Había caravana en el puente de Forth Road, pero no le dieron importancia porque tenían mucho de qué hablar. Y mucho que pensar. Siobhan le contó lo que había ocurrido. Teddy Clarke se había quedado a la cabecera de su esposa, en una cama provisional, y a primera hora de la mañana estaba prevista una ecografía para comprobar si había lesión cerebral. El golpe de porra afectaba a la porción superior del rostro y tenía los ojos hinchados y magullados —uno no lo podía abrir— y una gasa le cubría la nariz, pero no estaba rota. Rebus preguntó si existía riesgo de que perdiera la vista, y Siobhan le respondió que quizás en un ojo.
—Después de la ecografía la trasladarán al pabellón de oftalmología. ¿Sabes lo que ha sido más duro, John?
—¿Comprobar que tu madre es vulnerable como todo el mundo? —aventuró él.
Siobhan negó despacio con la cabeza.
—Que fueran a interrogarla.
—¿Quién?
—La policía.
—Eso sí que es bueno.
Siobhan reaccionó con una risa áspera al comentario.
—Ni se molestaron en averiguar quién la había golpeado; sólo le preguntaron qué había hecho…
Evidente, porque ¿no iba ella con los alborotadores? ¿No estaba en primera fila?
—Dios —musitó Rebus—. ¿Tú estabas allí?
—Si hubiera estado, se habría armado la gorda. Yo vi cómo actuaban, John —añadió en voz baja tras una pausa.
—Fue bastante horripilante, a juzgar por la tele.
—A la policía se le fue la mano —afirmó ella mirándole fríamente, deseando que la contradijera.
—Estás disgustada —se limitó a decir él, bajando el cristal de la ventanilla al aproximarse al control.
Al llegar a Glenrothes, Rebus le contó lo que había hecho por la tarde y le previno de que a lo mejor recibía un correo electrónico de «Corazón Roto». Siobhan apenas escuchaba. En la jefatura de policía de Fife tuvieron que enseñar tres veces el carné para acceder a Operación Sorbus. Rebus decidió no mencionar su noche en el calabozo; no era problema de ella. Su mano izquierda se había recuperado casi del todo gracias a una caja de ibuprofeno.
La sala del centro de control de la operación era como tantas otras: fotos de videovigilancia, personal civil y ordenadores, operadores con auriculares y mapas de Escocia central. Tenían comunicación directa con la valla perimetral de Gleneagles a través de las cámaras situadas en las torres de vigilancia y con Edimburgo, Stirling y el puente Forth, así como imágenes de vídeo del tráfico en la M9, la autovía que discurría junto a Auchterarder.
El turno de noche acababa de salir y las voces eran más apagadas, en un ambiente más relajado, todos se concentraban en su trabajo con tranquilidad y sin prisas.
Rebus no vio a ningún jefazo; ni a Steelforth. Siobhan conocía una o dos caras de su visita de la semana anterior y se acercó a pedir un favor, dejando que Rebus anduviera por la sala a su aire. En aquel momento él vio también a alguien. Era Bobby Hogan, ascendido a inspector jefe después del tiroteo en South Queensferry. El ascenso le había supuesto el traslado a Tayside y Rebus no le veía desde hacía casi un año, pero reconoció su pelo plateado y su peculiar cabeza hundida entre los hombros.
—Bobby —dijo con la mano tendida.
—Dios, John —exclamó Hogan con los ojos muy abiertos—, ¿hasta tú por aquí? No me digas que estamos tan en apuros.
—Tranquilo, Bobby, sólo he venido de chófer. ¿Cómo te va la vida?
—No puedo quejarme. ¿Esa que veo ahí es Siobhan? ¿De qué habla con uno de mis hombres?
—Quiere que le enseñen unos metrajes de filmaciones de seguridad.
—De eso tenemos de sobra. ¿Con qué objeto?
—Para un caso que estamos trabajando, Bobby. Quizás el sospechoso estuviera presente en los disturbios de hoy.
—Será como una aguja en un pajar —comentó Hogan, arrugando la frente. Era un par de años más joven que Rebus, pero con más arrugas en la cara.
—¿Te gusta ser inspector jefe? —preguntó Rebus para distraer la atención de su amigo.
—Tú deberías probar.
