16

Casi todos los dignatarios del G-8 aterrizaban en el aeropuerto de Prestwick, al sudoeste de Glasgow. Un total de casi ciento cincuenta aviones iba a tomar tierra a lo largo del día. A continuación, mandatarios y esposas, con el personal de su séquito, serían trasladados en helicóptero a Gleneagles, mientras flotas de coches con chófer llevaban a los miembros de las delegaciones a sus respectivos alojamientos. El perro rastreador de Bush ocupaba coche propio. Bush cumplía cincuenta y nueve años. Jack McConnell, primer ministro del Parlamento escocés, esperaba a pie de pista a los líderes mundiales. No hubo protestas ni incidentes visibles.

Pero en Stirling, el noticiario de la mañana mostró a manifestantes enmascarados abollando coches y furgones, rompiendo los cristales de un Burger King, bloqueando la A9 y asaltando gasolineras. En Edimburgo, cortaron el tráfico en Queensferry Road, en Lothian Road había en reserva una hilera de furgones de la policía y un cordón de uniformados protegía el Hotel Sheraton y a unos setecientos delegados. Policía a caballo patrullaba las calles, generalmente transitadas por la gente que acudía al trabajo a primera hora, y aquel día vacías. En Waterloo Place aguardaba una fila de autobuses para el traslado de los manifestantes al norte, a Auchterarder. Pero aún no estaba claro y no se sabía con seguridad si había autorización de ruta oficial. La marcha se suspendió, volvió a anunciarse y se suspendió de nuevo. La policía ordenó a los conductores de los autobuses que no movieran los vehículos del sitio hasta que se confirmara una u otra cosa.

Luego, empezó a llover, por lo que se pensó que el concierto de la tarde «Empujón final» no se celebraría. Los músicos y los famosos andaban ya en el estadio Murrayfield atareados con las pruebas de sonido y los ensayos. Bob Geldof estaba en el Hotel Balmoral listo para acudir a Gleneagles con su amigo Bono, suponiendo que las diversas manifestaciones se lo permitieran, y la reina iba también camino del norte para ofrecer un banquete a los delegados.

Los presentadores del telediario hablaban de forma entrecortada y se mantenían en pie a base de cafeína. Siobhan, tras pasar la noche en el coche, se tomó un café aguado en una pastelería del pueblo. Los otros clientes centraban su interés en los acontecimientos que se sucedían en la pantalla del televisor de la pared tras el mostrador.

—Eso es Bannockburn —dijo una joven—. Y eso, Springkerse. ¡Están por todas partes!

—Se hacen fuertes —comentó su amigo, suscitando algunas sonrisas.

Los manifestantes habían salido de Campamento Horizonte a las dos de la madrugada, sorprendiendo a la policía dormida.

—No entiendo cómo esos puñeteros políticos pueden decir que esto es bueno para Escocia —comentó un hombre en mono de pintor, mientras esperaba su panecillo de beicon—. Tengo un trabajo en Dunblane y otro en Creiff y Dios sabe si podré llegar.

De vuelta al coche, Siobhan puso la calefacción para entrar en calor, pero aún le crujía la columna y tenía tortícolis. Se había quedado en Stirling porque volver a casa habría supuesto pasar de nuevo aquella mañana los mismos controles o tal vez otros peores. Se tomó dos aspirinas y se dirigió a la A9. No había avanzado mucho por el doble carril cuando las luces destellantes de un coche algo más adelante le hicieron comprender que estaba bloqueado el tráfico. Los conductores se bajaban de los coches para despotricar contra unos hombres y mujeres vestidos de payaso tumbados en medio de la calzada, algunos de ellos encadenados a las barreras protectoras del centro. Por los campos colindantes, la policía perseguía a otras figuras estrambóticas. Siobhan dejó el coche en el arcén, avanzó hasta el principio del atasco y enseñó su carné al oficial que estaba al mando de los uniformados.

—Tengo que ir a Auchterarder —le dijo.

El policía señaló con la porra corta hacia una moto de la policía.

—Si Archie tiene un casco de más, la lleva en un santiamén.

Archie tenía un casco extra.

—Va a pasar mucho frío ahí detrás —dijo a Siobhan.

—Pues me haré un ovillo —replicó ella.

