8

Le despertó el ruido de la llave en la cerradura. La puerta se abrió con un chirrido y lo primero que vio fue un agente joven de uniforme, atónito y con la boca abierta. A su izquierda, el inspector jefe James Macrae con cara de indignación y despeinado. Rebus miró el reloj: casi las cuatro; es decir, la madrugada del lunes.

—¿Tienen una navaja? —preguntó con la boca seca, mostrándoles la muñeca hinchada, la palma y los dedos blancos.

El agente sacó un cortaplumas del bolsillo.

—¿Cómo entró aquí? —preguntó con voz temblorosa.

—¿Quién guardaba el fuerte anoche a las diez?

—Recibimos una llamada —respondió el agente— y cerramos al salir.

Rebus no tenía motivo para dudar de la explicación.

—¿Y cómo fue?

—Fue una falsa alarma. Cuánto lo siento… ¿Por qué no gritó o hizo algo?

—Supongo que no hay nada anotado en el registro.

Las esposas cayeron al suelo y Rebus comenzó a frotarse los dedos para desentumecérselos.

—Nada. Y cuando las celdas están vacías no hacemos inspección.

—¿Sabían que estaban vacías?

—Las vaciamos por si había que encerrar a los alborotadores.

Macrae miró la mano izquierda de Rebus.

—Eso tendrá que verlo un médico —dijo.

—No es nada —replicó Rebus con un rictus—. ¿Cómo me ha encontrado?

—Recibí un mensaje de texto en el teléfono que estaba recargándose en mi estudio; el pitido despertó a mi esposa.

—¿Puedo verlo?

Macrae le tendió el teléfono. En la parte superior de la pantalla aparecía el número desde el que habían llamado con un mensaje en mayúsculas debajo: REBUS EN UN CALABOZO DE DRYLAW. Rebus pulsó el botón de devolver llamada, pero la conexión le remitió a un contestador automático que anunciaba que el número no pertenecía a ningún cliente. Devolvió el teléfono a Macrae.

—Según la pantalla, la llamada fue a medianoche.

Macrae desvió la mirada.

—Tardamos algo en oírlo —dijo en voz baja. Pero a continuación, imbuido de la importancia de su cargo, irguió el torso—. ¿Quieres explicarme qué sucedió?

—Una broma de los muchachos —contestó, improvisando, y sin dejar de flexionar la muñeca izquierda, pero sin traslucir el dolor que sentía.

—¿Nombres?

—Ni nombres, ni castigo, señor.

—¿Y qué contestamos al mensaje?

—Ese número ya no existe, señor.

—Unas copas de más anoche, ¿eh? —comentó Macrae mirándole de arriba abajo.

—Algunas —respondió él—. ¿No habrán dejado un móvil en el mostrador por casualidad? —añadió mirando al agente uniformado.

El joven negó con la cabeza. Rebus se inclinó hacia él.

—Si esto trasciende se reirán a mi cuenta, pero todavía más de vosotros. Las celdas sin revisar, la comisaría sin nadie, la puerta abierta…

—Cerramos la puerta —alegó el agente.

—En cualquier caso, no quedaréis en muy buen lugar, ¿no crees?

Macrae dio una palmadita en el hombro al agente.

—Que todo quede entre nosotros, ¿de acuerdo? Bien, vamos, inspector Rebus, le dejaré en su casa antes de que vuelvan a cerrar las barreras.

Fuera, en la calle, Macrae se detuvo al llegar a su Rover.

—Comprendo que quieras que esto no se sepa, pero ten la seguridad de que, si doy con los culpables, lo sentirán.

—Sí, señor —dijo Rebus—. Lamento haber sido la causa.

—No es culpa tuya, John. Vamos, sube.

Cruzaron Edimburgo en dirección sur sin hablar cuando ya comenzaba a amanecer. Pasaban camionetas de reparto y algún peatón con cara de sueño, pero el nuevo día era una incógnita. Aquel lunes estaba programado el «Carnaval Alegría a Tope», para la policía, eufemismo de disturbios; era el día en que la Clown Army, los Wombles y el Black Bloc entraban en acción y tratarían de cerrar la ciudad. Macrae puso la radio y sintonizó una emisora local a tiempo de escuchar un resumen de noticias: un conato de precintar con cadenas los surtidores de una gasolinera en Queensferry Road.

—Lo del fin de semana fue un aperitivo —comentó Macrae al parar en Arden Street—. Bien, espero que te hayas divertido.