Rebus negó con la cabeza.
—Demasiado tarde, Bobby. ¿Qué tal te va en Dundee?
—Bueno, haciendo vida de soltero.
—Creí que Cora y tú volvíais a vivir juntos.
El rostro de Hogan se arrugó aún más y negó vigorosamente con la cabeza, dándole a entender que era mejor no hablar del tema.
—Menuda sala de operaciones —dijo él para cambiar de tema.
—Es el puesto de mando —añadió Hogan sacando pecho—. Estamos en contacto con Edimburgo, Stirling y Gleneagles.
—¿Y si las cosas se ponen feas de verdad?
—Está previsto el traslado del G-8 a nuestra antigua academia en Tulliallan.
La Academia de Policía de Escocia. Rebus asintió con la cabeza sin decir nada en muestra de admiración.
—¿Tienes línea directa con el Departamento Especial, Bobby?
Hogan se encogió de hombros.
—En definitiva, somos nosotros quienes nos encargamos de todo, John; no ellos.
Rebus volvió a asentir con la cabeza, fingiendo estar de acuerdo.
—De todos modos, yo me tropecé con alguno de ellos.
—¿Con Steelforth?
—Se pasea por Edimburgo como si fuera el amo.
—Es una buena pieza —dijo Hogan.
—Yo lo calificaría de otro modo —añadió Rebus—, pero me abstengo… no sea que seáis los mejores amigos del mundo.
—Ni soñarlo.
—Escucha —añadió Rebus bajando aún más la voz—, no es sólo él. He tenido un encuentro con tres de sus hombres. Visten uniforme sin insignia y circulan en un coche sin distintivo y una furgoneta con luces de destello pero sin sirena.
—¿Qué ocurrió?
—Yo traté de ser amable, Bobby…
—¿Y?
—Digamos que me di contra la pared.
—¿Literalmente? —inquirió Hogan mirándole.
—Como quien dice.
Hogan asintió con la cabeza.
—Y te gustaría saber los nombres correspondientes.
—No puedo darte una buena descripción —añadió Rebus con desazón—. Sólo que son unos tipos de tez morena y uno de ellos se llama Jacko. Me parecieron del sudeste.
—Veremos qué puedo hacer —dijo Hogan pensativo.
—Pero sólo si no corres ningún riesgo, Bobby.
—No te preocupes, John. Ya te digo que aquí mando yo —añadió poniéndole la mano en el brazo para tranquilizarle.
Rebus asintió con la cabeza, dándole las gracias, pensando que no venía a cuento pinchar el globo ilusorio de su amigo.
Siobhan ya había reducido la búsqueda y repasaba el metraje de lo filmado y sólo lo correspondiente a un período de media hora en el parque de Princes Street. A pesar de ello, tenía por delante un escrutinio de más de mil imágenes y tomas desde una docena de distintos emplazamientos, sin contar el material de las cámaras de seguridad, los vídeos e instantáneas de manifestantes y curiosos, de los medios de comunicación —BBC News, ITV, los canales 4 y 5, Sky y CNN—, y lo que hubieran captado los fotógrafos de los principales periódicos escoceses.
—Empezaré con lo que hay aquí —dijo ella.
—Tenemos una cabina libre.
Dio las gracias a Rebus por haberla traído y le dijo que se marchase, que ella ya se las arreglaría para volver a Edimburgo.
—¿Vas a quedarte aquí toda la noche?
—Tal vez no tanto —aunque sabían que sí—. Hay cantina abierta veinticuatro horas.
—¿Y tus padres?
—Iré a verlos en cuanto acabe aquí. —Hizo una pausa—. Si te apañas sin mí…
—Probaremos, ¿no?
—Gracias.
Le dio un abrazo, sin saber muy bien por qué. Tal vez simplemente por sentirse humana, pensando en la noche que tenía por delante.
—Siobhan…, suponiendo que lo identifiques, ¿después, qué? Dirá que él cumplía con su deber.
—Tendré la prueba de que no es cierto.
—No te obceques…
Ella asintió con la cabeza, le hizo un guiño y le dirigió una sonrisa. Eran gestos que había aprendido de él, los que hacía cuando se disponía a saltarse el reglamento.
Un guiño, una sonrisa y la dejó.
