No pasaron de George Street. Siobhan se bajó del coche, le dijo a Bain que no se olvidara de los Jensen y él le dijo a ella, al cerrar la portezuela de golpe, que tuviera cuidado.
Allí había también manifestantes corriendo por Frederick Street. Los empleados de las tiendas miraban fascinados y horrorizados desde dentro de los establecimientos y detrás de los escaparates, los peatones se arrimaban a la pared para no mezclarse y el suelo estaba lleno de restos. Hicieron retroceder a los manifestantes hacia Princes Street y nadie intentó detener a Siobhan al cruzar el cordón policial hacia allí. Entrar era fácil; salir sería otra cosa.
Sólo había un quiosco, que ella supiera, junto al monumento de Escocia. Se encontró cerradas las puertas del parque y fue directamente a la verja. Las escaramuzas se habían trasladado al interior del parque y volaba basura mezclada con piedras y otros proyectiles. Una mano la agarró de la chaqueta.
—Alto.
Se volvió y vio que era un policía que lucía las siglas XS sobre la visera, pero ella tenía el carné preparado.
—Soy del DIC —gritó.
—Pues debe de estar loca —comentó el agente soltándola.
—Ya me lo han dicho —dijo ella, a horcajadas sobre los pinchos.
Miró a su alrededor y vio que a los alborotadores se habían sumado gamberros proclives a la violencia. No todos los días podían agredir a la policía con buenas posibilidades de irse de rositas; se tapaban con pañuelos de equipos de fútbol y la cremallera de la cazadora cerrada hasta arriba. Al menos llevaban zapatillas deportivas en vez de botas Marten. Llegó al quiosco de helados y refrescos, vio trozos de vidrio por todas partes y comprobó que estaba cerrado; dio una vuelta alrededor agachada, sin ver a su padre, pero advirtió manchas de sangre en el suelo y siguió el reguero hasta casi las puertas del parque. Volvió a dar la vuelta al quiosco y llamó con el puño en la ventanilla. Repitió los golpes y oyó débilmente una voz dentro.
—¿Siobhan?
—Papá, ¿estás ahí?
La puerta lateral se abrió de golpe y allí estaba su padre, junto a la propietaria horrorizada.
—¿Y mamá? —preguntó Siobhan con voz temblorosa.
—Se la llevaron en una ambulancia. Yo no… no me dejaron cruzar el cordón.
Siobhan no recordaba haber visto llorar a su padre, pero ahora era testigo. Lloraba y parecía conmocionado.
—Tenemos que salir de aquí —dijo.
—Yo me quedo —dijo la mujer meneando la cabeza—. Yo guardo el fuerte; pero he visto lo que ha sucedido. Maldita policía; ella no hacía nada…
—Le golpearon con una porra en la cabeza —añadió su padre.
—Y cómo sangraba…
Siobhan impuso silencio a la mujer con una mirada.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Frances… Frances Neagley.
—Bien, Frances Neagley, le aconsejo que salga de aquí. Vámonos —añadió dirigiéndose a su padre.
—¿Cómo…?
—Tenemos que ir con mamá.
—¿Pero y…?
—Es igual. Vámonos —dijo agarrándole del brazo, pensando en sacarlo de allí en brazos si era necesario.
Frances Neagley cerró la puerta con llave nada más salir ellos.
Otro terrón de tierra voló a su lado. Siobhan sabía que el día siguiente, en Edimburgo, no se hablaría de otra cosa que de los destrozos en los famosos parterres de flores. Los manifestantes de Frederick Street habían forzado las puertas del parque y la policía arrastraba detrás del cordón a un hombre vestido de guerrero escocés. Delante del cordón, una joven madre cambiaba tranquilamente los pañales de su rosado bebé. Vio que enarbolaban una pancarta con el emblema NI DIOS NI AMO; las iniciales XS, el bebé rosado y el emblema le resultaron impactantes, como fogonazos de un significado que no acababa de dilucidar.
«Es como una pauta con cierto sentido. Se lo preguntaré después a mi padre».
Hacía quince años le había explicado qué era la semiótica ayudándola con unos ejercicios, pero la había confundido aún más, y después ella, en clase, dijo «seminótica» y el profesor se echó a reír.
