7

Siobhan vio la marcha con sus cantos antibelicistas, sus pancartas y la policía cubriendo la carretera en previsión de disturbios. Notó el olor dulzón del cannabis, pero dudaba mucho que detuvieran a nadie por ello: así constaba en las instrucciones para la operación Sorbus.

«Si pasan fumando a su lado, deténganlos; si no, déjenlos…»

Quien eligiera a sus víctimas en la página Vigilancia de la Bestia tenía acceso a la heroína. Volvió a pensar en el aparentemente afable Thomas Jensen. Los veterinarios, aunque no tuvieran acceso a la heroína, podían cambiarla por otros productos.

Acceso a la heroína y rencor. Aquellas dos amigas de Vicky que fueron con ella a la discoteca y la acompañaron en el autobús… Tal vez convendría interrogarlas.

Y el golpe en la cabeza, siempre por detrás… Era alguien físicamente más débil que las víctimas, y las tumbaba previamente para ponerles la inyección. ¿Se habría ensañado con Trevor Guest por no haber logrado noquearlo? ¿O era prueba de que el asesino perdía los estribos, se hacía más sádico y le tomaba gusto al crimen?

Pero Guest era la segunda víctima; con la tercera, Cyril Colliar, no se había ensañado. ¿Sería porque tal vez de pronto apareció alguien y el asesino había huido sin darse esa satisfacción? ¿Habría vuelto a matar? En caso de…, Siobhan dio un chasquido con la lengua. «Él o ella», dijo para sus adentros.

«Bush, Blair, CIA, ¿cuántos niños habéis matado hoy?»

La multitud coreaba la consigna iniciando la subida a Calton Hill, y Siobhan siguió a aquellos miles de personas camino del punto de concentración. Hacía un viento frío que soplaba con ganas en la cumbre, donde la panorámica abarcaba Fife y la parte oeste de Edimburgo, Holyrood y el Parlamento al sur, acordonados día y noche. Siobhan recordó que Calton Hill era otro de los volcanes extinguidos de Edimburgo; el castillo se alzaba sobre uno de ellos, y el tercero era Arthur’s Seat. Allí en la cumbre de Calton Hill había un observatorio y varios monumentos; el mejor de todos era el «fallo», el lateral de lo que había querido ser réplica del Partenón de Atenas y cuyo lunático mecenas había muerto sin concluir. Allí subía la gente de la marcha mientras el resto se congregaba alrededor para escuchar los discursos. Una joven, ajena a todo, bailaba canturreando y dando vueltas.

—No esperábamos verte aquí, cariño.

—Pues yo sí —dijo Siobhan abrazando a sus padres—. Ayer no conseguí dar con vosotros en los Meadows.

—¿A que fue estupendo?

El padre de Siobhan se echó a reír.

—Tu madre pasó todo el rato llorando de emoción —dijo.

—Fue impresionante —comentó ella.

—Fui por la noche a buscaros al campamento.

—Es que salimos a tomar una copa.

—¿Con Santal? —preguntó Siobhan como sin darle importancia y pasándose la mano por la cabeza tratando de borrar una voz interior: «¡Vuestra hija soy yo, no ella!».

—Vino con nosotros pero no estuvo mucho tiempo.

La multitud aplaudió y vitoreó al primer orador.

—Después hablará Billy Bragg —dijo Teddy Clarke.

—Podríamos ir a comer algo —dijo Siobhan—. Hay un restaurante en Waterloo Place.

—¿Tú tienes hambre, querido? —preguntó Eve Clarke a su esposo.

—Pues no.

—Yo tampoco.

Siobhan se encogió de hombros.

—Bueno; tal vez más tarde.

Su padre se llevó un dedo a los labios.

—Van a empezar —dijo en un susurro.

—¿El qué? —preguntó Siobhan.

—A nombrar a los muertos.