Habían pintado un gran símbolo anarquista en las puertas de la división C del cuartel general de Torphichen Place. Era un viejo edificio que se desmoronaba, más destartalado aún que el de Gayfield Square. Los barrenderos recogían en el exterior restos de vidrio, ladrillos, piedras y envases de comida rápida.
El sargento del mostrador pulsó el botón para dar entrada a Rebus. Algunos manifestantes detenidos en Canning Street habían pasado allí la noche en los calabozos antes de comparecer ante el juez. Rebus no quería ni pensar en la cantidad de yonquis y atracadores que habría sueltos por las calles de Edimburgo. La sala del DIC era larga y estrecha y siempre conservaba aquel olor a sudor, algo que él achacaba a la presencia constante de Reynolds Culo de Rata. Allí estaba con los pies encima de una mesa, la corbata floja y una lata de cerveza en la mano. Otra mesa la ocupaba su jefe, el inspector Shug Davidson, quien se había quitado la corbata, pero al menos trabajaba, pulsando con dos dedos el teclado del ordenador y, a su lado, la lata de cerveza sin abrir.
Reynolds no reprimió un eructo al entrar Rebus.
—¡El que faltaba! —exclamó a guisa de saludo—. Me han dicho que en el G-8 le temen tanto como a la Rebel Clown Army —añadió alzando la lata de cerveza en gesto de brindis.
—Eso hiere en lo más vivo, Ray. Vaya semana, ¿eh?
—Cobraremos horas extras —dijo Reynolds tendiendo una cerveza a Rebus, pero él negó con la cabeza.
—¿Has venido a ver la «marcha»? —preguntó Davidson.
—Sólo quería hablar con Ellen —respondió Rebus, señalando con la barbilla a la tercera persona que había en la sala.
La sargento Ellen Wylie alzó la vista del informe tras el que se ocultaba. Llevaba el pelo rubio corto y con raya en medio y estaba algo más gorda desde que había trabajado con él en un par de casos; ahora tenía más llenas las mejillas, que en aquel momento enrojecieron, circunstancia a la que Reynolds no pudo resistir hacer referencia frotándose las manos y estirándolas hacia ella acto seguido como si se las calentara al fuego.
Ellen se levantó pero sin mirar al recién llegado. Davidson preguntó si se trataba de algo de lo que él tuviera que estar al corriente y Rebus se encogió de hombros, mientras Wylie cogía la chaqueta del respaldo de la silla y luego el bolso.
—Ya me iba, de todos modos —dijo en voz alta.
Reynolds lanzó un silbido y dio un codazo al aire.
—Shug, ¿se da cuenta? ¿No es bonito ver nacer el amor entre colegas?
La carcajada los siguió hasta fuera de la sala del DIC y, ya en el pasillo, ella se recostó en la pared y agachó la cabeza.
—¿Ha sido un día de mucho trabajo? —preguntó Rebus.
—¿Ha tenido que interrogar alguna vez a un anarcosindicalista alemán?
—Últimamente no.
—Había que cerrar el expediente para que pase mañana a los tribunales.
—Hoy —puntualizó Rebus señalando su reloj.
Ellen miró el suyo.
—¿Tan tarde es? —comentó con voz cansada—. Dentro de seis horas otra vez aquí.
—Te invitaría a una copa si aún estuvieran abiertos los pubs.
—No necesito una copa.
—¿Quieres que te lleve a casa?
—Tengo el coche fuera. Ah, no —añadió pensativa—, no, claro, hoy no lo traje.
—Muy acertado, teniendo en cuenta la situación.
—Nos advirtieron que no viniésemos en coche.
—La previsión es una virtud. Y así puedo cumplir mi ofrecimiento. —Aguardó sonriente a que le mirara—. Aún no me has preguntado qué quiero.
—Ya sé lo que quiere —respondió ella algo resentida, y él alzó las manos en gesto de conciliación.
—Tranquilízate —añadió él—. No quiero que te…
—¿Qué?
—Que se te rompa el corazón —replicó él.
Ellen Wylie compartía vivienda con su hermana divorciada.
Era un adosado en Cramond con jardín trasero que daba a una pendiente abrupta sobre el río Almond. Hacía una noche agradable y, como Rebus quería fumar, se sentaron a una mesa fuera. Wylie hablaba en voz baja para evitar quejas de los vecinos, aparte de que la ventana del dormitorio de su hermana estaba abierta. Trajo unas tazas de té con leche.
