Rebus tardó sus buenos diez minutos en abrirse paso hasta la primera fila de los manifestantes. Siobhan le siguió al amparo de su espalda. Él se arrimó a un escudo arañado y pintarrajeado y situó su carné de policía sobre el refuerzo de plástico a la altura de los ojos del agente antidisturbios.
—Sáquenos de aquí —articuló con los labios.
El agente no se lo tragó y llamó al jefe. El oficial asomó sofocado la cabeza por encima del hombro del subordinado y reconoció inmediatamente a Siobhan, quien trató de adoptar una sumisa actitud de arrepentida.
El oficial lanzó un resoplido con la nariz y dio una orden. El cordón policial se abrió una fracción y unas manos agarraron a Rebus y a Siobhan. En el bando de los manifestantes aumentaron perceptiblemente las protestas.
—Enséñenles el carné —ordenó el oficial.
Rebus y Siobhan hicieron lo que decía y el oficial añadió con un megáfono que no los estaban deteniendo y, al puntualizar que se trataba de policías, se oyó un abucheo fenomenal. De todos modos, la situación parecía amainar.
—Esa incursión suya figurará en el parte de servicio —dijo el oficial a Siobhan.
—Somos de la Brigada Criminal —mintió Rebus con desparpajo—. Teníamos que hablar con una persona, ¿qué íbamos a hacer?
El oficial le miró, pero otras urgencias reclamaban su atención. Uno de sus hombres había caído y los manifestantes pretendían aprovechar la brecha del cordón. Mientras vociferaba unas órdenes por el megáfono, Rebus hizo señal a Siobhan dándole a entender que era mejor esfumarse. Se abrieron las puertas de unos furgones y llegaron más agentes para reforzar el cordón. Un médico preguntó a Siobhan si se encontraba bien.
—No estoy herida —contestó ella.
En la carretera había un helicóptero pequeño con el rotor en marcha. Rebus se agachó y, tras hablar con el piloto, hizo señal a Siobhan con la mano.
—Nos lleva al recinto.
El piloto, con gafas de sol de espejo, asintió con la cabeza.
—No hay problema —dijo con acento estadounidense.
Medio minuto después estaban los dos a bordo y el helicóptero despegaba levantando polvo y residuos. Rebus comenzó a silbar la Cabalgata de las Valkirias de Apocalypse Now, pero Siobhan ni se dignó mirarle y, aunque apenas se podía hablar a causa del ruido, le preguntó qué le había contado al piloto. Él articuló con los labios: Brigada Criminal.
El hotel distaba una milla en dirección sur y desde allí arriba se distinguían bien la valla de seguridad y las torres de vigilancia y se dominaban miles de hectáreas de campo ondulado deshabitado, con algunos núcleos de manifestantes rodeados por agentes de uniforme negro.
—Al hotel no puedo acercarme mucho porque nos largarían un misil —gritó el piloto.
Prueba de que hablaba en serio fue el amplio arco que trazó sobre el perímetro del complejo. Vieron diversas estructuras provisionales, probablemente para uso de los medios de comunicación, y antenas parabólicas en furgonetas sin distintivo: de la televisión o tal vez del servicio secreto. Rebus distinguió una pista que unía un gran dosel blanco con el perímetro. El terreno estaba desbrozado y había una H gigante pintada con spray marcando el punto de aterrizaje de helicópteros. Fue un vuelo de apenas dos minutos. Rebus dio la mano al piloto y se bajó de un salto, seguido por Siobhan.
—Hoy no paro de viajar a lo grande —musitó ella—. A la A9 me llevaron en moto.
—Aquí reina un ambiente de sitio —dijo Rebus—. Esta semana, para los de seguridad sólo hay «ellos» y «nosotros».
Se les acercó un soldado en uniforme de campaña, con metralleta y cara de pocos amigos, a quien enseñaron los carnés de policía sin lograr impresionarle. Rebus reparó en que no llevaba distintivo del ejército. Les dijo que le entregaran los carnés.
—Aguarden aquí —ordenó señalando el terreno que pisaban y dando media vuelta.
Rebus hizo un ligero amago de pasitos de baile y dirigió un guiño a Siobhan, mientras el soldado entraba en un gran remolque, donde había un centinela de guardia.
—Me da la impresión de que esto ya no es Kansas —dijo Rebus.
—¿Y que yo soy tu ayudante Toto?
—Ven a ver qué hay ahí —añadió Rebus encaminándose hacia el dosel, que era en realidad una cubierta fija a base de elementos de plástico sostenidos por postes que daba sombra a una nutrida hilera de limusinas.
Los chóferes uniformados charlaban y se ofrecían cigarrillos. El atuendo más llamativo era el de un cocinero con chaqueta blanca, pantalones a cuadros y gorro alto; preparaba una especie de tortillas detrás de una plataforma junto a una gran bombona de gas, y las servía en platos auténticos con cubierto de plata a unas mesas dispuestas para los chóferes.
—Me hablaron de esto cuando estuve aquí con el inspector jefe —comentó Siobhan—. El personal del hotel accede por una pista a espaldas del recinto y deja los coches en la finca contigua.
