Apenas a tres pasos del portal de su casa, Rebus oyó que gritaban su nombre. Apretó los puños en los bolsillos, se volvió y vio a Cafferty.
—¿Qué demonios quieres?
—Desde aquí se huele a alcohol —dijo Cafferty agitando una mano ante la nariz.
—Es para olvidar a gente como tú.
—Pues esta noche se ha gastado el dinero en balde —replicó Cafferty—. Quiero enseñarle una cosa —añadió con un movimiento de cabeza.
Rebus permaneció impasible un instante hasta que la curiosidad le hizo cambiar de idea. Cafferty abrió el Bentley y le hizo un gesto para que subiera. Rebus abrió la puerta del pasajero y se inclinó hacia el interior.
—¿Adónde vamos?
—A ningún lugar desierto, si es lo que le preocupa. En realidad, a donde vamos habrá mucha gente.
El motor rugió. Con dos cervezas y dos whiskys encima, Rebus sabía que no estaba precisamente despejado, pero subió.
Cafferty le ofreció chicle y él desenvolvió una barrita.
—¿Qué tal va mi caso? —preguntó Cafferty.
—Muy bien sin tu ayuda.
—Pero no olvide quién le puso en la buena pista —añadió Cafferty con una sonrisita. Iban en dirección este, hacia Marchmont—. ¿Y a Siobhan, qué tal le va?
—Está bien.
—Ah, ¿no será que le ha dejado en la estacada?
Rebus le miró de refilón.
—¿A qué te refieres?
—Me han dicho que quiere abarcar más de la cuenta.
—¿Es que nos vigilas?
Cafferty sonrió de nuevo sin contestar. Rebus advirtió que mantenía los puños cerrados sobre el regazo. Con un golpe a la dirección podía enviar el Bentley contra un muro. O agarrar a Cafferty por el cuello y apretar.
—¿Tiene malos pensamientos, Rebus? —dijo Cafferty—. Recuerde que yo soy contribuyente, y del tramo alto, y que por lo tanto está a mi servicio.
—Debe de darte gran satisfacción.
—Me la da. ¿Avanza en la investigación de ese diputado que saltó desde la muralla?
—¿A ti qué más te da?
—A mí, nada —Cafferty hizo una breve pausa—. Pero yo conozco a Richard Pennen —continuó volviéndose hacia él, complacido en ver su reacción—. Hemos coincidido un par de veces —añadió.
—No me digas que trató de venderte sus peligrosas armas.
Cafferty se echó a reír.
—Es que tiene intereses en la empresa que publicó mi libro y vino al cóctel. Por cierto, sentí mucho que usted no pudiera asistir.
—Aproveché tu invitación cuando se me acabó el rollo de papel de váter.
—Volví a ver a ese Pennen en el almuerzo para celebrar la venta de cincuenta mil ejemplares. Se celebró en un reservado del Ivy de Londres —añadió mirándole otra vez—. He pensado en mudarme allí, ¿sabe? En el sur yo tenía muchos amigos, por relaciones de negocios.
—¿Los mismos que Steelforth metió entre rejas? —Rebus reflexionó un instante—. ¿Por qué no me dijiste que conocías también a Pennen?
—Algún secreto tiene que haber entre nosotros —replicó Cafferty sonriente—. Por cierto, indagué sobre su amigo Jacko, pero sin resultado. ¿Está seguro de que es poli?
Rebus respondió a su vez con otra pregunta.
—¿Y la cuenta de Steelforth en el Balmoral?
—La paga la policía de Lothian y Borders.
—Ya ves qué generosidad la nuestra.
—Y usted, trabaja que trabaja, ¿eh, Rebus?
—¿Por qué no?
—Porque a veces hay que dejar que las cosas sigan su curso. Lo pasado, pasado. Es lo que me decía Mairie cuando escribíamos el libro.
—He tomado una copa con ella.
—Y no de vino generoso, a juzgar por el olor.
—Es buena chica. Lástima que hayas clavado tus garras en ella.
Una vez en Dalkeith Road, Cafferty puso el intermitente izquierdo en dirección a Craigmillar y Niddrie; o tal vez a la AI al sur de Edimburgo.
—¿Adónde vamos? —volvió a preguntar Rebus.
—Ya falta poco. En cuanto a Mairie, sabe cuidarse sola.
—¿Te lo cuenta todo?
—Probablemente no, pero eso no quita para que yo le pregunte. Escuche, a Mairie lo que le hace falta realmente es otro superventas y pedir un porcentaje en vez de ir a un tanto alzado. Yo no dejo de tentarla con historias de esa índole. Así que, tiene que bailarme el agua.