Efectivamente: comenzó la lectura de mil víctimas de la guerra de Irak, gentes de todos los bandos implicados en el conflicto. Mil nombres que los oradores leerían por turnos mientras el público guardaba silencio. Incluso la joven dejó de bailar y permaneció inmóvil mirando al vacío. Siobhan retrocedió unos pasos en un momento dado al darse cuenta de que tenía encendido el móvil; lo sacó del bolsillo y lo conectó en modo de vibración, alejándose un poco más hasta donde aún se oía los nombres de la lista. Desde allí veía el estadio Hibernian a sus pies, vacío tras la temporada; el Mar del Norte estaba en calma y Berwick Law al este parecía otro volcán apagado. Y la ristra de nombres proseguía, haciendo surgir en ella una sonrisa sombría y triste.

Porque aquello era lo que hacía ella a lo largo de su vida laboral. Nombrar a los muertos; tomaba nota de los últimos datos de su vida y trataba de averiguar quiénes eran, por qué habían muerto, daba voz a los olvidados y a los desaparecidos en un mundo cargado de víctimas que confiaban en ella y otros policías. Como Rebus, que se atormentaba en cada uno de los casos; o que dejaba que le atormentasen; él nunca desistía, porque eso habría sido la última ofensa a aquellos nombres. Vibró su teléfono y se lo llevó al oído.

—Sí que fueron rápidos —dijo Eric Bain.

—¿Ya no está la página?

—No.

Siobhan lanzó una maldición para sus adentros.

—¿Has conseguido algo?

—Alguna cosilla. Pero no he podido trabajar mucho con la máquina que tengo en casa.

—¿No has podido recuperar ninguna lista de suscriptores?

—Me temo que no.

Otro orador había sustituido al anterior al micrófono y los nombres continuaban.

—¿Te queda algo más por intentar? —preguntó ella.

—Desde la oficina sí; tal vez un par de trucos.

—¿Mañana?

—Si no me copan los del G-8. —Hizo una pausa—. Me alegró verte, Siobhan. Siento que hayas tenido que ver a…

—Eric —dijo tajante—. No.

—¿No, qué?

—Todo y nada. Dejémoslo, ¿de acuerdo?

Se hizo un largo silencio al otro lado.

—¿Seguimos siendo amigos? —preguntó él finalmente.

—Por supuesto. Llámame mañana —dijo ella cortando la comunicación. Forzosamente, porque si no, no habría podido evitar decirle: «Que te aproveche tu novia nerviosa, melindres y pechugona… Seréis muy felices».

Cosas más raras se habían visto.

Contempló a sus padres por detrás. Se agarraban de la mano y su madre reclinaba la cabeza en el hombro de su padre. Casi se le saltaron las lágrimas, pero las contuvo. Recordó a Vicky Jensen echando a correr hacia su cuarto, y a Molly, avergonzándose. Las dos atemorizadas ante la vida. Cuando era adolescente, ella había echado a correr de muchas habitaciones donde estuvieran sus padres, por rabietas, rupturas, contiendas entre inteligencias, juegos de poder. Ahora, lo único que deseaba era estar allí detrás de ellos; lo deseaba, pero era incapaz. Se alejó cincuenta pasos más anhelando que volviesen la cabeza.

Pero sus padres sólo escuchaban nombres de personas desconocidas.

—Le agradezco que haya venido —dijo Steelforth levantándose, tendiendo la mano a Rebus.

Le aguardaba en el Hotel Balmoral, sentado, con las piernas cruzadas. Rebus le había hecho esperar un cuarto de hora, que dedicó a pasear de arriba abajo por delante del hotel, echando ojeadas al interior, receloso de alguna trampa. La marcha de Parad la Guerra había concluido, pero aún vio la cola avanzando despacio por Waterloo Place. Siobhan le había dicho que iba a ir a ver si encontraba a sus padres.

—Tienes poco tiempo que dedicarles —comentó él comprensivo.

—Y viceversa —musitó ella.

Había guardia de seguridad en la puerta del hotel; no el simple portero de librea y el conserje —distinto al de la noche anterior—, sino unos de paisano que supuso que serían agentes al mando de Steelforth. El del Departamento Especial estaba más acicalado que nunca, con traje de raya diplomática de chaqueta cruzada. Tras darle la mano hizo un gesto en dirección al Palm Court.

—¿Un whisky?

—Depende de quién pague.

—Permítamelo a mí.

—En ese caso —le previno Rebus—, tomaré uno doble.

