13

Siobhan no se conformaba con un no.

—Yo creo que tal vez deberíamos hacerle caso esta vez —dijo Teddy Clarke a su esposa.

La madre de Siobhan tenía un ojo tapado con gasa, el otro, hinchado, y en un lado de la nariz se apreciaba un corte. Embotada por los analgésicos, se limitó a asentir con la cabeza a lo que decía su marido.

—¿Y la ropa? —preguntó el señor Clarke al subir al taxi.

—Podéis ir más tarde al campamento y recoger lo que necesitéis —contestó Siobhan.

—Tenemos el billete de bus para mañana —añadió él pensativo.

Siobhan dio al taxista la dirección de su piso. Su padre se refería a uno de los autobuses de protesta que se dirigirían al G-8. Su esposa dijo algo que él no entendió y se inclinó hacia ella cogiéndole la mano para que se lo repitiera.

—Iremos. El médico ha dicho que no hay problema —añadió la madre para que Siobhan lo oyera.

Él no parecía muy decidido.

—Podéis decidirlo por la mañana —replicó ella—. Pensemos en lo que hay que hacer hoy, ¿de acuerdo?

—Ya te dije que había cambiado —dijo Teddy Clarke sonriendo a su mujer.

Cuando llegaron a casa, Siobhan impidió con un gesto que su padre pagara el taxi; lo hizo ella y subió delante para echar un vistazo al cuarto de estar y al dormitorio. No había bragas por el suelo ni botellas vacías de Smirnoff.

—Pasad —dijo—. Voy a enchufar el hervidor. Poneos cómodos.

—Debe de hacer diez años desde que estuvimos aquí la última vez —comentó su padre dando unos pasos por el cuarto de estar.

—Sin vuestra ayuda no habría podido comprarlo —dijo Siobhan desde la cocina.

Su madre estaría buscando indicios de que viviera allí algún hombre. El propósito de su ayuda había sido contribuir a que se «asentase», ese gran eufemismo. Novio fijo, casarse y tener hijos. Unos planes que ella nunca se había decidido a emprender. Sacó la tetera y las tazas y su padre se levantó a ayudar.

—Sirve tú —dijo ella—. Voy a buscar algo al dormitorio.

Fue al armario, sacó la bolsa de viaje y abrió cajones pensando en lo que iba a llevar. Con un poco de suerte no lo necesitaría, pero era mejor prevenir. Una muda, cepillo de dientes y champú. Rebuscó en el fondo de un par de cajones y cogió las prendas peores, las más arrugadas. Unos pantalones de peto con los que había estado pintando el pasillo, un bolso de bandolera sujeto por un imperdible y una camisa de estopilla que se había dejado un ligue de tres noches.

—No queremos echarte —dijo su padre desde el umbral de la puerta tendiéndole una taza.

—Es un viaje que tengo que hacer y no tiene nada que ver con vosotros. Seguramente no volveré hasta mañana.

—A lo mejor, cuando vuelvas, ya nos hemos ido a Gleneagles.

—Nos veremos allí —dijo ella con un guiño—. Estaréis bien aquí, ¿no? Hay muchas tiendas y restaurantes. Os dejaré una llave.

—Estupendo. —Hizo una pausa—. El viaje, ¿tiene algo que ver con lo que le ocurrió a tu madre?

—Tal vez.

—Es que he estado pensando…

—¿Qué? —le interrumpió ella alzando la vista de la bolsa.

—Siobhan, tú eres policía, y si sigues adelante con esto es posible que te busques enemistades.

—No se trata de un concurso de simpatía, papá.

—De todos modos…

Siobhan cerró la cremallera de la bolsa, la puso en la cama y cogió la taza.

—Sólo quiero que reconozca que obró mal —dijo dando un sorbo al té tibio.

—¿Tú crees que lo conseguirás?

—Puede que sí —respondió ella encogiéndose de hombros.

Su padre se sentó en una esquina de la cama.

—Tu madre está decidida a ir a Gleneagles, ¿sabes?