—Peor para ella.
—Tiene gracia —prosiguió Cafferty—, pero hablando de Richard Pennen, ahora recuerdo algunas historias de él. Pero no se las voy a contar —añadió conteniendo la risa. El fulgor de las luces del salpicadero iluminaba su rostro con sombras y manchas como un boceto de gárgola risueña.
«Estoy en el infierno —pensó Rebus—. Es lo que sucede al morir: que uno está condenado a ver a su demonio particular».
—¡Busquemos la salvación! —exclamó Cafferty.
Giró bruscamente el volante para cruzar con el Bentley, en un trazado de slalom, una serie de puertas y salpicando grava. Era un auditorio iluminado, adjunto a una iglesia.
—Es hora de renunciar al demonio de la bebida —añadió guasón, apagando el motor y abriendo la portezuela.
Rebus vio un cartel junto a la puerta que anunciaba un acto público del programa alternativo al G-8: «Comunidades en acción: Cómo evitar la crisis que se avecina». La entrada era gratis para estudiantes y parados.
—Más bien tarados —musitó Cafferty al ver una figura barbuda con un cubo de plástico en la mano.
Era un hombre de pelo largo rizado con gafas de gruesa montura negra. Sacudió ante ellos el cubo con algunas monedas. Cafferty abrió teatralmente su cartera y sacó un billete de cincuenta libras.
—Más vale que sean para una buena causa —dijo al postulante.
Rebus entró tras él, señalando el cubo para dar a entender al barbudo que la aportación de Cafferty era por los dos.
En la parte de atrás quedaban tres o cuatro filas de asientos vacíos, pero Cafferty optó por permanecer de pie con los brazos cruzados y las piernas separadas. Estaba bastante lleno, pero el público parecía aburrido, o tal vez estuviera arrobado. En el escenario cuatro hombres y una mujer compartían una exigua mesa de caballete y un micrófono con tendencia a la distorsión. A sus espaldas, unas pancartas proclamaban CRAIGMILLAR DA LA BIENVENIDA A LOS CONTESTATARIOS DEL G-8 y NUESTRA COMUNIDAD ES FUERTE SI HABLA CON UNA SOLA VOZ. La única voz que se oía en aquel momento era la del concejal Gareth Tench.
—Es muy bonito —vociferó— decir que nos dan el medio de hacer el trabajo. ¡Pero en primer lugar es necesario que haya trabajo! Son necesarias propuestas concretas para la mejora de los municipios, y es lo que yo reclamo a mi modesta manera.
No había ninguna modestia en el discurso del concejal. En primer lugar, en un auditorio de aquel tamaño era prácticamente innecesario el micrófono para una persona con la voz de Tench.
—Está enamorado de su propia voz —comentó Cafferty.
Rebus se dijo que tenía razón. Le recordaba las ocasiones en que se había parado a escuchar los sermones de Tench en The Mound. No gritaba para que le oyeran, sino porque su intensa voz le confirmaba su propia importancia en el planeta.
—Pero, amigos y camaradas —prosiguió Tench sin apenas pausa para respirar—, todos, en definitiva, tendemos a considerarnos simples engranajes de la gran maquinaria política. ¿Cómo hacerse oír? ¿Cómo hacer que se nos tenga en cuenta? Pensadlo un instante. Si en los coches y autobuses que habéis utilizado para venir aquí le quitamos al motor una sola pieza, la máquina no funciona. Porque todas las piezas mecánicas tienen la misma importancia: la misma importancia… Y eso es tan cierto en la vida humana como en el motor de combustión interna.
—Gilipollas presumido —musitó Cafferty a Rebus—. Se gusta a sí mismo más que un contorsionista capaz de mamársela.
Rebus, sin poder contener la carcajada, trató inútilmente de disimular tosiendo. Algunas cabezas se volvieron a mirar y hasta Tench interrumpió brevemente su discurso y, al dirigir la mirada al fondo, vio a Morris Gerald Cafferty palmoteando la espalda al inspector John Rebus. Rebus compendió que le había reconocido pese a taparse con la mano la boca y la nariz. Tench, interrumpido en su verborrea, quiso recuperar impulso oratorio, pero parte de su fuerza se había disipado. Pasó el micrófono a la mujer que tenía a su lado, y esta salió de su estado de trance y desgranó con voz cansina el contenido de unas notas que tenía delante.
Cafferty fue hacia la salida pasando por delante de Rebus, quien, transcurrido un instante, le siguió. Fuera, Cafferty paseaba de arriba abajo por el aparcamiento. Rebus encendió un cigarrillo esperando el momento propicio hasta que su bestia negra se le acercó.
