El Sandy Bell’s llevaba abierto sólo diez minutos, pero en la barra ya había un par de clientes habituales.
—Media de la mejor —dijo Mungo al preguntarle qué tomaba. Siobhan quería zumo de naranja. Rebus, por su parte, optó por una pinta de cerveza.
Se acomodaron a una mesa. El interior estrecho y oscuro olía a abrillantador de metales y a lejía. Siobhan explicó a Mungo lo que quería y él abrió el estuche de la cámara y sacó una cajita blanca.
—¿Es un iPod? —preguntó Siobhan.
—Es muy útil para almacenar fotos —dijo Mungo, mostrándole cómo funcionaba y disculpándose por no haber cubierto toda la jornada.
—¿Cuántas fotos guarda aquí? —preguntó Rebus, mientras Siobhan le mostraba la pequeña pantalla dándole a la ruedecilla para pasar hacia delante y hacia atrás las imágenes.
—Unas doscientas —contestó Mungo—. He eliminado las que no valen.
—¿Puedo mirarlas ahora? —preguntó Siobhan.
Mungo se encogió de hombros, y Rebus le ofreció el paquete de cigarrillos.
—En realidad, soy alérgico —comentó el fotógrafo a guisa de advertencia.
Rebus fue a ceder a su adicción al otro extremo del bar junto al cristal. Mientras miraba a Forrest Road vio al concejal Tench camino de los Meadows hablando animadamente con el joven que acababa de salir de los juzgados; dio a su seguidor una palmadita en la espalda. A Mairie no se la veía por ninguna parte. Terminó el pitillo y volvió a la mesa. Siobhan dio vuelta al iPod y le enseñó la pantalla.
—Esa es mi madre —dijo.
Rebus cogió el aparato y miró de cerca.
—¿La de la segunda fila?
Siobhan asintió nerviosamente con la cabeza.
—Da la impresión de que intenta alejarse.
—Exacto.
—¿Sería antes de que la golpearan? —añadió Rebus escrutando las caras de detrás de los escudos; policías con la visera calada y dientes apretados.
—Creo que ese momento no lo capté —comentó Mungo.
—Desde luego, se ve que intenta retroceder y salir de la multitud —insistió Siobhan—. Quería apartarse.
—¿Y por qué le dieron un golpe en la cabeza? —inquirió Rebus.
—Lo que suele suceder —terció Mungo vocalizando despacio— es que los provocadores se lanzan contra la policía, luego retroceden, y lo más probable es que quienes quedan en primera fila sufran las consecuencias. Luego, en la redacción del periódico, eligen esas fotos.
Rebus apartó un poco la pantalla.
—La verdad, no reconozco a ningún agente —dijo.
—No se les ven la cara ni las insignias —puntualizó Siobhan—. Son todos perfectamente anónimos. Ni siquiera se sabe de dónde son. Algunos llevan la marca XS en la visera. ¿Será un código?
Rebus se encogió de hombros. Recordó que Jacko y sus compañeros tampoco llevaban insignias.
Siobhan recordó algo de pronto y miró de reojo su reloj.
—Tengo que llamar al hospital —dijo, al tiempo que se levantaba.
—¿Toma otra? —preguntó Rebus señalando el vaso de Mungo. El fotógrafo negó con la cabeza—. ¿Qué más eventos ha cubierto esta semana? —añadió.
—Un poco de todo —respondió Mungo con un resoplido.
—¿Y ha hecho fotos a los capitostes?
—Cuando he podido.
—¿Estuvo trabajando el viernes por la noche?
—Pues, sí.
—¿En el banquete del castillo?
Mungo asintió con la cabeza.
—El jefe de redacción quería una foto del secretario de Asuntos Exteriores. Las que yo tomé tenían poca luz. Lógico, cuando trabajas con flash y tienes un cristal de por medio.
—¿Y Ben Webster?
Mungo negó con la cabeza.
—Ni siquiera sé quién era. Es una lástima, habría captado su última imagen.
—Nosotros le hicimos unas cuantas en el depósito, por si le sirve de consuelo —dijo Rebus. Al ver que Mungo le miraba con una sonrisa de desgana, añadió—: Me gustaría ver las que hizo.
—Veré lo que puedo hacer.
—¿Las lleva en el aparatito?
El fotógrafo negó con la cabeza.
—Las tengo en el portátil. Son casi todas de coches subiendo por la rampa del castillo. A los fotógrafos no nos dejaban pasar de la Esplanade. —Hizo una pausa pensativo—. Oiga, hay una foto oficial del banquete. Puede pedirla si tanto le interesa.
—Dudo mucho que me dejen verla.
—Déjelo en mi mano —dijo Mungo con un guiño, y al ver que Rebus apuraba su vaso, añadió—: Mire por dónde la semana que viene volveré a ponerme la ropa de diario.
