Lo único que le ofrecieron en Glenrothes fue llevarla a la estación de tren de Markinch.
Siobhan se sentó en el vagón —era demasiado temprano para el aluvión de gente que va al trabajo— y miró el paisaje. Pero no veía nada porque su mente no cesaba de repasar imágenes de la manifestación, todas aquellas horas de filmación que acababa de dejar atrás. El ruido y el furor, maldiciones y aspavientos, los objetos que arrojaban y gruñidos del esfuerzo. Tenía el pulgar entumecido de tanto pulsar el mando a distancia. Pausa, atrás despacio, adelante despacio, normal; adelante rápido, rebobinar, pausa. En algunas fotos aparecían caras rodeadas con un círculo en previsión de interrogatorio; eran rostros de mirada furibunda, por supuesto, pero algunos no eran manifestantes sino gamberros de Edimburgo, tapados con bufandas y gorras de béisbol, dispuestos a armar jaleo. Uno del equipo de la sala de control, al llevarle el café y la chocolatina, le había dicho que en el sur los llamaban de otro modo.
La mujer sentada frente a Siobhan leía el periódico de la mañana, cuya primera plana ocupaban los disturbios. Pero también Tony Blair, que estaba en Singapur defendiendo la candidatura olímpica de Gran Bretaña. A ella, 2012 le parecía una fecha muy lejana, igual que Singapur, y le resultaba inconcebible que llegara a tiempo a Gleneagles para estrechar la mano a tanta gente: Bush, Putin, Schröder y Chirac. El periódico decía que no había indicios de que la multitud congregada el sábado en Hyde Park fuera a emprender viaje al norte.
—Perdone, ¿está ocupado este asiento?
Siobhan negó con la cabeza y el hombre se sentó a su lado.
—Qué horrible jornada ayer, ¿no es cierto? —dijo.
Siobhan replicó con un gruñido, pero la mujer del asiento de enfrente comentó que ella había ido de compras a Rose Street y que estuvo a punto de verse envuelta en el jaleo, y ambos se enzarzaron en contar batallitas, mientras ella volvía a mirar por la ventanilla. Habían sido simples escaramuzas porque la policía había mantenido su táctica: mano dura para demostrarles que la ciudad era suya, no de los manifestantes. En el metraje filmado observó provocaciones descaradas; era de prever, pues no tiene objeto acudir a una manifestación si no es para hacer noticia. Los anarquistas no podían pagarse publicidad y las cargas con porra equivalían a publicidad gratuita. Las fotos del periódico lo demostraban: agentes enseñando los dientes y esgrimiendo sus porras; manifestantes indefensos caídos y arrastrados por agentes de uniforme con el rostro cubierto. Todo muy de George Orwell. Pero ninguna de las escenas le había servido para descubrir quién había agredido a su madre y por qué.
No pensaba rendirse.
Le dolían los ojos al parpadear y a veces al hacerlo se le desenfocaba la visión. Necesitaba dormir, pero sacaba energías de la cafeína y el azúcar.
—Perdone, ¿se encuentra bien?
Era de nuevo el del asiento de al lado, que le rozaba el brazo con la mano. Siobhan parpadeó y abrió los ojos, notando que le resbalaba una lágrima. Se la enjugó.
—No es nada —respondió—. Sólo estoy algo cansada.
—Creí que le habíamos molestado hablando de lo de ayer —dijo la mujer del asiento de enfrente.
Siobhan negó con la cabeza y vio que ya había terminado de leer el periódico.
—¿Le importa que…?
—No, cielo; tenga.
Siobhan forzó una sonrisa y abrió el diario sensacionalista para mirar las fotos y ver los nombres de los fotógrafos.
En Haymarket hizo cola para tomar un taxi hasta el Western General y fue directamente al pabellón. Su padre estaba en la sala de espera tomando un té; había dormido vestido y estaba sin afeitar. De pronto, lo vio viejo y vulnerable.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Siobhan.
—No está mal. Van a hacerle la ecografía antes de almorzar. ¿Y tú?
—No he descubierto a ese cabrón.
—Me refiero a cómo te encuentras.
—Estoy bien.
—Has estado levantada casi toda la noche, ¿verdad?
—Tal vez un poco más —respondió ella sonriendo.
Sonó su teléfono. No era un mensaje, sino el aviso de que se agotaba la batería. Lo desconectó.
—¿Puedo pasar a verla?
—Ahora la están acicalando. Me han dicho que me avisarán cuando terminen. ¿Qué tal en la calle?