—Ha sido estupendo y relajante, señor —contestó Rebus abriendo la portezuela—. Gracias por traerme —añadió dando unas palmaditas en el techo del coche.

Miró como se alejaba y subió los dos tramos de escaleras buscando las llaves en los bolsillos. No las tenía.

Claro que no: estaban allí, en la cerradura. Lanzó una maldición, abrió y entró con el manojo de llaves apretado en el puño derecho; pasó al vestíbulo de puntillas. No oía ruido ni se veían luces. Llegó con sigilo hasta las puertas de la cocina y el dormitorio y entró en el cuarto de estar. Las notas del caso Colliar no estaban, por supuesto, porque se las había llevado a Siobhan, pero la información que le había recopilado Mairie Henderson sobre Pennen Industries y el diputado Ben Webster yacía esparcida por el suelo. Cogió el móvil de la mesa. Muy amables por devolvérselo. Se preguntó si habrían examinado muy a fondo las llamadas de entrada y salida y los mensajes de texto. En realidad, le tenía sin cuidado porque los borraba al final del día. Lo que no era óbice para que estuvieran ocultos en el chip, y ellos tendrían autoridad para pedir a su compañía telefónica las grabaciones; siendo del SO12 no existirían muchos impedimentos.

Fue al cuarto de baño y abrió el grifo. Siempre tardaba un poco en salir el agua caliente. Se pasaría un buen cuarto de hora bajo la ducha. Miró en la cocina y en los dos dormitorios y no vio nada desordenado, lo que, en sí, tampoco significaba gran cosa. Llenó el hervidor y lo enchufó. ¿Habrían colocado micrófonos? No podía comprobarlo, no sería tan sencillo descubrirlo con sólo destornillar la placa inferior del teléfono. Tenía toda la información sobre Pennen tirada por el suelo, pero no se la habían llevado. ¿Por qué? Porque sabían que no le era difícil reuniría otra vez; al fin y al cabo, era de dominio público y bastaba con darle al ratón.

Porque no tenía importancia.

Porque con ella no iba a llegar a descubrir lo que Steelforth trataba de ocultar.

Y le habían dejado las llaves en la cerradura y el teléfono a la vista para mayor recochineo. Volvió a flexionar la muñeca izquierda, pensando en cómo podía saberse si tenía un coágulo o trombosis. Se llevó el té al cuarto de baño, cerró el grifo del lavabo, se desvistió y se metió en la ducha. Trataría de dejar su mente en blanco sobre las últimas setenta y dos horas escuchando su disco para una isla desierta, pero no acababa de decidir qué canción de Argus le apetecía oír. Estaba considerándolo todavía mientras salía de la ducha secándose, cuando de pronto se encontró tarareando «Tira la espada».

—Eso sí que no —manifestó ante el espejo.

Decidió dormir, después de cinco horas de intranquilidad, encogido sobre una plancha de cemento. Pero primero tenía que recargar el teléfono. Lo enchufó y optó por mirar si tenía mensajes. Había uno de texto del mismo número anónimo: ACORDEMOS UNA TREGUA.

Enviado apenas hacía media hora. Lo que quería decir dos cosas: que sabían que estaba en casa y que el número «inexistente» volvía a funcionar. Pensó en una docena de respuestas, pero al final decidió desenchufarlo otra vez. Tomó otra taza de té y se dirigió al dormitorio.

Pánico en las calles de Edimburgo.

Siobhan nunca había visto aquella tensión en la ciudad. Ni durante los partidos de los dos equipos de fútbol locales, Hibs y Hearts, ni durante las manifestaciones de republicanos y unionistas. El aire era más denso, como surcado por una corriente eléctrica. Y no sólo en Edimburgo; habían montado un Campamento por la Paz en Stirling, donde se habían producido esporádicos brotes de violencia. Y todavía faltaban dos días para el inicio de las reuniones del G-8, pero ya habían llegado algunas delegaciones. Gran número de estadounidenses se alojaban en el balneario de Dunblane, a pocos minutos en coche de Gleneagles; algunos periodistas extranjeros habían encontrado habitación en hoteles más alejados, en Glasgow, y los funcionarios japoneses ocupaban numerosas habitaciones del Sheraton de Edimburgo, cerca del barrio financiero. Por instinto, Siobhan pensó que lo mejor era entrar al aparcamiento del hotel, pero una cadena se lo impedía. Se le acercó un agente uniformado en cuanto bajó el cristal de la ventanilla y le enseñó el carné de policía.