Miró a ver si veía alguna cara conocida y no vio a nadie, pero había un agente con el rótulo de «Médico Policía» en el chaleco y tiró de su padre hacia allí con el carné de policía por delante.
—Soy del DIC —dijo—. Una ambulancia se ha llevado a la esposa de este hombre. Tengo que trasladarle al hospital.
El agente asintió con la cabeza y los escoltó a través del cordón policial.
—¿A cuál? —preguntó el agente.
—¿A cuál cree que la habrán llevado?
—No lo sé —dijo el agente mirándola—. Yo soy de Aberdeen.
—El más cercano es el Western General —comentó Siobhan—. ¿Hay algún coche disponible?
—En la calle que cruza al final —respondió el agente señalando hacia Frederick Street.
—¿En George Street?
El agente negó con la cabeza.
—La siguiente.
—¿Queen Street? —Vio que asentía con la cabeza—. Gracias —dijo—. Más vale que vuelva a su puesto.
—Pues sí —dijo el de Aberdeen no con mucho entusiasmo—. Algunos se están pasando. Los nuestros no; los de Londres.
Siobhan se volvió hacia su padre.
—¿Sabrías identificarle?
—¿A quién?
—Al que golpeó a mamá.
—Creo que no —respondió él restregándose los ojos.
Ella profirió un leve gruñido y caminaron cuesta arriba hacia Queen Street.
Vio una hilera de coches patrulla aparcados y le chocó que hubiera tráfico allí; los coches y camiones desviados de su ruta habitual, circulando como en un día cualquiera en horas de trabajo. Siobhan explicó a un agente al volante lo que quería, y el hombre pareció contento de salir de allí. Ocuparon el asiento de atrás.
—Luz azul y sirena —ordenó Siobhan al conductor.
Tras adelantar la cola de tráfico continuaron rápido.
—¿Voy bien por aquí? —gritó el conductor.
—¿De dónde es usted?
—De Peterborough.
—Siga recto y ya le diré dónde tiene que girar —dijo ella apretando la mano a su padre—. ¿Tú no estás herido?
Teddy Clarke negó con la cabeza y la miró.
—¿Y tú?
—¿Yo?
—Eres fantástica —dijo su padre con sonrisa desmayada—. Has actuado de tal manera, tan segura de ti misma…
—No soy sólo una cara bonita, ¿eh?
—Nunca pensé… —añadió él, otra vez al borde de las lágrimas, mordiéndose el labio inferior por contenerlas.
Ella le dio otro apretón de mano.
—Nunca me imaginé —añadió él— que fueras tan buena en tu profesión.
—Da las gracias a que no llevo uniforme; si no, a lo mejor me habría visto armada con una porra.
—Tú no habrías golpeado a una mujer que no hacía nada —dijo él.
—No pare en el semáforo —ordenó Siobhan al conductor, y volvió a mirar a su padre—. Es duro decirlo, ¿sabes?, pero no sabemos de qué somos capaces hasta que lo hacemos.
—Tú, no —replicó él con firmeza.
—Probablemente no —dijo ella—. ¿Qué demonios estabais haciendo allí, si puede saberse? ¿Os llevó Santal?
Él negó con la cabeza.
—No… Estábamos… mirando, como simples espectadores. Pero la policía no pensó lo mismo.
—Si descubro quién…
—La verdad es que no le vi la cara.
—Allí había muchas cámaras y no habrá pasado inadvertido.
—¿Los fotógrafos?
Ella asintió con la cabeza.
—Más la videovigilancia, la prensa y nosotros, naturalmente —añadió ella mirándole—. La policía lo habrá filmado todo.
—Pero no…
—¿Qué?
—¿Cómo vas a saber quién fue entre tantos como había?
—¿Te apuestas algo?
Él la miró un instante.
—No, creo que no —dijo.
Casi cien detenidos. No les faltaría trabajo a los tribunales el martes. Por la tarde, los manifestantes se desplazaron desde el parque de Princes Street a Rose Street, donde levantaron los adoquines para usarlos como proyectiles, y hubo escaramuzas en el puente de Waverley, Cockburn Street e Infirmary Street, pero a las nueve y media la situación amainó. El último incidente tuvo lugar ante el McDonald’s de South St. Andrew Street.