Pero en cuanto el motorista aceleró, lo del «ovillo» pasó a segundo término y lo que hizo fue agarrarse a él como pudo. El casco tenía auricular incorporado y pudo oír los mensajes de Operación Sorbus: unos cinco mil manifestantes iban camino de Auchterarder dispuestos a penetrar en el recinto del hotel. Siobhan sabía que era fútil: aún se encontrarían a medio kilómetro del edificio, y sus consignas se las llevaría el viento; dentro de Gleneagles, los mandatarios ni se enterarían de la marcha y de las protestas. Los manifestantes se aproximaban a campo traviesa desde todas direcciones pero, tras la valla de seguridad, la policía estaba preparada. Siobhan había visto al salir de Stirling una pintada reciente en un establecimiento de comida rápida: «diez mil faraones, seis mil millones de esclavos», cuyo significado seguía intrigándole.

Un frenazo repentino de Archie la hizo inclinarse hacia delante y pudo ver por encima de su hombro la escena que se desarrollaba ante ellos. Antidisturbios con escudos y perros, y policías a caballo. Sobre sus cabezas evolucionaba un helicóptero Chinook bimotor y había una bandera americana en llamas.

Era una sentada de protesta que ocupaba toda la calzada. En cuanto la policía comenzó a abrir brecha, Archie enfiló la moto hacia el hueco y cruzó. De no haber tenido los nudillos entumecidos de frío, Siobhan se habría soltado un instante para darle una palmada en la espalda. Oyó por el auricular que la estación de tren de Stirling volvería a abrir en breve, pero que tal vez los anarquistas utilizaran la línea como atajo para llegar a Gleneagles. Recordó que el hotel tenía estación propia, pero dudaba que alguien la utilizase aquel día. Eran mejores las noticias de Edimburgo, donde una lluvia torrencial había aguado los ánimos de los manifestantes.

Archie volvió la cabeza.

—¡El tiempo escocés! —gritó—. ¿Qué haríamos sin él?

La carretera del puente Forth funcionaba con «interrupciones mínimas» y habían despejado las barreras de Quality Street y Corstorphine Road. Archie frenó para atravesar otro bloqueo y Siobhan aprovechó la oportunidad para limpiar con la manga el vaho del visor. En el momento en que el motorista ponía el intermitente para salir del doble carril, vieron que otro helicóptero más pequeño les seguía. Archie detuvo la moto.

—Final de trayecto —dijo.

No habían llegado a las afueras del pueblo, pero ella comprendió que tenía razón. Ante ellos, tras un cordón policial, había un mar de banderas y pancartas y se oían cantos, silbidos y abucheos.

«Bush, Blair, CÍA, ¿cuántos niños habéis matado hoy?» La misma consigna que voceaban en la ceremonia de «Nombrar a los muertos».

«George Bush, te conocemos, tu padre era también un asesino». Ah, esta era nueva.

Siobhan se bajó del sillín trasero, devolvió el casco y dio las gracias a Archie, quien le sonrió.

—No hay muchos días tan emocionantes como este —dijo dando media vuelta con la moto.

Al acelerar le dijo adiós con la mano y ella le devolvió el saludo ya casi desentumecida. Un policía rubicundo se le acercó inmediatamente, pero ella ya tenía el carné preparado.

—¡Está loca! —ladró—. ¡Y parece una de esas! —dijo señalando con el dedo hacia los manifestantes contenidos—. Si la ven detrás de nuestras líneas la reclamarán. Así que desparezca o póngase el uniforme.

—No olvide que hay una tercera vía —añadió Siobhan.

Con una sonrisa, fue hacia el cordón policial, se abrió hueco entre dos antidisturbios y, agachándose, pasó por debajo de los escudos y se situó en la primera fila de la manifestación. El rubicundo oficial se quedó pasmado.

—¡Poneos las insignias! —gritó un manifestante a los agentes.

El antidisturbios que tenía frente a ella vestía una especie de mono y en el casco, sobre la visera, se veían escritas en blanco las letras ZH. Pensó si los de Princes Street llevaban las mismas iniciales, pero ella únicamente recordaba XS.

El oficial, con las mejillas sudorosas, conservaba la serenidad y daba órdenes al cordón policial:

—¡Cierren filas! Con calma. ¡Empújenlos!

En ambos bandos se advertía un elemento concertado de tira y afloja. Un manifestante decía en voz alta y tranquilo que la marcha estaba autorizada y que si la policía violaba el acuerdo, él no podía hacerse responsable de las consecuencias. Mientras hablaba se llevó un móvil al oído, al tiempo que los fotógrafos alzaban sus cámaras para tomar instantáneas de la escena.

