18

Entre bastidores en el concierto Empuje Final.

Corrió el rumor de que habían lanzado un cohete desde las cercanas vías del tren y que poco faltó para que acertara en el objetivo.

—Lleno de pintura roja —dijo Bobby Greig a Siobhan.

Vestía de paisano con vaqueros desgastados y una cazadora a juego, y estaba mojado pero animado al ver que la llovizna amainaba. Siobhan había optado por pantalones de pana negra con camiseta verde claro y una cazadora de motero de segunda mano comprada en una tienda de la organización benéfica Oxfam. Greig le sonrió.

—¿Por qué será que a pesar de la ropa sigue teniendo aspecto de policía?

Ella, sin molestarse en contestar, continuó jugueteando con el pase plastificado que llevaba colgado al cuello, que mostraba el contorno de África con la inscripción «Acceso entre bastidores». A ella le pareció fantástico, pero Greig se encargó de explicarle la validez exacta; en el pase de él, por ejemplo, figuraba «Acceso a todas las zonas», pero por encima de ambos había dos niveles más: VIP y WIP. Siobhan había visto a Midge Ure y a Claudia Schiffer, los de la zona WIP. Greig le presentó a los promotores del concierto, Steve Daws y Emma Diprose, una pareja rutilante a pesar de la lluvia.

—Fantástico elenco —comentó Siobhan.

—Gracias —respondió Daws, al tiempo que Diprose preguntaba a Siobhan si tenía un artista preferido en particular.

Ella negó con la cabeza.

Durante la conversación, Greig no mencionó que ella fuera policía.

En el exterior de Murrayfield quedaba público sin entradas, ansioso por adquirir alguna de reventa, pero el precio sólo tentaba a los más pudientes o desesperados. Siobhan, gracias al pase, pudo deambular al pie del escenario y por el terreno de juego, donde se mezcló con sesenta mil admiradores empapados. Pero las miradas de envidia que despertaba su pequeño rectángulo plastificado le hicieron sentir mala conciencia y enseguida se retiró tras la valla de seguridad. Greig estaba devorando la cena gratis y tenía en la mano una botella de cerveza europea. Los Proclaimers habían abierto el concierto con 500 Miles coreada por el público, y se comentaba que Eddie Izzard tocaría al piano la versión de Vienna de Midge Ure. Más tarde actuaban Texas, Show Patrol y Travis, Bono acompañado por los Corrs y habría una apoteosis con James Brown.

Pero la frenética actividad entre bastidores la hacía sentirse vieja. No conocía a la mitad de los músicos, que tan importantes le parecían yendo de un lado para otro con su séquito, aunque sus rostros no le decían nada. De pronto pensó que sus padres tal vez marchasen el viernes, con lo que sólo le quedaba un día más para estar con ellos. Les había llamado y le habían dicho que iban a su piso, comprando provisiones por el camino, y que a lo mejor salían a cenar. Los dos, dijo su padre, como restringiéndole el acceso.

O tal vez para que no tuviera mala conciencia por haber ido al concierto.

Trataba de relajarse y ponerse en la onda, pero su profesión se interponía. Rebus seguiría plenamente dedicado y sin descansar hasta apaciguar a sus demonios; pero todo triunfo es efímero y cada una de aquellas batallas le agotaba cada vez un poco más. El sol ya se ocultaba y en el estadio parpadeaban los tenues fogonazos de las cámaras de los móviles y ya comenzaban a despuntar y balancearse las varitas luminosas. Al ver que la lluvia arreciaba, Greig sacó de algún sitio un paraguas y se lo tendió a Siobhan.

—¿Hubo algún problema más en Niddrie? —preguntó ella.

Él negó con la cabeza.

—Allí ya se hicieron ver —dijo— y probablemente habrán pensado que en Edimburgo hay más posibilidad de armar jaleo —añadió tirando la botella a un contenedor—. ¿Ha visto la manifestación de hoy?

—Estaba en Auchterarder —contestó ella.

Él la miró admirado.

—He visto escenas por la tele y parecía zona de guerra.

—No fue para tanto. ¿Qué tal por aquí?

—Se organizó cierta protesta cuando impidieron la salida de los autobuses, pero nada comparable a lo del lunes. Esa es Annie Lennox —dijo señalando con la barbilla por encima del hombro. Efectivamente, vio que la cantante pasaba a menos de tres metros de ellos sonriéndoles, en dirección a los camerinos—. ¡Cómo cantaste en Hyde Park! —le gritó Greig, y ella continuó sonriendo pensando en su inminente actuación.