—No lo acabo de entender —dijo sacudiendo la ceniza del pitillo.
Cafferty se encogió de hombros.
—Se supone que el policía es usted.
—Pero no me vendría mal algún dato.
—Pues este es su territorio, su pequeño feudo, Rebus —dijo Cafferty cruzando los brazos—. Y está ansioso por ampliarlo.
—¿Te refieres a Tench? —preguntó Rebus entrecerrando los ojos—. ¿Está invadiendo tus dominios?
—Como un demonio —replicó Cafferty bajando los brazos y dándose palmetazos en los muslos, como poniendo punto final a su desahogo.
—Sigo sin entenderlo.
Cafferty le miró furioso.
—Pues simplemente que le parece perfecto desbancarme porque tiene la superioridad moral de hombre recto de su parte y considera que haciéndose con lo ilegal lo transforma en legítimo —añadió Cafferty con un suspiro—. A veces pienso que es así como funciona la mitad del planeta. No es a los de abajo a quienes se debería vigilar, sino a los de arriba. A tipos como Tench y su ralea.
—Él es concejal —replicó Rebus—. No digo que no acepte algún soborno…
Cafferty negó con la cabeza.
—Él quiere poder, Rebus. Quiere tener el control. ¿No ve como le encanta hacer discursos? Cuanto más poder acapare, más podrá hablar y más será escuchado.
—Pues mándale a tus matones a darle un aviso.
—¿Y eso es todo lo que se le ocurre decir? —replicó Cafferty traspasándole con la mirada.
—Es asunto entre tú y él —dijo Rebus encogiéndose de hombros.
—Se me debe un favor.
—Se te debe la raíz cuadrada de una mierda. Que tenga suerte si te elimina del juego —añadió Rebus tirando al suelo la colilla y aplastándola con el tacón.
—¿Lo dice en serio? —preguntó Cafferty pausadamente—. ¿Seguro que preferiría que él dominara el cotarro? ¿Un hombre público, con influencia política? ¿Cree que él sería un blanco más fácil? Bueno, en realidad, usted está a punto de jubilarse. Sería más bien tarea de Siobhan. ¿Cómo es el dicho? —añadió Cafferty alzando la cabeza como si las palabras estuvieran escritas en lo alto—. Más vale lo malo conocido…
Rebus cruzó los brazos.
—Tú no me has traído aquí para enseñarme a Gareth Tench —dijo—. Me has hecho venir para que él me viera, para que nos viera juntos y cómo me dabas palmaditas en la espalda. Menuda estampa habremos hecho. Lo que quieres es que piense que me tienes metido en el bolsillo, y conmigo a todo el DIC.
Cafferty fingió sentirse ofendido por la acusación.
—Me sobreestima, Rebus.
—Lo dudo. Todo esto podrías habérmelo contado en Arden Street.
—Pero se habría perdido el espectáculo.
—Sí, y el concejal Tench también. A ver, explícame cómo va a financiar ese ataque y de dónde sacará la milicia.
Cafferty estiró los brazos de nuevo haciendo un giro completo.
—Es el amo de todo este distrito; de lo bueno y de lo malo.
—¿Y el dinero?
—Lo buscará, Rebus. Es lo que mejor hace.
—Sí que sé liar a la gente, cierto.
Se volvieron los dos y vieron a Gareth Tench en la puerta, con la luz a su espalda.
—Y no me asusto fácilmente, Cafferty; ni de ti ni de tus amigos.
Rebus iba a protestar, pero Tench prosiguió:
—Estoy limpiando la zona, así que puedo seguir con toda la ciudad. Si tus amigos de la policía no te expulsan, ya se encargará la comunidad.
Rebus advirtió a dos hombres fornidos detrás, en la puerta, a ambos lados de Tench.
—Vámonos —dijo a Cafferty.
Lo que menos le apetecía era mediar en una pelea de Cafferty.
De todos modos, tendría que hacerlo.
Agarró por el brazo a Cafferty, pero el gángster se zafó de él.
—Nunca pierdo una batalla —previno Cafferty a Tench—. Piénsalo antes de iniciarla.
—No necesito hacer nada —replicó Tench—. Tu pequeño imperio se está desmoronando. Ya es hora de que te des cuenta. ¿Te cuesta encontrar gorilas para los pubs? ¿No tienes inquilinos en esos pisos de mala muerte? ¿Te faltan conductores de taxi? —En su boca comenzó a dibujarse una sutil sonrisa—. Es tu ocaso, Cafferty. Despierta y encarga el ataúd.