Ahora, los agentes uniformados volvían a Gayfield Square y entraban al DIC con hamburguesas que llenaron la sala con su aroma. Rebus miraba en el televisor un documental sobre un matadero y Eric Bain acababa de enviar una lista de direcciones de correo electrónico de los usuarios de Vigilancia de la Bestia, añadiendo al final un mensaje que decía: «Shiv, ¡dime si te ha ido bien!». Rebus la llamó al móvil pero no obtuvo respuesta. Bain explicaba que los Jensen no le habían dado problemas, pero que habían «cooperado a regañadientes».
Rebus tenía abierto el Evening News. En la portada aparecía una foto de la marcha del sábado con el titular de «Votan con los pies», que bien podría servirles para el día siguiente con la foto del manifestante dando patadas al escudo del policía. En la página de televisión encontró el título de la película sobre el matadero: Matadero: tarea sangrienta. Se levantó y fue a una de las mesas libres. Las notas del caso Colliar le miraban. Siobhan se había portado bien: ahora tenía los informes de la policía y de la cárcel sobre Fast Eddie Isley y Trevor Guest.
Guest: ladrón allanador de moradas, matón, agresor sexual.
Isley: violador.
Colliar: violador.
Se puso a examinar las notas sobre Vigilancia de la Bestia. La página había recibido datos sobre otros veintiocho violadores y pederastas; vio un largo y airado artículo de alguien que firmaba «Corazón Roto» —le pareció una mujer— despotricando contra el sistema judicial y su taxativa diferenciación entre «estupro» y «agresión sexual». Era muy arduo que dictaran condena por violación, cuando resultaba que la «agresión sexual» era tan horrible, violenta y degradante como el estupro y, sin embargo, la pena era mucho menor. Parecía entender de leyes, pero no era fácil determinar si era de Escocia o del sur de la frontera. Volvió a repasar el texto, para ver si mencionaba «allanamiento de morada» o «violación de domicilio», como decían en Escocia, pero las únicas palabras que usaba eran «agresión» y «agresor». De todos modos, Rebus pensó que merecía respuesta. Encendió el ordenador de Siobhan y accedió a su cuenta de correo electrónico; sabía que ella utilizaba la misma contraseña para todo. Pasó el dedo por la lista de Bain hasta encontrar la dirección de «Corazón Roto» y comenzó a teclear.
«Acabo de leer su comunicación en Vigilancia de la Bestia. Me ha interesado mucho y quisiera hablar con usted. Dispongo de cierta información que tal vez le interese. Llámeme, por favor, al…»
Reflexionó un instante. No había manera de saber cuánto tiempo estaría el móvil de Siobhan sin conexión. Decidió poner su propio número y firmar «Siobhan Clarke». Así había más posibilidades de que, si era mujer, contestase a otra mujer. Releyó el mensaje, pensó que se notaba que lo había redactado un policía y lo rehízo:
«He leído lo que dice en Vigilancia de la Bestia. ¿Sabe que han cerrado la página? Me gustaría hablar con usted, quizá por teléfono».
Añadió su número y el nombre de Siobhan a secas. Menos formalismo. Hizo clic en «enviar». Cuando pocos minutos después comenzó a vibrar su móvil, no acababa de creérselo, y con toda la razón.
—Hombre de paja —oyó decir arrastrando las palabras: era la voz de Cafferty.
—¿No te cansarás de llamarme por ese sobrenombre?
Cafferty contuvo la risa.
—¿Cuánto tiempo hará? —dijo.
Quizá dieciséis años; Rebus testificaba contra Cafferty en el banquillo, y uno de los abogados le confundió con otro testigo y le llamó Stroman.
—¿Hay alguna información? —preguntó Cafferty.
—¿Por qué iba a dártela?
Otra risa contenida, más fría que la primera.
—Supongamos que le captura y lleva ante el tribunal. ¿Qué le parecería que declarara que le ayudé en la tarea? Habría que dar bastantes explicaciones e incluso se podría anular el juicio.
—Pensaba que querías que le echara el guante.
Cafferty guardó silencio, y Rebus sopesó lo que iba a decir.
—La cosa va bien.
—¿Cómo de bien?
—Va despacio.
—Es natural con el follón que hay en Edimburgo.
