19

El zumbador le despertó.

Cruzó el pasillo tambaleándose y apretó el botón del intercomunicador.

—¿Quién es? —preguntó con voz pastosa.

—Yo creía que íbamos a trabajar aquí.

Era la voz lejana y distorsionada de Siobhan.

—¿Qué hora es? —preguntó él tosiendo.

—Las ocho.

—¿Las ocho?

—El inicio de nuestra jornada laboral.

—Estamos suspendidos de servicio, ¿recuerdas?

—¿Te he pillado en pijama?

—No uso pijama.

—¿Y me vas a hacer esperar aquí en la calle?

—Te dejaré abierta la puerta del piso —contestó él pulsando el aparato.

Recogió la ropa de la butaca del dormitorio y se encerró en el cuarto de baño. La oyó dar con los nudillos en la puerta y abrirla.

—¡Dos minutos! —gritó entrando en la bañera para meterse bajo la ducha.

Cuando salió, ella estaba sentada a la mesa del comedor organizando las fotocopias de la noche anterior.

—No te acomodes —dijo él, haciéndose el nudo de la corbata, pero al recordar que no iba a la comisaría, se la quitó y la tiró al sofá—, que necesitamos provisiones —añadió.

—Y yo necesito un favor.

—¿Cuál?

—Un par de horas para el almuerzo. Quiero llevar a mis padres a un restaurante.

Rebus asintió con la cabeza.

—¿Cómo está tu madre?

—Está bien. Han decidido no ir a Gleneagles a pesar del cambio de tiempo.

—¿Se vuelven mañana a Londres?

—Probablemente.

—¿Qué tal el concierto anoche? Vi la última parte en la tele y esperaba verte a ti saltando en primera fila.

Siobhan no contestó de inmediato.

—Yo ya me había ido.

—Ah.

Ella se encogió de hombros.

—¿Qué es lo que hay que comprar?

—El desayuno.

—Yo ya he desayunado.

—Bueno, pues me contemplarás devorando un bocadillo de beicon. Hay un café en Marchmont Road y mientras yo como, tú puedes llamar al consejero Tench para concertar una entrevista.

—Anoche le vi en el concierto.

—Ese hombre está en todas partes, ¿no crees? —comentó Rebus mirándola.

Ella se había acercado al tocadiscos. Había vinilos en una estantería y cogió uno.

—Eso es de antes de que tú nacieras —comentó Rebus—. Canciones de amor y odio, de Leonard Cohen.

—Escucha esto —dijo ella leyendo el reverso de la funda—: «Encarcelaron a un hombre que quería dominar el mundo, pero los imbéciles se equivocaron de hombre». ¿Qué querrá decir?

—¿Se trataría de un caso de error de identidad? —aventuró Rebus.

—Yo creo que se refiere a la ambición —replicó ella—. Gareth Tench me dijo que te vio con…

—Ajá.

—Con Cafferty.

Rebus asintió con la cabeza.

—Big Ger dice que el concejal pretende ponerle fuera de juego.

Siobhan dejó el disco y se volvió hacia él.

—Estupendo, ¿no?

—Depende del sustituto. Según Cafferty, es Tench quien aspira a serlo.

—¿Tú le crees?

Rebus hizo una pausa reflexiva.

—¿Sabes lo que necesito saber para contestarte?

—¿Pruebas? —preguntó ella.

Rebus negó con la cabeza.

—Café —contestó.

A las nueve menos cuarto Rebus iba por la segunda taza, con los restos del bocadillo en un plato manchado de grasa. En el café había una buena selección de periódicos, y Siobhan leía noticias sobre Empuje Final mientras él señalaba con el dedo fotos del escenario de sus respectivas correrías la víspera en Gleneagles.

—¿No vimos a ese chico? —preguntó señalando una imagen.

Ella asintió con la cabeza.

—Sí, pero sin sangre en la cara.

Rebus volvió la página hacia sí.

—En realidad, es lo que quieren, ¿sabes? Un poco de sangre siempre va bien para las noticias.

—Y dejarnos a nosotros como los malos de la película.

—Por cierto… —añadió él sacando el compacto del bolsillo—. Ten; un regalo de despedida de Stacey Webster, o Santal, como gustes.

Siobhan cogió el disco ente dos dedos mientras él le explicaba cómo se lo había dado. Cuando terminó, sacó del bolsillo la tarjeta de Stacey y marcó el número. No contestaron; al volver a guardar el móvil en la chaqueta notó un leve aroma al perfume de Molly Clarke, pero pensó que a Siobhan no tenía por qué decírselo, pues no estaba seguro de su reacción. Aún andaba dándole vueltas en la cabeza cuando entró Gareth Tench. Les estrechó la mano. Rebus le dio las gracias por haber ido y le indicó que se sentara.