—Lo siento, señora —dijo el agente con cortés acento inglés—. No se puede. Órdenes superiores. Tiene que dar la vuelta. Hay unos imbéciles en la calzada —añadió señalando hacia la entrada a la circunvalación Oeste— y estamos tratando de encauzarlos hacia Cannon Street. Unos payasos, parece ser.

Hizo lo que el agente le indicaba y por fin logró encontrar un sitio en línea amarilla frente al Lyceum Theatre. Cruzó el semáforo, pero en vez de dirigirse a la sede de Standard Life, decidió seguir hasta los carriles de hormigón que formaban una maraña en aquella zona. Al dar la vuelta a la esquina en Canning Street se encontró cortado el paso por un cordón policial. Al otro lado había manifestantes vestidos de negro mezclados con monigotes de circo. Unos payasos; exacto. Era la primera vez que Siobhan veía la Rebel Clown Army. Lucían pelucas rojas y moradas con la cara pintada de blanco; unos enarbolaban plumeros y otros, claveles. En el escudo de un antidisturbios habían pintado un rostro sonriente. También los policías vestían de negro, pero con protectores en rodillas y codos; traje a prueba de puñaladas y casco con visera. Un manifestante había logrado encaramarse a una tapia y meneaba las nalgas desnudas ante la policía. Había gente asomada a las ventanas y obreros mirando. Mucho ruido, pero el furor aún no se había desatado. Al ver que acudía más policía, Siobhan retrocedió a la pasarela de peatones que cruzaba hasta la entrada de la circunvalación Oeste; también allí había mucha más policía que manifestantes, uno de ellos en silla de ruedas con una bandera del león rampante en el respaldo, que ondeaba al viento. El tráfico de entrada a la ciudad estaba atascado y sonaban silbatos, pero los caballos de la policía estaban tranquilos. Una fila de antidisturbios desfiló bajo la pasarela cubriéndose la cabeza con los escudos.

La situación parecía bajo control y no había indicios de que fuese a variar, por lo que Siobhan, finalmente, se dirigió a su destino.

La puerta giratoria que daba paso a la recepción de Standard Life estaba cerrada. Desde el interior la miró un vigilante antes de pulsar el botón para abrir.

—¿Puedo ver su pase, señorita?

—No trabajo aquí —dijo Siobhan enseñando el carné de policía.

El hombre lo cogió y lo examinó, se lo devolvió y le señaló con la cabeza el mostrador de recepción.

—¿Han tenido problemas? —preguntó ella.

—Un par de imbéciles que han intentado entrar. Uno ha escalado por la parte oeste del edificio y creo que está colgado tres pisos más arriba.

—Así nos divertimos todos.

—Yo hago mi trabajo, señorita —dijo el hombre señalando otra vez hacia el mostrador—. Gina la atenderá.

Gina, efectivamente, la atendió. Primero le dio un pase de visitante —«para llevar a la vista en todo momento, por favor»— y luego hizo una llamada a la planta. La sala de espera era de lujo evidente, con sofás, revistas, café y una pantalla de televisión plana en la que se veía un programa de media mañana sobre diseño. Una mujer se acercó a Siobhan con paso veloz.

—¿Es usted la sargento Clarke? La acompaño arriba.

—¿Usted es la señora Jensen?

La mujer negó con la cabeza.

—Siento haberla hecho esperar. Comprenda que son momentos de tensión.

—No tiene importancia. Me he dedicado a pensar qué lámpara de pie voy a comprarme.

La mujer sonrió sin entender la gracia y la condujo hasta los ascensores. Mientras esperaban, se dedicó a mirarse la ropa.

—Hoy venimos todos de paisano —añadió a guisa de justificación por la blusa y los pantalones.

—Es una buena idea.

—Resulta gracioso ver a los hombres en vaqueros y camiseta; algunos son irreconocibles. —Hizo una pausa—. ¿Viene por algo relacionado con los alborotadores?

—No.

—Es que como la señora Jensen no sabía nada…

—Es cuestión mía explicárselo, ¿no cree? —replicó Siobhan con una sonrisa al abrirse las puertas del ascensor.

La placa del despacho de Dolly Jensen testificaba que era Dorothy Jensen, sin indicar su cometido. Debía de tener un cargo importante. La secretaria de Jensen llamó a la puerta y se retiró a su mesa. Era una planta sin divisorias donde muchas caras desviaron la mirada de la pantalla del ordenador hacia la recién llegada. Había empleados junto a las ventanas, taza en mano, mirando a la calle.

—Adelante —dijo una voz.