Siobhan asintió con la cabeza.

—Os llevaré al campamento en coche y traéis aquí las cosas. —Se puso en cuclillas delante de su padre y le apretó la rodilla con la mano libre—. ¿Seguro que os quedáis a gusto?

—Perfectamente. ¿Y tú?

—No te preocupes por mí, papá. Estaré rodeada de policías, ¿o no lo has visto?

—Sí, creo que lo advertí en Princes Street —respondió él poniendo su mano sobre la de ella—. De todos modos, ve con cuidado.

Ella sonrió, se incorporó, vio que su madre miraba desde el pasillo y le sonrió también.

Rebus había estado ya en aquella cantina. Durante el curso estaba llena de estudiantes, muchos en el primer año universitario, con cara recelosa y algunos realmente asustados. Hacía unos años había detenido a uno de segundo curso que traficaba con drogas a la hora del desayuno.

Llevaban portátiles e iPods, por lo que, pese a su número, en el local casi no había ruido aparte del gorjeo de los móviles.

Pero aquel día lo llenaba el estridente ruido de las conversaciones. Rebus sintió en la atmósfera un restallar de testosterona. Había dos mesas juntas como improvisado mostrador donde se servía cerveza francesa. Ajenos a los rótulos de «Se prohíbe fumar», los agentes uniformados se palmeaban la espalda y «chocaban esos cinco» al estilo americano con mayor o menor fortuna, desprovistos ya de los chalecos protectores, que habían dejado en fila contra la pared. Las camareras servían platos de comida frita, con el rostro arrebolado por el ajetreo y los piropos de los agentes forasteros. Rebus escrutó entre la concurrencia en busca de algún indicio o insignia de Newcastle. En la entrada le habían remitido a una construcción de estilo regional escocés donde una funcionaría le informó del número de habitación de Hackman, pero como al llamar a la puerta no respondieron, fue a la cantina a sugerencia de la mujer.

—Claro que puede que esté aún «en campo de acción» —le advirtió ella, recreándose en la oportunidad de emplear aquel término.

—Recibido y entendido —replicó Rebus para animarle el día.

En la cantina no se oía un solo acento escocés y Rebus sólo veía uniformes de la policía metropolitana y transportes de Londres, Gales del Sur y Yorkshire; decidió tomar una taza de té y, al decirle que era gratis, pidió un bocadillo de salchicha y una barrita de Mars. Fue a una mesa, preguntó si podía sentarse y le hicieron sitio.

—¿Es de la criminal? —inquirió uno de rostro enrojecido y pelo apelmazado por el sudor.

Rebus asintió con la cabeza, consciente de que era el único que llevaba corbata. Había algunas mujeres de uniforme sentadas en grupo, ajenas a los comentarios a cuenta de ellas.

—Estoy buscando a un compañero —dijo sin darle importancia—, el sargento Hackman.

—¿Usted es de Edimburgo? —preguntó otro agente uniformado al notar el acento de Rebus—. Es una ciudad preciosa. Lástima que la hayamos puesto patas arriba. —Sus compañeros secundaron la carcajada—. No, yo no conozco a ningún Hackman.

—Es de Newcastle —añadió Rebus.

—Esos de ahí son de Newcastle —dijo el agente señalando a una mesa cerca de la ventana.

—Son de Liverpool —terció el que estaba a su lado.

—Para mí, tanto da.

Nuevas carcajadas.

—¿De dónde sois vosotros? —preguntó Rebus.

—De Nottingham —contestó el primero—. Los de Robin Hood. La comida es una mierda, ¿verdad? —añadió señalando con la barbilla el panecillo a medio comer de Rebus.

—La he conocido peor. Al menos es gratis.

—Cómo se nota que es escocés —comentó el agente riendo de nuevo—. Siento que no podamos ayudarle a encontrar a su amigo.

Rebus se encogió de hombros.

—¿Estuvisteis ayer en Princes Street? —preguntó como queriendo dar conversación.

—Medio puto día.

—Unas buenas horas extraordinarias —añadió otro agente.