—Supongo que les habrán sometido a investigación como ahora a nosotros —dijo Rebus mirando hacia el remolque y saludando a continuación con la mano a un grupo de chóferes—. ¿Está buena la tortilla, muchachos? —preguntó, y ellos respondieron afirmativamente.
En aquel momento el cocinero aguardaba nuevos pedidos.
—Sírvame una con guarnición de todo —dijo Rebus, y se volvió hacia Siobhan.
—A mí también —dijo ella.
El cocinero manipuló en sus recipientes de plástico llenos de tacos de jamón, champiñones troceados y pimiento picado y Rebus cogió tenedor y cuchillo.
—Vaya cambio de decorado para usted —comentó al cocinero. El hombre se limitó a sonreír—. Todas las comodidades modernas —continuó Rebus en tono de admiración—, váteres químicos, comida caliente, protección de la lluvia…
—En la mayoría de los coches hay tele —dijo uno de los chóferes—, pero no se capta bien la señal.
—Es una lástima —comentó Rebus a modo de consuelo—. ¿Se puede entrar a esos remolques?
Los chóferes negaron con la cabeza.
—Están repletos de chismes —comentó uno de ellos—. Tuve ocasión de echar un vistazo y había toda clase de ordenadores y aparatos.
—Ah, y esa antena del techo será para ver Coronation Street —dijo Rebus señalándola.
Los chóferes se echaron a reír justo en el momento en que se abría la puerta del remolque y salía el soldado, tampoco ahora muy contento al ver que Rebus y Siobhan no se habían quedado donde les había dicho. Mientras se les acercaba, Rebus cogió la tortilla que le tendía el cocinero y se llevó un trozo a la boca. Estaba felicitándole cuando el soldado se detuvo frente a él.
—¿Quiere probarla? —dijo Rebus ofreciéndole el tenedor.
—Una bronca va a probar usted —replicó el soldado.
Rebus se volvió hacia Siobhan.
—Muy buena réplica —comentó ella cogiendo su tortilla.
—La sargento Clarke es una experta —añadió Rebus—. Sólo queremos acabar de comer y echarnos la siesta en un Mercedes viendo Colombo.
—Sus carnés han quedado retenidos a efectos de verificación —dijo el soldado.
—O sea que estamos empantanados aquí.
—¿En qué canal programan Colombo? —preguntó uno de los chóferes—. A mí me gusta.
—Vendrá en las páginas de la tele —respondió uno de sus colegas.
El soldado alzó bruscamente la cabeza al oír el ruido ensordecedor del helicóptero y salió del dosel para ver mejor.
—No puedo creérmelo —comentó Rebus al verle ponerse firme presentando armas.
—Lo hace cada dos por tres —dijo uno de los chóferes a gritos.
Otro preguntaba si era Bush quien llegaba y todos miraron su reloj, mientras el cocinero tapaba sus ingredientes para protegerlos de posibles partículas voladoras.
—Estará a punto de llegar —conjeturó alguien.
—Yo traje a Boki desde Prestwick —añadió un tercero, explicando que era el nombre del perro del presidente.
El helicóptero desapareció tras una fila de árboles y lo oyeron aterrizar.
—¿Qué hacen las esposas de los mandatarios mientras sus maridos discuten? —preguntó Siobhan.
—Las llevamos nosotros a dar una vuelta turística.
—O de compras.
—O a museos y galerías de arte.
—A donde quieran, aunque haya que cortar el tráfico o desalojar las tiendas. Pero, además, para entretenerlas, van a traer artistas, escritores y pintores de Edimburgo.
—Y a Bono, claro —añadió otro chófer—. Él y Geldof vendrán esta tarde a saludar a los mandamases.
—Por cierto —dijo Siobhan mirando la hora en su móvil—. Me han ofrecido una entrada para el concierto del Empuje Final.
—¿Quién? —preguntó Rebus, sabiendo que no había podido conseguirla en taquilla.
—Uno de los vigilantes de Niddrie. ¿Tú crees que volveremos a tiempo?
Rebus se encogió de hombros.
—Ah, quería comentarte una cosa —dijo.
—¿Qué?
—He nombrado miembro del equipo a Ellen Wylie.
Siobhan le miró enfurecida.
—Ella sabe más de Vigilancia de la Bestia que tú y yo —porfió Rebus sin mirarla de frente.
—Sí, bastante más —replicó Siobhan.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que ella está muy involucrada, John. ¡Piensa lo que alegaría un abogado defensor ante el tribunal! —añadió Siobhan sin darse cuenta de que levantaba la voz—. ¿Por qué no me lo preguntaste antes? ¡Si el asunto sale mal, soy yo la que pagará los platos rotos!
—Es sólo para tareas administrativas —alegó Rebus, consciente de que era una disculpa lastimosa.
Le salvó de la situación el soldado que se llegó hasta ellos a zancadas.
—Debo informar sobre el asunto que les trae aquí —le dijo secamente.