Siobhan abrió la puerta, la cerró a sus espaldas y estrechó la mano de Dorothy Jensen, quien la invitó a sentarse.

—¿Sabe por qué he venido? —preguntó.

—Tom me habló de ello —dijo Jensen arrellanándose en el asiento.

—Ha estado ocupada desde entonces, ¿verdad?

Jensen miró la mesa. Tenía la misma edad que su marido y era ancha de espaldas y de rostro masculino. Su pelo negro —las canas teñidas— le caía en ondas perfectas hasta los hombros. Lucía al cuello un sencillo collar de perlas.

—No me refiero al despacho, señora Jensen —añadió Siobhan en tono irritado—, sino en su casa, borrando las huellas de su página de Internet.

—¿Es un delito?

—Se llama «obstrucción a la investigación». Hay quien ha comparecido ante los tribunales por esa causa. Incluso, en ocasiones, se acusa de conspiración criminal.

Jensen cogió un bolígrafo de la mesa y le dio vueltas, abriéndolo y cerrándolo. Siobhan se alegró de haber quebrado sus defensas.

—Necesito todo lo que tenga, señora Jensen. Documentos, direcciones electrónicas, nombres. Tenemos que interrogar a esas personas, y a usted y a su esposo, si queremos capturar al asesino. —Hizo una pausa—. Ya sé lo que estará pensando, su esposo nos dijo lo mismo y comprendo lo que sentían. Pero tiene que entender que quien haya cometido esos homicidios no va a parar. Puede haber bajado los datos de todos los que aparecían en la página y eso les convierte en posibles víctimas, no muy distintas a Vicky.

Al oír el nombre de su hija Jensen clavó los ojos en Siobhan, pero no tardaron en llenársele de lágrimas. Dejó caer el bolígrafo y abrió un cajón, de donde sacó un pañuelo para enjugárselas.

—Lo intenté… Intenté perdonar, ¿sabe? El perdón, al fin y al cabo, es algo que enaltece, ¿no? —Forzó una risa falsa—. Esos hombres fueron a la cárcel en castigo, pero también esperábamos que cambiasen. Los que no cambian… ¿de qué sirven? Vuelven a la sociedad e incurren en sus delitos una y otra vez.

Siobhan conocía bien el razonamiento y ella misma lo había pensado muchas veces. Pero guardó silencio.

—No mostró ningún arrepentimiento, ningún indicio de culpabilidad ni de compasión… ¿Qué clase de ser es ese? ¿Un ser humano? En el juicio, la defensa insistió en que era hijo de padres separados, que se drogaba, categorizándolo como forma de vida «caótica». Pero fue él quien decidió la ruina de Vicky, quien impuso su violencia. No hay nada caótico en eso —añadió Jensen con voz trémula, tras lo cual suspiró hondo, se enderezó en el asiento y se fue calmando poco a poco—. Trabajo en los seguros en asuntos de elección y riesgo, y sé muy bien de qué hablo.

—¿Hay papeles impresos, señora Jensen? —preguntó Siobhan con voz queda.

—Algunos —contestó Jensen—. No muchos.

—¿Y correos electrónicos? Habrá contestado a los que entraban en la página…

Jensen asintió despacio con la cabeza.

—Sí, a los padres de las víctimas. ¿Son también sospechosos?

—¿Cuándo podrá entregármelos?

—¿Debo hablar con mi abogado?

—Tal vez sea buena idea. Mientras tanto, voy a enviar a su casa a un técnico en informática. Yendo a su domicilio nos ahorra llevarnos el ordenador.

—Muy bien.

—Se llama Bain —«Eric Bain el de la novia pechugona». Siobhan se rebulló en el asiento y se aclaró la garganta—. Es sargento, como yo. ¿A qué hora de esta tarde le viene bien?

—Tienes aspecto de enfermo —dijo Mairie Henderson a Rebus, que se esforzaba por acoplarse en el asiento de su coche deportivo.

—No he dormido bien —replicó él. Lo que no le dijo fue que le había despertado su llamada a las diez—. ¿Puede echarse este asiento más hacia atrás?

Ella se agachó y presionó una palanca que disparó el asiento hacia atrás. Rebus se volvió para ver qué espacio quedaba a su espalda.

—Conozco todos los chistes de Douglas Bader —le advirtió ella— y todos los de piernas.

—Pues ya la he pringado —dijo él abrochándose el cinturón de seguridad—. Por cierto, gracias por la invitación.

—Pagarás tú las copas.

—¿De qué copas hablas?