—Hace unos años tuvimos una situación igual —dijo Rebus—. Una reunión de dirigentes de gobiernos de la Commonwealth. El Gocom, como decíamos nosotros. Aquella semana hubo quienes rescataron una buena porción de la hipoteca.

—Mis horas son para unas vacaciones —dijo el agente—. La mujer quiere ir a Barcelona.

—Y mientras la tienes allí —terció el que estaba a su lado—, ¿adónde vas a llevar a la novia?

Más risotadas y codazos.

—Ayer sí que os ganasteis el jornal —comentó Rebus para volver al tema.

—Sí, algunos —comentó el agente—, pero la mayoría estuvimos sentados en el autobús esperando por si había que intervenir.

Su compañero asintió con la cabeza.

—A pesar de cuanto nos habían dicho, fue como un paseo por el parque —dijo.

—Pues según las fotos de los periódicos de hoy, algunos sí que hicieron sangre.

—Probablemente los de Londres, que se entrenan contra los forofos del Millwall; así que no fue nada de particular.

—Por cierto ¿no conocéis a un tal Jacko, que, según creo, es de la metropolitana?

Todos negaron con la cabeza. Rebus pensó que no iba a sacar nada más en limpio, por lo que, guardándose la barrita de Mars en el bolsillo, se puso en pie, se despidió de ellos y salió a dar una vuelta. Afuera había muchos agentes de uniforme deambulando, y pensó que de no haber amenazado lluvia estarían tumbados en el césped. No oyó ni un solo acento parecido al de Newcastle ni nada sobre una paliza a un pacífico manifestante. Llamó al número de móvil de Hackman y seguía desconectado. Casi decidido a marcharse ya, optó por probar de nuevo en la puerta de la habitación. La puerta se abrió hacia adentro.

—¿Sargento Hackman?

—¿Quién demonios pregunta?

—Soy el inspector Rebus —contestó, carné en mano—. ¿Podemos hablar?

—Aquí no, que no caben cuatro gatos. Y tampoco vendría mal algo más de desinfección. Un momento.

Mientras Hackman revolvía en la habitación Rebus hizo un somero inventario ocular: ropa por todas partes, cajetillas vacías, revistas de tías, una minicadena y una lata de sidra junto a la cama en el suelo. Del televisor llegaba el sonido de una carrera de caballos. Hackman cogió un teléfono y el encendedor y se palpó los bolsillos buscando la llave.

—Hablamos fuera, ¿no? —añadió ya en el pasillo encabezando la marcha sin tener en cuenta a Rebus.

Era fornido, tenía un cuello grueso y llevaba el pelo muy corto. Tendría poco más de treinta, cara picada de viruelas y nariz torcida de un golpe. Vestía una camiseta gastada, que dejaba ver por detrás la cinturilla de los calzoncillos, unos vaqueros y zapatillas de deporte.

—¿Viene de estar de servicio? —preguntó Rebus.

—Acabo de llegar.

—¿Camuflado?

Hackman asintió con la cabeza.

—Peatón anónimo —dijo.

—¿Ha tenido problemas de caracterización?

Hackman torció el gesto.

—¿Usted es policía de Edimburgo?

—Exacto.

—No me vendrían mal algunas indicaciones. Aquí, los bares de destape están en Lothian Road, ¿no es eso? —añadió Hackman volviéndose a mirar a Rebus.

—En Lothian Road y alrededores.

—¿En cuál me recomienda gastar el producto de mis sudores?

—No soy un experto.

Hackman le miró de arriba abajo.

—¿Seguro? —preguntó.

Una vez fuera, ofreció un cigarrillo a Rebus, que él aceptó encantado, y le dio fuego.

—En Leith también hay muchas casas de putas, ¿verdad?

—Sí.

—¿Aquí están legalizadas?

—Se hace la vista gorda mientras no trabajen en la calle. —Rebus hizo una pausa e inspiró—. Me alegra ver que acompaña el deber con el esparcimiento.

Hackman lanzó una risotada.