—Bueno, es asunto del Departamento de Investigación Criminal —replicó Rebus— y también por parte de mi colega aquí presente. Nos dieron cita aquí.
—¿Con quién? ¿Por orden de quién?
Rebus se dio unos golpecitos en la ventana de la nariz.
—Es confidencial —contestó con voz queda.
Los chóferes ya no prestaban atención y charlaban entre sí sobre las estrellas a quienes iban a transportar al Open escocés del sábado.
—Yo no —presumió uno—. Yo hago la ruta entre Glasgow y el concierto de T in the Park.
—Usted, inspector, es de Edimburgo y está fuera de su demarcación —dijo el soldado.
—Para investigar un homicidio —replicó Rebus.
—Tres, en realidad —añadió Siobhan.
—Y eso no es cuestión de demarcaciones —sentenció Rebus.
—Con la salvedad —insistió el soldado— de que les han ordenado aplazar esa investigación —añadió, complacido por el efecto de sus palabras, sobre todo en Siobhan.
—Muy bien, ya veo que se ha informado por teléfono —añadió Rebus sin darle importancia.
—A su jefe no le hizo mucha gracia —dijo el soldado con ojos risueños—. Ni tampoco a…
Rebus siguió la dirección de la mirada del hombre y vio que se aproximaba un Land Rover con la ventanilla del pasajero abierta, asomando por ella la cabeza de Steelforth, como si fuera atado con una correa.
—Mierda —musitó Siobhan.
—Barbilla alta y hombros rectos —dijo Rebus.
Ella le miró furiosa.
El coche se detuvo con un chirrido de neumáticos y Steelforth bajó de un salto gritando:
—¿Saben los meses de adiestramiento y preparativos, y las semanas de vigilancia secreta…? ¿Saben que acaban de hacer polvo todo eso?
—Creo que no le sigo —replicó Rebus jovial, devolviendo su plato vacío al cocinero.
—Creo que se refiere a Santal —terció Siobhan.
—¡Por supuesto! —afirmó Steelforth mirándola furioso.
—Ah, ¿es de su equipo? —preguntó Rebus, asintiendo con la cabeza como si cayera en la cuenta—. Sí, claro. La envió al campamento de Niddrie y le ordenó tomar fotos de los manifestantes para disponer de un buen banco de datos para el futuro. Algo tan valioso para usted que ni le permitió asistir al funeral de su hermano.
—Fue decisión suya, Rebus —espetó Steelforth.
—Colombo ha empezado a las dos —dijo uno de los chóferes.
Steelforth continuó erre que erre:
—En una operación de vigilancia como esta aguantan sin abandonar el servicio a menos que los descubran. ¡Y ella llevaba meses infiltrada!
Rebus le miró con intención, y Steelforth asintió con la cabeza.
—¿Cuánta gente les habrá visto hoy con ella? —prosiguió—. ¿Cuántos les habrán calado como policías? Ahora desconfiarán y la intoxicarán con datos falsos.
—Si ella hubiera confiado en nosotros… —comenzó a alegar Siobhan, pero la cortó una carcajada de Steelforth.
—¿Confiar en ustedes? —volvió a reír inclinándose por el esfuerzo—. Dios mío, esa sí que es buena.
—Debería haber estado aquí antes —replicó Siobhan—. Nuestro amigo el militar sí que dio buena réplica.
—Y, por cierto —añadió Rebus—, no le he dado las gracias por encerrarme en un calabozo.
—Yo nada puedo hacer si mis oficiales deciden tomar una iniciativa si su jefe no contesta al teléfono.
—¿O sea, que eran policías de verdad? —inquirió Rebus.
Steelforth apoyó las manos en las caderas, miró al suelo y a continuación a ellos dos.
—Les suspenderán del servicio por esto.
—No estamos a sus órdenes.
—Esta semana están todos a mis órdenes —replicó mirando a Siobhan—. Y usted no volverá a ver a la sargento Webster.
—Ella tiene pruebas de…
—¿Pruebas de qué? ¿De que golpearan a su madre con una porra en los disturbios? Que presente una denuncia si quiere. ¿Se lo ha preguntado?
—Yo… —balbució Siobhan.
—No, usted emprende su cruzada particular. La sargento Webster tiene orden de volver a casa. Por culpa de usted; no mía.
—Hablando de pruebas —terció Rebus—, ¿qué fue de las grabaciones de las cámaras de seguridad?
—¿Grabaciones? —repitió Steelforth con el ceño fruncido.
—De la sala de operaciones del castillo de Edimburgo. La videovigilancia de las murallas.
—Las hemos examinado docenas de veces y nadie ha visto nada —gruñó Steelforth.
—¿Podría ver yo las cintas?
—Hágalo, si las encuentra.
—¿Las han borrado? —aventuró Rebus. Steelforth ni se molestó en contestar—. Pero en eso de nuestra suspensión de servicio se le ha olvidado —prosiguió Rebus— el requisito de «a tenor de una investigación». Y me imagino que es porque no tendrá lugar.
—De ustedes depende —dijo Steelforth encogiéndose de hombros.