—Listos para hacer frente a un nuevo día.
—¿Me aceptas un café?
Ella negó con la cabeza.
—Estoy empapada de café.
—Creo que deberías descansar, cariño. Ven a verla esta tarde, después de la ecografía.
—Quiero saludarla antes —replicó ella señalando hacia la puerta de la sala.
—¿Y luego te irás a casa?
—Prometido.
Noticiero matinal: los detenidos de la víspera comparecían en los juzgados de Chambers Street. La vista no era pública. Frente al Centro de Inmigración de Dungavel se formaba una concentración de protesta, pero el servicio de inmigración, previsoramente, había trasladado a los detenidos a otras dependencias. Los organizadores decían que no desconvocaban la manifestación.
Problemas en el Campamento por la Paz de Stirling: la gente comenzaba a dirigirse hacia Gleneagles y la policía estaba decidida a impedirlo recurriendo al artículo 60 para interpelarlos y registrarlos aun a falta de sospechas. En Edimburgo el escrutinio iba muy avanzado. Habían detenido un vehículo con 500 litros de aceite de cocinar, que, vertido en la calzada, habría creado un tramo resbaladizo causando un caos de tráfico en Murrayfield. Ya estaban en marcha los preparativos del concierto Empuje Final del miércoles y montaban el escenario y las luces. Midge Ure esperaba que hiciera «un buen tiempo veraniego escocés». Iban llegando a Edimburgo los músicos y los famosos, entre ellos Richard Branson, que acababa de aterrizar en uno de sus aviones a reacción. El aeropuerto de Prestwick se preparaba para próximas llegadas. Se esperaba al presidente Bush con su perro rastreador y una bici de montaña para mantener su régimen diario de ejercicio. En el estudio de televisión, el presentador leyó un correo electrónico de un oyente que sugería que la cumbre podía haberse celebrado en una de las plataformas petrolíferas abandonadas del Mar del Norte «para ahorrar una fortuna en dispositivos de seguridad y ponérselo difícil a los manifestantes».
Rebus apuró el café y apagó el sonido. Al aparcamiento de la comisaría comenzaban a llegar furgonetas para trasladar a los detenidos ante el juez. Ellen Wylie tenía que estar en los juzgados en cuestión de hora y media para testificar. Él había llamado al móvil de Siobhan un par de veces, pero la llamada entraba directamente al buzón de mensajes, señal de que lo tenía desconectado. Llamó también al cuartel general de Sorbus, donde le dijeron que ya se había marchado a Edimburgo. Probó a localizarla en el hospital y le dijeron que «la señora Clarke había pasado bien la noche». Era una frase que había oído muchas veces en su vida. Una buena noche significaba: «No se preocupe, que no se ha muerto». Alzó la vista y vio que entraba alguien al DIC.
—¿Qué desea? —preguntó, e inmediatamente reconoció el uniforme—. Perdón, señor.
—No nos conocemos —dijo el jefe de la policía tendiéndole la mano—. Soy James Corbyn.
—Yo soy el inspector Rebus —dijo él estrechándole la mano y comprobando que Corbyn no era masón.
—¿Trabaja con la sargento Clarke en el caso de Auchterarder?
—Sí, señor.
—He intentado localizarla porque tiene que informarme.
—Hay novedades interesantes, señor: una página de Internet abierta por un matrimonio, que tal vez sirva al asesino para seleccionar a las víctimas.
—¿Conocen la identidad de las tres víctimas?
—Sí, señor. Y en los tres casos se da el mismo modus operandi.
—¿Creen que habrá más?
—No podemos saberlo.
—¿Creen que volverá a actuar?
—Ya le digo, señor, es difícil saberlo.
El jefe de la policía paseó por la sala mirando los gráficos de las paredes, las mesas y las pantallas de ordenador.
—Le dije a Clarke que tenía de plazo hasta mañana. Después, queda cerrado el caso hasta que se clausure el G-8.
—No sé yo si será buena idea.
—Los medios de comunicación no están al corriente y podemos seguir ocultándolo unos días perfectamente.
—Si no tratamos las pistas en caliente, señor, y damos a los sospechosos ese margen de tiempo…
—¿Hay sospechosos? —replicó Corbyn volviéndose hacia Rebus.
—De momento, no, señor. Pero estamos interrogando a algunas personas.
—El G-8 tiene prioridad, Rebus.
—¿Me permite que le pregunte por qué, señor?
Corbyn le miró furibundo.