Greig fue a por más cervezas. Casi todos los que veía Siobhan por allí deambulaban como aburridos. Eran técnicos de montaje que no tenían nada que hacer hasta desmontar el escenario cuando acabaran las actuaciones, personal auxiliar y ejecutivos de las discográficas, estos últimos uniformados con traje oscuro y suéter de cuello de pico, gafas de sol y el móvil pegado al oído; personal del servicio de comidas, promotores y advenedizos. Ella era como uno de estos porque nadie le había preguntado qué hacía allí, pues nadie pensaba que perteneciese a ningún conjunto.

«Mi lugar son las gradas —pensó—. O el Departamento de Investigación Criminal».

Qué distinta se sentía de aquella quinceañera que fue en autostop a Grenham Common para cantar We Shall Overcome cogida de la mano en corro con otra gente frente a la base aérea. A ella, la marcha del sábado contra la pobreza le parecía ya cosa del pasado. Y sin embargo, a Bono y a Geldof les habían permitido cruzar el cinturón de seguridad para plantear la problemática a los dirigentes del G-8; habían conseguido que aquellos hombres se enterasen de la realidad y que millones de personas esperaban algo de ellos. Al día siguiente se adoptarían decisiones cruciales. Era un día de suma importancia.

Tenía el móvil en la mano y estuvo a punto de llamar a Rebus. Pero sabía que se echaría a reír y le diría que cortase la comunicación y que se lo pasara bien. De pronto le entró la duda de si iría al concierto de T in the Park a pesar de tener la entrada sujeta por un imán a la nevera. Seguramente no se habrían resuelto los homicidios, y más ahora que estaba apartada oficialmente del caso. Su caso. Aunque Rebus había incorporado a Wylie… Le dolía que no se lo hubiera consultado; le dolía que tuviera razón y necesitaran ayuda. Y, además, resultaba que Wylie conocía a Gareth Tench y que Tench conocía a la hermana de Wylie…

Bobby Greig volvió y le tendió la cerveza.

—Bueno, ¿qué le parece? —preguntó.

—Me parece que no son nada del otro mundo —contestó ella. Él asintió con la cabeza.

—Las estrellas pop han debido de ser los burros de la clase, y se vengan así. Aunque, como observará, tienen la cabeza normal…

Greig advirtió que Siobhan no atendía a lo que le estaba diciendo.

—¿Qué hará este aquí? —preguntó ella.

Greig miró, reconoció al hombre y saludó con la mano. El concejal Gareth Tench le devolvió el saludo. Hablaba con Daws y Diprose, pero los dejó, dando una palmadita en el hombro al primero y un beso en sendas mejillas a la segunda, y se dirigió hacia ellos.

—Es el coordinador de Cultura del ayuntamiento —dijo Greig, tendiendo la mano al concejal.

—¿Cómo está, muchacho? —dijo Tench.

—Muy bien.

—¿Alejada de los disturbios? —preguntó a Siobhan, quien le estrechó la mano con firmeza.

—Se hace lo que se puede.

Tench se volvió hacia Greig.

—Perdone, no acabo de acordarme de qué le conozco…

—Del campamento. Me llamo Bobby Greig.

—Claro, claro —dijo Tench, meneando la cabeza por su despiste—, por supuesto. ¿No es maravilloso? —añadió juntando las manos y mirando a su alrededor—. El mundo entero pendiente de Edimburgo.

—O del concierto, en cualquier caso —no pudo por menos que comentar Siobhan.

Tench puso los ojos en blanco.

—Pues hay gente a quien no le gusta. ¿Le ha hecho entrar Bobby sin pagar?

Siobhan asintió con la cabeza.

—¿Y aún se queja? —insistió él conteniendo la risa—. No se le olvide hacer una aportación antes de irse, ¿eh?, para que no parezca un soborno.

—No diga eso —protestó Greig.

Pero Tench descartó su comentario con un gesto.

—¿Y su colega? —preguntó a Siobhan.

—¿Se refiere al inspector Rebus?