—¿Depende de cómo nos portemos? ¿Prescindiendo de las grabaciones?
Steelforth volvió a encogerse de hombros.
—Difícilmente podrán librarse. Yo puedo intervenir a favor o en contra…
El transmisor que llevaba Steelforth en el cinturón crepitó. Una de las torres de vigilancia informaba de que habían roto el cinturón de seguridad. Steelforth se acercó el radiotransmisor a la boca, ordenó que acudiera un Chinook de refuerzo y se dirigió a zancadas al Land Rover. Uno de los chóferes se interpuso a su paso.
—Comandante, permita que me presente. Soy Steve y estoy encargado de llevarle en coche al Open…
Steelforth gruñó una maldición que hizo que aquel se detuviera en seco, mientras los otros chóferes comentaban entre risas que se había quedado sin propina aquel fin de semana. El Land Rover de Steelforth ya tenía el motor en marcha.
—¿Se va sin darnos un beso de despedida? —comentó Rebus diciéndole adiós con la mano.
Siobhan le miró fijamente.
—Tú sólo esperas la jubilación, pero aún hay quien espera hacer carrera.
—Shiv, ya has visto cómo es; cuando pase todo esto, no nos molestará más —replicó Rebus moviendo la mano en gesto de despedida hasta que el vehículo arrancó a toda velocidad.
El soldado estaba frente a ellos tendiéndoles los carnés.
—Ahora, váyanse —espetó.
—¿Dónde exactamente? —inquirió Siobhan.
—O más bien, ¿cómo? —añadió Rebus.
Uno de los chóferes carraspeó y señaló en dirección a la hilera de lujosos coches.
—Acabo de recibir un mensaje de texto para recoger a un ejecutivo que tiene que regresar a Glasgow. Yo puedo llevarles a algún sitio.
Siobhan y Rebus intercambiaron una mirada. Ella sonrió al chófer y ambos se encaminaron hacia los coches.
—¿Podemos elegir? —preguntó Siobhan.
Acabaron sentados en el asiento trasero de un Audi A8 de seis litros, con cinco mil kilómetros, en su mayoría rodados aquella misma mañana. Desprendía un fuerte olor a cuero y sus cromados relucían. Siobhan preguntó si funcionaba el televisor y Rebus la miró.
—Tengo curiosidad por saber si Londres ha conseguido la sede olímpica —dijo ella.
Pasaron tres controles con verificación de carnés entre el helipuerto y los terrenos del hotel.
—Al hotel mismo no vamos —dijo el chófer—. Tengo que recoger al ejecutivo en el centro de recepción junto al pabellón de la prensa.
Eran dos instalaciones próximas al aparcamiento del hotel. Rebus vio que no había nadie jugando en el campo de golf; por los céspedes sólo patrullaban despacio agentes de seguridad impecablemente vestidos.
—Cuesta creer que suceda algo —comentó Siobhan con apenas un susurro en consonancia con el ambiente.
Rebus también sentía aquel imperativo de no llamar la atención.
—Será un segundo —dijo el conductor deteniendo el Audi y poniéndose la gorra al bajar.
Rebus decidió salir del coche. No veía tiradores en los tejados, pero se imaginó que los habría. Habían aparcado junto a una casa de estilo regional escocés al lado de un invernadero, y pensó que podría ser el restaurante.
—Un fin de semana aquí me vendría de perlas —comentó a Siobhan, que en ese momento salía del Audi.
—Tendrías que vender perlas para pagártelo —replicó ella.
En el centro de prensa —una instalación entoldada de tabiques sólidos— se veían periodistas tecleando en sus portátiles. Rebus estaba encendiendo un cigarrillo cuando oyó ruido y se volvió: una bicicleta daba la vuelta a la esquina del hotel, guiada por uno inclinado sobre el manillar con cara de velocidad. Tras él apareció otra bicicleta. El primer ciclista pasó a diez metros de ellos y, al percatarse de su presencia, les saludó con la mano, y Rebus correspondió alzando la punta del pitillo. Pero el hecho de levantar la mano del manillar hizo que el hombre perdiera el equilibrio y que la rueda delantera, bamboleante, patinase en la grava. El ciclista que le seguía trató de esquivarlo, pero el frenazo le hizo volar por encima del manillar. Como por arte de magia, aparecieron unos hombres con traje oscuro, que rodearon en círculo a los caídos.
—¿Ha sido culpa nuestra? —musitó Siobhan.
Rebus no contestó, tiró el cigarrillo y volvió a sentarse en el Audi. Siobhan hizo lo propio y a través del parabrisas contemplaron cómo ayudaban a levantarse del suelo al primer ciclista, que se frotaba los nudillos. El otro seguía en el suelo sin que nadie se ocupara de él. Cuestión de protocolo, pensó Rebus.
El presidente George W. Bush tiene prioridad de atención absoluta.
—¿Ha sido culpa nuestra? —repitió Siobhan con voz temblorosa.