Rebus sonrió y se pasó el pulgar por los labios.
—Eso decía mi padre cuando volvíamos de las vacaciones.
—No creo que vuelva a darse un acontecimiento como este en Edimburgo.
—Yo no lo veré —apostilló Rebus.
—¿Cree que todo esto servirá para algo? Mi novia me regaló el libro sobre 1968, de la primavera de Praga y el mayo parisiense.
«Cree que no pasamos el testigo», pensó Rebus.
—Yo viví el sesenta y ocho, hijo, y no sirvió para nada. —Hizo una pausa—. Ni entonces ni ahora, si te digo la verdad.
—¿Usted no se enrolló ni fue pasota?
—Yo estaba en el ejército: corte a cepillo y firme.
Siobhan volvió a la mesa.
—No han detectado nada. Van a llevarla a Oftalmología para una revisión y ya está.
—¿Le dan el alta?
Siobhan asintió con la cabeza y cogió el iPod.
—Hay algo que quería enseñarte. —Se oyó el clic y volvió la pantalla hacia él—. ¿Ves esa mujer del extremo derecho? ¿La de las trenzas?
Rebus la vio. Mungo había enfocado la cámara hacia la fila de escudos, pero en la parte superior del fotograma aparecían algunos mirones, casi todos con móvil de cámara pegado al rostro. Pero en el caso de la mujer de las trenzas era más bien una videocámara.
—Esa es Santal —añadió Siobhan.
—Muy conocida en su casa a las horas de comer.
—¿No te hablé de ella? Es quien acampaba al lado de la tienda de mis padres.
—Qué nombre más raro. ¿Es el que le pusieron?
—Significa sándalo —dijo Siobhan.
—El jabón ese huele muy bien —comentó Mungo, pero Siobhan hizo caso omiso.
—¿Ves lo que hace? —preguntó a Rebus acercándole el iPod.
—Lo mismo que todos.
—No exactamente —replicó Siobhan volviendo el aparato hacia Mungo.
—Todos enfocan a la policía con los móviles —comentó el fotógrafo.
—Todos menos Santal —replicó Siobhan volviendo otra vez la pantalla hacia Rebus y girando la ruedecilla con el pulgar para pasar a la siguiente imagen—. ¿No ves?
Rebus lo vio pero no sabía qué pensar.
—En general, casi todos toman fotos de la policía para utilizarlo como propaganda —terció Mungo.
—Pero Santal está fotografiando a los manifestantes.
—Lo que quiere decir que posiblemente captaría a tu madre —añadió Rebus.
—Ya le pregunté en el campamento, pero se negó a enseñarme las fotos. Además, la vi en la manifestación del sábado y allí hacía también fotos.
—No acabo de entenderlo —comentó Rebus.
—Yo tampoco, pero se podría aclarar con un viaje a Stirling —dijo ella mirándole.
—¿Por qué a Stirling? —preguntó Rebus.
—Porque es allí adonde se dirigía esta mañana. —Hizo una pausa—. ¿Se notará mi ausencia?
—De todos modos, el jefe supremo quiere que aparquemos el caso de la Fuente Clootie —contestó él metiendo la mano en el bolsillo—. Quería darte esto —añadió tendiéndole el rollo de hojas—. En Black Isle hay otra Fuente Clootie.
—No es realmente una isla, ¿saben? —terció Mungo.
—No irá a decirnos que tampoco es negra —le reconvino Rebus.
—Se supone que el suelo es negro —dijo Mungo—, pero no se nota. Yo conozco el lugar; estuvimos allí unos días el verano pasado. Hay unos árboles llenos de jirones colgando —añadió torciendo el gesto.
Siobhan acabó la lectura.
—¿Quieres ir a echar un vistazo? —preguntó ella, pero él negó con la cabeza.
—Sin embargo, alguien tendría que hacerlo —dijo Rebus.
—¿Aunque el caso esté congelado?
—Hasta mañana, no —dijo él—. Según el jefe supremo. Pero eres tú quien lleva el caso, y tú sabrás qué hacer —añadió recostándose en la silla y haciéndola crujir.
—El pabellón de Oftalmología está a cinco minutos de aquí —dijo Siobhan—. Creo que voy a acercarme.
—¿Y luego un viajecito a Stirling?
—¿Crees que pasaré por hippy?
—Lo veo problemático —comentó Mungo.
—Tengo unos pantalones de combate —replicó Siobhan mirando a Rebus—. Te lo aviso, John. Cualquier jaleo que organices lo pagaré yo.
—Entendido, jefa —dijo Rebus—. Bueno, ¿quién paga una ronda?
Pero Mungo tenía que ir a hacer otro trabajo, Siobhan se marchaba al hospital y le dejaron solo en el pub.