—¿Qué quiere tomar?

Tench negó con la cabeza. Rebus vio un coche aparcado y, al lado, los escoltas.

—Buena idea —dijo Rebus señalando la escena con la barbilla—. Debería haber más vecinos de Marchmont con guardaespaldas.

Tench se limitó a sonreír.

—¿Hoy no trabaja? —preguntó.

—Es una entrevista informal —le replicó Rebus—. Preferimos no hablar con los políticos en activo en un cuarto de interrogatorios de la comisaría.

—Se lo agradezco —dijo Tench arrellanándose para estar cómodo, pero sin la menor intención de quitarse el abrigo—. Bien, ¿qué desea, inspector?

Pero fue Siobhan quien tomó la palabra.

—Señor Tench, como sabe, estamos investigando una serie de asesinatos, de los cuales se encontraron ciertos indicios en Auchterarder.

Tench entornó los ojos sin dejar de mirar a Rebus, pero era evidente que esperaba que la conversación hubiera tomado otro derrotero, sobre Cafferty, tal vez, o sobre Niddrie.

—No acabo de… —arguyó.

—El nombre de las tres víctimas figuraba en un sitio de Internet llamado Vigilancia de la Bestia —continuó Siobhan. Hizo una pausa—. Que usted conoce, naturalmente.

—¿Ah, sí?

—Nos consta esa información —añadió ella desplegando un papel y mostrándoselo—. Ozyman… es usted, ¿no es cierto?

Tench reflexionó un instante. Siobhan volvió a doblar el papel y se lo guardó en el bolsillo. Rebus dirigió un guiño al concejal, como comentario admirativo a propósito de la eficacia de Siobhan y como advertencia: «Así que no nos venga con cuentos».

—Soy yo —dijo Tench finalmente—. ¿Y qué?

Siobhan se encogió de hombros.

—¿Por qué le interesa Vigilancia de la Bestia, señor Tench?

—¿Me consideran sospechoso?

Rebus lanzó una falsa carcajada.

—Eso es mucho decir, señor —dijo.

Tench le fulminó con la mirada.

—No me imaginaba que Cafferty fuese a tramar algo como esto… con ayuda de sus amigos.

—Creo que nos alejamos del tema —terció Siobhan—. Tenemos que interrogar a los que tienen acceso a esa página, señor. Es el reglamento. Nada más.

—Sigo sin comprender cómo han relacionado ese seudónimo con mi persona.

—No olvide, señor Tench —dijo Rebus irónico—, que esta semana están aquí los mejores agentes de inteligencia del mundo y son capaces de maravillas. —Tench iba a decir algo, pero le cortó—. Es una elección curiosa. Ozymandias es un poema de Shelley, ¿verdad? Sobre un rey con manías de grandeza que erige una estatua colosal de sí mismo, que se desmorona sola en el desierto. —Hizo una pausa—. Sí, una interesante elección.

—¿Por qué?

Rebus cruzó los brazos.

—Bueno, pues porque indica que era un rey con mucho ego, pero la moraleja del poema es que por mucha grandeza y poder que se tenga, todo es perecedero. Y cuando se es un tirano, más dura es la caída. —Se inclinó levemente sobre la mesa—. Quien eligió ese nombre no era tonto; sabía que no se refería al poder como tal…

—Sino a la influencia corruptora del poder —añadió Tench sonriente asintiendo con la cabeza.

—El inspector Rebus hace evidentes progresos —terció Siobhan—. Ayer mismo todavía elucubraba sobre si no sería usted australiano.

Tench amplió su sonrisa sin quitar ojo a Rebus.

—Es un poema que estudiamos en el colegio —dijo—. Tuve un profesor de inglés muy entregado que nos lo hizo aprender de memoria —añadió alzando los hombros—. Es sólo un nombre, inspector. No le dé más vueltas. Debe de ser el peligro de la profesión —añadió mirando a Siobhan— buscar siempre una motivación. Por cierto, ¿cuál es la motivación de ese asesino? ¿Lo han considerado?

—Creemos que es alguien que hace la guerra por su cuenta —contestó Siobhan.

—¿Y elige a sus víctimas en ese portal de Internet? —inquirió Tench no muy convencido.