Siobhan comenzó a retroceder y a continuación se desplazó hacia un lado hasta situarse fuera de la masa de manifestantes; escrutó la multitud para localizar a Santal. A su lado tenía un jovenzuelo de dientes picados y cabeza rapada que comenzó a proferir insultos con un acento que a Siobhan le pareció escocés; en un momento en que se le abrió la chaqueta, mostró en el cinturón algo muy parecido a un cuchillo.

El chico utilizaba el móvil para tomar instantáneas que enviaba a sus amigos. Siobhan miró alrededor, pero no había manera de avisar a los agentes. Si se acercaban a detenerle se desencadenaría un buen tumulto, por lo que optó por situarse detrás esperando el momento propicio. Vio la oportunidad cuando la multitud comenzó a cantar alzando los brazos. Le agarró del brazo y se lo retorció hacia atrás empujándole para que cayera de rodillas, y con la otra mano le quitó el cuchillo y le tumbó en el suelo. Se mezcló entre la multitud, tiró el cuchillo a unas matas más allá de un muro y alzó los brazos dando palmadas. El chico se abría paso a codazos rojo de indignación buscando a su agresor. No iba a encontrarlo.

Siobhan esbozó apenas una sonrisa, consciente de que su propia búsqueda podía resultar probablemente tan infructuosa como la del gamberro. Estaba en medio de la manifestación, y en cualquier momento podía degenerar en disturbio.

«Daría cualquier cosa por tomar un café con leche en Starbucks». El peor sitio y en el peor momento, decididamente.

En el vestíbulo del Hotel Balmoral, Mairie vio que se abría la puerta del ascensor y que salía el hombre del traje azul. Se levantó de la silla y él fue a su encuentro tendiéndole la mano.

—¿El señor Kamweze?

Él asintió con la cabeza y se dieron la mano.

—Le agradezco que haya aceptado la entrevista apenas sin antelación —comentó Mairie tratando de no mostrarse muy obsequiosa, al contrario de lo que había hecho por teléfono, fingiéndose una novata, impresionada por entrevistar a una gran figura de la política africana y suplicándole unos minutos para completar el perfil que estaba redactando.

Ya no necesitaba fingir. Allí estaba su personaje. Bien, de todos modos, no quería espantarle.

—¿Le apetece un té? —preguntó el africano señalando hacia Palm Court.

—Me encanta su traje —comentó Mairie.

Él retiró la silla de la mesa para que se sentara. Ella se alisó la falda al hacerlo y Joseph Kamweze lo observó con suma complacencia.

—Gracias —dijo él sentándose frente a ella.

—¿Es de diseño?

—Lo compré en Singapur cuando regresaba de Canberra con la delegación. En realidad no fue muy caro. —Se inclinó sobre la mesa y añadió en tono conspirativo—: Pero no se lo diga a nadie. —Su gran sonrisa dejó ver una muela de oro.

—Bien, vuelvo a darle las gracias por concederme la entrevista —dijo Mairie sacando del bolso el bloc de notas y el bolígrafo.

Llevaba también una pequeña grabadora digital y le preguntó si no le importaba que quedara constancia de la entrevista.

—Depende de las preguntas —respondió él con otra sonrisa.

Llegó la camarera y el africano pidió Lapsang Souchong para los dos. Mairie detestaba aquel té, pero se lo calló.

—Permítame que pague —dijo, pero él lo descartó con un gesto.

—No tiene importancia —comentó.

Mairie enarcó una ceja. No había acabado de colocar los útiles de su oficio cuando lanzó la primera pregunta.

—¿Le ha pagado el viaje Pennen Industries?

La sonrisa se esfumó del rostro del africano y su mirada se endureció.

—¿Cómo dice?

—Quería saber simplemente quién paga su viaje aquí —añadió ella con cara de la más perfecta ingenuidad.

—¿Qué es lo que pretende? —replicó él con voz fría, rozando con la yema de los dedos el borde de la mesa.

Mairie fingió que consultaba sus notas.

—Señor Kamweze, forma usted parte de la delegación comercial de Kenia. ¿Cuáles son exactamente sus expectativas respecto al G-8? —preguntó comprobando si la grabadora funcionaba y colocándola en la mesa entre ambos.

Joseph Kamweze se mostró muy sorprendido por una pregunta tan burda.