Cafferty fue a dar un salto hacia Tench, pero Rebus lo asió en el preciso instante en que los dos guardaespaldas daban un paso al frente, y, de espaldas a la puerta, empujó al gángster hacia el Bentley.
—Sube y vámonos —le ordenó.
—¡Yo nunca perdí una batalla! —gritó Cafferty con el rostro congestionado, pero abrió de un tirón la puerta y se dejó caer en el asiento del volante.
Rebus dio la vuelta por delante del coche hacia el asiento del pasajero y miró a la puerta del local. Tench les despedía con una sonrisa diciendo adiós con la mano. Rebus quiso decir algo, aunque sólo fuera para que Tench supiera que él no era un hombre de Cafferty, pero el concejal dio media vuelta y en la entrada sólo quedaron sus adláteres.
—Voy a sacarle los putos ojos y hacérselos tragar como bolas de chicle —gruñó Cafferty, haciendo saltar motas de saliva sobre el parabrisas—. Y si quiere propuestas sólidas, yo mismo prepararé el cemento en bloque y le sacudiré con la pala en la cabeza. ¡Eso sí que será «mejora de la comunidad»!
Cafferty guardó silencio mientras maniobraba para salir del aparcamiento sin que se apaciguase su respiración hasta que, jadeante, finalmente se volvió hacia Rebus.
—Juro por Dios que cuando eche mano a ese gilipollas… —Sus nudillos blancos aferraban el volante.
—Pero si dices algo que pueda ser utilizado en tu contra ante un tribunal… —recitó Rebus.
—No habrá pruebas —replicó Cafferty con una carcajada—. Los forenses tendrán que recoger sus restos con pinzas.
—Pero si dices algo que… —repitió Rebus.
—La cosa empezó hace tres años —dijo Cafferty, tratando de calmar su agitada respiración—. Pedí licencia de máquinas de juego y de apertura de bares, incluso pensaba abrir un servicio de taxis en su territorio y dar trabajo a algunos parados, pero él hizo que el ayuntamiento me negara las licencias una y otra vez.
—O sea, que has dado por fin con alguien con redaños para plantarte cara.
Cafferty miró a Rebus.
—Creía que eso era obligación de usted —replicó.
—Es muy posible.
Finalmente Cafferty rompió el silencio que siguió.
—Necesito una copa —dijo pasándose la lengua por los labios y las comisuras de la boca con hilillos de saliva.
—Buena idea —dijo Rebus—. Beber para olvidar, como yo, seguramente.
Siguió observando a Cafferty durante el resto del trayecto hasta el centro sin intercambiar palabra. Aquel hombre había matado sin que se le pudiera imputar nada, quizá más veces de las que él sabía; había arrojado víctimas a los cerdos hambrientos de una granja de Borders y había arruinado incontables vidas, purgando cuatro condenas de cárcel. Era un violento desde sus años mozos, había hecho su aprendizaje de matón con la mafia londinense…
¿Por qué diablos sentía pena por él?
—Tengo en mi casa un malta de treinta y cinco años —le dijo Cafferty— y dulce de azúcar morena con mantequilla…
—Déjame en Marchmont —insistió Rebus.
—¿Y esa copa?
Rebus negó con la cabeza.
—¿No me aconsejabas que renunciase a la bebida? —replicó.
Cafferty lanzó un resoplido pero no dijo nada. En cualquier caso, Rebus notó que estaba deseando tomarse una copa con él, sentados el uno frente al otro, mientras llegaba la noche.
Pero Cafferty no insistió, porque habría sido como rogárselo. Y Cafferty no rogaba. Aún.
Rebus comprendió que lo que Cafferty temía era la pérdida de poder. El mismo temor acosa a tiranos y políticos, sean hampones o mandamases, el temor de que llegue el día en que nadie les haga caso, no se cumplan sus órdenes y, perdida la fama, tengan que enfrentarse a nuevos retos, nuevos rivales y depredadores. Cafferty tendría seguramente sus buenos millones, pero ni una flota entera de coches de lujo podía sustituir al postín y el respeto.
Edimburgo no era una ciudad grande, era fácil para un solo hombre ejercer el control en la mayor parte de la misma. ¿Tench o Cafferty? ¿Cafferty o Tench?
Rebus no pudo evitar plantearse si tendría que elegir.
Los mandamases.