El chófer salió del centro de recepción acompañado de un hombre de traje gris con dos voluminosas carteras. Igual que el chófer, se detuvo un instante a ver qué sucedía. El chófer abrió la portezuela del pasajero y el funcionario subió dirigiendo apenas una inclinación de cabeza hacia el asiento trasero. El chófer se sentó al volante, con la gorra rozando el techo del Audi, y preguntó qué es lo que había ocurrido.
—Intríngulis de protocolo —respondió Rebus.
El funcionario decidió al fin admitir que —posiblemente muy a su pesar— no era el único pasajero.
—Mi nombre es Dobbs. De la FCO —dijo.
La Foreign and Commonwealth Office. Rebus le tendió la mano.
—Llámeme John —dijo—. Soy amigo de Richard Pennen.
Siobhan fingió permanecer al margen sin dejar de prestar atención, mientras arrancaban, a la escena que dejaban atrás. El séquito de seguridad impedía taxativamente a dos hombres con bata verde de sanitarios acercarse al presidente de Estados Unidos. Del hotel había salido personal a curiosear y también miraban dos periodistas del centro de prensa.
—Feliz cumpleaños, señor presidente —canturreó Siobhan con voz ronca.
—Encantado de conocerle —dijo Dobbs a Rebus.
—¿Ha llegado ya Richard? —preguntó Rebus.
—No creo que esté en la lista de invitados —respondió el hombre frunciendo el ceño, como si le hubieran cogido en falta.
—A mí me dijo que sí —mintió Rebus sin empacho—. Me comentó que el secretario de Asuntos Exteriores tenía un asunto para él.
—Es muy posible —añadió Dobbs, tratando de parecer más seguro de sí mismo de lo que estaba.
—El presidente Bush se ha caído de la bicicleta —terció Siobhan.
Era como si tuviera necesidad de enunciarlo para que el hecho se materializara.
—¿Ah, sí? —dijo Dobbs, casi sin escuchar, abriendo una de las carteras y dispuesto a sumergirse en la lectura.
Rebus comprendió que el hombre ya habría aguantado muchas conversaciones intrascendentes y su mente viraba a cosas de mayor envergadura: estadísticas, presupuestos y cifras de comercio. Pero decidió dar un último envite.
—¿Estuvo en el castillo?
—No —respondió Dobbs estirando el vocablo—. ¿Y usted?
—Yo sí que estuve. Qué terrible lo de Ben Webster, ¿no es cierto?
—Espantoso. Era el mejor diputado escocés que teníamos.
Siobhan comprendió de pronto el sentido de la conversación. Rebus le hizo un guiño.
—Richard no acaba de creer que se tirara él —comentó Rebus.
—¿Cree que fue un accidente? —replicó Dobbs.
—Que le empujaron —dijo Rebus.
El funcionario dejó sobre su regazo el montón de papeles y volvió la cabeza hacia el asiento de atrás.
—¿Que le «empujaron»? —Miró a Rebus y vio que este asentía despacio con la cabeza—. ¿Quién diablos iría a hacerlo?
Rebus se encogió de hombros.
—Quizá tenía enemigos. Hay políticos que los tienen.
—Igual que su amigo Pennen —replicó el funcionario.
—¿A qué se refiere? —inquirió Rebus en tono ofendido.
—Su empresa antes era pública. Y ahora se está forrando con los impuestos que pagamos para Investigación y Desarrollo.
—Nos está bien merecido por vendérsela —terció Siobhan.
—Quizás el gobierno obró mal aconsejado —dijo Rebus con guasa al funcionario.
—El gobierno sabía perfectamente lo que hacía.
—¿Y por qué se la vendió a Pennen? —preguntó Siobhan con auténtica curiosidad.
Dobbs volvió a revolver entre sus papeles. El chófer hablaba por teléfono preguntando qué rutas estaban abiertas.
—Los departamentos de Investigación y Desarrollo son costosos —dijo Dobbs—. Cuando el Ministerio de Defensa tiene que hacer recortes, es de mal efecto que sean las fuerzas armadas quienes paguen el pato. Mientras que si despide a unos cuantos científicos, la prensa no dice ni mu.
—No acabo de entenderlo —dijo Siobhan.
—Tenga en cuenta que una empresa privada —prosiguió Dobbs— puede vender a quien le plazca por no existir tantas limitaciones como en el caso de Defensa, un organismo de la Commonwealth o el Ministerio de Industria. ¿En qué se traduce eso? En ganancias más rápidas.
—Ganancias obtenidas —añadió Rebus— vendiendo a dudosos dictadores y a países paupérrimos ahogados por la deuda externa.
—¿No dijo que era amigo de…? —Dobbs dejó la frase en el aire al percatarse de que, en realidad, hablaba con unos desconocidos—. ¿Cómo dijo que se llamaba? —inquirió.
—John —contestó Rebus—. Y ella es colega mía.
—¿Pero no trabaja para Pennen Industries?
—Yo no he dicho semejante cosa —añadió Rebus—. Somos de la policía de Lothian y Borders, señor Dobbs. Y le quedo agradecido por sus sinceras explicaciones —añadió Rebus mirando por encima del asiento al regazo del funcionario—. Está usted despachurrando esa valiosa documentación. ¿O va destinada a la máquina trituradora?