—Es un bonito lugar —comentó Rebus—. Me gusta oír el rumor del agua.
—Y ahí hay un cañizal que amortigua el ruido de los aviones —dijo ella señalando hacia la oscuridad.
Rebus asintió con la cabeza comprendiendo lo que decía: se encontraban exactamente bajo el pasillo de aterrizaje del aeropuerto de Turnhouse. A aquella hora de la noche habían tardado sólo un cuarto de hora desde Torphichen Place, y ella le había contado la historia durante el trayecto.
—Así que escribí una carta a la página; no es nada ilegal, ¿verdad? Estaba tan harta del sistema… Hacemos cuanto podemos para llevar a esas bestias ante los tribunales y luego los abogados consiguen reducir la pena al mínimo con sus triquiñuelas.
—¿Y sólo eso?
—¿Qué, si no? —replicó ella rebulléndose en el asiento del pasajero.
—«Corazón Roto» sonaba a algo más personal.
Ella miró por el parabrisas.
—No, John, era sólo indignación. Con tantas horas como he dedicado a casos de violaciones, agresión sexual, malos tratos en el hogar… Pero tal vez haya que ser mujer para entenderlo.
—¿Por eso llamaste a Siobhan? Reconocí inmediatamente tu voz.
—Sí, eres muy taimado.
—Es mi apodo…
Ahora, sentados en el jardín al frescor de la noche, Rebus se abrochó la chaqueta y le preguntó sobre aquel sitio de Internet. ¿Cómo lo había encontrado? ¿Conocía a los Jensen? ¿Había hablado personalmente con ellos?
—Recordaba el caso —respondió ella.
—¿El de Vicky Jensen?
Ella asintió despacio con la cabeza.
—¿Trabajaste en él?
—No —respondió acompañándolo de un leve movimiento de cabeza—, pero me alegro de que él haya muerto. Si me dicen dónde está enterrado bailaré sobre su tumba.
—Edward Isley y Trevor Guest también han muerto.
—Escuche, John, yo lo único que hice fue escribir a un portal para desahogarme.
—Y ahora tres de los que figuraban en la lista de ese sitio han muerto de un golpe en la cabeza y sobredosis de heroína. Tú has trabajado en homicidios, Ellen… ¿Qué te dice ese modus operandi?
—Alguien con acceso a drogas.
—¿Y algo más?
Ella reflexionó un instante.
—No lo sé —dijo.
—Que el asesino no quería enfrentarse a las víctimas, tal vez porque fueran de mayor talla y más fuertes, pero tampoco quería que sufrieran: las dejó sin conocimiento y a continuación les puso una inyección. ¿No te parece una actuación de mujer?
—¿Qué tal está el té, John?
—Ellen…
Ella dio una palmada en la mesa.
—Si estaban en la lista de Vigilancia de la Bestia es porque eran unos hijos de puta de campeonato… No espere que les tenga compasión.
—¿Y no hay que capturar al asesino?
—¿Qué quiere que le diga?
—¿Quieres que quede sin castigo?
Ellen miró de nuevo hacia la oscuridad. El viento agitaba los árboles cercanos.
—¿Sabe lo que ha habido hoy, John? Una guerra bien definida: los buenos y los malos…
Él pensó: «Cuéntaselo a Siobhan».
—Pero no siempre es así, ¿no es cierto? —prosiguió ella—. A veces la divisoria es ambigua —añadió volviéndose hacia él—. Usted debe saberlo mejor que muchos, porque le he visto meterse en terreno resbaladizo.
—Yo soy un mal ejemplo a seguir, Ellen.
—Tal vez, pero trata de capturarle, ¿no?
—A él o a ella. Por eso necesito que declares.
Ella abrió la boca para protestar, pero Rebus levantó la mano.
—Tú eres la única persona que conozco que entró en esa página. Los Jensen la han cerrado y no puedo saber lo que había.
—¿Y quiere que le ayude?
—Contestando a unas preguntas.
Ella lanzó una risita sorda.
—¿No sabe que dentro de nada tengo que ir a los juzgados?
Rebus encendió otro cigarrillo.