—Exacto. Me ha parecido bastante buen amigo del gangsterismo local.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, trabajando juntos… seguro que le hará confidencias. La otra noche… —hizo una pausa como recordando— di en el Centro Religioso de Craigmillar una conferencia y apareció su colega Rebus con un monstruo llamado Cafferty. —Hizo otra pausa—. Supongo que le conoce.

—Le conozco —admitió Siobhan.

—Me resulta chocante que las fuerzas de la ley y el orden tengan que… —se detuvo como buscando la palabra adecuada— «fraternizar». —Hizo otra pausa y miró fijamente a Siobhan—. Supongo que el inspector Rebus no habrá omitido decírselo. Quiero decir, que ya lo sabía, ¿no?

Siobhan se sintió como un pez tentado por un persistente cebo.

—Todos tenemos nuestra vida privada, señor Tench —fue la única respuesta que se le ocurrió, aunque a Tench no se le escapó su apuro—. Y usted —prosiguió—, ¿a qué ha venido, a tratar de convencer a algún grupo para que toque en el centro Jack Kane?

Tench se restregó otra vez las manos.

—Si se presenta la ocasión…

Dejó la frase en el aire al ver una cara conocida, que Siobhan reconoció: Marti Pellow, de Wet Wet Wet. El nombre le hizo enderezar el paraguas sobre el que la lluvia tamborileó mientras Tench se dirigía hacia el recién llegado.

—¿De qué hablaba ese hombre? —preguntó Greig, pero ella negó con la cabeza—. No sé, pero me da la impresión de que está usted en otra parte.

—Perdone —dijo ella.

Greig miraba a Tench y al cantante.

—Qué rapidez, ¿no? Y no se corta… Yo creo que por eso le escucha la gente. ¿Le ha oído en algún discurso? Pone la piel de gallina.

Siobhan asintió distraída con la cabeza, pensando en Rebus y en Cafferty; no le sorprendía que Rebus no le hubiese dicho nada. Volvió a mirar el móvil. Ahora tenía un pretexto para llamarle, pero se contuvo.

«Tengo derecho a mi vida privada y a salir una noche».

Si no, se volvería como Rebus, una ofuscada, excluida, despreciada y desconfiada. Él llevaba en el puesto de inspector casi veinte años, pero ella aspiraba a más; aspiraba a hacer bien su trabajo y a ser capaz de desconectarse cuando fuese preciso. Quería una vida al margen de la profesión, y no una profesión que la acaparase por completo. Rebus había perdido a familia y amigos, dándoles de lado para dedicarse a cadáveres y a expresidiarios, ladronzuelos, violadores, matones, chantajistas y racistas; cuando salía a beber lo hacía solo, sentado a la barra frente al botellero. No tenía aficiones, no le interesaba ningún deporte ni se tomaba vacaciones; si tenía un par de semanas libres, era frecuente verle en el Bar Oxford, en la mesa de un rincón, fingiendo leer el periódico o mirando aburrido la tele.

Ella quería más.

Decidió hacer una llamada y cuando contestaron esbozó una sonrisa.

—¿Papá? ¿Estáis aún en el restaurante? Di que pongan otro servicio de postres.

Stacey Webster había recuperado su personalidad.

Iba vestida casi igual que el día de su entrevista con Rebus fuera del depósito, y llevaba camiseta de manga larga.

—¿Es para ocultar los tatuajes? —preguntó él.

—No son permanentes y acaban por borrarse —contestó ella.

—Como casi todo. —Rebus vio la maleta con soporte de ruedas—. ¿Vuelve a Londres?

—En coche cama —dijo ella.

—Escuche, siento que le hiciéramos… —Miró a su alrededor por el vestíbulo como renuente a mirarle a la cara.

—Son cosas que pasan —dijo ella—. A lo mejor nadie me descubrió, pero el comandante Steelforth no quiere correr riesgos —añadió con un extraño aire de indecisión, como prisionera entre dos personalidades distintas.

—¿Le apetece una copa? —preguntó Rebus.

—He venido a ver a Siobhan —contestó ella metiendo la mano en el bolsillo—. ¿Cómo está su madre?

—Recuperándose en el piso de Siobhan —respondió él.

—Bueno, Santal no podrá decirle adiós —añadió ella tendiéndole un sobre de plástico transparente con un disco plateado—. Es un CD con copia de lo que filmé con la cámara aquella tarde en Princes Street.

—Ya se lo daré —dijo Rebus asintiendo con la cabeza.