—Es el pretexto para presentarnos allí —contestó ella yendo hacia el final de Arden Street. Girando a la derecha y luego a la izquierda saldrían a Grange Road y de allí a Prestonfield House en cinco minutos.

El Hotel Prestonfield House era uno de los secretos a voces de Edimburgo. Rodeado de chalés de los años treinta y con vistas a los suburbios de Craigmillar y Niddrie, no parecía estar en el lugar ideal para una mansión de estilo regional escocés, pero el vasto terreno que lo circundaba, incluido un campo de golf, le confería intimidad. La única ocasión en que había aparecido en los periódicos, que Rebus supiera, fue cuando un diputado del Parlamento escocés quiso prender fuego a las cortinas al final de una fiesta.

—Quería preguntártelo por teléfono —dijo Rebus.

—¿El qué?

—¿De qué conoces este sitio?

—Contactos, John. Un periodista no debe salir de casa si no los tiene.

—Lo que sí te has dejado en casa son los frenos de esta trampa mortífera.

—Es un coche para correr y no reacciona bien si va despacio —replicó ella, aunque levantó un poco el pie del acelerador.

—Gracias —dijo él—. Bueno, ¿cuál es el acontecimiento?

—Un desayuno, larga su rollo y almuerzo.

—¿Dónde exactamente?

Ella se encogió de hombros.

—En una sala de reuniones, supongo. Quizás en el restaurante del almuerzo —dijo señalando la entrada de coches del hotel.

—¿Y nosotros a qué venimos?

—En busca de un poco de tranquilidad y de paz huyendo del jaleo de esta semana. Y a tomarnos un té para dos.

Unos empleados aguardaban ya a la entrada y Mairie les expuso lo que deseaban. Había una habitación a la izquierda donde podían complacerles, y otra a la derecha, después de una puerta cerrada.

—¿Se celebra algo ahí? —preguntó Mairie señalándola.

—Hay una reunión de negocios —contestó el empleado.

—Bien, si no meten mucho jaleo, estaremos bien aquí —dijo ella entrando en la habitación contigua.

Rebus oyó graznido de faisanes afuera en el césped.

—¿Desean tomar té? —preguntó el joven.

—Para mí, café —dijo Rebus.

—Yo, té con menta, si tienen —dijo Mairie—. Si no, manzanilla.

Nada más salir el empleado, ella pegó el oído a la pared.

—Yo pensaba que la electrónica había sustituido a lo de escuchar a través de las paredes —comentó Rebus.

—Si está a tu alcance —musitó Mairie apartando el oído—. Sólo se oyen susurros.

—Reserva la primera página.

Mairie, sin hacerle caso, acercó una silla a la puerta para ver si alguien entraba o salía de la reunión.

—Seguro que el almuerzo es a las doce en punto, con lo que el anfitrión se gana sus simpatías —dijo mirando el reloj.

—Yo traje a una mujer a almorzar aquí una vez —comentó Rebus pensativo—. Después tomamos café en la biblioteca. Está en el piso de arriba y tiene unas paredes como de cuajada roja. Me dijeron que era cuero.

—¿Forro de cuero? Qué estrafalario —comentó Mairie con una sonrisa.

—Por cierto, no te he dado las gracias por no haber perdido tiempo en contarle a Cafferty las novedades sobre Cyril Colliar —añadió él mirándola a los ojos, y ella tuvo el buen talante de ruborizarse ligeramente.

—No hay de qué —dijo.

—Es muy agradable saber que cuando yo te doy una información confidencial tú se la pasas al peor bandido de Edimburgo.

—Ha sido una vez, John.

—Una vez muy a menudo.

—La muerte de Colliar le tiene atormentado.

—Como me gusta a mí verlo.

Ella esbozó una sonrisa cansada.

—Una sola vez; por favor… —repitió—. Y no te olvides de agradecerme el gran favor que te hago.

Rebus optó por no contestar y salió al vestíbulo. El mostrador de recepción quedaba al fondo, a continuación del restaurante. Había cambiado algo desde que él se hubo gastado media paga en aquella invitación. Los cortinajes eran pesados, los muebles raros y había flecos por doquier. Un hombre de piel oscura con traje azul de seda pasó junto a él y le dirigió una leve reverencia.

—Buenos días —dijo Rebus.

—Buenos días —respondió el hombre, en tono seco—. ¿Está a punto de acabar la reunión?

—No lo sé.

—Lo siento, creí que tal vez… —dijo el hombre repitiendo la reverencia y, dejando la frase en el aire, continuó hasta la puerta, a la que llamó antes de entrar.

