero marcando bien las palabras—. Se crían en un mal ambiente hogareño, tienen mala conducta en el colegio y malas compañías cada dos por tres. Pero es de mi circunscripción y por lo tanto me ocupo de él, como haría con cualquier otro muchacho desgraciado en sus mismas circunstancias. Si eso es un crimen, sargento Clarke, estoy dispuesto a sentarme en el banquillo y defenderme —espetó, sin evitar que una mota de saliva salpicase en la mejilla a Siobhan, quien se la limpió con la punta del dedo.
—Su nombre —repitió ella.
—Ya ha tenido una denuncia.
Louisa Tench seguía sentada con las piernas cruzadas y los ojos clavados en el televisor.
—Gareth, Emmerdale —dijo.
—No querrá que su esposa se pierda la comedia, ¿verdad, señor Tench? —añadió Rebus, mirando los títulos que comenzaban a llenar la pantalla.
La mujer tenía en la mano el mando a distancia y pulsó el botón del volumen. Tres pares de ojos estaban pendientes de Gareth Tench y Rebus volvió a articular con los labios el nombre de Denise.
—Carberry —dijo Tench—. Keith Carberry.
La música brotó de pronto del televisor, Tench metió las manos en los bolsillos y salió airado del cuarto. Siobhan aguardó un instante por decir adiós a la mujer, que ya estaba en el sillón sentada sobre sus piernas, pero siguió absorta en su mundo sin hacerles caso. Tench estaba ya junto a la puerta de entrada abierta, cruzado de brazos y con las piernas separadas, esperando a que se fueran.
—Una campaña de desprestigio no va a ser buena para nadie —comentó.
—Hacemos nuestro trabajo, señor.
—Yo me crie cerca de una granja, sargento Clarke —dijo Tench— y sé lo que es la mierda.
Siobhan le miró de arriba abajo.
—Y yo sé lo que es un payaso, aunque lo vea sin disfraz —replicó andando hacia la calzada.
Rebus se detuvo delante de Tench y se inclinó para decirle al oído:
—La mujer a quien golpeó ese chico que usted protege es su madre. —Señaló a Siobhan—. Lo cual significa que vamos hasta el final, ¿entendido? Y no nos daremos por satisfechos hasta obtener resultados —añadió apartándose y asintiendo con la cabeza para mayor énfasis—. Así que, ¿su esposa no sabe lo de Denise? —espetó.
—Ah, claro, ahora me explico cómo me relacionó con Ozyman —replicó Tench—. Fue Ellen Wylie quien se lo dijo.
—No ha sido muy inteligente por su parte enredarse con otra. Esto es como un pueblo y más tarde o más temprano será de dominio público.
—¡Dios, Rebus, no es lo que piensa! —dijo Tench entre dientes.
—No soy yo quien tiene que decirlo, señor.
—Y ahora, supongo que irá a contárselo a su «jefe». Bueno, que haga lo que quiera, yo no voy a doblegarme ante los de su clase ni… ante los de la suya, inspector —dijo Tench con gesto de desafío.
Rebus permaneció quieto un instante más, sonrió y siguió a Siobhan hacia el coche.
—¿Me concedes una dispensa? —preguntó él tras ponerse el cinturón de seguridad. Ella miró y vio que esgrimía el paquete de tabaco.
—Deja abierta la ventanilla —ordenó Siobhan.
Rebus encendió el pitillo y expulsó humo hacia el cielo de la noche. Tan sólo habían recorrido unos cuarenta metros cuando les adelantó un coche que frenó de pronto bloqueando el paso.
—¿Qué demonios es esto? —dijo Rebus entre dientes.
—Un Bentley —contestó Siobhan.
Y, al apagarse las luces de los frenos, vieron que se apeaba Cafferty, que se dirigió decidido hacia ellos y se inclinó sobre la ventanilla abierta de Rebus.
—Estás muy lejos de tu territorio —dijo Rebus serio.
—Y usted. Vienen de hacer una visita a Gareth Tench, ¿no? Espero que no haya tratado de comprarles.
—Sí, como piensa que tú nos pasas quinientas libras semanales —dijo Rebus con voz cansina—, nos hizo una contraoferta de dos mil —añadió expulsando humo al rostro del otro.
—He adquirido un pub en Portobello. Vengan a tomar una copa —añadió Cafferty, acompañando sus palabras con un movimiento de manos.
—Es lo que menos falta me hace —replicó Rebus.
—Pues un refresco.
—¿Qué es lo que quiere? —terció Siobhan sin apartar las manos del volante.
—¿Es una impresión mía —preguntó Cafferty a Rebus— o se está endureciendo?
De pronto introdujo el brazo por la ventanilla y cogió una de las fotos del regazo de Rebus, retrocedió unos pasos y se la acercó a los ojos. Siobhan se bajó rápidamente del coche y se aproximó a él.
—No estoy dispuesta a aguantar esto, Cafferty.
—Un momento, es que he oído una historia sobre su madre y sé quién es este cabroncete —replicó él.
Siobhan detuvo en seco su ademán de arrebatarle la foto.
—Se llama Kevin o Keith —continuó Cafferty.
—Keith Carberry —dijo ella.
Rebus bajó del coche y advirtió que Cafferty la tenía enganchada.
—Tú no te metas en eso —le previno Rebus.
—Claro que no —respondió Cafferty—. Comprendo que es algo personal. Lo único que me planteaba es si podía ayudar.
—¿Ayudar, cómo? —inquirió Siobhan.
—No le escuches —dijo Rebus, pero la mirada de Cafferty tenía paralizada a Siobhan.
—De la manera que sea —contestó Cafferty—. Keith trabaja para Tench, ¿verdad? ¿No sería mejor hundirles a los dos y no sólo al mensajero?
—Tench no estaba en el parque de Princes Street.
—Y el joven Keith es tonto de nacimiento —replicó Cafferty—. Los chicos como él se dejan manipular.
—Por Dios, Siobhan —imploró Rebus cogiéndola del brazo—, él quiere cargarse a Tench y no reparará en medios. A ella no la mezcles —añadió esgrimiendo un dedo ante Cafferty.
—Yo sólo me ofrecía… —dijo Cafferty alzando las manos en gesto de rendición.
—¿A qué tanto empeño? ¿Llevas en el Bentley un bate de béisbol y una pala?
Cafferty ignoró sus palabras y devolvió la foto a Siobhan.
—Me apuesto una libra contra un penique a que Keith está jugando al billar en una sala de Restalrig. Para comprobarlo sólo habría que…
Siobhan no apartaba los ojos de la foto. Al oír a Cafferty pronunciar aquel nombre, parpadeó y le miró. Pero dijo que no moviendo la cabeza.
—Más adelante —añadió.
—Como quiera —replicó él alzando los hombros.
—Sin usted —espetó ella.
—No es justo después de todo lo que le he dicho —rezongó Cafferty haciéndose el ofendido.
—Sin usted —repitió ella.
Cafferty se volvió hacia Rebus.
—¿No le he dicho que se estaba endureciendo? Puede que me quedara corto.
—Puede —sentenció Rebus.