—El comandante me mataría si se…

—Será un secreto —dijo Rebus, guardándose el disco en el bolsillo interior de la chaqueta—. Bueno, vamos a tomar esa copa.

Había muchos pubs en Leith Walk, pero el primero ante el que pasaron estaba lleno y el televisor retransmitía a todo volumen el concierto de Murrayfield. Un poco más abajo encontraron otro tranquilo, tradicional, con tocadiscos y una máquina tragaperras. Stacey, que había dejado la maleta detrás del mostrador de recepción de Gayfield Square, le dijo que quería descargarse de moneda escocesa como excusa para pagar la consumición. Se sentaron en una mesa apartada.

—¿Ha viajado antes en coche cama? —preguntó Rebus.

—Por eso tomo un vodka con tónica, para poder dormir en ese maldito tren.

—¿Se acabó lo de Santal?

—Depende.

—Steelforth dijo que llevaba varios meses de agente encubierta.

—Meses —asintió ella.

—En Londres no le resultaría tan fácil, por el riesgo casual de que alguien la reconociera.

—En cierta ocasión pasé al lado de Ben.

—¿Con su disfraz de Santal?

—Y no me conoció —añadió ella reclinándose en el asiento—. Por eso dejé que Santal se acercase a Siobhan, aunque ya sabía por sus padres que era policía.

—¿Quería comprobar si el disfraz era eficaz?

Rebus vio que asentía con la cabeza y pensó que la entendía en cierto modo. Para Stacey, la muerte de su hermano habría sido demoledora, pero a Santal le habría importado muy poco. El problema era que el dolor seguía reprimido; algo que conocía bien.

—De todos modos, Londres no era mi base de servicio —dijo Stacey—. Muchos grupos se han marchado de allí, donde nos resultaba más fácil tenerlos vigilados. Ahora casi todo el tiempo estoy en Manchester, Bradford, Leeds…

—¿Cree que hay alguna diferencia?

Ella reflexionó un instante.

—Siempre se espera que sí, ¿no cree?

Rebus asintió en silencio, dio un trago de cerveza y dejó el vaso en la mesa.

—Sigo investigando la muerte de Ben —dijo.

—Lo sé.

—¿Se lo dijo el comandante?

Ella asintió.

—No ha dejado de ponerme trabas.

—Probablemente considera que es su trabajo, inspector. No es nada personal.

—A mí más bien me parece que trata de proteger a un tal Richard Pennen.

—¿De Pennen Industries?

Rebus asintió con la cabeza.

—Es curioso —dijo ella—. No se llevaban muy bien.

—¿Cómo es eso?

—Ben había viajado a muchas zonas de guerra —dijo ella mirándole— y sabía los horrores que siembra el comercio de armas.

—Según tengo entendido, Pennen vende tecnología más que armamento.

Ella lanzó un bufido.

—Es sólo cuestión de tiempo. Ben trató de impedirlo cuando estaba en su mano. Debería leer Hansard, los discursos de sus intervenciones parlamentarias, plantea toda clase de preguntas espinosas.

—Pero Pennen le pagaba el hotel…

—Y él estaría encantado. Aceptaba las invitaciones de los dictadores y luego durante el viaje no cesaba de criticarlos. —Hizo una pausa, meneó la bebida y volvió a mirarle a la cara—. Cree que era un soborno, ¿verdad? ¿Que Pennen compraba a Ben?

Rebus guardó silencio.

—Mi hermano era una buena persona, inspector. Y ni siquiera pude asistir a su funeral —añadió con lágrimas en los ojos.

—Él lo habría entendido —dijo Rebus—. Mi… —Tuvo que hacer una pausa para aclararse la garganta—. Mi hermano murió hace una semana. El viernes estuve en el crematorio.

—Cuánto lo siento.

Rebus se llevó el vaso a los labios.

—Tenía algo más de cincuenta años. El médico dijo que fue un derrame cerebral.

—¿Estaban muy unidos?

—Nos llamábamos por teléfono. —Hizo una pausa—. Una vez le metí en la cárcel por tráfico de drogas —añadió observando su reacción.

—¿Y eso le duele? —preguntó Stacey.

—¿Cómo?

—No haberle dicho… —Hizo un esfuerzo por articular las palabras, con un rictus al sentir que le brotaban las lágrimas—. ¿No haberle dicho que lo sentía?