—Porque los ocho hombres más poderosos del mundo vienen a Escocia y se alojarán en el mejor hotel del país. Esa es la noticia que todo el mundo desea. Y el hecho de que un asesino en serie ande suelto por la Escocia central lo estropea todo, ¿no cree?
—En realidad, señor, sólo es escocesa una de las víctimas.
El jefe de la policía se le acercó hasta escasos centímetros.
—No se haga el listo, inspector Rebus. Y no piense que no he conocido a personas como usted.
—¿Qué clase de personas, señor?
—Las que se creen que porque tienen cierta veteranía saben más que los demás. Ya sabe lo que se dice de los coches: cuantos más kilómetros encima, más cerca están del desguace.
—Yo, señor, prefiero los coches antiguos a los que fabrican ahora. ¿Le doy su recado a la sargento Clarke? Supongo que tendrá usted otros asuntos más importantes. ¿Tiene que acudir a Gleneagles?
—Eso a usted no le importa.
—Entendido —dijo Rebus, dirigiendo al jefe de la policía lo que habría podido interpretarse como un saludo militar.
—Queda cerrado el caso —añadió Corbyn dando una palmada a los papeles que había en la mesa de Rebus—. Y no olvide que la sargento Clarke es la encargada del mismo; no usted, inspector —añadió entornando levemente los ojos.
Y, al ver que Rebus no replicaba, salió airado del DIC.
Rebus aguardó casi un minuto para lanzar un suspiro y a continuación llamó por teléfono.
—¿Mairie? ¿Tienes novedades para mí? —Escuchó sus disculpas—. Bueno, no te preocupes. Tengo un pequeño premio que darte, si tienes tiempo de tomar un té.
Tardó menos de diez minutos en llegar a pie a Multrees Walk; era un edificio nuevo junto a los grandes almacenes Harvey Nichols, donde quedaban locales comerciales por alquilar. Pero el Vin Caffe estaba abierto y servían tentempiés y café italiano. Rebus pidió un expreso doble.
—Y paga ella —dijo al ver entrar a Mairie Henderson.
—¿A que no sabes quién cubre esta tarde las comparecencias ante el juez? —dijo ella sentándose.
—¿Y esa es tu excusa para no hacer nada de lo de Richard Pennen?
Ella le miró furibunda.
—John, ¿qué más da que Richard Pennen pagara la habitación del hotel a un diputado? No hay modo de probar que fuera soborno a cambio de contratos. Si las competencias de Webster hubieran sido la compra de armas, al menos habría una base de partida —dijo ella con un tono de exasperación y encogiéndose exageradamente de hombros—. De todos modos, no he abandonado el asunto. Espera a que averigüe alguna cosa más sobre Richard Pennen con otras personas.
Rebus se pasó la mano por la cara.
—Es que me intriga que todos traten de protegerle de esa manera. No sólo a Pennen, sino a todos los que estaban aquella noche en el castillo, en realidad. No hay forma de averiguar nada de ellos.
—¿Crees de verdad que a Webster le dieron un empujón?
—Cabe la posibilidad. A uno de los soldados de guardia le pareció ver a un intruso.
—Bien, si hubo un intruso, por lógica no debió de ser nadie de los que estaban en el banquete —replicó ella ladeando la cabeza en espera de su asentimiento. Como Rebus permaneció impasible volvió a erguirla—. ¿Sabes lo que creo? Que lo que sucede es que tienes algo de anarquista. Estás de su parte, pero en cierto modo te fastidia haber acabado trabajando para el que manda.
Rebus lanzó un resoplido y se echó a reír.
—¿De dónde sacas eso?
Ella se echó a reír con él.
—Tengo razón, ¿verdad? Tú siempre te consideras al margen… —Interrumpió la frase al llegar el café, hundió la cucharilla en el capuchino y se llevó la espuma a la boca.
—Yo trabajo mucho mejor al margen —añadió Rebus pensativo.
Ella asintió con la cabeza.
—Por eso solíamos llevarnos tan bien.
—Hasta que cambiaste por Cafferty.
Ella alzó los hombros.
—Es más parecido a ti de lo que admites.
—Y yo que iba a hacerte un gran favor…
—De acuerdo —dijo ella entrecerrando los ojos—. Sois como el día y la noche.
—Eso está mejor —añadió él tendiéndole un sobre—. Está escrito por mis propias y honestas manos, por lo que la ortografía tal vez no se ajuste a los exigentes parámetros de tu profesión.
—¿De qué se trata? —preguntó ella sacando la hoja de papel.