Mairie se había asomado a mirar.

—No ha llamado de ningún modo raro —comentó Rebus.

—No es una reunión de masones.

Rebus no estaba muy seguro. Al fin y al cabo, ¿qué era el G-8, sino un club privado?

Volvió a abrirse la puerta y salieron dos hombres, que fueron hasta el camino de entrada de coches, donde se pararon a encender un cigarrillo.

—Debe de ser el descanso para el almuerzo —aventuró Rebus y entró con Mairie en el reservado para mirar a los que salían.

Algunos tenían aspecto africano y otros parecían asiáticos y de Oriente Medio, e incluso vestían lo que debía de ser el atuendo típico de sus respectivos países.

—Quizá de Kenia, de Sierra Leona o de Nigeria —musitó Mairie.

—Lo que quiere decir que no tienes ni idea —replicó Rebus en voz baja.

—La geografía nunca fue mi fuerte —dijo ella cruzando los brazos.

Un hombre de imponente estatura se unió al resto, estrechando manos y hablando con unos y otros. Rebus lo reconoció por los recortes de prensa de Mairie. Tenía un rostro alargado, bronceado, con arrugas, y pelo castaño con algo de tinte. Llevaba un traje de raya diplomática e impecable camisa blanca de puños almidonados; sonreía a todos y parecía conocerles personalmente. Mairie retrocedió unos pasos dentro del reservado, pero Rebus permaneció en el umbral de la puerta. Richard Pennen era fotogénico, y aunque en persona su rostro era algo más escuálido y de párpados más pesados, no dejaba de tener un aspecto insultantemente saludable, como si hubiera pasado el fin de semana en una playa tropical. Le flanqueaban sus secretarios, susurrándole datos al oído, como garantía de que aquella fase de la jornada, igual que la anterior y la sucesiva, discurriría sin el menor tropiezo.

De pronto un empleado tapó la visión a Rebus. Llevaba la bandeja con el té y el café y, al apartarse para dejarle pasar, Rebus advirtió que había llamado la atención de Pennen.

—Creo que es tu ronda —dijo Mairie.

Rebus se dio la vuelta para entrar en el reservado y pagar la consumición.

—Vaya, vaya, el inspector Rebus.

La profunda voz era la de Richard Pennen. Estaba a pocos pasos de la puerta, flanqueado por sus secretarios.

Mairie dio unos pasos hacia él y le tendió la mano.

—Señor Pennen, soy Mairie Henderson. Qué terrible tragedia, la otra noche en el castillo…

—Terrible —repitió Pennen.

—Tengo entendido que usted asistía a la cena.

—Efectivamente.

—Es una periodista, señor —dijo uno de los secretarios.

—Nunca lo habría pensado —añadió Pennen con una sonrisa.

—Me pregunto yo —añadió Mairie lanzada— ¿por qué pagaba usted la estancia del señor Webster en el hotel?

—Yo no. Mi empresa.

—¿Cuál es su interés en la reducción de la deuda, señor?

Pero Pennen centraba su atención en Rebus.

—Me dijeron que quizá me lo encontraría —dijo.

—Qué bien que cuente con el comandante Steelforth en su equipo.

Pennen miró a Rebus de arriba abajo.

—La descripción que me dio no le hace justicia, inspector —dijo.

—De todos modos, fue muy amable en tomarse la molestia.

«Porque quiere decir que le he puesto nervioso», pensó en añadir Rebus.

—¿Se da cuenta de lo que le puede caer si diéramos parte de esta intromisión?

—Estamos tomando una taza de té, señor —replicó Rebus—. En mi opinión, es más bien usted quien se entromete.

Pennen volvió a sonreír.

—Muy ingenioso —comentó volviéndose hacia Mairie—. Ben Webster era un excelente diputado y secretario del parlamento, señorita Henderson, y muy escrupuloso en sus funciones. Como sabrá, cualquier obsequio en metálico de parte de mi empresa debe figurar en la lista de patrimonio de los diputados.

—No ha respondido a mi pregunta.

A Pennen le tembló la mandíbula y respiró hondo.

—Pennen Industries realiza la mayor parte de sus negocios en el extranjero, pregunte a su redactor jefe de economía y se enterará de la importancia de nuestro volumen de exportación.

—De armas —añadió Mairie.