Todos los del G-8, Pennen y Steelforth inclusive. Todos movidos por el ansia de poder. Era una cadena de mando que afectaba a todos los habitantes del planeta. Todavía reflexionaba Rebus al respecto mirando como se alejaba el Bentley cuando en aquel momento columbró una figura en la penumbra junto al portal de su casa. Apretó los puños y miró alrededor por si hubiera venido Jacko con sus colegas. Pero no fue Jacko quien salió a su encuentro, sino Hackman.
—Buenas noches —dijo.
—He estado a punto de darle un golpe —contestó Rebus relajando los hombros—. ¿Cómo diablos me ha encontrado?
—Cuestión de un par de llamadas. Aquí, la policía es muy servicial. Pero no le hacía yo viviendo en una calle así.
—¿Dónde se supone que tendría que vivir?
—En un gran piso rehabilitado —contestó Hackman.
—No me diga.
—Con una rubia que le prepare el desayuno los fines de semana.
—Así que, ¿sólo la veo los fines de semana? —replicó Rebus, sin poder evitar una sonrisa.
—No dispone de tiempo para nada más. Un polvo y vuelta al tajo diario.
—Lo tiene todo previsto. Pero eso no explica qué es lo que hace aquí a esta hora.
—Es que me he acordado de algún detalle sobre el caso de Trevor Guest.
—¿Y me lo va a contar a cambio de una copa? —aventuró Rebus.
Hackman asintió con la cabeza.
—Pero tiene que ser con un buen espectáculo.
—¿Con espectáculo?
—¡Nenas!
—No bromee…
Pero Rebus comprendió por la actitud de Hackman que no bromeaba en absoluto.
Tomaron un taxi en Marchmont Road y fueron a Bread Street. El taxista les dirigió una sonrisa solapada por el retrovisor: dos hombres maduros con unas cuantas copas en ruta hacia los locales de destape.
—Bien, cuente —dijo Rebus.
—¿El qué? —replicó Hackman.
—Esa información sobre Trevor Guest.
—Si se lo cuento ahora —replicó Hackman esgrimiendo un dedo— igual me deja colgado.
—¿Si le doy mi palabra de caballero…? —dijo Rebus.
Ya tenía bastante aquella noche y no estaba dispuesto a tragarse una ruta de tugurios de baile de barra en Lothian Road. Recibiría la información y dejaría a Hackman en la calle, indicándole adonde dirigirse.
—Mañana ya se van los hippies —dijo el inglés—. Marchan en autobuses a Gleneagles.
—¿Y usted?
—Yo haré lo que me manden —contestó Hackman encogiéndose de hombros.
—Pues yo le mando que me cuente lo que sabe de Guest.
—Bien, bien; siempre que me prometa que no se largará en cuanto pare el taxi.
—Por mi honor escocés.
Hackman se reclinó en el asiento.
—Trevor Guest tenía un genio muy vivo y se buscó muchos enemigos. Probó a marcharse a Londres, pero no le salió bien. Siempre le engañaba una puta u otra, y a partir de ahí comenzó a alimentar rencor contra el bello sexo. ¿Dice que acabó en una página de Internet?
—En Vigilancia de la Bestia.
—¿Tiene idea de quién envió sus datos?
—Un anónimo.
—Trevor era un ladrón de casas más que nada; un ladrón con mal genio, por eso fue a la cárcel.
—¿Y bien?
—¿Quién le hizo aparecer en Internet y por qué?
—¿Usted qué piensa?
Hackman volvió a encogerse de hombros y se agarró al pasamanos al tomar el taxi una curva cerrada.
—Otra cosa —añadió mirando si Rebus prestaba atención—. Cuando se fue a Londres corrió el rumor de que viajó con un alijo de droga, que, incluso, podría haber sido heroína.
—¿Era heroinómano?
—Usuario ocasional. No creo que se inyectase. Es decir, hasta la noche en que murió.
—¿Estafó a alguien?
—Podría ser. Escuche, ¿no será que hay una conexión que usted no detecta?
—¿Qué conexión sería esa?
—Esos malhechores de baja estofa abarcan a veces más de lo debido.
Rebus reflexionó un instante.
—La víctima de Edimburgo trabajaba para un gángster local.
—Pues ya está —dijo Hackman dando una palmada.
—Supongo que Eddie Isley habría… —dejó la frase en el aire, poco convencido.
El taxi se detuvo y el taxista les dijo que eran cinco libras. Rebus advirtió que estaban a la puerta de The Nook, uno de los bares de destape de cierta categoría de Edimburgo. Hackman bajó inmediatamente a pagar la carrera a través de la ventanilla del pasajero, indicio inequívoco de que era forastero, porque los de Edimburgo pagaban antes de apearse. Rebus consideró sus opciones: quedarse en el taxi o bajar y decirle a Hackman que se marchaba.
