14

Siobhan tuvo que parar por el camino en cinco controles, y, a pesar de mostrar su carné, un agente de seguridad le hizo abrir el maletero.

—Esa gente tiene toda clase de simpatizantes —comentó el agente.

—Y ahora tendrán uno más —musitó ella.

El llamado Campamento Horizonte de las afueras de Stirling, situado entre un campo de fútbol y un polígono industrial, le recordó a Siobhan aquellos campamentos improvisados ante la base aérea de Greenham Common que ella conocía de la década de los ochenta, cuando era joven y acudía a las protestas antinucleares. Este contaba no sólo con tiendas de campaña, sino con elaborados tipis y unas estructuras de mimbre que parecían iglús. Entre los árboles vio unos entoldados pintados con el arco iris y el símbolo de la paz; humeaban los fuegos de campamento y flotaba un intenso olor a hachís. Unas placas solares y un pequeño molino de viento generaban electricidad para unas hileras de bombillas de colores, en un remolque grande repartían recomendaciones legales y condones gratis, y en las octavillas caídas en tierra había información de todo tipo, desde el VIH hasta la deuda del tercer mundo.

Los ocupantes del campamento se distribuían en distintas tribus; el contingente antipobreza guardaba su distancia con los anarquistas radicales, de los que lo separaban a modo de frontera unas banderas rojas, y los viejos hippies formaban otro subgrupo en torno a una de las tiendas indias. En un fogón se guisaban unas habichuelas y un cartel improvisado anunciaba sesiones de reiki y medicina holística de cinco a ocho, con tarifas reducidas para parados y estudiantes.

Siobhan preguntó en la entrada a un vigilante por Santal, pero el hombre negó con la cabeza.

—Ni nombres, ni castigos —contestó mirándola de arriba abajo—. ¿Me permite una advertencia?

—¿Cuál?

—Que parece agente de policía camuflada.

—¿Es por el peto? —replicó Siobhan, siguiendo la mirada del vigilante.

El hombre volvió a negar con la cabeza.

—Por el pelo limpio.

Siobhan se lo revolvió con la mano sin obtener aprobación.

—¿Hay alguien más de la secreta?

—Seguro que sí —contestó él sonriente—. Pero a los que estén bien camuflados no es fácil reconocerles, ¿no le parece?

Aquel recinto era mucho mayor que el de Edimburgo y las tiendas estaban más juntas. Ya estaba oscureciendo y tuvo que andar con cuidado para no tropezar con las estacas y los vientos de las tiendas. Pasó dos veces junto a un joven barbudo dedicado a ofrecer a la gente «hierba relajante», y la tercera vez sus miradas se cruzaron.

—¿Se le ha perdido alguien? —preguntó él.

—Busco a una amiga que se llama Santal.

El joven negó con la cabeza.

—No se me quedan bien los nombres.

Ella le hizo una breve descripción y el joven volvió a negar con la cabeza.

—Si se sienta y se calma tal vez aparezca —añadió tendiéndole un porro ya liado—. Paga la casa.

—¿Sólo en el caso de nuevos clientes? —aventuró ella.

—Incluso las fuerzas de la ley y el orden necesitan un descanso al final de la jornada.

Siobhan se le quedó mirando.

—Estoy maravillada —dijo—. ¿Es por el pelo?

—Por ese bolso que la delata —replicó el barbudo—. Lo que se lleva es una mochila sucia. Con eso —añadió señalando la pieza incriminada— parece que venga del gimnasio.

—Gracias por el consejo. ¿No se le ocurrió que podría haberle detenido?

—Si quiere provocar disturbios, no se corte —replicó él encogiéndose de hombros.

—Sí, tal vez en otra ocasión —comentó ella con una sonrisa.

—¿Esa amiga suya no formará parte las fuerzas de vanguardia?

—Depende de a qué se refiera.

El joven hizo una pausa para encender el porro, inhaló profundamente y expulsó el humo mientras hablaba.

—Lógicamente, desde el amanecer montarán un bloqueo para impedir que nos acerquemos al hotel —le comentó ofreciéndole una calada, pero ella negó con la cabeza—. Si no lo prueba no puede saber si le gusta.

—Lo crea o no también yo fui una jovencita… Así que ¿la vanguardia va ya en camino?

—Provista de mapas. Sólo los montes Ochil se interponen a nuestra victoria.