Ellen Wylie atendía los teléfonos cuando regresaron a Gayfield Square. Siobhan había llamado a sus padres, que habían desistido del viaje a Auchterarder y de la airada manifestación en Princes Street. Los altercados se extendieron desde The Mound hasta la Ciudad Vieja y los manifestantes, enrabiados por no poder salir de la ciudad, se enfrentaron a los antidisturbios. Cuando él y Siobhan entraban a la sala del DIC, Wylie les miró.
Rebus comprendió que ella también estaba a punto de manifestarse por haberse quedado todo el día sola en la comisaría, pero en ese preciso momento salió alguien del despacho de Derek Starr que no era Starr, sino el jefe de policía James Corbyn, con las manos cruzadas a la espalda y gesto de impaciencia. Rebus miró a Wylie, quien se encogió de hombros, dándole a entender que aquel le había impedido enviarle un mensaje de texto.
—Ah, aquí están los dos —espetó Corbyn dando media vuelta hacia el despacho de Starr—. Entren y cierren la puerta —añadió sentándose en la única silla y permaneciendo ellos de pie.
—Me alegro de verle, señor —dijo Rebus para romper el hielo—, porque quería hacerle unas preguntas sobre la noche en que murió Ben Webster.
—¿Qué preguntas? —replicó Corbyn desprevenido.
—Usted estuvo en el banquete, señor, y creo que habría debido informarnos desde un principio.
—No estamos aquí para hablar de mí, inspector Rebus, sino para suspenderles a los dos del servicio activo con efecto inmediato.
Rebus asintió despacio con la cabeza, como si fuera una noticia esperada.
—De todos modos, señor, ya que está aquí, lo mejor es que le tomemos declaración. Porque, en caso contrario, parecería que ocultamos algo. Los periodistas revolotean como buitres y no interesa en absoluto que el jefe de la policía esté…
Corbyn se puso en pie.
—¿Acaso no lo ha oído, inspector? Usted ya no forma parte de ninguna investigación. Quiero que ustedes dos salgan de la comisaría antes de cinco minutos. Márchense a casa y siéntense cerca del teléfono en espera de noticias sobre mis indagaciones a propósito de su conducta. ¿Está claro?
—Necesito unos minutos para ordenar mis notas, señor, y que esta conversación quede incorporada a ellas.
Corbyn le apuntó con un dedo.
—Ya me han hablado de usted, Rebus. —Dirigió la mirada a Siobhan—. Tal vez eso explique su reticencia a darme el nombre de su colega cuando la encargué del caso.
—Perdone, señor, pero no me lo preguntó —replicó Siobhan.
—Pero sabía perfectamente que tendríamos lío —añadió él volviendo a clavar los ojos en Rebus— tratándose de él.
—Con todo respeto, señor… —quiso argüir Siobhan.
Corbyn golpeó la mesa con el puño.
—¡Le dije que suspendiera la investigación! ¡Y ahora resulta que aparece en la primera página de los periódicos y aterrizan ustedes en Gleneagles! Cuando saben perfectamente que el caso está cerrado. Se acabó. Sayonara. Finito.
—Sí que ha aprendido léxico en el banquete, señor —comentó Rebus haciendo un guiño.
A Corbyn se le salieron los ojos de las órbitas y ellos rogaron por que no le diera un ataque. No, lo que hizo fue salir furioso del despacho tropezando con Siobhan y un armario de libros. Rebus expulsó aire, se pasó la mano por el pelo y se rascó la nariz.
—Bueno, ¿qué quieres hacer ahora? —preguntó.
—¿Qué te parece, por ejemplo, si recojo mis cosas? —replicó ella mirándole.
—Sí, desde luego, hay que recoger —añadió Rebus—. Recogemos todas las notas y los archivadores, los llevamos a mi casa y nos largamos de aquí.
—John…
—Tienes razón —insistió él, tergiversando la objeción—. Los echarían de menos, así que tendremos que hacer fotocopias.
Siobhan no pudo por menos de sonreír.
—Las hago yo, si quieres —añadió Rebus—, dado que tú tienes una cita amorosa.
—Bajo la lluvia.
—Lo único que espera Travis para interpretar su puñetera canción —comentó saliendo del despacho de Starr—. Ellen, ¿te has enterado de lo que nos ha dicho?
Wylie colgaba en ese momento el teléfono.
—No pude avisarle —dijo.
—No importa. Claro que ahora Corbyn ya sabrá quién eres —dijo Rebus sentándose en la esquina de la mesa.
—No parecía muy interesado. Me preguntó nombre y grado y no se molestó en saber si pertenecía a esta comisaría.
—Perfecto —comentó Rebus—. Por consiguiente, puedes continuar siendo nuestros ojos y oídos.
—Un momento —terció Siobhan—. Eso no es de tu competencia.
—Entendido, señora.
Siobhan, sin hacerle caso, miró a Ellen Wylie.