—La condonación de la deuda externa es vital para la recuperación de África —recitó—. El canciller del Exchequer Brown ha señalado que algunos países vecinos de Kenia… —Interrumpió su discurso, preocupado—. ¿Por qué ha venido usted aquí? ¿Es realmente Henderson su verdadero nombre? No sé por qué no le he pedido la credencial…

—Aquí la tengo —dijo Mairie rebuscando en el bolso.

—¿Por qué ha mencionado a Richard Pennen? —interrumpió Kamweze.

Ella le miró parpadeando.

—No lo he mencionado.

—Mentirosa.

—He mencionado Pennen Industries, que es una empresa.

—Usted acompañaba a aquel policía de Prestonfield House.

Era una afirmación tal vez improvisada, pero Mairie no lo negó.

—Más vale que se marche —añadió él.

—¿Está seguro? —replicó ella con voz firme y sosteniéndole la mirada—. Si me despide de este modo voy a plantar una foto suya en la primera página del periódico.

—No diga tonterías.

—Como no es muy nítida, habrá que ampliarla y quedará algo borrosa, pero se le verá delante de una bailarina que se contorsionaba, con las manos en las rodillas y mirando embobado sus senos desnudos. Se llama Molly y trabaja en The Nook de Bread Street. Esta misma mañana conseguí la filmación de la cámara de seguridad.

Era todo mentira, pero vio con fruición el efecto que causaba en Kamweze, que hundió las uñas en la mesa y comenzó a sudar por la raíz del pelo corto.

—Después fue interrogado en la comisaría, señor Kamweze. Y seguro que eso también quedó grabado.

—¿Qué quiere de mí? —dijo él entre dientes.

Pero se sobrepuso al ver llegar a la camarera con el té y unas mantecadas. Mairie, que no había desayunado, dio un bocado a una. Aquel té olía a algas asadas, y, en cuanto le sirvió la camarera, apartó la taza a un lado. El keniano hizo igual.

—¿No tiene sed? —preguntó ella sin poder contener una sonrisa.

—Ese policía se lo ha contado todo —dijo Kamweze, recordando—. Él también me amenazó.

—Sí, pero él no puede imputarle nada. Mientras que yo… Bien, a menos que me convenza debidamente de que no prepare una exclusiva en primera página —lograba impresionarle—, una primera página que dará la vuelta al mundo. ¿Cuánto tardará la prensa de su país en recoger la noticia y reproducirla? ¿Cuánto tardarán los ministros de su gobierno en enterarse? Sus vecinos, sus amigos…

—Basta —gruñó el keniano con la vista clavada en la brillante superficie de la mesa, que le devolvía su propia imagen—. Basta —repitió, esta vez con un tono que a ella le dio a entender que cedía—. ¿Qué es lo que quiere?

Mairie mordió otra mantecada.

—Realmente, no mucho —dijo—. Únicamente todo lo que pueda contarme sobre Richard Pennen.

—¿Quiere que sea su Garganta Profunda, señorita Henderson?

—Si eso le entusiasma…

Pero pensó que aquel hombre no era más que un incauto, un funcionario tonto pillado in fraganti.

Su chivato particular.

Era su segundo funeral en una semana.

Había salido a paso de tortuga de Edimburgo, todavía conmocionada por los acontecimientos. En el puente Forth, la policía de Fife paraba camiones y furgonetas para comprobar la carga como posibilidad de barricadas, pero pasado el puente, el tráfico era fluido. En realidad, llegaba antes de la hora. Fue al centro de Dundee, aparcó en el paseo marítimo y fumó un cigarrillo, con la radio sintonizada en las noticias. Curiosamente, las emisoras inglesas hablaban de la candidatura olímpica y apenas mencionaban Edimburgo. Tony Blair regresaba de Singapur. Rebus se preguntó si pretendería acumular horas de vuelo.

En las noticias sobre Escocia, haciéndose eco del artículo de Mairie, hablaban del «asesino del G-8». El jefe de policía James Corbyn no hacía declaraciones. El Departamento Especial aseguraba que los mandatarios reunidos en Gleneagles no corrían ningún peligro.

Dos funerales en una semana. Rebus pensó si una de las razones por las que trabajaba con tanto tesón no sería para dejar de pensar en su hermano Mickey. Había cogido el CD de Quadrophenia y fue escuchándolo por el camino. Daltrey repetía insistentemente con su voz áspera: «¿Adviertes mi auténtico yo?». Tenía las fotos en el asiento del pasajero: el castillo de Edimburgo, esmóquines y pajaritas, Ben Webster, dos horas antes de su muerte, igual que los demás. Claro, los suicidas no llevaban ningún signo distintivo. Ni los asesinos en serie, los gángsteres o los políticos corruptos. Debajo de las fotos oficiales estaba el primer plano que había tomado Mungo de Santal; lo miró un instante y lo dejó encima. Puso el motor en marcha y se dirigió al crematorio.