—¿Por qué viniste a vivir a Cramond? —preguntó, sorprendiéndola con el cambio de tema.
—Porque es un pueblo —dijo Ellen—, pero un pueblo dentro de la ciudad, y tiene lo mejor de ambos. —Hizo una pausa—. ¿Esto forma ya parte del interrogatorio? ¿O es su modo de hacerme bajar la guardia?
Rebus negó con la cabeza.
—Sólo tenía curiosidad por saber de quién fue la idea.
—La casa es mía, John. Denise vino a vivir conmigo después de… —Profirió un carraspeo—. Perdón, debo de haberme tragado un bicho… Iba a decir que vino después de divorciarse.
Rebus asintió con la cabeza.
—Sí, desde luego, es un lugar tranquilo —dijo—. Aquí se olvida uno fácilmente del trabajo.
La luz de la cocina incidió sobre la sonrisa de Ellen.
—Me da la impresión de que en su caso no funcionaría. Con usted sólo funcionaría algo así como un mazazo.
—O unas cuantas de esas —replicó Rebus señalando con la barbilla una fila de botellas de vino vacías bajo la ventana de la cocina.
Hizo despacio el camino de regreso a Edimburgo. Le gustaba la ciudad de noche, con los taxis y los peatones cansinos, el cálido fulgor de las lámparas de sodio de las farolas, las tiendas apagadas y las casas con las cortinas corridas, ciertos sitios adonde podía ir —una pastelería, un mostrador de recepción, un casino—, lugares donde le conocían y servían té, le daban conversación. Años atrás habría podido hacer una alto para charlar con las prostitutas de Coburg Street, pero ahora casi todas se habían desplazado a otras zonas o habían muerto. También después de que él desapareciera, Edimburgo continuaría y se repetirían las mismas escenas en interminable representación. Capturarían a asesinos y los condenarían, y otros seguirían en libertad: el mundo y el submundo coexistente a lo largo de generaciones. A final de semana, el circo del G-8 iría camino de otro lugar. Geldof y Bono encontrarían nuevas causas, Richard Pennen estaría en su sala del consejo y David Steelforth de vuelta en Scotland Yard. A veces le parecía estar a punto de descubrir el mecanismo que coordinaba todo.
A punto. Pero no lo conseguía.
Al girar en Marchmont Road vio que los Meadows estaban desiertos. Aparcó en lo alto de Arden Street y bajó la cuesta hasta su casa. Dos o tres veces por semana le echaban en el buzón octavillas de agencias ofreciéndose a vender el piso. El de encima se había vendido por doscientas mil libras. Una suma así, añadida a su paga de jubilación del DIC, le «resolvería la vida», como decía Siobhan. El problema era que eso a él no le atraía. Se detuvo a recoger el correo. Había un anuncio con el menú de un nuevo establecimiento hindú de platos para llevar, que pinchó en la cocina junto a los otros. Se hizo un bocadillo de jamón y se lo comió de pie allí mismo, mirando la acumulación de latas de cerveza vacías de la encimera. ¿Cuántas botellas tenía Ellen Wylie en el jardín? Quince o veinte; era una buena cantidad de vino, y había visto también un carrito de supermercado vacío en la cocina; seguramente las tiraría de vez en cuando al ir a comprar, cada quince días, por ejemplo. Veinte botellas en dos semanas; diez a la semana. «Denise se vino a vivir conmigo después de… divorciarse». No había visto insectos nocturnos en la ventana de la cocina. Ellen estaba rendida y cabía atribuirlo a los acontecimientos del día, pero él sabía que era algo más profundo. Aquellas arrugas bajo sus ojos irritados eran un proceso de varias semanas; y no había dejado de engordar durante cierto tiempo. Siobhan había considerado a Ellen, con la misma graduación de sargento, una posible rival, competencia por el ascenso. Pero últimamente no hablaba del tema. Tal vez Ellen no le pareciera ya un peligro.
Llenó un vaso de agua, se lo llevó al cuarto de estar y lo bebió casi entero hasta dejar un dedo, al que añadió un chorro de malta. Volvió a beber y sintió el calor en la garganta. Se sentó en el sillón. Era demasiado tarde para poner música. Apretó el vaso contra su frente y cerró los ojos.
A dormir.