—De algo que mantenemos oculto: otras dos víctimas del mismo asesino de Cyril Colliar. No puedo ofrecerte todo cuanto hemos averiguado, pero eso te servirá de punto de partida.
—Dios, John… —exclamó ella mirándole.
—¿Qué sucede?
—¿Por qué me lo das?
—Será debido a mi latente espíritu anarquista —dijo él en broma.
—No creo que llegue a salir en primera página. Al menos, esta semana.
—¿Por qué?
—Cualquier otra semana menos esta.
—¿Le pones peros a caballo regalado?
—Ese asunto del sitio de Internet… —añadió ella leyendo otra vez la hoja.
—Es una primicia, Mairie. Si no te sirve para nada… —replicó tendiendo la mano para coger la hoja—. Trae.
—A ti hay algo que te ha cabreado —dijo ella sonriente—. Porque, si no, no harías esto.
—Dámelo y no se hable más.
Pero Henderson metió la hoja en el sobre y se la guardó en el bolsillo.
—Si en lo que queda del día no hay disturbios, tal vez pueda convencer al jefe de redacción.
—Haz hincapié en la relación con el sitio de Internet —dijo Rebus—. Eso tal vez contribuya a que el resto de los que hay en la lista vaya con más cuidado.
—¿No se les ha avisado?
—No se ha previsto. Y si el jefe de la policía se sale con la suya, ni se enterarán hasta la semana que viene.
—Y el asesino tendrá tiempo de sobra para volver a actuar.
Rebus asintió con la cabeza.
—¿De verdad lo haces para salvarles la vida a esos repugnantes tipos?
—Soy protector de la ley y cumplo con mi deber —contestó Rebus esbozando de nuevo una actitud militar.
—¿No será que te has ganado una reprimenda del jefe de la policía?
Rebus negó pausadamente con la cabeza, como expresando su disgusto por el comentario.
—Y yo que pensé que era el único con tendencia al cinismo… ¿De verdad que vas a seguir investigando sobre Richard Pennen?
—Sí, algo más. Esto tendré que volver a escribirlo a máquina —añadió ella esgrimiendo el sobre—. No me acordaba de que el inglés no es tu lengua materna.
Siobhan fue a casa y se dio un baño con los ojos cerrados y se despertó de un respingo al tocar con la barbilla la superficie del agua tibia. Salió de la bañera, se cambió de ropa, pidió un taxi y, tras recoger el coche en el taller, fue a Niddrie con la esperanza de que el rayo no cayera dos veces; tres, en realidad, porque había logrado dejar en el aparcamiento de St. Leonard el que le habían prestado sin que nadie la viera, de modo que, si alguien preguntaba, podría decir que la rozadura era de allí.
En la calzada había un autobús al ralentí con el conductor leyendo el periódico, hacia donde se dirigía un grupo de campistas con mochilas atiborradas que pasaron a su lado; iban sonrientes y con cara de sueño, y Bobby Greig les miraba marchar. Siobhan dirigió la vista al recinto donde otros desmontaban las tiendas.
—El sábado fue la noche que más gente hubo —dijo Greig—, pero a partir de entonces cada día han sido menos.
—Así no han tenido que rechazar a nadie —comentó Siobhan.
Él torció el gesto.
—Habían dispuesto servicios para quince mil y sólo ingresaron dos mil. —Hizo una pausa—. Anoche no volvieron sus amigos.
Siobhan advirtió por el modo de decírselo que se había enterado de algo.
—Eran mis padres —confesó.
—¿Por qué no quiso decírmelo?
—Pues no lo sé, Bobby. Quizá pensé que los padres de una agente de policía no fueran a estar seguros.
—¿Y se han quedado en su casa?
Siobhan negó con la cabeza.
—Un antidisturbios le partió la cabeza a mi madre y ha pasado la noche hospitalizada.
—Cuánto lo siento. ¿Puedo ayudarla en algo?
Ella negó con la cabeza.
—¿Ha habido algún incidente más con los jóvenes de aquí?
—Anoche volvieron a presentarse.
—Son tozudos esos cabroncetes, ¿verdad?
—Pero apareció de nuevo el concejal y no ocurrió nada.
—¿Tench?
Greig asintió con la cabeza.
—Venía con un pez gordo, a cuento de no sé qué plan de regeneración urbana.
—No le vendría mal al barrio. ¿Qué pez gordo?
Greig se encogió de hombros.