—De tecnología —replicó Pennen—. Y es más, destinamos dinero a algunos de los países más pobres. Es de lo que se ocupaba Ben Webster —añadió volviendo a mirar a Rebus—. No hay ninguna tapadera, inspector. David Steelforth se limita a cumplir con su deber. En los próximos días se firmarán seguramente muchos contratos y se dará luz verde a grandes proyectos. Se han hecho los contactos para asegurar puestos de trabajo. No se trata del tipo de asunto de buena conciencia que los medios de comunicación dan a entender. Bien, si me disculpan… —añadió dándoles la espalda, para regocijo de Rebus al ver que en el tacón de sus elegantes zapatos de cuero negro llevaba pegado algo que habría apostado que era mierda de faisán.

Mairie se dejó caer en el sofá, que crujió como quejándose.

—Maldita sea —exclamó sirviéndose té.

Rebus notó el olor a menta y se sirvió de la pequeña cafetera.

—Repíteme cuánto cuesta todo esto —dijo.

—¿El G-8? —Mairie aguardó a que él asintiera con la cabeza y expulsó aire como tratando de recordar—. ¿Ciento cincuenta?

—¿Millones?

—Millones.

—Y todo para que hombres de negocios como el señor Pennen puedan seguir comerciando.

—Hombre, puede que sea por «algo» más —añadió Mairie sonriendo—, pero tienes razón; en cierto sentido las decisiones ya están tomadas.

—Así que lo de Gleneagles no será más que un bonito banquete y unos cuantos apretones de manos ante las cámaras.

—Para publicidad de Escocia —aventuró Mairie.

—Sí, claro —comentó Rebus apurando el café—. Tal vez debiéramos quedarnos a almorzar y ver si podemos fastidiar un poco más a Pennen.

—¿Estás seguro de que puedes pagarlo?

Rebus miró a su alrededor.

—Por cierto, ese lacayo no me ha devuelto el cambio.

—¿El «cambio»? —dijo Mairie riendo.

Rebus comprendió y decidió vaciar la cafetera hasta la última gota.

Según informaba el noticiario televisivo, el centro de Edimburgo era zona de guerra.

A las dos y media del lunes normalmente en Princes Street había gente cargada de bolsas, y en el contiguo parque de los Gardens gente paseando o descansando en sus bancos conmemorativos.

Aquel lunes no.

El presentador cortó para dar paso a imágenes de la protesta en la base naval de Faslane, albergue de los cuatro submarinos Trident de Gran Bretaña, asediada por unos dos mil manifestantes. La policía de Fife se hacía cargo del control de la carretera del puente Forth por primera vez en la historia, parando a todos los coches en dirección norte para hacer un registro. Las carreteras que salían de la capital estaban bloqueadas por sentadas de manifestantes y cerca del Campamento por la Paz en Stirling se habían producido refriegas.

En Princes Street había disturbios y la policía esgrimía las porras en plan disuasorio tras unos escudos redondos que Siobhan no había visto hasta entonces. En la zona de Canning Street seguía habiendo jaleo y los manifestantes cortaban el tráfico en el distribuidor del sector Oeste. El estudio volvió a dar la imagen de Princes Street. Los manifestantes eran pocos comparados no ya con los agentes de policía, sino con las cámaras. Había muchos empujones por ambos bandos.

—Intentan provocar el enfrentamiento —dijo Eric Bain, que había ido a Gayfield para mostrar a Siobhan lo poco que había descubierto.

—Podía haber esperado a que hubieras ido a casa de la señora Jensen —comentó ella.

Bain se encogió de hombros.

Estaban solos en la oficina del DIC.

—¿Ves lo que hacen? —dijo Bain señalando la pantalla—. Un manifestante se adelanta y retrocede entre la multitud, el agente más próximo esgrime la porra y los periodistas toman una foto de algún infeliz en primera fila que recibe el golpe, mientras que el provocador desaparece en las filas de atrás, y espera la ocasión para repetirlo.

—Y así parece que actuamos con mano dura —comentó Siobhan, asintiendo con la cabeza.

—Que es lo que pretenden los alborotadores —añadió Bain cruzando los brazos—. Después de Génova han aprendido muchos trucos.

—Y nosotros también —dijo Siobhan—. En primer lugar la estrategia de contención. Ya hace cuatro horas que tienen acorralado al grupo de Canning Street.

En el estudio de televisión uno de los presentadores dio línea directa a Midge Ure, que exhortaba a los manifestantes a marcharse a casa.

—Lástima que no puedan verle —comentó Bain.

—¿Vas a hablar con la señora Jensen? —preguntó Siobhan.

—Sí, jefa. ¿Hasta dónde debo presionarla?