Se levantó de la mesa y se dirigió al servicio, ya del todo identificada con su personalidad de Stacey Webster. Rebus pensó que quizá debía ir tras sus pasos, o decir algo a la camarera, pero se quedó sentado moviendo el vaso hasta hacer espuma, pensando en las familias. Ellen Wylie y su hermana, los Jensen y su hija Vicky, Stacey Webster y su hermano Ben.

—Mickey —musitó. Nombraba a los muertos para que supieran que no los olvidaba.

Ben Webster, Cyril Colliar, Edward Isley, Trevor Guest.

—Michael Rebus —añadió en voz alta con gesto de brindis.

Luego, se levantó y pidió otra ronda: una IPA y vodka con tónica. Aguardó en la barra a que le dieran la vuelta. Dos parroquianos discutían sobre las posibilidades de Gran Bretaña para la candidatura olímpica de 2012.

—¿Por qué Londres siempre se lo lleva todo? —dijo uno de ellos.

—Qué raro que no quisieran lo del G-8 —añadió su interlocutor.

—Sabían lo que se les venía encima.

Rebus reflexionó un instante. Era miércoles, pero el viernes todo habría acabado. Un día más y Edimburgo volvería a la normalidad. Steelforth y Pennen y los demás intrusos se habrían ido al sur.

«No se llevaban muy bien».

Lo decía por Ben Webster y Richard Pennen, porque el diputado intentaba poner trabas a los planes de expansión del empresario. Él estaba equivocado respecto a Ben Webster, creyéndole un vendido. Y Steelforth le impidió acercarse a la habitación del hotel, no porque no quisiera publicidad ni que molestasen a los peces gordos con preguntas e hipótesis, sino para proteger a Richard Pennen.

«No se llevaban muy bien».

Lo cual arrojaba sospechas sobre Richard Pennen; o al menos aportaba un motivo. Cualquiera de los que estaban de guardia en el castillo podía haber empujado al diputado al vacío. Habría guardaespaldas mezclados con los invitados. Y servicio secreto; al menos un agente personal para la protección del secretario de Exteriores y del ministro de Defensa. Steelforth era del SO12, el departamento inmediatamente inferior al MI5 y al MI6. Pero si uno quiere desembarazarse de alguien, ¿por qué elegir ese método? Era demasiado público, demasiado espectacular. Rebus sabía por experiencia que los asesinatos perfectos eran aquellos en los que no había asesinato: víctima asfixiada durante el sueño, drogada y metida en un vehículo en marcha, o desaparecida sin más.

«Dios, John, acabarás viendo duendes verdes», se regañó. La culpa era de las circunstancias; aquella semana del G-8 se imaginaba uno cualquier conspiración. Dejó las bebidas en la mesa, un tanto preocupado al ver que Stacey seguía sin salir de los servicios; pero le vino al pensamiento que había estado en la barra, de espaldas, esperando las bebidas. Aguardó otros cinco minutos y luego pidió a la camarera que fuese a mirar. La mujer salió del lavabo de señoras negando con la cabeza.

—Tres libras en balde —dijo señalando la copa de Stacey—. De todas formas, perdone que le diga, pero era muy joven para usted.

Había vuelto a Gayfield Square a por su maleta y le dejaba una nota.

«Buena suerte y recuerde que Ben era mi hermano, no el suyo. No deje de apurar su propio duelo».

Faltaban unas horas para la salida del tren nocturno. Podía ir a Waverley, pero optó por no hacerlo; no estaba seguro de que hubiera mucho más que decirse. Tal vez ella tuviera razón; indagando la muerte de Ben conservaba patente el recuerdo de Mickey. De pronto se le ocurrió una pregunta que quería haberle hecho.

«¿Qué cree que le sucedió a su hermano?»

Bueno, tenía la tarjeta que le había dado enfrente del depósito. Tal vez la llamara al día siguiente para preguntarle si había dormido en el viaje a Londres; le diría que seguía investigando la muerte de su hermano y ella diría: «Lo sé». Sin preguntas ni hipótesis por su parte. ¿Prevenida por Steelforth? Un buen soldado siempre obedece las órdenes. Pero seguro que ella también había estado pensando y sopesando posibilidades.

Una caída. Un salto. Un empujón.

—Mañana —se dijo camino del DIC, con toda una noche por delante de fotocopia clandestina.