—¿Y van a campo a través a oscuras?

Él se encogió de hombros y volvió a dar otra calada. Se acercó una joven.

—¿Qué quieres, costo? —preguntó él.

La transacción se efectuó en medio minuto: un paquetito de envoltorio arrugado a cambio de tres billetes de diez libras.

—Adiós —comentó la joven, quien, mientras se alejaba, añadió para Siobhan con una risita—: Buenas noches, agente.

El joven miró el peto de Siobhan.

—Sé aceptar el fracaso —dijo ella.

—Siga mi consejo; siéntese y tranquilícese. Y encontrará algo que no sabía que buscaba —añadió él atusándose la barba.

—Qué profundo… —comentó Siobhan en un tono que daba a entender totalmente lo contrario.

—Ya verá como sí —replicó él alejándose hacia la oscuridad.

Ella se dirigió a la valla y decidió llamar a Rebus. Como no contestaba, dejó un mensaje.

—Hola, soy yo. Estoy en Stirling pero sin rastro de Santal. Nos vemos mañana, pero llama si me necesitas.

Un grupo, todos ellos a ojos vista agotados pero muy animados, entró al recinto.

Siobhan cerró el móvil y se aproximó para oír qué decían en el momento en que otros acudían a su encuentro.

—Tienen radar detector de calor y perros.

—Y van armados hasta los dientes, tío.

—Usan helicópteros y reflectores.

—Si hubieran querido, nos matan.

—Pero nos persiguieron casi hasta el punto de partida.

A continuación todo fueron preguntas. ¿Se habían acercado demasiado? ¿Había algún fallo de seguridad? ¿Estuvieron cerca del perímetro? ¿Había quedado alguien rezagado?

—Nos dividimos en grupos.

—Sí, llevan metralletas.

—Iban en serio.

—Nos dividimos en diez grupos de tres para camuflarnos mejor.

—Utilizan tecnología punta.

Siguieron haciendo preguntas, mientras Siobhan efectuaba un recuento: eran quince; lo que quería decir que aún había otros quince por los montes. Aprovechó la algarabía para intervenir:

—¿Y Santal?

Uno de ellos negó con la cabeza.

—No la he vuelto a ver desde que nos separamos.

Otro, que llevaba una linterna frontal, desplegó un mapa para mostrar hasta dónde habían llegado y señaló la ruta con su dedo manchado de barro. Siobhan se acercó más.

—Es zona totalmente restringida.

—Pero habrá algún punto débil.

—Lo único a nuestro favor es la fuerza del número.

—Por la mañana seremos diez mil.

—¡Canutos de hierba para nuestros bravos soldados!

En cuanto el traficante comenzó a repartirlos, todo fueron risas en el grupo, prueba del alivio de la tensión. Cuando Siobhan se retiraba hacia la parte de atrás, la agarraron del brazo. Era la joven que había comprado droga al barbudo.

—La pasma más vale que se largue —dijo entre dientes.

—¿O qué? —replicó Siobhan mirándola enfurecida.

—O daré el cante —replicó la joven con sonrisa malévola.

Siobhan, sin replicar, se ajustó el bolso y se alejó del grupo, mientras la joven le decía adiós con la mano. En la puerta hacía guardia el mismo vigilante.

—¿Le sirvió el disfraz? —preguntó casi con sonrisa de satisfacción.

Siobhan siguió caminando hasta su coche haciendo inútiles esfuerzos por dar con una réplica adecuada.

Rebus se portó como un caballero y volvió a Gayfield Square con tallarines en lata y empanada de pollo.

—Cómo me cuida —comentó Ellen Wylie enchufando el hervidor.

—Y tienes preferencia para elegir: pollo con champiñones o tallarines con buey.

—Pollo —contestó ella mirando como abría los recipientes de plástico—. ¿Qué tal su incursión?

—Hablé con Hackman.

—¿Y qué?

—Él quería dar una vuelta por los burdeles.

—¡Puaj!

—Le dije que no contara conmigo, y lo poco que me explicó ya lo sabíamos.

—¿O lo podíamos haber imaginado? —aventuró ella acercándose para coger uno de los envases y leer la fecha de caducidad: 5 de julio—. Compra de rebajas —dijo.

—Sabía que te causaría impresión. Pero hay más cosas —dijo Rebus sacando del bolsillo una barrita Mars y tendiéndosela—. ¿Qué novedades tenemos sobre Edward Isley?