—Una para el camino —musitó para sí.
En la barra, esperando a que le sirvieran, miró el botellero y las medidas, y volvió a pensar en la foto de la mujer de las trenzas. Se llamaba Santal, y el caso es que a él le recordaba a alguien. Pero era una pantalla muy pequeña para verla bien. Habría debido pedirle a Mungo una ampliación.
—¿Tiene el día libre? —preguntó el camarero poniéndole delante la cerveza.
—Soy partidario del ocio —dijo Rebus llevándose el vaso a los labios.
—Gracias por volver —dijo Rebus—. ¿Qué tal en los juzgados?
—No me hicieron comparecer —contestó Ellen Wylie, dejando en el suelo del DIC su bolso en bandolera y el maletín de ejecutivo.
—¿Te hago un café?
—¿Hay máquina de expreso?
—Aquí la llamamos por su auténtico nombre italiano.
—¿Cuál?
—Hervidor.
—Es un chiste tan flojo como sospecho que será el café. ¿En qué quiere que le ayude, John? —preguntó quitándose la chaqueta.
Rebus ya estaba en mangas de camisa. Era verano y la calefacción de la comisaría funcionaba sin que hubiera manera de bajar los radiadores. Cuando llegase octubre estarían tibios. Wylie miró las notas del caso esparcidas sobre tres mesas.
—¿Estoy incluida en esto? —preguntó.
—Aún no.
—Pero lo estaré —añadió cogiendo por una esquina una foto de Colliar como si temiera el contagio.
—No me dijiste lo de Denise —comentó Rebus.
—No recuerdo que me preguntase.
—¿Vivía con un maltratador?
—Era una buena pieza —respondió Ellen con una mueca.
—¿Era?
—Tan sólo significa que está fuera de nuestras vidas —replicó ella mirándole—. No lo va a encontrar hecho picadillo en la Fuente Clootie. —Había una foto del lugar pinchada en la pared, y la miró ladeando la cabeza. Después se volvió y echó un vistazo a la sala—. Buen trabajo tiene por delante, John —añadió.
—No me vendría mal una ayuda.
—¿Dónde está Siobhan?
—Está ocupada en otra cosa —dijo él mirándola fijamente.
—¿Por qué demonios tengo que ayudarle yo?
Rebus se encogió de hombros.
—Lo único que se me ocurre decir es por curiosidad.
—¿Igual que usted?
Él asintió con la cabeza.
—Dos asesinatos en Inglaterra y uno en Escocia… No acabo de ver claro cómo elige a las víctimas. No estaban juntas en la lista de Internet, no se conocían entre sí y los delitos cometidos eran parecidos pero no idénticos. Se trata de víctimas distintas.
—Los tres estuvieron en la cárcel, ¿no es cierto?
—Pero en cárceles distintas.
—Es igual, las noticias corren. Los que han pasado por la cárcel hablan con otros que también han estado y mencionan a esos asquerosos tipos. Los delincuentes sexuales no son como los otros presos.
—Tienes razón —le comentó Rebus, fingiendo que reflexionaba al respecto. En realidad no le parecía importante, pero quería que pensase.
—¿Ha preguntado en otras comisarías? —inquirió Ellen.
—Todavía no. Creo que Siobhan pidió informes por escrito.
—¿No es mejor un toque personal, a ver qué le dicen sobre Isley y Guest?
—Estoy demasiado agobiado.
Sus miradas se cruzaron y Rebus comprendió que ella empezaba a tomarse interés. De momento.
—¿De verdad quiere que le ayude? —preguntó Ellen.
—No eres sospechosa, Ellen —replicó él, tratando de resultar sincero—. Y tú sabes de todo esto más que Siobhan y yo.
—¿Cómo le sentará a ella que intervenga yo?
—No le importará.
—No estoy tan segura. —Reflexionó un instante y lanzó un suspiro—. Yo sólo envié un mensaje a la página, John. No conozco a los Jensen.
Rebus se limitó a alzar los hombros y ella tardó un minuto en adoptar una decisión.
—Le arrestaron, ¿sabe? Al… —tragó saliva, incapaz de pronunciar la palabra «compañero» o «novio»— de mi hermana. Pero nada más.
—¿Quieres decir que no fue a la cárcel?
—Ella sigue teniéndole pánico —añadió despacio—. Y está en libertad —espetó desabrochándose los puños de la blusa y remangándose las mangas—. De acuerdo; dígame a quién llamo.
Rebus le dio los números de Tyneside y Cumbria y él mismo cogió el teléfono. En Inverness no acababan de creérselo.
—Que quieren que nosotros…
Rebus advirtió que al otro extremo de la línea trataban de tapar el micrófono con la mano: «Edimburgo quiere que hagamos fotos de la Fuente Clootie. Allí iba yo de niño de excursión…».