Estaba a rebosar. Familia y amigos, y representantes de todos los partidos políticos. Y también diputados laboristas. Los medios de información se mantenían a discreta distancia agrupados a la entrada del crematorio. Probablemente serían los novatos, con cara larga, conscientes de que los veteranos andarían cubriendo el G-8, buscando titulares para la primera plana del jueves. Rebus se quedó rezagado mientras entraban los verdaderos invitados. Algunos le miraron intrigados, extrañados de que tuviera alguna relación con el diputado y tomándole por alguna especie de buitre al acecho del duelo ajeno.

Quizás estaban en lo cierto.

En un hotel de Broughty Ferry la familia ofrecía un piscolabis después de la ceremonia. «La familia me ha pedido que diga que todos son bienvenidos», anunció el reverendo a la concurrencia. Pero sus ojos decían otra cosa: sólo familiares y allegados, por favor. Era lógico. Rebus dudaba que hubiese en Broughty Ferry un hotel con capacidad para tanta gente.

Se sentó en la fila de atrás. El sacerdote rogó a un colega de Ben Webster que se levantase y dijera unas palabras. A Rebus le sonaron igual que las del panegírico del funeral de Mickey: un buen hombre, que tanto echarían de menos los suyos y muchas otras personas, amante de su familia y querido en la comunidad. Pensó que ya había esperado bastante sin que hubiera rastro de Stacey. Realmente no había pensado mucho en ella desde la conversación fuera del depósito. Suponía que habría regresado a Londres o que estaría arreglando cosas de la casa de su hermano, ocupada con los bancos, el seguro y otras gestiones.

Pero no acudir al funeral…

Entre la muerte de Mickey y el funeral transcurrió más de una semana. ¿Y en el caso de Ben Webster? Ni cinco días. ¿Cabía considerarlo una precipitación indecorosa? ¿Sería decisión de Stacey Webster o de otra persona? Fuera, en el aparcamiento, encendió otro cigarrillo y dejó pasar cinco minutos más. Tras lo cual abrió el coche y se sentó al volante.

«¿Adviertes mi auténtico yo?»

—Sí, ya lo creo —musitó girando la llave de contacto.

Alboroto en Auchterarder.

Corrió el rumor de que llegaba el helicóptero de Bush. Siobhan miró el reloj, a sabiendas de que no aterrizaba en Prestwick hasta media tarde. La multitud, diseminada por campos y paseos y encaramada a las vallas de los jardines particulares, abucheaba y aullaba a todos los helicópteros que sobrevolaban la zona. El propósito tácito de la concentración era llegar al cordón policial, «rebasarlo». Esa sería la auténtica victoria. Aunque sólo llegasen a medio kilómetro del hotel, habrían entrado en la finca de Gleneagles. Vio a algunos miembros de la Clown Army y a dos manifestantes con pantalones de golf y las bolsas con los palos de la People’s Golfing Association, cuya misión era hacer un hoyo en el sagrado campo de torneos internacionales; oyó hablar con acento estadounidense, español y alemán, y vio a un grupo de anarquistas vestidos de negro, con gorro y la cara tapada, confabulándose. Sobre sus cabezas voló una avioneta de reconocimiento.

Pero de Santal ni rastro.

En la calle principal de Auchterarder corrió la noticia de que en Edimburgo no dejaban salir a los manifestantes.

—Pues harán allí la marcha —dijo alguien entusiasmado—. Los antidisturbios van a tener que multiplicarse.

Siobhan lo dudaba. De todos modos llamó a sus padres al móvil. Contestó su padre y dijo que llevaban horas sentados en el autobús.

—Prometedme que no iréis a ninguna marcha —imploró Siobhan.

—Prometido —dijo su padre, pasando el aparato a su esposa, a quien Siobhan hizo la misma súplica.

Al concluir la llamada, Siobhan se sintió como una imbécil. ¿Qué hacía ella allí, pudiendo estar con sus padres? Otra marcha significaba más antidisturbios, y tal vez su madre reconociera al agresor o algún detalle que le sirviera para recordar algo concreto.

Lanzó una maldición para sus adentros y, al darse la vuelta, se dio de bruces con lo que buscaba.

—Santal —exclamó.