—Van a enviarnos también papeleo del Norte —contestó ella—, pero el inspector con quien hablé era un portento y me lo recitó casi todo de memoria.

—A ver si lo adivino: muchos enemigos, alguien que actúa por venganza, diversas perspectivas y nada nuevo de momento.

—Sí, más o menos —asintió Wylie—. Tengo la impresión de que hay cosas que no se han verificado.

—¿No hay nada que vincule a Fast Eddie con mister Guest?

Ella negó con la cabeza.

—Fueron a distintas cárceles y no hay indicios de que tuvieran amigos comunes. Isley no conocía Newcastle y Guest nunca estuvo en Carlisle ni por la M6.

—Y Cyril Colliar probablemente no conocía a los otros dos.

—Lo que nos vuelve a llevar a su respectiva aparición en Vigilancia de la Bestia —dijo Wylie.

Rebus echó agua a los tallarines, le tendió una cuchara y revolvieron ambos las raciones.

—¿Has hablado con alguien de Torphichen? —preguntó él.

—Y les conté que le faltaban manos.

—Lo que, a lo mejor, hizo pensar a Culo de Rata que te estaba ayudando a subir una escalera.

—Qué bien conoce a Reynolds —dijo ella con una sonrisa—. Por cierto, han llegado de Inverness unos archivos de fotos.

—Qué rápido —comentó él mientras ella enchufaba el ordenador; poco después aparecían en la pantalla unas fotos del tamaño de una uña, que amplió.

—Es como la de Auchterarder —comentó Rebus.

—El fotógrafo ha tomado algunos primeros planos —dijo Wylie, mostrándolos en la pantalla. Eran restos de tela hechos jirones, pero todos viejos—. ¿Qué cree? —preguntó.

—Nada que pueda interesarnos, ¿no?

—No —asintió ella cogiendo un teléfono que sonaba.

—Que suba —contestó, y colgó—. Un tal Mungo —añadió—. Dice que tiene cita.

—Otro que se invita —dijo Rebus, oliendo el envase que acababa de abrir—. No sé si le gustará este pollo.

A Mungo le encantaba y dio cuenta del ofrecimiento en dos bocados mientras Rebus y Wylie miraban las fotos.

—Ha hecho un trabajo rápido —dijo Rebus a modo de agradecimiento.

—¿De qué son estas fotos? —preguntó Wylie.

—De un banquete en el castillo el viernes por la noche —contestó Rebus.

—¿Del suicidio de Ben Webster?

Rebus asintió con la cabeza.

—Este es él —dijo dando unos golpecitos sobre uno de los rostros.

Mungo había cumplido lo prometido, trayendo, además de sus instantáneas en la entrada, copias de las fotos oficiales con muchos hombres bien vestidos y sonrientes, estrechando la mano de otros también muy bien vestidos y risueños. Rebus reconoció sólo a algunos: el secretario de Asuntos Exteriores, el de Defensa, Ben Webster y Richard Pennen.

—¿Cómo las consiguió? —preguntó Rebus.

—Las ponen a disposición de los medios de comunicación, es el tipo de publicidad que les encanta a los políticos.

—¿Sabe los nombres de todos ellos?

—De eso se encarga el ayudante de redacción —contestó el fotógrafo dando cuenta del último bocado—. Pero recogí todo lo que pude —añadió sacando de su bolsa unas hojas.

—Gracias —dijo Rebus, más interesado por las fotos del banquete—, probablemente ya las he visto.

—Pero yo no —dijo Wylie cogiéndolas.

—No sabía que Corbyn estuviera allí —comentó él pensativo.

—¿Quién es Corbyn? —preguntó Mungo.

—Nuestro querido jefe de la policía.

Mungo miró al que señalaba Rebus.

—Ese no se quedó mucho rato —dijo, pasando unas cuantas fotos—. Aquí le tiene, marchándose cuando yo ya estaba recogiendo.

—¿Cuánto tiempo estuvo desde el principio?

—Apenas media hora. Yo me rezagué por si llegaba alguien con retraso.

Richard Pennen no aparecía en las fotos oficiales, pero Mungo había tomado una instantánea suya en el coche, sorprendiéndole con la boca abierta.

—Aquí dice —terció Ellen Wylie— que Ben Webster intervino en las negociaciones para el alto el fuego en Sierra Leona. Y que estuvo en Irak, Afganistán y Timor Oriental.