La portezuela seguía abierta y el inglés hacía gestos de impaciencia. Rebus se bajó del taxi en el momento en que se abría la puerta de The Nook y del interior surgía un hombre tambaleante con dos porteros a la zaga.
—¡Les digo que yo no la toqué! —protestó.
Era alto, bien vestido y de piel oscura. A Rebus, aquel traje azul le resultaba conocido.
—¡Mentira! —exclamó uno de los porteros señalando al cliente con el dedo.
—Ella quería robarme —protestó el hombre—. Intentó sacarme la cartera de la chaqueta, y al apartarle la mano comenzó a quejarse.
—¡Otra mentira! —espetó el mismo portero.
Hackman dio un codazo a Rebus en las costillas.
—Vaya locales conoce, John —dijo con aparente fruición.
El otro portero habló por el micrófono de la muñeca.
—Intentó quitarme la cartera —insistió el del traje.
—Entonces, ¿no le robó?
—Si la hubiese dejado, seguro que sí.
—¿Le robó? Hace un minuto perjuró que sí y que tenía testigos.
El portero volvió la cabeza hacia Rebus y Hackman y el cliente miró también hacia ellos y reconoció a Rebus.
—Amigo, ¿no ve usted en qué situación me encuentro?
—Más o menos —contestó Rebus.
El del traje le estrechó la mano.
—Nos conocimos en el hotel, ¿recuerda? En el estupendo almuerzo que nos brindó mi buen amigo Richard Pennen.
—No fue en el almuerzo —replicó Rebus—. Charlamos en el vestíbulo.
—Sí que tiene relaciones, John —comentó Hackman, conteniendo la risa y dando otro codazo a Rebus.
—Es una situación lamentable y grave —dijo el del traje—. Tenía sed y entré en lo que pensé que sería una especie de mesón…
Los porteros lanzaron un bufido.
—Sí, después de pagar la entrada —dijo el más furioso de los dos.
Incluso Hackman se echó a reír. Pero calló al ver que se abría de nuevo la puerta y quien salía era una mujer; una bailarina, en sujetador y tanga y zapatos de tacón alto. Llevaba un peinado alto y mucho maquillaje.
—Dice que le robé, ¿no? —vociferó.
Hackman miró como si estuviera en la mejor localidad de la pista.
—Nosotros lo solventaremos —dijo el portero malhumorado, mirando enfurecido a su compañero, que era quien obviamente había lanzado la acusación.
—¡Me debe cincuenta libras de los bailes! —gritó la mujer con la mano abierta, decidida a cobrar—. ¡Y empezó a meterme mano! No hay derecho.
En ese momento pasó un coche patrulla y los agentes miraron la escena. Rebus vio las luces de los frenos y se imaginó que iba a dar media vuelta.
—Soy diplomático —dijo el del traje— y gozo de inmunidad ante falsas alegaciones.
—Vaya, se ha tragado un diccionario —comentó Hackman riendo.
—Tengo inmunidad diplomática —repitió el hombre— en mi condición de miembro de la delegación de Kenia.
El coche patrulla se detuvo y se bajaron dos policías ajustándose la gorra.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó el conductor.
—Estamos acompañando a este caballero fuera del local —contestó el portero, ahora sin enojo.
—¡Me echaron a la fuerza! —protestó el keniano—. ¡Y casi me roban la cartera!
—Cálmese, señor. Vamos a ver… —El policía de uniforme se volvió hacia Rebus al advertir de reojo un movimiento.
Rebus le puso el carné delante de las narices.
—Hay que llevar a estos dos a la comisaría más cercana —dijo.
—No es para tanto… —intervino el portero.
—¿Quiere acompañarlos, amigo? —inquirió Rebus interrumpiéndole.
—¿A qué comisaría? —preguntó el uniformado.
Rebus le miró.
—¿A cuál pertenece usted?
—A la de Hull.
Rebus profirió un sonido de exasperación.
—Vamos a la de West End —dijo—. Está en Torphichen Place.
El uniformado asintió con la cabeza.
—Cerca de Haymarket, ¿no?
—Exacto —dijo Rebus.
—Tengo inmunidad diplomática —insistió el keniano.
Rebus se volvió hacia él.
—Se trata de un procedimiento imprescindible —dijo buscando palabras largas que contentaran al hombre.
—No querrá que vaya yo… —dijo la mujer señalando sus generosos pechos.
Rebus no osó mirar a Hackman por si se le caía la baba.