Steelforth soltó una carcajada forzada. Encontraron mesa en un rincón y apareció una camarera como por arte de ensalmo.

—Carla —dijo Steelforth—, queremos un par de whiskys. Dobles —añadió mirando a Rebus.

—Laphroaig —dijo él—. Cuanta más solera, mejor.

Carla les dirigió una inclinación de cabeza y se fue. Steelforth se alisó la chaqueta en espera de que se hubiera alejado lo suficiente para iniciar la conversación. Pero Rebus optó por tomarle la delantera.

—¿Qué intenta, echar tierra sobre el diputado muerto? —preguntó en voz alta.

—¿A qué tengo que echar tierra?

—Dígamelo usted.

—Por lo que yo puedo determinar, inspector Rebus, su propia investigación hasta el momento no ha progresado más allá de una entrevista personal con la hermana del finado. —Tras dejar de alisarse la chaqueta, Steelforth cruzó las manos—. Una entrevista efectuada, además, lamentablemente apenas acababa ella de cumplir con el formalismo de la identificación. —Hizo una pausa teatral—. No pretendo ofenderle, inspector.

—No me considero ofendido, comandante.

—Por supuesto, es posible que se haya ocupado de otros menesteres. He sabido que dos periodistas han estado removiendo las brasas.

Rebus fingió sorpresa. Mairie Henderson y el de noticias del Scotsman con quien había hablado por teléfono. Les debía un favor.

—Bueno —dijo Rebus—, como no hay nada que ocultar, supongo que la prensa no llegará muy lejos. —Hizo una pausa—. Dijo que iban a arrebatarme la investigación, pero no parece que haya sido así.

Steelforth alzó los hombros.

—Porque no hay nada que investigar. Dictamen: muerte por accidente —añadió, separando las manos al ver que llegaban las bebidas con una jarrita de agua y un cuenco con cubitos de hielo.

—¿Desea dejar la cuenta abierta? —preguntó la camarera.

Steelforth miró a Rebus y negó con la cabeza.

—Sólo tomaremos uno —dijo firmando la nota con el número de habitación.

—¿Es a cargo del contribuyente —preguntó Rebus— o hay que agradecérselo al señor Pennen?

—Richard Pennen es título de honor para este país —replicó Steelforth sirviéndose agua en exceso—. La economía escocesa, en concreto, se resentiría sin su contribución.

—No sabía que el Balmoral fuese tan caro.

Steelforth entrecerró los ojos.

—Estoy hablando de puestos de trabajo en Defensa, como sabe de sobra.

—¿Y si le interrogo sobre el fallecimiento de Ben Webster?

Steelforth se inclinó sobre la mesa.

—Supongo que comprenderá que merece un trato deferente.

Rebus olfateó el aroma de la malta y se llevó el vaso a los labios.

—Salud —dijo Steelforth con un gruñido.

Slainte —respondió Rebus.

—Tengo entendido que usted es amigo de su buen vaso de whisky —añadió Steelforth—. Quizá algo más que un simple vaso.

—Ha hablado con las personas adecuadas.

—A mí, que alguien beba no me importa… siempre que no afecte a su trabajo. Pero también he oído que afecta a su percepción.

—A mi percepción del carácter no —dijo Rebus dejando el vaso en la mesa—. Sobrio o curda, sé muy bien que es usted un cabronazo de primera.

Steelforth fingió un brindis con su vaso.

—Iba a ofrecerle algo para compensar su decepción —dijo.

—¿Le parezco decepcionado?

—En el caso de Ben Webster no va a llegar a ninguna parte; suicidio o no suicidio.

—¿De pronto habla ahora de suicidio? ¿Quiere eso decir que hay una nota?

—¡No hay ninguna maldita nota! —exclamó Steelforth perdiendo la paciencia—. No hay nada de nada.

—Un suicidio muy raro, ¿no cree?

—Muerte casual.

—Esa es la versión oficial —comentó Rebus alzando de nuevo el vaso—. ¿Qué es lo que iba a ofrecerme?

Steelforth le miró un instante y contestó:

—Hombres a mis órdenes para ese caso de homicidio del que se encarga. He sabido que ya son tres víctimas, y me imagino que no dará abasto. En este momento sólo se ocupan de ello usted y la sargento Clarke, ¿no es así?