—Aún no nos ha explicado —añadió Rebus despacio— el porqué de su interés por Vigilancia de la Bestia —terminó abriendo los brazos y apoyando la palma de las manos a ambos lados de la taza.

—Mi distrito es un basurero, Rebus. Usted que lo ha visto no lo negara. Las instituciones nos traen a los problemáticos sin vivienda, a los traficantes de poca monta, a los irrecuperables; delincuentes sexuales, heroinómanos y vagabundos de todo tipo. En sitios como Vigilancia de la Bestia encuentro un espacio de réplica en donde puedo polemizar desde mi perspectiva sobre los problemas que se me echan encima.

—¿Y ha logrado algo? —preguntó Siobhan.

—Hace tres meses pusieron en libertad a un maníaco sexual y conseguí que no reincidiese aquí.

—Cargándole el problema a otro —comentó Siobhan.

—Yo siempre he actuado así. Y si aparece alguien como Cafferty, pienso seguir el mismo método.

—Cafferty lleva mucho tiempo en la plaza —dijo Rebus.

—¿Quiere decir que a pesar de ustedes o precisamente por ello? —Rebus no replicó y la sonrisa de Tench adquirió un aire despectivo—. No es de recibo que haya durado tanto de no ser por ciertos apoyos —espetó reclinándose en el asiento balanceando los hombros—. ¿Hemos terminado?

—¿Hasta qué extremo conoce a los Jensen? —preguntó Siobhan.

—¿A quién?

—Al matrimonio que gestionaba la página.

—No los conozco —contestó Tench.

—¿De verdad? —comentó Siobhan sorprendida—. Viven aquí, en Edimburgo.

—Como otro medio millón de personas. Yo me muevo bastante, sargento Clarke, pero no estoy hecho de goma elástica.

—¿De qué está usted hecho, concejal Tench? —inquirió Rebus.

—De ira, tesón y anhelo de la verdad y la justicia —replicó Tench lanzando un profundo suspiro que acabó en un silbido—. Podríamos pasarnos aquí el día entero —añadió displicente con otra sonrisa, poniéndose en pie—. Bobby se quedó muy triste cuando lo abandonó anoche en el concierto, sargento Clarke. Tenga cuidado, porque la pasión de algunos hombres alimenta un rencor bestial —espetó con una leve reverencia, y salió del local.

—Volveremos a hablar —replicó Siobhan.

Rebus vio a través del cristal como uno de los guardaespaldas abría la portezuela trasera del coche y el corpachón de Tench desaparecía en el interior.

—¿Te has percatado de que los concejales suelen estar bien alimentados? —comentó.

Siobhan se pasó la mano por la frente.

—Podríamos haber manejado mejor la situación.

—¿Te escabulliste anoche de Empujón Final?

—No acababa de ambientarme.

—¿Tuvo algo que ver nuestro estimado concejal?

Ella negó con la cabeza.

—Destructor y conservador —musitó Rebus.

—¿Cómo?

—Es otro verso de Shelley.

—¿Cuál de los dos epítetos es aplicable a Gareth Tench?

El coche se apartaba en aquel momento del bordillo.

—Tal vez los dos —contestó Rebus con un bostezo—. ¿No podríamos tomarnos hoy un descanso?

Ella le miró.

—Podrías hacerlo a la hora de almorzar y te podría presentar a mis padres.

—¿Quedo eximido del estatus de paria? —preguntó él enarcando una ceja.

—John… —dijo ella en tono admonitorio.

—¿No los quieres para ti sola?

—Tal vez he sido un poco egoísta —comentó ella encogiéndose de hombros.

Rebus había descolgado dos cuadros de una de las paredes del cuarto de estar para tener los datos de las tres víctimas clavados con chinchetas en un espacio continuo. Él estaba sentado a la mesa y Siobhan se había tumbado en el sofá; leían los dos, haciendo de vez en cuando una pregunta o una observación.

—Supongo que no habrás tenido tiempo de escuchar la cinta de Ellen Wylie —dijo Rebus—. Bueno, no es imprescindible.

—Hay muchos otros suscriptores con quien hablar —dijo ella.

—Primero hay que saber quiénes son. ¿Crees que Cerebro podría hacer eso sin que se enterasen Corbyn y Steelforth?

—Tench habló de una motivación… ¿No se nos escapará algún detalle?

—¿Un factor común a los tres?

—Ya que lo dices, ¿por qué no habrá habido más víctimas?

—La explicación lógica sería que se ha marchado a otro lugar, que le hemos detenido por otro delito, o bien, que sabe que le seguimos los pasos.

—No le seguimos los pasos.