—Me temo que sí —dijo Rebus, haciendo un gesto al uniformado.
Cliente y bailarina fueron llevados al coche patrulla.
—Uno delante y otro atrás —dijo el conductor a su compañero.
La bailarina miró a Rebus al pasar junto a él.
—Un momento —dijo él quitándose la chaqueta y echándosela a la mujer por los hombros, y, volviéndose hacia Hackman, añadió—: Tengo que atender este asunto.
—Agradable asunto, ¿no? —comentó el inglés con mirada lasciva.
—No quiero que se produzca un incidente diplomático —replicó Rebus—. ¿Se las apañará solo?
—De maravilla —contestó Hackman, dándole una palmada en la espalda—. Seguro que estos amigos —añadió de modo que los porteros lo oyeran— no harán pagar entrada a un servidor de la ley.
—Un consejo, Stan —dijo Rebus.
—¿Cuál?
—Que no se le vaya la mano.
La sala del DIC estaba desierta y no había rastro de Reynolds Culo de Rata ni de Shug Davidson. Sería más fácil conseguir dos cuartos de interrogatorio y una pareja de uniformados que hicieran de canguros.
—Hombre, qué bien —dijo uno de los agentes.
Primero la bailarina. Rebus le llevó un vaso de plástico con té.
—Recuerdo incluso cómo lo tomas —dijo a la mujer.
Molly Clark estaba sentada con los brazos cruzados, cubierta como buenamente podía con la chaqueta de él. Movía los pies, nerviosa, con gesto crispado.
—Podría haber dejado que me cambiase —dijo dolida, sorbiendo por la nariz.
—¿Temes enfriarte? No te preocupes, dentro de cinco minutos te llevará un coche.
Ella dirigió hacia él su rostro con los ojos cargados de rímel y las mejillas de colorete.
—¿No me va a denunciar? —preguntó.
—¿Por qué? Nuestro amigo no querrá presentar denuncia, ya lo verás.
—Soy yo quien debería denunciarle a él.
—Lo que tú digas, Molly —dijo Rebus ofreciéndole un cigarrillo.
—Hay un letrero de «Se prohíbe fumar» —advirtió ella.
—Pues sí —replicó él encendiendo el suyo.
Ella dudó un instante.
—Bueno… —dijo cogiendo el cigarrillo e inclinándose sobre la mesa para que le diera fuego.
El perfume se le quedaría impregnado en la chaqueta durante semanas. Molly inhaló con fuerza y tragó el humo.
—Cuando fuimos el domingo a veros —dijo Rebus—, Eric no dijo cómo os conocisteis. Ahora creo que ya lo sé.
—Bravo —dijo ella mirando la punta al rojo del cigarrillo. Balanceaba levemente el cuerpo moviendo la pierna de arriba abajo.
—Entonces, ¿él sabe cómo te ganas la vida? —preguntó Rebus.
—¿Es eso asunto suyo?
—En realidad, no.
—Pues, entonces… —Volvió a aspirar con fuerza el cigarrillo como si fuera un nutriente. El humo barrió el rostro de Rebus—. Entre Eric y yo no hay secretos.
—Muy bien.
Finalmente, ella le miró a los ojos.
—Me estaba tocando. Y en cuanto a lo de la cartera… —añadió con un gesto de desdén—. Distinta cultura pero la misma mierda. Por eso Eric significa algo para mí —añadió más calmada.
Rebus asintió con la cabeza.
—Es tu amigo keniano el que tiene problemas; no tú —dijo.
—¿De veras? —inquirió ella con la misma gran sonrisa del domingo, y la inhóspita sala pareció iluminarse un instante.
—Eric tiene suerte.
—Tiene usted suerte —dijo Rebus al keniano.
Estaban en el cuarto de interrogatorios número 2, diez minutos después. De The Nook iban a enviar un coche —y algo de ropa— para Molly, que había prometido dejar la chaqueta de Rebus en el mostrador de recepción de la comisaría.
—Me llamo Joseph Kamweze y tengo inmunidad diplomática.
—En tal caso, no tendrá inconveniente en enseñarme su pasaporte, Joseph —dijo Rebus tendiendo la mano—. Si es diplomático, constará en el pasaporte.
—No lo llevo encima.
—¿Dónde se aloja?
—En el Balmoral.
—Vaya sorpresa. ¿Le paga la habitación Pennen Industries?
—El señor Richard Pennen es un buen amigo de mi país.
—¿Cómo es eso? —preguntó Rebus reclinándose en la silla.
—Por asuntos comerciales y de ayuda humanitaria.
—Montando microchips en piezas de armamento.