—Alguien del gobierno —contestó él pasándose la mano por la cabeza rapada—. Esto pronto quedará vacío. Que se pudra.
Siobhan no sabía si se refería al campamento o a Niddrie. Dio media vuelta y fue hacia la tienda de sus padres; descorrió la cremallera de la puerta y miró en el interior. Estaba todo tal cual pero con más cosas. Por lo visto los que se marchaban habían ido dejando en obsequio la comida que les sobraba, velas y agua.
—¿Dónde están?
Siobhan reconoció la voz de Santal. Salió de la tienda y se irguió. Santal llevaba su mochila y una botella de agua en la mano.
—¿Se marcha? —preguntó Siobhan.
—En el autobús de Stirling. Venía a despedirme.
—¿Se va al Campamento por la Paz? —añadió Siobhan. Santal asintió con un balanceo de trenzas. ¿Estuvo ayer en Princes Street?
—Allí vi a sus padres por última vez. ¿Qué ha sido de ellos?
—Mi madre recibió un golpe y está en el hospital.
—Dios, qué horror. ¿Fue uno… de los suyos?
—Uno de los míos —repitió Siobhan—. Y voy a denunciarle. Suerte que la he encontrado.
—¿Por qué lo dice?
—¿No hizo fotos? Pensé que a lo mejor viéndolas…
Pero Santal negaba con la cabeza.
—No se preocupe —añadió Siobhan—. No voy a mirar… Sólo me interesan los agentes de uniforme, no los manifestantes.
Pero Santal continuaba negando con la cabeza.
—No llevé la cámara —mintió descaradamente.
—Vamos, Santal. No se negará a ayudarme.
—Hay otros muchos que hicieron fotos —replicó ella señalando el campamento con un gesto del brazo—. Pídaselas.
—Se las pido a usted.
—El autobús está a punto de salir —dijo ella alejándose.
—¿Quiere que le diga algo a mi madre? —gritó Siobhan—. ¿Los llevo a verla al Campamento por la Paz?
Pero Santal continuaba alejándose.
Siobhan se maldijo para sus adentros. Tenía que habérselo imaginado: para Santal ella era la «bofia», la «pasma», una «poli». El enemigo. Se encontró al lado de Bobby Greig, que miraba como se llenaba el autobús, hasta que las puertas se cerraron con un soplido neumático. De dentro llegaron las notas de una canción a coro. Algunos pasajeros dijeron adiós con la mano al vigilante y él les devolvió el saludo.
—No son mala gente —comentó a Siobhan, ofreciéndole un chicle—, para ser hippies, me refiero —añadió metiendo las manos en los bolsillos—. ¿Tiene entrada para el concierto de mañana por la noche? —preguntó.
—No pude conseguirla —respondió ella.
—Mi empresa se encarga de la seguridad…
—¿Le sobra una? —inquirió ella mirándole.
—No exactamente, pero como estaré allí, la puedo incluir en mi pase.
—¿Habla en serio?
—No es por ligar ni nada de eso, sino un simple ofrecimiento.
—Es muy amable, Bobby.
—Bueno, ya sabe… —añadió mirando a todas partes menos a ella.
—Si me da su número de teléfono mañana le digo algo.
—¿Por si se presenta algo mejor?
Siobhan negó con la cabeza.
—Por si se presenta trabajo —replicó.
—Sargento Clarke, todo el mundo tiene derecho a una noche libre.
—Llámeme Siobhan —dijo ella.
—¿Dónde estás? —preguntó Rebus por el móvil.
—Camino del Scotsman.
—¿Qué hay en el Scotsman?
—Más fotos.
—Tenías el teléfono desconectado.
—Estaba recargándolo.
—Bueno, acabo de tomar declaración a «Corazón Roto».
—¿A quién?
—Te lo dije ayer.
Pero en ese momento recordó que ella tenía otras cosas en qué pensar, y volvió a explicarle lo de la página de Internet, el mensaje que había enviado y que había contestado Ellen Wylie.
—Guau, frena —exclamó Siobhan—. ¿Nuestra Ellen Wylie?
—Que escribió una carta indignada a Vigilancia de la Bestia.
—¿Y por qué?
—Porque el sistema ha dejado tirada a su hermana —dijo Rebus.
—¿Fueron esas sus palabras?
—Lo tengo grabado. Naturalmente, lo que no tengo es una corroboración porque no había nadie conmigo en el interrogatorio.
—Lo siento. ¿Ellen es sospechosa?
—Tú escucha la grabación y ya me dirás —dijo Rebus mirando a su alrededor en la sala del DIC.