—Sus buenos kilómetros ha hecho en avión —comentó Mungo.

—Sí que le gustaba la aventura —añadió ella, volviendo la página—. No sabía que su hermana fuera policía.

Rebus asintió con la cabeza.

—La conocí hace unos días. —Hizo una pausa—. Me parece que mañana es el funeral y tenía que llamarla…

Acto seguido reanudó el examen de las fotografías oficiales. Eran todas de pose y no había nada que llamase la atención: ni personajes hablando en segundo plano ni algún detalle que interesara a los poderosos ocultar al público. Era lo que Mungo había dicho: propaganda de relaciones públicas. Rebus cogió el teléfono y llamó a Mairie al móvil.

—¿Podrías pasarte por Gayfield? —preguntó.

La oía teclear ante el ordenador.

—Antes tengo que revisar esto.

—¿Dentro de media hora?

—Haré lo posible.

—Te espera una barrita de Mars.

Wylie adoptó gesto de ofendida. Rebus cortó la comunicación y vio que desenvolvía la chocolatina y le hincaba el diente.

—Adiós soborno —comentó.

—Le dejo las fotos —dio Mungo, sacudiéndose harina de los dedos—. Quédeselas, pero no son para publicar.

—Para nuestro uso exclusivo —asintió Rebus.

Desplegó las instantáneas de los diversos asientos traseros de coches, casi todas ellas borrosas por haber sido tomadas en vehículos que no se detenían ante los fotógrafos. Sin embargo, algunos mandatarios extranjeros sonreían, complacidos tal vez de que su presencia fuese noticia.

—¿Puede darle esto a Siobhan? —añadió Mungo tendiéndole un sobre grande. Rebus asintió con la cabeza y preguntó qué era—. Fotos de la manifestación de Princes Street. Tenía interés por una mujer que estaba junto a la multitud. He conseguido ampliarla un poco.

Rebus abrió el sobre. La joven de las trenzas sostenía la cámara pegada a la cara. ¿Santal se llamaba? Ah, sí, sándalo. Pensó si Siobhan habría verificado el nombre a través de Operación Sorbus; parecía concentrada en la filmación y su boca era una línea fina, firme. Una persona dedicada: tal vez profesional. En otras instantáneas aparecía con la cámara separada del cuerpo, mirando a derecha e izquierda, como alerta a algo, totalmente ajena a los escudos de los antidisturbios, sin preocuparse de los proyectiles; ni entusiasmada ni atemorizada.

Simplemente haciendo su trabajo.

—Yo se las entregaré —dijo Rebus a Mungo mientras el fotógrafo cerraba la bolsa—. Y gracias por estas. Le debo un favor.

Mungo asintió despacio con la cabeza.

—¿Tal vez una llamada si llega el primero a algún escenario de crimen? —dijo.

—No es frecuente, hijo —dijo Rebus—, pero lo tendré en cuenta.

Mungo les estrechó la mano y dio media vuelta hacia la salida mientras Wylie le seguía con la mirada.

—¿Va a tenerlo en cuenta de verdad? —preguntó en voz baja.

—Ellen, lo jodido es que mi memoria, últimamente, no es lo que era —replicó Rebus cogiendo los tallarines, que ya estaban fríos.

Mairie Henderson, según lo prometido, se presentó al cabo de media hora y puso mala cara al ver en la mesa el envoltorio de la chocolatina.

—No es culpa mía —dijo Rebus alzando las manos.

—He pensado que te gustaría ver esto —dijo ella desplegando la primera página de la edición del periódico del día siguiente—. Tuvimos suerte. Hoy no había artículos importantes.

LA POLICÍA INDAGA UN CRIMEN MISTERIOSO EN EL G-8. Lo acompañaban fotos de la Fuente Clootie y del hotel de Gleneagles. Rebus no se tomó la molestia de leer el texto.

—¿Qué le acaba de decir a Mungo? —terció Wylie en broma.

Rebus, sin hacer caso, se concentró en las fotos de los mandatarios.

—Mairie, ¿me los puedes nombrar? —preguntó.

Ella hizo una inspiración honda y comenzó a desgranar nombres de ministros de países tan distintos como Sudáfrica, China y México, la mayoría con la cartera de Comercio o Hacienda, y en los casos en que no estaba segura, hizo una llamada a los expertos de su periódico.