—No veo la relación.
—¿Qué está haciendo en Edimburgo, Joseph?
—Formo parte de la misión comercial de mi país.
—¿Y qué parte de su cometido le llevó esta noche a The Nook?
—Tenía sed, inspector.
—¿Y estaba un poco caliente?
—No veo muy bien qué trata de insinuar. Ya le he dicho que gozo de inmunidad.
—De lo cual me alegro por usted. ¿No conocerá a un político británico llamado Ben Webster?
Kamweze asintió con la cabeza.
—Le conocí en Nairobi, en la Alta Comisión.
—¿No le ha visto en este viaje?
—No tuve ocasión de poder hablar con él la noche en que perdió la vida.
—¿Estaba en el castillo? —inquirió Rebus mirándole.
—Efectivamente.
—¿Vio allí al señor Webster?
El keniano asintió con la cabeza.
—No consideré necesario hablar con él en esa ocasión ya que íbamos a vernos en el almuerzo de Prestonfield House —contestó Kamweze compungido—. Y después tuvo lugar esa tragedia.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Rebus tenso.
—Por favor, no me malinterprete. Lo que quiero decir es que ha sido una gran pérdida para la comunidad internacional.
—¿No vio lo que sucedió?
—Nadie. Quizá las cámaras contribuyan a explicarlo.
—¿Las cámaras de seguridad? —inquirió Rebus, dándose casi una palmada en la frente. Si el castillo era sede del ejército, naturalmente que tenía que haber videovigilancia.
—Nos llevaron en visita guiada al centro de control. Es de una tecnología impresionante. El terrorismo es cada vez una amenaza más grave, ¿no es cierto, inspector?
Rebus permaneció un instante en silencio.
—¿Qué dijeron los demás sobre el hecho? —preguntó al fin.
—No acabo de entender… —dijo Kamweze con el ceño fruncido.
—Las otras delegaciones, esa pequeña Liga de Naciones con la que estuvo en Prestonfield. ¿Oyó algún rumor respecto al señor Webster?
El keniano negó con la cabeza.
—Dígame una cosa, ¿se muestran todos tan complacidos como usted con Richard Pennen?
—Inspector, le repito que no creo… —Kamweze, sin acabar la frase, se puso en pie, derribando la silla—. Me gustaría marcharme —añadió.
—¿Tiene algo que ocultar, Joseph?
—Creo que me ha traído aquí con un falso pretexto.
—Podemos volver al primer motivo y hablar de esa delegación de un solo individuo de su país y sus andanzas por los bares de destape de Edimburgo —dijo Rebus inclinándose sobre la mesa y apoyando los brazos—. En esos locales hay también cámaras de seguridad, Joseph, y habrá quedado grabado.
—Gozo de inmunidad…
—No estoy insinuando nada, Joseph. Sólo pienso en la gente de su país. Supongo que tendrá familia en Nairobi… ¿Su padre, su madre, tal vez una esposa e hijos?
—¡Quiero marcharme! —exclamó Kamweze dando un puñetazo en la mesa.
—Tranquilo —dijo Rebus alzando las manos—. Se trata de una simple charla.
—¿Desea provocar un incidente diplomático, inspector?
—No lo sé —respondió Rebus pensativo—. ¿Y usted?
—¡Esto es indignante!
Dio otro puñetazo en la mesa y se dirigió a la puerta. Rebus no se lo impidió. Encendió un cigarrillo, puso las piernas sobre la mesa cruzándolas por los tobillos, se estiró hacia atrás y miró al techo. Naturalmente, Steelforth no había dicho nada de las cámaras de seguridad, y él sabía que le costaría lo suyo conseguir que le dejaran ver el metraje por tratarse de algo exclusivamente propiedad de la guarnición militar y fuera de su jurisdicción.
Lo que no le impediría plantearlo.
Al cabo de un minuto llamaron a la puerta y entró un uniformado.
—Nuestro amigo africano dice que quiere un taxi para volver al Balmoral.
—Dígale que un paseo a pie le vendrá bien —dijo Rebus—. Y coméntele que procure que no le entre sed otra vez.
—¿Cómo? —inquirió el agente desconcertado.
—Dígaselo tal cual.
—Sí, señor. Ah, otra cosa…
—¿Qué?
—Aquí no se puede fumar.
Rebus volvió la cabeza y miró fijamente al agente hasta que se marchó. Cuando hubo cerrado la puerta sacó el móvil del bolsillo del pantalón, marcó un número y esperó.
—¿Mairie? Tengo una información que a lo mejor te sirve —dijo.