El teléfono cambió de manos.
—Aquí el sargento Johnson. ¿Con quién hablo?
—Con el inspector Rebus, de la división B de Edimburgo.
—Creí que estaban ocupados con los troskos y los maoístas.
Se oyó una risa en segundo plano.
—Sí, claro, pero tenemos también tres homicidios. En Auchterarder han aparecido pruebas de los tres en un lugar llamado Fuente Clootie.
—Sólo hay una Fuente Clootie, inspector.
—Parece ser que no. Tal vez en la de ahí encuentren alguna prueba colgada de los árboles.
Era un cebo que el sargento no podía eludir. Pocos momentos de emoción se daban en la demarcación Northern.
—Empiecen por hacer fotos del escenario —prosiguió Rebus—. Tomen muchos primeros planos, y miren si hay algo intacto, vaqueros, cazadoras… Nosotros encontramos una tarjeta bancaria en un bolsillo. Si me pueden enviar las fotos por correo electrónico, mejor. Si no puedo abrirlas yo, ya lo harán aquí —añadió mirando a Ellen Wylie, que estaba sentada en la esquina de una mesa con los muslos marcados por la falda tirante y jugueteando con un bolígrafo mientras hablaba por teléfono.
—¿Cómo dijo que se llamaba? —preguntó el sargento Johnson.
—Inspector Rebus. De la comisaría de Gayfield Square. Dio un número de contacto y la dirección de correo electrónico y oyó como el sargento Johnson lo anotaba.
—¿Y si encontramos algo aquí?
—Será señal de que el tipo ha vuelto a actuar.
—¿No le importa que compruebe su llamada? Es para asegurarme de que no nos tomen el pelo.
—Por supuesto, hágalo. Mi jefe supremo se llama James Corbyn y está al corriente. Pero no pierda más tiempo del necesario.
—El padre de un agente de aquí hace retratos y fotos de fin de carrera.
—Eso no significa que el agente sepa manejar una cámara.
—Yo me refería al padre.
—Lo que crea más conveniente —dijo Rebus colgando al mismo tiempo que Ellen Wylie.
—¿Ha habido suerte? —preguntó ella.
—Van a enviar a un fotógrafo si no está ocupado con una boda o un cumpleaños. ¿Y tú?
—No he podido hablar con el encargado de la investigación del caso Guest, pero me ha informado un compañero suyo y van a enviar datos complementarios por escrito. Me ha dado la impresión de que no se hicieron las debidas indagaciones.
—Es lo que te enseñan en el adiestramiento: el crimen perfecto es cuando nadie busca a la víctima.
Wylie asintió con la cabeza.
—O, en este caso, cuando nadie llora su muerte. Tal vez pensaran que fue un asunto de drogas que terminó mal.
—Eso sí que es original. ¿Hay pruebas de que el señor Guest fuese adicto?
—Eso parece. Y podría también traficar, deber dinero y no poder… —Calló por la cara que ponía Rebus.
—Esa es una forma de razonar muy endeble, Ellen. Lo que explicaría por qué nadie pensó en relacionar los tres asesinatos.
—¿Porque nadie se lo tomó con mucho interés?
Rebus asintió despacio con la cabeza.
—Bueno, usted mismo se lo puede preguntar —añadió ella.
—Preguntar, ¿a quién?
—No he podido hablar con el jefe porque está aquí.
—¿En Edimburgo?
—Traslado temporal al D1C de Lothian y Borders —añadió ella mirando sus notas—. Es un sargento llamado Stan Hackman.
—¿Dónde puedo localizarle?
—Su compañero mencionó las residencias estudiantiles.
—¿De Pollock Halls?
Ella se encogió de hombros, cogió el bloc de notas y lo volvió hacia él.
—Ahí tiene apuntado el número de su móvil, si lo quiere.
Rebus se acercó de una zancada, ella arrancó la hoja, se la tendió y él se la arrebató de la mano.
—Averigua quién se encargó del caso Isley —dijo—. A ver qué información consigues, y yo voy a hablar con Hackman.
Y se puso la chaqueta.
—Se olvida de dar las gracias. ¿Se acuerda de Brian Holmes? —preguntó Wylie.
—Trabajé con él.
Ella asintió con la cabeza.
—En una ocasión me dijo que usted me apodaba «Suela de Zapato» porque hacía el trabajo de un burro.
—Los burros no llevan zapatos.
—Ya sabe a qué me refiero, John. ¡Usted se escaquea y me deja a mí aquí, que ni siquiera es mi oficina! ¿Qué es lo que soy yo?
Cogió el teléfono que sonaba y gesticuló con él en la mano.
—¿Es la centralita? —dijo él camino de la puerta.