—Por tanto, cabe suponer que hablaron de comercio o ayuda financiera —dijo Rebus—. En cuyo caso, ¿qué hacía ahí Richard Pennen? ¿O, más aún, el ministro de Defensa?

—Las armas son también comercio —replicó Mairie.

—¿Y el jefe de la policía?

Ella se encogió de hombros.

—Probablemente fue una invitación de cortesía. Este de aquí —añadió dando unos golpecitos sobre una foto— es el señor Transgénicos. Le he visto en la tele discutiendo con los ecologistas.

—¿Vendemos transgénicos a México? —preguntó Rebus.

Mairie volvió a alzar los hombros.

—¿Tú crees que realmente ocultan algo?

—¿Por qué iban a hacerlo? —planteó Rebus como sorprendido.

—Porque pueden —apuntó Ellen Wylie.

—Estos caballeros no son tan tontos. Pennen no es el único hombre de negocios en el candelero —dijo Mairie señalando otras dos caras—. Banca y líneas aéreas —añadió.

—A los personajes importantes les sacaron del castillo a toda prisa en cuanto se descubrió el cadáver de Webster —dijo Rebus.

—Para mí que es el procedimiento habitual —comentó Mairie.

Rebus se dejó caer en la silla más próxima.

—Pennen no desea que removamos nada y Steelforth ha querido darme un escarmiento. ¿Qué os dice eso?

—Que cualquier cosa que se sepa es mala publicidad… cuando se comercia con ciertos gobiernos.

—Me gusta este hombre —comentó Wylie al concluir la lectura de las notas sobre Webster—. Siento que haya muerto. ¿Va a ir al funeral? —preguntó mirando a Rebus.

—Lo estoy pensando.

—¿Otra ocasión para tropezarte con Pennen y el Departamento Especial? —preguntó Mairie.

—Yo voy a dar el pésame —replicó Rebus— y a decirle a su hermana que no avanzamos nada —añadió cogiendo unos primeros planos de Mungo de las escenas del parque de Princes Street.

Mairie los miró también.

—Por lo que me han dicho, os pasasteis —comentó.

—Actuamos con firmeza —dijo Wylie picada.

—Eran unas cuantas docenas de exaltados contra centenares de antidisturbios.

—¿Y quién les da el oxígeno de la publicidad? —replicó Wylie dispuesta a enzarzarse.

—Vosotros con las porras —replicó Mairie—. Si no hubiese nada de que informar, no informaríamos.

—Ya, pero yo me refiero al modo de tergiversarlo… —Wylie advirtió que Rebus ya no escuchaba y miraba una foto con los ojos entornados—. ¿John? —Como no contestó, le dio un codazo—. ¿No me echa una mano?

—Ellen, estoy seguro de que sabes defenderte tú sola.

—¿Qué sucede? —preguntó Mairie mirando la foto por encima de él—. Se diría que has visto un fantasma.

—En cierto modo sí —contestó Rebus. Cogió el teléfono, pero cambió de idea y volvió a colgarlo—. Bueno, después de todo —añadió—, mañana será otro día.

—«Otro» no, John —dijo Mairie—. Mañana todo habrá acabado.

—Y aquí esperamos que Londres no obtenga la sede olímpica —añadió Wylie—. No se hablará de otra cosa hasta el día del juicio.

Rebus se puso en pie sin abandonar su aire pensativo.

—La hora de la cerveza —comentó—. Pago yo la ronda.

—Pensaba que ibas a escaquearte —dijo Mairie con un suspiro.

Wylie recogía la chaqueta y el bolso y él iba camino de la puerta.

—¿No dejas aquí eso? —dijo Mairie, señalando con la barbilla la foto que Rebus sostenía aún en la mano.

Él bajó la vista, la dobló y se la guardó en el bolsillo. Se palpó los otros bolsillos y puso la mano en el hombro de la periodista.

—Da la casualidad de que no llevo… ¿Podrías hacerme un préstamo?