—La prensa dice que sí.

—Para empezar, ¿a cuento de qué dejar rastros en la Fuente Clootie? ¿Porque existía la posibilidad de que fuésemos allí?

—No podemos descartar una relación local.

—¿Y si no tiene nada que ver con Vigilancia de la Bestia?

—En ese caso estamos perdiendo el tiempo miserablemente.

—¿No será una especie de mensaje para el G-8? A lo mejor está aquí, en Edimburgo, con una pancarta por las calles.

—Su foto podría estar en ese compacto…

—Y nunca lo sabremos.

—Si dejó los rastros para desafiarnos, ¿cómo es que no ha seguido haciéndolo? ¿No sería lógico que continuara el juego?

—Tal vez no tenga que continuarlo.

—¿A qué te refieres?

—Podría estar más cerca de lo que pensamos.

—Hombre, muchas gracias.

—¿Quieres una taza de té?

—Adelante.

—En realidad, te toca a ti. Yo pagué el café.

—Tiene que haber una pauta, ¿sabes? Nos falta algo.

El teléfono de Siobhan dio unos pitidos; era un mensaje de texto y lo leyó.

—Pon la tele —dijo.

Pero bajó las piernas del sofá y ella misma pulsó el botón. Encontró el mando a distancia y cambió de canales. AVANCE DE NOTICIAS, EXPLOSIONES EN LONDRES.

—Es Eric quien me ha enviado el texto —dijo con voz queda.

Rebus se acercó al sofá. La información era escueta: una serie de explosiones en el metro de Londres con docenas de heridos.

—Se atribuye a una sobrecarga de la red eléctrica —decía el presentador no muy convencido.

—¡Qué cojones, una sobrecarga! —refunfuñó Rebus.

Estaban cerradas las principales estaciones de ferrocarril, los hospitales habían decretado la situación de alerta y se recomendaba al público no circular por el centro. Siobhan volvió a sentarse en el sofá con la cabeza entre las manos y los codos apoyados en las rodillas.

—Están ciegos —dijo con voz queda.

—Tal vez no sea sólo en Londres —añadió Rebus. Pero probablemente sí.

Era la hora punta de la mañana, con muchísima gente camino del trabajo; y la policía de transportes públicos trasladada a Escocia para el G-8 y reforzada con agentes de Londres. Cerró los ojos, pensando: «Suerte que no fue ayer cuando miles de personas celebraban en Trafalgar Square la designación de la sede olímpica, o el sábado por la noche en Hyde Park con doscientas mil personas».

La red nacional de electricidad confirmaba que no había ninguna avería en sus líneas. Aldgate. King’s Cross. Edgware Road.

Corría el rumor de que había también un autobús «destruido». El locutor estaba demudado y un número de teléfono de urgencias destellaba en la base de la pantalla.

—¿Qué hacemos? —preguntó Siobhan.

Aparecieron imágenes de los lugares de las explosiones con médicos corriendo atropelladamente, entre emanaciones de humo y heridos sentados en el bordillo de la acera, pisando cristales y con el ruido de fondo de las sirenas y las alarmas de los coches y los comercios cercanos.

—¿Qué hacemos…? —repitió Rebus, sin necesidad de respuesta, al sonar el teléfono de Siobhan.

—¿Mamá? —dijo ella—. Sí, lo estamos viendo. —Hizo una pausa, escuchando—. Seguro que están bien… Sí, podrías llamarlos. Pero a lo mejor tarda la comunicación. —Hizo otra pausa—. ¿Qué? ¿Hoy? King’s Cross estará cerrada —dijo medio volviéndose hacia Rebus.

Él optó por salir del cuarto y dejarla a solas para que hablara lo que quisiera. En la cocina, abrió el grifo y llenó el hervidor escuchando el sonido del agua, un sonido básico que casi nunca oía. Pero existía.

Normal y cotidiano.

Al cerrar el grifo oyó un débil jadeo. Era curioso que le pareciera oírlo por primera vez. Cuando volvió al cuarto de estar, Siobhan se había levantado del sofá.

—Mamá quiere volver a Londres —dijo— para saber si los vecinos están bien.

—¿Dónde viven?

—En Forest Hill, al sur del Támesis —contestó ella.

—Entonces, ¿no hay almuerzo?

Siobhan negó con la cabeza. Rebus le tendió un trozo de rollo de cocina para que se sonara.

—Una cosa como esta te hace verlo todo en su justa medida —dijo ella.

—No creas. Ha estado flotando en el aire toda la semana. Hubo momentos en que casi lo olfateaba.