—La verdad es que en Newcastle hay mujeres más guapas, vaya si las hay.

—Pero su acento no es de allí.

—Me crie cerca de Brighton y llevo viviendo en el nordeste ocho años.

—¿Vio jaleo ayer? —preguntó Rebus, fingiendo abstraerse en la panorámica, con el Arthur’s Seat al fondo alzándose hacia el cielo.

—¿Tengo que presentarle un informe?

—Era una simple pregunta.

Hackman entornó los ojos.

—¿Qué es lo que desea, inspector Rebus?

—Usted trabajó en el homicidio de Trevor Guest.

—Hace meses, y desde entonces han pasado muchos casos por mi bandeja de entrada.

—Es el de Guest el que me interesa. Sus pantalones han aparecido cerca de Gleneagles, con una tarjeta bancada en el bolsillo.

Hackman le miró.

—No tenía pantalones cuando le encontramos.

—Ahora ya sabe por qué: el asesino recoge trofeos.

—¿Cuántos? —replicó Hackman, al quite.

—De momento hay tres víctimas. Dos semanas después de Guest, volvió a matar. Idéntico modus operandi y un pequeño recuerdo abandonado en el mismo lugar.

—Hostia —exclamó Hackman aspirando con fuerza el cigarrillo—. Nosotros cerramos el caso porque… Bueno, porque la gente de los bajos fondos como Guest se buscan muchos enemigos. Y además era drogadicto; prueba de ello, la heroína.

—¿Y el caso quedó debajo en su bandeja de entrada? —añadió Rebus, y el otro se encogió de hombros—. ¿Encontraron alguna pista?

—Interrogamos a los que dijeron que le conocían e indagamos lo que hizo la última noche de su vida, pero no llegamos a conclusiones firmes. Puedo enviarle todo el papeleo.

—Ya lo tengo.

—Guest murió hace dos meses. ¿Dice que volvió a matar quince días después? Rebus asintió con la cabeza.

—¿Y la tercera víctima?

—Murió hace tres meses.

Hackman reflexionó un instante.

—Doce semanas, ocho y seis. Lo que cabe esperar del asesino es que acelere porque le ha tomado gusto al crimen. Bien, ¿y qué ha sucedido entre tanto? ¿Seis semanas sin matar?

—No parece probable —respondió Rebus.

Hackman le miró.

—Ya ha sopesado lo que acabo de decirle, ¿no es cierto?

—Me gusta su forma de razonar.

Hackman se rascó la entrepierna.

—Todo lo que he razonado estos últimos días es un asco, y ahora me viene usted con esto.

—Lo siento —dijo Rebus tirando la colilla—. Sólo quería saber si podía decirme algo sobre Trevor Guest que le hubiera llamado la atención.

—Por una cerveza fría, mi cerebro será una ostra para usted.

El problema de las ostras, pensó Rebus mientras se dirigían a la cantina, era que había más probabilidades de encontrar arenilla que una perla.

Había disminuido el barullo y encontraron mesa, no sin que antes Hackman se esforzara en presentarse a las uniformadas estrechándoles cortésmente la mano.

—Salud —dijo alzando la botella al volver a la mesa donde esperaba Rebus, al tiempo que se sentaba juntando las manos y frotándoselas.

Rebus repitió el nombre de Trevor Guest.

Hackman despachó media cerveza de un trago.

—Ya le digo, bajos fondos, diversas condenas, robo con allanamiento de morada, venta de objetos robados, algún que otro delito de poca monta y lesiones físicas. Estuvo viviendo aquí hace años y luego no volvió a reincidir, por lo que a nosotros nos consta.

—Cuando dice «aquí», ¿se refiere a Edimburgo?

Hackman lanzó un eructo.

—Más conocida por Escotilandia. No se ofenda.

—No me ofendo —mintió Rebus—. Me pregunto si de algún modo podría haber conocido a la tercera víctima, un gorila de discoteca llamado Cyril Colliar que salió de la cárcel hace tres meses.

—No me suena el nombre. ¿Toma otra?