Otra vez la risita; Rebus pensó si Cafferty no habría bebido.
—Hoy podría haber hecho un atraco de órdago y ustedes, la policía, ni se habrían enterado con tanto trabajo.
—¿Y por qué no lo has hecho?
—Soy otro hombre, Rebus. Ahora estoy de su parte, ¿recuerda? Así que, si en algo puedo ayudar…
—En este momento no.
—Pero si me necesita, dígamelo.
—Tú mismo lo has dicho, Cafferty. Cuanto más intervengas más difícil resultará condenarle.
—Conozco el juego, Rebus.
—Pues entonces sabrás cuándo conviene dejar pasar una mano —dijo Rebus apartando la vista de la pantalla del televisor, donde una máquina despellejaba el cadáver de una res.
—Llámeme, Rebus.
—En realidad…
—¿Qué?
—Hay unos agentes con quienes me gustaría hablar. Son ingleses, pero están aquí por lo del G-8.
—Pues hable con ellos.
—Es que no es tan fácil. No llevan insignias y circulan por ahí en un coche y una furgoneta sin distintivo.
—¿Por qué quiere hablar con ellos?
—Ya te lo diré.
—¿Cuál es su descripción?
—Creo que son de Londres. Forman un trío y tienen la piel morena.
—O sea que se diferencian de todos los demás —interrumpió Cafferty.
—El jefe se llama Jacko. Podría ser que estuviesen a las órdenes de uno del Departamento Especial llamado David Steelforth.
—Ya conozco a Steelforth.
Rebus se inclinó sobre la mesa.
—¿De qué?
—Metió en chirona a muchos conocidos míos a lo largo de los años. ¿Está aquí?
—Se aloja en el Balmoral. —Rebus hizo una pausa—. No me importaría saber quién le paga la cuenta del hotel.
—Y pensar que uno cree haberlo visto todo —dijo Cafferty—. Ahora John Rebus me pide que vaya a indagar el Departamento Especial… Tengo la impresión de que esto no tiene nada que ver con Cyril Colliar.
—Ya te he dicho que te lo contaré.
—¿Qué hace en este momento?
—Estoy trabajando.
—¿Nos vemos para tomar una copa?
—No estoy tan sediento.
—Yo tampoco. Era por invitarle.
Rebus reflexionó un instante; casi una tentación. Pero habían colgado. Se sentó y acercó hacia sí un bloc tamaño folio en el que tenía resumidos sus esfuerzos de la tarde.
¿Rencor?
¿Posible víctima?
Acceso a la heroína…
Auchterarder, ¿conexión local?
¿Quién es el próximo?
Entrecerró los ojos mirando la última anotación. Era curioso: igual que el título de un álbum de The Who[2], otro de los preferidos de su hermano Michael. Incluía el tema Won’t Get Fooled Again, que ahora servía de música de fondo al programa CSI. Sintió de pronto ganas de hablar con alguien, tal vez su hija o su mujer. El tirón de la familia. Pensó en Siobhan y en sus padres y trató de no sentirse desairado porque no hubiera querido presentárselos. Ella nunca hablaba de ellos, y la verdad es que no sabía nada de su familia.
—Porque no preguntas —se reprendió en voz alta.
Su móvil le avisó que tenía un mensaje. Remitente: Shiv. Lo abrió.
«¿Puedes venir @ HWG?»
Al Hospital Western General. No había oído ninguna noticia de policías heridos y no había motivos para pensar que ella hubiese estado en Princes Street o aledaños.
«¡Dime si te ha ido bien!»
Marcó de nuevo el número de Siobhan mientras se dirigía al aparcamiento. Sólo daba señal de comunicar. Subió al coche y tiró el móvil sobre el asiento del pasajero, pero sonó al cabo de recorrer unos cincuenta metros. Lo cogió y lo abrió.
—¿Siobhan? —preguntó.
—¿Cómo? —respondió una voz de mujer.
—Diga —dijo entre dientes, conduciendo con una mano.
—Es… Quería hablar… Bueno, es igual.
Se cortó la comunicación. Rebus volvió a tirar el móvil en el asiento, pero rebotó y cayó al suelo. Agarró el volante con las dos manos y pisó fuerte el acelerador.