Las ventanas necesitaban una limpieza, pero ¿qué más daba si la vista era al aparcamiento?, y una mano de pintura no le iría mal a las paredes, pero tampoco tardarían en llenarse de fotos del escenario del crimen y datos sobre las víctimas.
—Será tal vez por lo de su hermana —añadió Siobhan.
—¿El qué?
—Denise; la hermana de Ellen.
—¿Qué pasa?
—Se fue a vivir con Ellen hará cosa de un año… tal vez menos. Dejó a su compañero.
—¿Y?
—Él la maltrataba, según me contaron. Vivían en Glasgow. Llamaron a la policía un par de veces, pero no pudieron imputarle nada. Creo que se tenía que tramitar una orden de alejamiento.
«Se vino a vivir conmigo después de… después del divorcio». Ahora comprendía el «bicho» que se había tragado Ellen.
—No lo sabía —comentó Rebus despacio.
—No, claro…
—¿Claro, qué?
—Es uno de esos asuntos que las mujeres hablan sólo entre ellas.
—Y no con los hombres, ¿es eso lo que quieres decir? ¿Y es a nosotros a quienes se acusa de sexistas? —Rebus se frotó la nuca con la mano libre. Notaba la piel tensa—. Así que Denise se va a vivir con Ellen y acto seguido se dedica a buscar en Internet portales como el de Vigilancia de la Bestia.
Y se acuesta tan tarde como su hermana, se atiborra de comida y se pasa con la bebida.
—Yo podría hablar con ellas —dijo Siobhan.
—¿No tienes suficiente con lo tuyo? Por cierto, ¿cómo se encuentra tu madre?
—Van a hacerle una ecografía. Ahora iba a verla.
—Pues hazlo. Supongo que no sacaste nada en limpio de Glenrothes.
—Dolor de espalda.
—Tengo otra llamada. Ya hablaremos. ¿Nos vemos más tarde?
—Claro.
—Que sepas que el jefe supremo ha pasado por aquí.
—Eso pinta mal.
—Pero ya lo hablaremos —añadió él, pulsando el botón para responder a otra llamada—. Inspector Rebus —dijo.
—Estoy ante los juzgados —dijo Mairie Henderson—. Ven y verás lo que tengo para ti. —Se oían gritos y vítores como ruido de fondo—. Ahora tengo que dejarte —añadió.
Rebus fue al aparcamiento y subió a un coche patrulla. Ningún agente de uniforme había intervenido en las escaramuzas de la víspera.
—Estuvimos de reserva sentados en un autobús cuatro horas oyendo la radio —le dijeron—. ¿Va a testificar, inspector?
Rebus no abrió la boca hasta que el coche giró en Chambers Street, con un chirrido de neumáticos que llamó la atención de los periodistas que esperaban ante los juzgados.
—Déjeme aquí —ordenó.
—De nada —dijo el chófer con un gruñido una vez que Rebus pisó la calzada.
Rebus se quedó en la acera opuesta y encendió un cigarrillo junto a la escalinata del Museo de Escocia. Un manifestante más salía en aquel momento de los juzgados entre gritos y vítores de sus compañeros. Alzó el puño y ellos le dieron palmadas en la espalda mientras los fotógrafos de prensa disparaban sus cámaras.
—¿Cuántos han salido? —preguntó Rebus consciente de que Mairie Henderson estaba a su lado, bloc de notas y grabadora en mano.
—Unos veinte por ahora. A otros los han repartido por diversos juzgados.
—¿Hay alguna declaración que deba leer mañana?
—¿Qué te parece «Haz pedazos el sistema»? —respondió ella mirando sus notas—. ¿O «Mira a un capitalista y sabrás lo que es una sanguijuela»?
—Es un buen parangón.
—Palabras textuales, por lo visto, de Malcolm X —añadió ella cerrando el bloc de notas—. Les conceden a todos la libertad con exhorto de restricción de desplazamiento. Pueden ir a donde quieran menos a Gleneagles, Auchterarder, Stirling y el centro de Edimburgo. —Hizo una pausa—. Detalle conmovedor: uno dijo que tenía una entrada para el concierto de T in the Park este fin de semana y el juez le autorizó a ir a Kinross.
—Siobhan también va —dijo Rebus—. No estaría mal tener bien adelantando el caso Colliar.
—Entonces, no te va a gustar la noticia.
—¿Cuál, Mairie?
—Algo sobre la Fuente Clootie. Tengo un colega del periódico que ha hecho averiguaciones.