—¿Qué hace aquí? —preguntó la joven bajando la cámara.

—¿Le sorprende?

—Pues, sí, en cierto modo. ¿Y sus padres?

—Están bloqueados en Edimburgo. Veo que ha mejorado su ceceo.

—¿Cómo?

—El lunes en el parque de Princes Street —continuó Siobhan— estuvo muy ocupada con su cámara. Sólo que no enfocaba a la policía. ¿Cómo es eso?

—No sé muy bien qué quiere decir —replicó Santal mirando a derecha e izquierda como temiendo que las oyesen.

—Que no quiso enseñarme las fotos por lo que pudieran revelar.

—¿Qué le iban a revelar? —replicó la joven sin vacilación y con auténtica curiosidad.

—Que le interesaban más sus amigos alborotadores que las fuerzas de la ley y el orden.

—¿Y?

—Pues que he estado pensando en el motivo y debería haberme dado cuenta antes. Al fin y al cabo, todo el mundo lo decía en Niddrie y en Stirling. —Se acercó un paso y quedaron cara a cara. Se inclinó y le musitó al oído—: Es agente de policía encubierta. —Retrocedió un paso admirando el disfraz—. Los pendientes y los piercings… ¿son falsos? ¿Los tatuajes son una imitación? Y esa peluca está muy lograda —añadió escrutando las trenzas—. Lo que no sé es por qué se tomó la molestia del ceceo. ¿Tal vez por retener algo de su auténtica identidad? —Hizo una pausa—. ¿Me equivoco?

Santal puso los ojos en blanco. Sonó un móvil y metió las manos en los bolsillos sacando dos, uno de ellos con la pantalla iluminada; fijó en ella la vista y a continuación desvió la mirada por encima de Siobhan.

—Aquí están los dos —dijo.

Siobhan receló porque era un truco muy manido, de libro de texto, pero, de todos modos, volvió la cabeza.

Efectivamente: era John Rebus con el móvil en una mano y una tarjeta de visita en la otra.

—No domino muy bien las reglas —dijo aproximándose—. ¿Si enciendo algo cien por cien tabaco, me delataré como esclavo del imperio del mal? —añadió encogiéndose de hombros y sacando el paquete de cigarrillos.

—Santal es policía encubierta —dijo Siobhan.

—No creo que sea el lugar más adecuado para divulgarlo —añadió Santal entre dientes.

—Dígame algo menos obvio —le replicó Siobhan con gesto de desdén.

—Yo podría decírtelo —terció Rebus pero mirando a Santal—. ¿Se pierde el funeral de su hermano por amor al deber?

—¿Viene de allí? —espetó ella, mirándole enfurecida.

Rebus asintió con la cabeza.

—Aunque debo confesar que he tardado mucho en descubrirla por más que miré y remiré la foto de «Santal».

—Lo tomo como un cumplido.

—Bien puede decirlo.

—Yo quería asistir, ¿sabe?

—¿Qué excusa dio?

En ese momento intervino Siobhan.

—¿Es usted la hermana de Ben Webster?

—¡Se hizo la luz! —comentó Rebus—. Sargento Clarke, le presento a Stacey Webster —añadió sin apartar la mirada de la joven—. Aunque tal vez convendría seguir llamándola Santal.

—Ya es un poco tarde para eso —replicó ella, justo en el momento en que un joven con una banda roja en la frente se acercaba a ellos.

—¿Ocurre algo?

—Estamos hablando con una antigua amiga —le advirtió Rebus.

—Para mí que son polis —replicó el joven mirando sucesivamente a Rebus y a Siobhan.

—Oye, déjame solventarlo a mí —intervino Stacey, de nuevo en su personaje de Santal, la dura, capaz de vérselas con quien fuera. El joven bajó la mirada.

—Bueno, si tú lo dices… —añadió, alejándose.

Ella, de nuevo en el papel de Stacey, se volvió hacia ellos dos.

—Aquí no pueden quedarse —dijo—. Vienen a relevarme dentro de una hora. Ya hablaremos después.

—¿Dónde?

Ella reflexionó un instante.

—Dentro del recinto de seguridad hay una zona detrás del hotel donde se reúnen los chóferes. Espérenme allí.

—¿Y cómo llegamos? —preguntó Siobhan mirando la multitud que les rodeaba.

—Demuestren un poco de iniciativa —respondió Stacey con una sonrisa.

—Creo que está insinuando que nos hagamos arrestar —comentó Rebus.