—Más o menos.

—Yo dispongo aquí de muchos hombres, Rebus. Muy buenos agentes y con diversidad de especialistas entre ellos.

—¿Y nos los va a prestar?

—Esa era mi intención.

—¿Para que podamos concentrarnos en los homicidios y abandonemos el caso del parlamentario? —Rebus fingió exageradamente reflexionar sobre la propuesta, llegando incluso a juntar las manos y a apoyar la barbilla en la punta de los dedos—. Los centinelas del castillo dijeron que hubo un intruso —añadió en voz baja como si hablara consigo mismo.

—No hay pruebas de ello —replicó Steelforth, al quite.

—Tampoco se ha aclarado por qué estaba Webster en la muralla.

—Saldría a respirar aire fresco.

—¿Se disculpó por abandonar la sala del banquete?

—Estaría cargado. El oporto, los puros…

—¿Dijo que salía? —preguntó Rebus mirando a Steelforth.

—No concretamente. La gente se levantaba para ir a estirar las piernas.

—¿Ha interrogado a todo el mundo? —añadió Rebus.

—A casi todos —respondió el del Departamento Especial.

—¿Al secretario de Asuntos Exteriores? —añadió Rebus esperando una respuesta que no llegó—. No, creo que no. ¿Y a las delegaciones extranjeras?

—A algunas sí. He hecho bastante de lo que habría hecho usted, inspector.

—Usted no sabe lo que yo habría hecho.

Steelforth asintió con una leve inclinación de cabeza. No había tocado su bebida.

—¿Y no tiene dudas? —añadió Rebus—. ¿Ninguna pregunta que hacer?

—Ninguna.

—Pero no sabe por qué ocurrió —dijo Rebus meneando la cabeza despacio—. Usted, Steelforth, no tiene nada de policía, ¿sabe? Será un as estrechando manos y en reuniones informativas, pero en lo que a indagaciones respecta apuesto a que no tiene la menor idea. Es un adorno; nada más —añadió levantándose.

—¿Y qué es usted exactamente, inspector Rebus?

—¿Yo? —replicó Rebus pensativo un instante—. Yo soy el conserje, digamos; el que le sigue los pasos. —Hizo una pausa buscando cómo rematar la frase—. Le sigue los pasos y le corta el paso, si hace falta.

Mutis por la derecha del escenario.

Antes de abandonar el Balmoral, en el vestíbulo, fue a echar un vistazo al restaurante, cruzando la antesala como quien no quiere la cosa pese a los esfuerzos del personal. Estaba lleno, pero no vio a Richard Pennen en ninguna mesa. Subió la escalinata hasta Princes Street y decidió pasarse por el Café Royal. El pub estaba extrañamente tranquilo.

—Un día fatal —comentó el encargado—. A muchos clientes ni les veremos el pelo estos días.

Después de tomarse dos copas, Rebus caminó por George Street. Habían interrumpido las obras por orden del ayuntamiento y reordenaban la calle con un nuevo sistema de dirección única, complicando la confusión de los conductores. Hasta los agentes de tráfico pensaban que era una torpeza y no ponían gran empeño en hacer cumplir las señales de prohibido el paso. Ahora reinaba la tranquilidad y no quedaban miembros de las huestes de Geldof. Los gorilas de la entrada del Dome le dijeron que el local estaba casi vacío. En Young Street habían cambiado de lado el estrecho carril de una sola dirección. Rebus empujó la puerta del Bar Oxford sonriendo por un comentario que había oído sobre el cambio de direcciones.

«Lo hacen por fases: puedes ir un rato en una dirección y otro en otra».

—Una pinta de IPA, Harry —dijo sacando el tabaco.

—Quedan ocho meses —musitó Harry, tirando de la palanca de presión.

—No me lo recuerdes.

Harry llevaba la cuenta de los meses que faltaban para que entrase en vigor la ley antitabaco en Escocia.

—¿Sucede algo en la calle? —dijo uno de los clientes habituales.

Rebus negó con la cabeza, consciente de que en el mundo cerrado de aquel hombre un asesino en serie no entraba en la categoría de suceso.