—El caso es mío, Ellen. ¿Entendido?
—No te preocupes, Siobhan, sé cuándo estoy de más.
—No he dicho que estés de más, pero quiero estar segura de que estás de nuestra parte.
—¿De parte de quién, si no? —replicó Wylie visiblemente irritada.
—Señoras, señoras —terció Rebus interponiéndose entre ellas como un árbitro de lucha libre de los viejos tiempos y mirando a Siobhan—. Jefa, un par de manos más no nos vendrá mal, reconócelo.
Siobhan cedió son una sonrisa. Lo de «jefa» había hecho su efecto; pero seguía mirando fijamente a Wylie.
—A pesar de todo —dijo— no podemos pedirte que espíes por cuenta nuestra. Una cosa es que John y yo estemos en apuros y otra que tú te sitúes en el punto de mira.
—No me importa —dijo Wylie—. Por cierto, qué peto tan bonito.
—Sí, pero tendré que cambiarme antes del concierto.
Siobhan volvió a sonreír y Rebus expulsó aire al ver superado el punto crítico.
—Bien, ¿qué novedades ha habido por aquí? —preguntó a Wylie.
—He estado avisando a todos los de la lista de Vigilancia de la Bestia y he recomendado a las diversas jefaturas que les informen de la alerta.
—¿Y lo aceptaron con entusiasmo?
—No tanto. Y, además, he recopilado el eco que se han hecho otros periodistas del artículo de la primera página —añadió dando unos golpecitos en el titular de Mairie Henderson, en el periódico que tenía a su lado—. Es fantástico de dónde saca tiempo esa mujer —comentó.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Rebus.
Wylie abrió el periódico por la página doble central, donde había una entrevista firmada por Mairie Henderson con el concejal Gareth Tench y una gran foto en medio del campamento de Niddrie.
—Yo estaba allí cuando lo entrevistó —comentó Siobhan.
—Yo lo conozco —añadió Wylie sin poderlo evitar.
Rebus la miró.
—Explícate.
—Lo conozco —contestó ella, encogiéndose de hombros como quitándole importancia.
—Ellen —insistió Rebus pronunciando su nombre con énfasis.
—Ha estado saliendo con Denise —respondió Wylie con un suspiro.
—¿Con tu hermana Denise? —inquirió Siobhan.
Wylie asintió con la cabeza.
—Fui yo quien les puse en contacto… más o menos.
—¿Son pareja? —preguntó Rebus rodeándose el cuerpo con los brazos como una camisa de fuerza.
—Han salido varias veces. Él ha sido… —añadió, sin dar con las palabras adecuadas—. Le ha servido de mucho y la ha ayudado a superarse.
—¿Con ayuda de unos vasos de vino? —aventuró Rebus—. ¿Cómo le conociste?
—A través de Vigilancia de la Bestia —respondió ella despacio sin mirarle a la cara.
—No me digas.
—Él leyó mi escrito y me envió un elogioso mensaje por correo electrónico.
Rebus puso los pies en el suelo y abrió los brazos, buscando en la mesa una hoja: la lista que les había dado Bain de los suscriptores de Vigilancia de la Bestia.
—¿Cuál de ellos es? —preguntó enseñándosela.
—Éste —respondió Wylie.
—¿Ozyman? —preguntó Rebus, y vio que ella asentía—. ¿Qué clase de apellido es ese? ¿Australiano?
—De los ozymanos tal vez —dijo Siobhan.
—Más bien de Ozzy Osbourne —replicó Rebus.
Siobhan se inclinó sobre un teclado y escribió un nombre en un buscador. Hizo un par más de clics y apareció una biografía.
—Rey de Reyes —dijo Siobhan—. Erigió una enorme estatua de sí mismo.
Hizo dos clics más y se vio un poema de Shelley.
—«¡Mira mis obras, Todopoderoso y desespérate!» —recitó. Se volvió hacia Wylie—. Vaya si es engreído.
—No se puede negar —admitió ella—. Yo lo único que he dicho es que se portó bien con Denise.
—Tenemos que hablar con él —dijo Rebus mirando la lista de nombres y pensando cuántos de ellos vivirían en Edimburgo—. Y tú, Ellen, podrías habérnoslo dicho antes.
—No sabía que había una lista —replicó ella a la defensiva.
—Si se puso en contacto contigo a través de Internet es lógico que tengamos que interrogarle. Dios sabe las pocas pistas que tenemos.
—O demasiadas —terció Siobhan—. Víctimas en tres regiones e indicios en otra. Está todo muy difuso.
—¿No ibas a casa a cambiarte?
Ella asintió con la cabeza y miró a su alrededor.
—¿De verdad que piensas llevarte todo eso?
—¿Por qué no? Puedo copiar las notas. A Ellen no le importará quedarse y ayudarme. ¿Verdad, Ellen? —añadió mirándola con intención.
—Ese es mi castigo, ¿no?
—Comprendo que no quisieras ver implicada a Denise —dijo Rebus—, pero, aun así, habrías debido contarnos lo de Tench.