—¿Y?
—Hay más fuentes.
—¿Cuántas?
—Al menos una en Escocia. En la Black Isle.
—¿Al norte de Inverness?
Henderson asintió con la cabeza.
—Ven conmigo —dijo ella dando media vuelta y dirigiéndose al edificio del museo. En el vestíbulo, dobló a la derecha y entró en el Museo de Escocia. Había familias con niños de vacaciones que iban de un lado para otro, los más pequeños chillando y saltando.
—¿A qué me traes aquí? —preguntó Rebus.
Pero Mairie estaba ya junto al ascensor. Salieron de él y subieron unos escalones. Por la ventana Rebus contempló la espléndida vista de los juzgados a sus pies. Mairie le llevaba hacia el extremo del edificio.
—Yo ya he estado ahí —comentó él.
—Es la sección de muerte y creencias —dijo ella.
—Donde hay unos ataúdes diminutos con muñecos.
Ante esa vitrina se detuvo ella precisamente y Rebus advirtió que tras el cristal había una antigua fotografía en blanco y negro de la Fuente Clootie de Black Isle.
—Hace siglos que los lugareños cuelgan ahí trozos de tela. Le he pedido a mi colega que amplíe la investigación a Inglaterra y Gales, por si acaso. ¿Crees que merece la pena echar un vistazo?
—A Black Isle habrá dos horas en coche —comentó Rebus pensativo sin apartar la vista de la foto.
Los pingajos parecían murciélagos aferrados a las ramas desnudas. Junto a la foto había varillas y trozos de huesos clavados en los guijarros. Muerte y creencias.
—Más bien tres en esta época del año —dijo Mairie—. Nunca acabas de adelantar coches con caravana.
Rebus asintió con la cabeza. Sabía de sobra que la A9 hacia Perth era muy lenta.
—Pediré a la policía de allí que eche un vistazo. Gracias, Mairie.
—Esto lo he bajado de Internet —añadió ella tendiéndole unas hojas.
Era la historia de la Fuente Clootie cercana a Fortrose. Eran fotos muy granuladas —entre ellas una copia de la de la vitrina— casi idénticas a las de su homóloga de Auchterarder.
—Gracias de nuevo —dijo él haciendo un rollo con las hojas y guardándoselas en el bolsillo de la chaqueta—. ¿Mordió el anzuelo tu redactor jefe? —añadió camino del ascensor.
—Depende. Si hay disturbios esta noche nos relegarán a la página cinco.
—Bueno, se trata de probar.
—¿Hay algo más que puedas decirme, John?
—Te he dado una primicia, ¿qué más quieres?
—Saber si no me estás utilizando descaradamente —contestó ella pulsando el botón del ascensor.
—¿Me crees capaz?
—Y tan capaz.
Permanecieron en silencio hasta salir a la escalinata. Mairie miró lo que sucedía al otro lado de la calle. Otro manifestante saludaba puño en alto.
—Si lo mantenéis en secreto hasta el viernes, ¿no teméis que el asesino tome más precauciones al leer la noticia en el periódico?
—Más precauciones no puede tomar —replicó él mirándola—. Además, lo único que teníamos era el caso de Cyril Colliar y fue Cafferty quien nos dio los otros nombres.
—¿Cafferty? —dijo ella con gesto de enfado.
—Tú le contaste que había aparecido un trozo de la cazadora de Colliar y él me hizo una visita. Se fue con los otros dos nombres que le di y volvió con la noticia de que habían muerto.
—¿Has utilizado a Cafferty? —preguntó ella sorprendida.
—Y él no te lo ha dicho, Mairie. Eso es lo que trato de hacerte entender. Si haces tratos con él comprobarás que no es cuestión de toma y daca. Todo lo que te he contado de los asesinatos, ya lo sabía él; pero no te lo ha dicho.
—Parece como si tuvieras la falsa impresión de que somos muy amigos los dos.
—Lo bastante amigos para ir a contarle datos sobre Colliar.
—Era una promesa que le hice hace tiempo, porque él quería saber cualquier nuevo dato, y no pienses que voy a pedirte perdón —añadió ella entrecerrando los ojos y señalando a la acera de enfrente—. ¿Qué hará Gareth Tench ahí?
—¿El concejal? —preguntó Rebus mirando hacia donde señalaba—. Predicando a los paganos, tal vez —aventuró, observando que Tench caminaba como un cangrejo por detrás de la fila de fotógrafos—. Tal vez quiera que le hagas otra entrevista.