—¿No había una marcha? —añadió Harry.

—Es en Calton Hill —dijo otro cliente—. Con el dinero que se están gastando podrían comprarles una cesta de Jenner’s a todos los niños africanos.

—Marcando un tanto para Escocia en la escena mundial —añadió Harry señalando con la cabeza hacia Charlotte Square, residencia del primer ministro—. Un precio que Jack piensa que vale la pena.

—Porque el dinero no es suyo —gruñó el cliente—. Mi mujer trabaja en la nueva zapatería de Frederick Street y dice que más les valdría cerrar toda la semana.

—El Royal Bank no abre mañana —añadió Harry.

—Sí, mañana será el peor día —musitó el cliente.

—Y pensar que yo he venido a alegrarme un rato —dijo Rebus.

—De sobra debería saber que no, John —comentó Harry mirándole extrañado—. ¿Otra?

Rebus no estaba muy decidido, pero asintió con la cabeza.

Tras dos pintas más y devorar el último panecillo relleno que quedaba en el expositor, decidió irse a casa. Había leído el Evening News, visto las noticias del Tour de Francia en la tele y escuchado nuevas protestas por la reordenación de la calle.

—Si no la dejan como antes, mi mujer dice que más vale que cierren la tienda donde trabaja. ¿Se lo he comentado? Está empleada en esa nueva zapatería de Frederick Street.

Harry puso los ojos en blanco y Rebus fue hacia la puerta. La alternativa era ir a casa andando o llamar a Gayfield para ver si había algún coche patrulla de servicio que le recogiera. Muchos taxis evitaban el centro, pero ante el Hotel Roxburghe podría intentarlo tratando de hacerse pasar por turista pudiente.

Oyó abrirse las puertas pero tardó en darse la vuelta. Sintió que le agarraban de los brazos y tiraban de él hacia atrás.

—¿Unas copas de más? —ladró una voz—. No te vendrá mal una noche en el calabozo, hijo.

—¡Soltadme! —replicó Rebus retorciéndose inútilmente.

Sintió las esposas de plástico rodearle las muñecas, bien prietas para impedir la circulación, de aquellas que no había manera de aflojar una vez puestas si no era cortándolas.

—¿Qué demonios es esto? —exclamó entre dientes—. Soy del DIC.

—No me lo pareces —replicó la voz—. Apestas a cerveza y a tabaco, y vistes como un pordiosero.

Era acento inglés; tal vez de Londres. Rebus vio un uniforme y otros dos a continuación. Eran rostros sombríos, o morenos quizá, pero angulosos y decididos. Tenían una furgoneta pequeña y sin distintivos, con las puertas traseras abiertas, y le empujaron dentro.

—Llevo el carné del DIC en el bolsillo —dijo, sentándose en un banco.

Las ventanillas estaban pintadas de negro, protegidas por fuera con rejilla metálica, y olía ligeramente a vómito. Otra rejilla separaba la parte de atrás de los asientos delanteros con un tablero de contrachapado que impedía el paso.

—¡Es un grave error! —exclamó Rebus.

—A otro perro con ese hueso —respondió uno.

La furgoneta se puso en marcha. Rebus vio unos faros por la ventanilla de atrás. Era lógico: tres no cabían delante; irían en otro vehículo. Daba igual que le llevaran a Gayfield Square, al West End o a St. Leonard, porque allí le conocían; no había por qué preocuparse, salvo por los dedos hinchados y la falta de circulación. Sentía también un dolor tremendo en los hombros, forzados hacia atrás por las esposas, y durante el trayecto tuvo que abrir las piernas para no caerse; iban tal vez a noventa y sin parar en los semáforos. Oyó chillar a dos peatones. Circulaban sin sirena, pero la luz del techo lanzaba destellos, aunque el coche que les seguía rodaba sin sirena ni luz de destellos. Por tanto no era un coche patrulla y aquello tampoco era precisamente un vehículo según las ordenanzas. Le dio la impresión de que iban en dirección este, hacia Gayfield, pero de pronto doblaron bruscamente a la izquierda hacia la Ciudad Nueva, traqueteando cuesta abajo, y se dio con la cabeza en el techo.