—Hay tres bolsitas —dijo Siobhan.

—¿Cómo?

—Que has puesto tres bolsitas de té en esa taza. ¿Era en eso en lo que pensabas? —añadió tendiéndole la tetera.

—Sí, es posible —admitió él.

Mentalmente se representó una estatua en el desierto desmoronándose.

Siobhan se marchó a casa para ayudar a sus padres y llevarlos al tren, si seguía en vigor el plan. Rebus se quedó viendo la televisión. Era un autobús rojo de dos pisos con el techo en la calzada. Pero había supervivientes. A él le parecía un milagro. Resistía el impulso de abrir la botella y servirse una copa. Los testigos presenciales daban su versión; el primer ministro regresaba a Londres, dejando en Gleneagles al secretario de Asuntos Exteriores al frente de la delegación. Antes de emprender viaje, Blair hizo una declaración flanqueado por sus colegas del G-8 y pudieron verse las tiritas en los nudillos del presidente Bush. En el noticiario sobre el atentado, la gente explicaba que habían tenido que arrastrarse en medio de miembros humanos para salir de los vagones, entre humo y sangre. Algunos habían tomado fotos con los móviles para captar el horror. Rebus se preguntó qué instinto les habría impulsado a hacerlo a modo de corresponsales de guerra.

Miró la botella de la repisa de la chimenea, con la taza de té frío en la mano. Tres personas habían sido elegidas para morir por otra u otras personas. Ben Webster había encontrado la muerte; Big Ger Cafferty y Gareth Tench se ponían en guardia mutuamente. «Ver las cosas en su justa medida», había dicho Siobhan. Él no estaba tan seguro. Porque ahora más que nunca necesitaba respuestas, rostros y nombres. Él no podía hacer nada por aquello de Londres, de terroristas suicidas de una matanza a semejante escala como la que estaba viendo. Lo único que podía hacer era meter en la cárcel a malhechores de vez en cuando; magros resultados que en nada modificaban el panorama global. Recordó una imagen: Mickey de niño, en la playa de Kirkcaldy o de vacaciones en St. Andrews o Blackpool, construyendo con tesón barreras de arena húmeda frente a las olas que morían en la orilla; trabajando como si en ello le fuera la vida. Y John, su hermano mayor, ayudándole a amontonar arena con la palita de plástico. Mickey la apelmazaba. Una barrera de cinco metros de largo y quizá de quince centímetros de alto. Pero las primeras lenguas de espuma que la alcanzaban deshacían indefectiblemente la construcción, que se desmoronaba fundiéndose en la propia arena; ellos chillaban de rabia, pataleaban y esgrimían sus pequeños puños frente al agua invasora, la traicionera orilla y el cielo impasible.

Y Dios. Dios por encima de todo.

La botella parecía aumentar de tamaño, o quizá fuese que él se empequeñecía. Pensó en la letra de una canción de Jackie Leven: «Pero mi barca es muy pequeña y tu mar tan inmenso». Sí, inmenso, pero ¿por qué demonios estaba lleno de putos tiburones?

Al oír el teléfono pensó en no contestar; dudó diez segundos. Era Ellen Wylie.

—¿Alguna novedad? —preguntó. Tras lo cual lanzó una breve carcajada sarcástica y se apretó el puente de la nariz—. Aparte de lo obvio, claro.

—Aquí estamos conmocionados —dijo ella—. Ni se darán cuenta de que fotocopió todo el papeleo para llevárselo a casa. Creo que nadie revisará nada hasta la semana que viene. He pensado si volver a Torphichen a ver cómo les va en mi comisaría.

—Buena idea.

—Los refuerzos de Londres regresan y es muy posible que hagamos falta todos.

—Bien, no pasa nada.

—En realidad, hasta los anarquistas están estupefactos. Según las noticias, en Gleneagles todo está tranquilo y mucha gente quiere volver a casa.

Rebus se levantó del sillón y se acercó a la repisa de la chimenea.

—En ocasiones como esta lo lógico es estar con los seres queridos.

—John, ¿se encuentra bien?

—De perillas, Ellen —contestó, pasando un dedo a lo largo de la botella. Era Dewar’s de color oro pálido—. Vuelve a Torphichen.

—¿Quiere que pase más tarde?

—No creo que hagamos mucho.

—Entonces, ¿hasta mañana?

—Muy bien. Mañana hablamos —añadió, cortando la comunicación y apoyando las manos en la repisa de la chimenea.

Habría jurado que la botella le miraba.