—¿Cómo sabes que…? Ah, te lo diría Siobhan.
—Entre ella y yo no hay secretos —replicó él con un guiño.
—¿Dónde está en este momento?
—Ha ido al Scotsman.
—Entonces, es que veo visiones —dijo Mairie, señalando otra vez.
Efectivamente, era Siobhan, y Tench se detuvo frente a ella y le dio la mano.
—Así que no hay secretos entre vosotros dos, ¿eh?
Pero Rebus había echado a andar hacia Siobhan cruzando aquel tramo de la calle cortado al tráfico.
—Hola —dijo—. ¿Cambiaste de idea?
Siobhan contestó con una leve sonrisa y le presentó a Tench.
—Inspector —saludó el concejal con una inclinación de cabeza.
—¿Le gusta el teatro callejero, concejal Tench?
—No me molesta en la temporada del Festival —contestó Tench conteniendo la risa.
—A usted, precisamente, no le faltan tablas, ¿no es cierto?
Tench se volvió hacia Siobhan.
—El inspector se refiere a mis sermones del domingo por la mañana al pie de The Mound. Seguramente se detendría alguna vez a escuchar camino de misa.
—Ya no se le ve por allí —añadió Rebus—. ¿Ha perdido la fe?
—Ni mucho menos, inspector. Hay otros modos de convencer aparte de predicar —replicó Tench, adoptando una actitud seria de profesional—. Estoy aquí porque un par de mis electores fueron detenidos en los disturbios de ayer.
—Inocentes peatones, sin duda —comentó Rebus.
Tench le miró y a continuación miró a Siobhan.
—Debe de ser una delicia trabajar con el inspector —comentó.
—De carcajada continua —replicó Siobhan.
—¡Vaya! ¡Y el cuarto poder también! —exclamó Tench tendiendo la mano a Mairie, quien finalmente había optado por acercarse—. ¿Cuándo se publica la entrevista? Supongo que conocerá a estos dos guardianes de la ley —añadió con un gesto hacia Rebus y Siobhan—. Me prometió dejarme echar una ojeada antes de publicarlo —dijo a Mairie.
—¿Ah, sí? —replicó ella fingiendo sorpresa.
Pero no convenció a Tench, quien se volvió hacia los dos policías.
—Permítanme un aparte con ella —dijo.
—No se preocupe —replicó Rebus—. Siobhan y yo también tenemos que decirnos algo.
—¿Ah, sí? —dijo ella.
Pero Rebus ya se había apartado y no le quedó otra opción que seguirle.
—El Sandy Bell’s estará abierto —dijo Rebus una vez se hubieron alejado.
Pero Siobhan miró hacia los grupos de gente.
—Tengo que hablar con alguien —dijo—. Es un fotógrafo que conozco y creo que debe de andar por aquí —añadió poniéndose de puntillas—. Ahí lo veo.
Se abrió paso entre la melé de periodistas. Los fotógrafos se enseñaban unos a otros la pantalla de las cámaras y examinaban sus respectivas tomas digitales. Rebus aguardó impaciente y la vio hablar con un hombre enjuto y fuerte de pelo entrecano. Ahora ya lo entendía: en el Scotsman le habían dicho que aquel a quien buscaba estaría allí. A Siobhan le costó un poco convencer al fotógrafo, pero este finalmente la acompañó hasta donde esperaba Rebus con los brazos cruzados.
—Te presento a Mungo —dijo Siobhan.
—¿Le apetece una copa, Mungo? —preguntó Rebus.
—Ah, estupendo —contestó el fotógrafo, enjugándose el sudor de la frente.
Sus canas eran prematuras, porque probablemente tendría la misma edad que Siobhan, y su rostro anguloso y curtido, igual que su acento al hablar.
—¿Es de las Hébridas Exteriores? —aventuró Rebus.
—De Lewis —contestó Mungo.
Rebus tomaba la delantera hacia el Sandy Bell’s. Oyeron vítores a sus espaldas y al volverse vieron a un joven que salía de los juzgados.
—Creo que le conozco —comentó Siobhan en voz baja—. Es el que ha estado fastidiando a los vigilantes del campamento.
—Bueno, como ha pasado la noche en el calabozo, habrán tenido un respiro —dijo Rebus. Se percató de que estaba frotándose la mano izquierda.
El joven saludó a la multitud y varios de los congregados le saludaron a su vez.
Entre ellos —observó Mairie Henderson, pensativa— el concejal Gareth Tench.