—Yo ya la he advertido de que podríamos acusarla de obstrucción a la justicia. Recuérdaselo —añadió escribiendo la dirección de los Jensen en una hoja de la libreta, que arrancó y tendió a Bain.

Este miraba otra vez la pantalla del televisor con más escenas de Princes Street; había manifestantes encaramados al monumento de Escocia y otros traspasaban la verja del parque, daban patadas a los escudos, arrojaban a la policía terrones de tierra y a continuación, bancos y papeleras.

—Se está poniendo feo —musitó Bain. La pantalla centelleó y apareció otro escenario: Torphichen Street, sede de la comisaría del West End. Allí lanzaban palos y botellas—. Menos mal que no estamos cercados allí.

—No; pero lo estamos aquí —comentó Siobhan.

—¿Preferirías encontrarte en pleno jaleo? —preguntó él mirándola.

Siobhan se encogió de hombros y miró a la pantalla. Una mujer llamaba al estudio de televisión a través del móvil; había salido de compras y se encontraba atrapada como tantos otros en la sucursal de British Home Stores de Princes Street.

—Nosotros somos simples espectadores —decía— y lo que queremos es salir, pero la policía nos trata como si fuéramos alborotadores… Madres con niños, ancianos…

—¿La policía se emplea con mano dura? —preguntó el presentador del estudio.

Siobhan cambió de canales con el mando a distancia: Colombo en uno, Diagnosis: Asesinato en otro, y una película en el canal cuatro.

—Es Kidnapped —dijo Bain—. Es estupenda.

—Lo siento —dijo ella, buscando otro canal de noticias.

Los mismos disturbios captados desde otro ángulo y el mismo manifestante de Canning Street seguía sentado en lo alto de la tapia, balanceando las piernas, y sólo se le veían los ojos por la abertura del pasamontañas. Tenía un móvil arrimado al oído.

—Eso me recuerda —dijo Bain— que me ha llamado Rebus para preguntarme cómo es posible que un número fuera de servicio siga en activo.

Siobhan le miró.

—¿Te dijo para qué? —Bain negó con la cabeza—. ¿Y tú qué le has dicho?

—Se puede clonar la tarjeta del móvil o configurarlo para hacer llamadas únicamente —respondió Bain encogiéndose de hombros—. Hay muchas maneras de hacerlo.

Siobhan asintió con la cabeza y volvió a mirar la pantalla. Bain se pasó una mano por la nuca.

—¿Qué te pareció Molly? —preguntó.

—Eres un hombre afortunado, Eric.

—Es lo que me digo yo —replicó con una sonrisa de oreja a oreja.

—Dime una cosa —añadió Siobhan reprochándose en su interior plantear semejante pregunta—, ¿es siempre tan nerviosa?

A Bain se le borró la sonrisa del rostro.

—Perdona, Eric, no he debido decirlo.

—Tú le has caído bien —añadió Bain—. Es un trozo de pan.

—Es estupenda —dijo Siobhan, sintiendo que fingía—. ¿Cómo os conocisteis?

Bain se quedó helado un instante.

—En una discoteca —respondió, sobreponiéndose.

—No pensaba yo que se te diera el baile, Eric —dijo ella mirándole.

—Molly baila divinamente.

—Tiene cuerpo para ello…

Sintió alivio al oír sonar su móvil. Esperaba con toda su alma que fuese una excusa para irse de allí, pero era el número de sus padres.

—Diga.

Al principio pensó que el ruido eran parásitos de la línea, pero inmediatamente comprendió que oía gritos, abucheos y silbidos. Los mismos ruidos del reportaje sobre Princes Street.

—¿Mamá? —dijo—. ¿Papá?

Oyó una voz: era su padre.

—Siobhan, ¿me oyes?

—¿Papá? ¿Qué demonios hacéis ahí?

—Tu madre…

—¿Qué? Papá, dile que se ponga, haz el favor.

—Tu madre…

—¿Qué ocurre?

—Estaba sangrando… La ambulancia…

—¡Papá, no se te oye! ¿Dónde estáis exactamente?

—El quiosco… El parque… Gardens…

La comunicación se cortó. Siobhan miró el pequeño rectángulo de la pantalla.

—Llamada perdida —musitó.

—¿Qué sucede? —preguntó Bain.

—Son mis padres… Están ahí —añadió señalando el televisor con la barbilla—. ¿Me llevas en tu coche?

—¿Adónde?

—Ahí —respondió ella esgrimiendo un dedo contra la pantalla.