—Las traigo yo —dijo Rebus casi ya de pie, pero Hackman se lo impidió con un gesto.

Rebus le vio acercarse primero a la mesa de las mujeres a decir si querían tomar algo y una de ellas se echó a reír, detalle que seguramente Hackman se apuntaría como un triunfo. Volvió a la mesa con cuatro botellas.

—No valen nada —comentó empujando dos botellas hacia Rebus—. Además, en algo hay que gastar las ganancias, ¿no?

—Ya he visto que nadie paga alojamiento ni comida.

—Pagan los contribuyentes locales —replicó Hackman abriendo mucho los ojos—. Usted, supongo. Así que muchas gracias —añadió brindando hacia Rebus con una de las nuevas botellas—. ¿No estará libre esta noche para hacer de cicerone?

—Lo siento —respondió Rebus negando con la cabeza.

—Yo invito; tentador para un escocés.

—De todos modos, se lo agradezco.

—Como quiera —añadió Hackman encogiéndose de hombros—. ¿Tiene alguna pista… de ese asesino que busca?

—Que sus víctimas son basura. Tal vez las seleccione de un portal de Internet de apoyo a víctimas.

—Uno que hace la guerra por su cuenta, ¿eh? Eso quiere decir que le mueve un rencor por algo.

—Esa es la hipótesis.

—El móvil con la primera víctima sería necesidad de dinero. Y en ese caso habría matado una vez y punto. Pero le ha cogido gusto.

Rebus asintió despacio con la cabeza; era su misma conclusión. Fast Eddie Isley, agresor de prostitutas. El asesino de Isley, quizás un proxeneta o un novio, le siguió la pista a través de Vigilancia de la Bestia y luego debió de pensar: «¿Por qué uno sólo?».

—¿Tantas ganas tiene de dar con ese tipo? —preguntó Hackman—. A mí me retendría el hecho de que es como si estuviera de nuestro lado.

—¿No considera que la gente pueda cambiar? Esas tres víctimas habían purgado cárcel y no habían vuelto a delinquir.

—Eso a que se refiere es redención —replicó Hackman fingiendo lanzar un escupitajo—. Pero yo nunca he aguantado esas monsergas religiosas. —Hizo una pausa—. ¿De qué se ríe?

—Porque es una frase de una canción de Pink Floyd.

—¿Ah, sí? Tampoco los he aguantado nunca. Prefiero un poco de Tamla o de Stax para seducir a las tías. Ese Trevor era un tanto mujeriego.

—¿Trevor Guest?

—Le gustaban más bien jovencitas, a juzgar por las novias que descubrimos —dijo Hackman torciendo el gesto—. La verdad, si hubieran sido un poco más jóvenes, en vez de en una comisaría habríamos ido a hacer el interrogatorio a guarderías —añadió tan complacido por su gracia que le costó deglutir el trago de cerveza—. A mí me gustan algo más maduras —espetó finalmente relamiéndose los labios, como pensativo—. Aquí los periódicos anuncian muchas azafatas como «maduras». ¿A qué edad cree que se refieren? No me gusta el estilo geriátrico.

—Guest agredió a una canguro, ¿no es cierto? —preguntó Rebus.

—Entró en una casa a robar y se la encontró en el sofá. Por lo que yo recuerdo, él sólo quiso que le hiciera una felación, pero ella comenzó a gritar y él se largó —añadió, encogiéndose de hombros.

La silla chirrió sobre el suelo al levantarse Rebus.

—Tengo que irme —dijo.

—Acábese la cerveza.

—Tengo que conducir.

—Si no me equivoco, esta semana podrían pasarle por alto algún pecadillo. Bueno, de todos modos, no va a perderse; eso sí que no —dijo Hackman acercándose la botella de cerveza—. ¿Le apetece una pinta más tarde? Necesito un sherpa que me guíe.

Rebus siguió andando sin hacer caso. Fuera, al fresco, miró de refilón a través de los cristales y vio que Hackman se acercaba a la mesa de las mujeres improvisando unos pasitos de baile.