—John —interrumpió Siobhan—, ten en cuenta que el concejal me salvó de una paliza aquella noche en Niddrie.
Rebus asintió con la cabeza. Podría haber replicado que él había visto otra faceta de Gareth Tench, pero se lo calló.
—Que te diviertas en el concierto —dijo.
Siobhan volvió a prestar atención a Ellen Wylie.
—Es mi equipo, Ellen. Y si nos ocultas algo más…
—Entendido.
Siobhan asintió despacio con la cabeza y, de pronto, reflexionó un instante.
—¿Los suscriptores de Vigilancia de la Bestia celebraban algún tipo de reunión?
—Que yo sepa no.
—Pero sí que mantenían contactos.
—Obviamente.
—¿Sabías quién era Gareth Tench antes de conocerle?
—En el primer correo electrónico que envió decía que vivía en Edimburgo y firmó con su verdadero nombre.
—¿Y tú le dijiste que eras policía?
Wylie asintió con la cabeza.
—¿Qué estás pensando? —preguntó Rebus a Siobhan.
—Aún no estoy segura —contestó ella recogiendo sus cosas, mientras Rebus y Wylie la observaban. Finalmente, les dijo adiós por encima del hombro y se fue.
Ellen Wylie dobló el periódico y lo tiró a la papelera. Rebus llenó el hervidor y lo enchufó.
—Yo sé perfectamente lo que piensa —dijo Wylie.
—Pues eres más lista que yo.
—Siobhan sabe que los asesinos no siempre actúan solos. Y que a veces necesitan aprobación.
—No lo capto, Ellen.
—Yo creo que sí, John. Sé que usted reflexiona de forma muy parecida a ella. Si alguien decide matar a pervertidos, querrá contárselo a alguien, como pidiendo permiso, o para desahogarse una vez hecho.
—De acuerdo —dijo Rebus preparando las tazas.
—No es muy apetecible formar parte de un equipo siendo sospechosa.
—De verdad que agradezco tu ayuda, Ellen —comentó Rebus y, tras una pausa, añadió—: con tal de que te limites a hacer lo que tienes que hacer.
Wylie se levantó de la silla como movida por un resorte y puso los brazos en jarras. Rebus había oído decir que aquello se hacía para parecer más grande y amenazador, menos vulnerable.
—¿Usted cree —dijo ella— que me paso aquí media jornada para proteger a Denise?
—No… pero creo que la gente es capaz de muchas cosas para proteger a miembros de su familia.
—¿Como en el caso de Siobhan y su madre, por ejemplo?
—No irás a decir que nosotros no haríamos lo mismo.
—John…, estoy aquí porque me lo pidió.
—Y te he dado las gracias, pero se trata de lo siguiente, Ellen: Siobhan y yo estamos fuera de juego y necesitamos a alguien que trabaje por nosotros y en quien podamos confiar —dijo echando cucharadas de café en las tazas desconchadas.
Olió la leche y la dio por buena. Estaba dándole tiempo a Wylie para que pensara.
—De acuerdo —dijo ella al fin.
—¿Se acabaron los secretos? —preguntó Rebus, y ella asintió con la cabeza—. ¿No hay alguna cosa que deba yo saber? —Wylie negó con la cabeza—. ¿Quieres estar presente cuando interrogue a Tench?
—¿Cómo piensa hacerlo? —replicó ella enarcando una ceja—. Recuerde que está suspendido de servicio.
Rebus hizo una mueca y se dio unas palmaditas en la cabeza.
—Me falla la memoria a corto plazo —le comentó—. Gajes del oficio.
Después de tomar café se pusieron a trabajar. Rebus cargó de papel la fotocopiadora y Wylie le preguntó qué quería copiar de los datos del ordenador. El teléfono sonó seis veces pero no contestaron.
—Por cierto —dijo Wylie en determinado momento—, ¿se ha enterado de que Londres ha obtenido la sede olímpica?
—¡Yupi!
—Sí, fue estupendo. Todo el mundo bailaba en Trafalgar Square. Ha perdido París.
—No sé cómo se lo habrá tomado Chirac —dijo Rebus mirando el reloj—. Ahora estará cenando con la reina.
—Y Tony Blair mirando con su sonrisa de gato de Cheshire, seguro.
Rebus sonrió. Sí, y el Hotel Gleneagles sirviendo al presidente francés los mejores platos de Caledonia. Pensó en su incursión a pocos centenares de metros de los poderosos huéspedes y la caída de Bush de la bicicleta, dolorosa advertencia de que era tan falible como cualquier otra persona.
—¿Qué significa la G? —preguntó. Wylie le miró desconcertada—. En G-8, quiero decir.
—¿Gobierno? —aventuró ella, encogiéndose de hombros.
Llamaron a la puerta. Era un uniformado de recepción.
—Le esperan abajo, señor —anunció mirando insistentemente al teléfono más cercano.
—Ya; no hemos contestado —dijo Rebus—. ¿Quién es?
—Una mujer que se llama Webster. Quería ver a la sargento Clarke, pero dijo que en caso de apuro hablaría con usted.