«¿Dónde demonios…?» Si había estado borracho, ahora ya iba sereno. El único destino que se le ocurría era Fettes, pero era la jefatura; no iban a llevar a borrachos a dormir la mona a la sede de los jefazos, James Corbyn y sus amigotes. Bien; giraban a la izquierda en Ferry Road, pero no doblaban en dirección a Fettes.

Sólo quedaba la comisaría de Drylaw; un baluarte perdido al norte de Edimburgo. Precinto Trece, la llamaban algunos. Un triste cobertizo. Pararon en la puerta, lo sacaron de mala manera y le hicieron entrar. No había nadie de servicio en el mostrador y aquello estaba desierto. Mientras lo llevaban al fondo hasta la sección de las celdas, todas ellas con la puerta abierta, sintió que cedía la presión en una muñeca y la sangre volvía a circular por los dedos. Le hicieron entrar de un empujón y tambaleándose en una de las celdas y cerraron de golpe.

—¡Eh! —gritó—. ¿Qué broma es esta?

—¿Tenemos pinta de bromistas, hijo? ¿O piensas que se trata de un episodio de Dirty Sánchez? —Oyó una risa tras la puerta.

—Que duermas bien —añadió otra voz— y no des la lata, que no tengamos que entrar a administrarte uno de nuestros sedantes especiales, ¿verdad, Jacko?

Le pareció oír mascullar algo entre dientes y se hizo un silencio. Comprendió por qué: se les había escapado el nombre de Jacko.

Trató de precisar el recuerdo de sus caras para mejor obtener su eventual revancha, pero sólo recordaba que eran morenos o curtidos, aunque, desde luego, su voz no la olvidaría. No había nada raro en los uniformes, salvo que no llevaban insignias en las hombreras. Sin insignias no podía saber quiénes eran.

Pegó patadas a la puerta y metió la mano en el bolsillo para sacar el teléfono.

No lo tenía. Se lo habían quitado o se le había caído. Pero conservaba la cartera y el carné de policía, tabaco y encendedor. Se sentó en la fría repisa de cemento que hacía de cama y se miró las muñecas; la esposa de plástico le oprimía aún la izquierda, pero le habían cortado la de la derecha. Comenzó a masajearse el brazo de arriba abajo, la muñeca, la palma y los dedos para restablecer la circulación. Con el encendedor podía quemarla, pero se abrasaría la piel. Encendió un cigarrillo e intentó calmarse, fue de nuevo a la puerta y dio golpes con el puño; luego, de espaldas a ella, siguió golpeándola con el talón.

Recordó que siempre que iba a las celdas en St. Leonard se oía aquel tamborileo: bum, bum, bum, y las manidas bromas sobre el ojo de la cerradura.

Bum, bum, bum. El sonido de la inútil esperanza. Volvió a sentarse. No había váter ni lavabo; sólo un cubo en el rincón y, en la pared, restos de heces y grafiti arañados en el enlucido: «Big Malky manda», «Pandilla de Wardie», «Hearts hijos de puta». Y otro increíble de alguien que sabía latín, encerrado allí: Nemo me impune lacessit. En escocés, Whau Daur Meddle Wi’Me, o su equivalente: «Si me jodéis, os jodo».

Rebus volvió a levantarse; ya sabía lo que sucedía. Debió de imaginárselo desde el principio: Steelforth.

Le resultaría fácil disponer de algunos uniformes y enviar un comando de tres de sus hombres; los mismos que le había ofrecido a él. Probablemente le habrían visto salir del hotel, le habrían seguido de un pub a otro hasta el lugar apropiado y la calle del Bar Oxford era ideal.

—¡Steelforth! —gritó en la puerta—. ¡Venga aquí a hablar conmigo! ¿Es tan cobarde como matón?

Pegó el oído a la puerta pero no se oía el menor ruido; la mirilla y la ventanilla para pasar la comida estaban cerradas. Paseó por la celda, abrió la cajetilla, pero pensó que debía racionar los pitillos. Cambió de idea y, al ir a encender uno, el encendedor chisporroteó con una llamita. Cara o cruz, a ver qué se acababa antes. Su reloj marcaba las diez en punto; faltaba rato para el amanecer.