A última hora de la tarde Mairie regresó a su casa de Murrayfield. Era propietaria de los dos pisos de la última planta de una casa victoriana y compartía la hipoteca con su novio Allan. Pero Allan era operador de cámara de televisión y se veían muy poco. Aquella semana había sido de órdago. Mairie tenía dedicado a despacho uno de los dormitorios de invitados y a él se dirigió, tirando la chaqueta sobre el respaldo de una silla. En la mesa de centro no cabía ya ni una taza, cubierta como estaba de montones de noticias impresas; sus archivos de recortes ocupaban una pared entera y sus pocos y preciados premios periodísticos los tenía enmarcados encima del ordenador. Se sentó frente al escritorio y se preguntó por qué se sentía tan a gusto en aquel cuarto lleno de cosas y mal ventilado. Tenía una espaciosa cocina, pero allí pasaba poco tiempo, y el cuarto de estar lo había invadido Allan con su cine particular y el equipo de música, pero aquel cuarto —su oficina— era exclusivamente suyo. Miró las estanterías de casetes de las entrevistas que había realizado y que tantas vidas guardaban. La de Cafferty había requerido más de cuarenta horas de conversaciones y las transcripciones llenaban mil páginas. El libro era una meticulosa compilación y sabía que se merecía una puta medalla. Pero no se la habían dado. Que el libro se vendiera a carretadas no había servido para aligerar la hipoteca y era Cafferty quien aparecía en las tertulias de televisión, quien firmaba ejemplares y se personaba en festivales y en fiestas de famosos en Londres. En la tercera edición incluso habían cambiado la sobrecubierta, el nombre de él con letras más grandes y el suyo con letras más pequeñas.

Qué descaro.

Y ahora, cuando se veían, él no dejaba de tomarle el pelo pidiéndole una continuación, insinuando que entonces sí que sacaría una «buena tajada», porque sabía de sobra que ella no iba a dejarse engañar de nuevo. ¿Cómo era el viejo proverbio? Vergüenza para ti si me engañas una vez, vergüenza para mí si me engañas dos veces. Cabrón.

Comprobó los mensajes de correo electrónico, pensando en la copa que había tomado con Rebus. Seguía enfadada con él porque no se había prestado a una entrevista para el libro de Cafferty, porque, a falta de su participación, muchos acontecimientos e incidentes se basaban exclusivamente en la versión de Cafferty. Pues sí; seguía enfadada con Rebus.

Enfadada porque sabía que tenía toda la razón para negarse.

Sus colegas pensaban que había ganado una fortuna con el libro, y algunos habían dejado de hablarle y de contestar a sus llamadas. Era en parte envidia, evidentemente, pero también porque pensaban que no tenían nada que ofrecerle. Agotadas sus fuentes, se vio obligada a cubrir noticias de lo que fuera, a redactar historias sobre concejales y asistentes sociales; artículos de contenido humano con muy poco interés. A los jefes de redacción les extrañaba que necesitase trabajo.

«Pensábamos que habías hecho mucho dinero con Cafferty».

Naturalmente, no podía decir la verdad, y mentía diciendo que lo hacía por no perder el ritmo.

«Mucho dinero…»

Los pocos ejemplares que le quedaban del libro de Cafferty los tenía allí apilados bajo la mesita de centro. Ya no regalaba ninguno a su familia ni a sus amistades. Dejó de hacerlo después del comentario guasón que soltó Cafferty en una tertulia televisiva, que hizo mucha gracia al público pero que a ella la humilló todavía más. Pero aun ofuscada con Cafferty no dejaba de pensar en Richard Pennen, con su aspecto impecable, estrechando manos en Prestonfield House y mimado por aduladores. Rebus tenía razón en cuanto al banquete en el castillo. No era tanto el hecho de que aquel traficante de armas estuviera entre los comensales, sino que nadie lo hubiera advertido. Pennen declaró que cualquier obsequio que hubiera recibido Ben Webster figuraría en su declaración de patrimonio. Ella lo había investigado y, al parecer, el diputado era íntegro, lo que le sorprendía es que Pennen, sabiéndolo de antemano, la indujera a comprobarlo. ¿Por qué? ¿Porque sabía que no iba a descubrir nada? ¿O para manchar la memoria del difunto?

«Me gusta este hombre», había comentado Ellen Wylie. Sí, y tras unos minutos de charla con quienes tenían acceso al parlamento de Westminster, a ella también había comenzado a gustarle. Lo cual le hacía desconfiar aún más de Richard Pennen. Cogió un vaso de agua del grifo de la cocina y volvió a sentarse ante el ordenador.

Decidió empezar desde cero y tecleó el nombre de Richard Pennen en el primero de sus numerosos buscadores.