—¿Y qué tal The Who? —preguntó Siobhan.
Era ya media mañana del domingo y había invitado a Rebus al almuerzo. Su aportación: un paquete de salchichas y cuatro panecillos blandos. Ella lo dejó aparte y preparó huevos revueltos, a los que añadió ya en el plato lonchas de salmón ahumado y alcaparras.
—The Who estuvo bien —contestó Rebus apartando las alcaparras con el tenedor al borde del plato.
—Prueba una al menos —le reconvino ella, pero él arrugó la nariz y no lo hizo.
—Los Floyd también estuvieron bien —añadió él—. No hubo grandes fallos.
Estaban sentados cara a cara en una pequeña mesa plegable de la sala de estar. Siobhan vivía en un piso en Broughton Street, a cinco minutos a pie de Gayfield Square.
—¿Y tú? —preguntó él echando una mirada a la habitación—. No veo señales del desenfreno del sábado por la noche.
—Qué más quisiera yo —replicó ella con una sonrisa que se desvaneció al contarle lo de Niddrie.
—Suerte que saliste indemne —comentó Rebus.
—Vi allí a tu amiga Mairie que cubría un artículo sobre el concejal Tench, y me mencionó algo sobre unas notas que ella te había enviado.
—Sobre Richard Pennen y Ben Webster —asintió él.
—¿Sacaste algo en claro?
—Algo he profundizado, Shiv. Probé también a llamar a unos cuantos Guest y Keogh, pero sin resultado. Más me habría valido andar persiguiendo encapuchados por los bloques. —Limpió el plato, dejando a un lado las alcaparras, y se arrellanó en el asiento. Tenía ganas de un cigarrillo, pero había que esperar a que ella terminase de comer—. Ah, y, por cierto, tuve un encuentro interesante.
Le contó lo de Cafferty y cuando acabó vio que ella tenía ya el plato limpio.
—Sólo nos faltaba ese —comentó Siobhan levantándose.
Rebus hizo gesto de ofrecerse a retirar la mesa, pero ella le señaló la ventana con la barbilla. Sonriendo, Rebus se acercó a abrirla; entró aire fresco y él se inclinó para encender el pitillo y echar el humo hacia la calle, manteniéndolo fuera entre calada y calada. Era el reglamento de Siobhan.
—¿Quieres más café? —preguntó ella alzando la voz.
—Sí, vale —contestó él.
Ella llevó de la cocina café recién hecho.
—Más tarde hay otra marcha de Abajo la Coalición de Guerra —comentó.
—A buenas horas, diría yo.
—Y hay actos alternativos al G-8. Va a hablar George Galloway.
Rebus dio un resoplido y aplastó la colilla en el alféizar de la ventana. Siobhan había limpiado la mesa, y puso en ella la caja que le había pedido a Rebus.
El caso de Cyril Colliar.
La oferta de paga doble —aprobada por James Corbyn— sirvió de acicate para que la científica organizase un equipo que se ocupara de la Fuente Clootie. Siobhan les recomendó que trabajaran con discreción: «Que no metan la nariz los de la comisaría local». Y al comentarles que dos días antes había examinado el lugar un equipo de Sterling, un miembro del equipo de Edimburgo esbozó una sonrisa.
—Los veteranos nos hacemos cargo —comentó.
Siobhan no tenía grandes esperanzas. Pero daba igual; lo del viernes no era más que una simple recogida en bolsas de plástico de pruebas de un crimen, pero ahora los indicios apuntaban a dos más. Valía la pena una nueva inspección y una selección.
Comenzó a vaciar los archivadores y carpetas de las cajas.
—¿Lo has repasado tú ya? —preguntó.
Rebus cerró la ventana.
—Y lo único que he sacado en claro es que Colliar era un gran hijo de puta y que es muy posible que tuviera más enemigos que amigos.
—¿Y en cuanto a la posibilidad de que fuera víctima de un homicidio casual?
—Escasa; eso ya lo sabemos.
—Pero parece que así ocurrió.
Rebus levantó un dedo.
—Estamos distorsionando dos simples trozos de tela de dueño desconocido.
—Yo traté de comprobar si el nombre de Trevor Guest figuraba entre los de personas desaparecidas.
—¿Y?
Siobhan negó con la cabeza.
—En los archivos locales no hay nada —dijo tirando la caja vacía sobre el sofá—. Es domingo por la mañana y julio, John. Poco podemos hacer hasta mañana.
Él asintió con la cabeza.
—¿Y la tarjeta bancaria de Guest?
—Es del HSBC, que sólo tiene una sucursal en Edimburgo y pocas más en toda Escocia.
—¿Eso es bueno o malo?
Siobhan lanzó un suspiro.
—Llamé a uno de sus teléfonos de información y me dijeron que hablara con la sucursal el lunes.
—¿La tarjeta tiene el número del código de la agencia?
Siobhan asintió con la cabeza.
—Pero esa información no la dan por teléfono.
—¿Y Talleres Keogh? —preguntó Rebus sentándose a la mesa.
—Lo buscaron en información de abonados, pero no figura en la red.
—Es un apellido irlandés.
—En el listín hay una docena de Keogh.
—Ah, ¿también miraste tú? —preguntó él sonriendo.
—En cuanto envié al equipo forense.
—Sí que has estado ocupada —comentó Rebus abriendo una carpeta que ya había revisado.
—Ray Duff me prometió ir hoy al laboratorio.
—Está encandilado con el premio.
Ella le miró seria y vació la última caja con cierto esfuerzo por el peso de los papeles.
—Así que día de descanso, ¿eh? —dijo Rebus.
Sonó un teléfono.
—Es el tuyo —dijo Siobhan. Él fue al sofá y sacó el móvil del bolsillo interior de su chaqueta.
—Rebus —contestó, escuchando un instante con cara de preocupación—. Eso es porque no estoy yo ahí. —Volvió a escuchar—. No, iré yo. ¿Dónde nos vemos? —Miró el reloj—. ¿Cuarenta minutos? Espérame ahí —añadió mirando a Siobhan y cerrando el móvil.
—¿Cafferty? —aventuró ella.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque se te nota en la voz y en la cara. ¿Qué quiere?
—Ayer fue a mi piso y ahora dice que tengo que ver una cosa. No iba a consentir que se presentara aquí.
—Se te agradece.
—Está en tratos para la compra de un terreno y ha ido a verlo.
—Te acompaño.
Rebus no podía negarse.
Queen Street, Charlotte Square, Lothian Road. Iban en el Saab de Rebus; Siobhan de pasajera recelosa, agarrada al marco de la ventanilla con la mano izquierda. Les pararon en las barreras y tuvieron que enseñar el carné a varios agentes de uniforme. Aquel domingo llegaban más refuerzos a Edimburgo; era el día del gran desplazamiento de fuerza policial al norte; Siobhan se había enterado en aquellos dos días que había acompañado a Macrae y se lo dijo a Rebus.
—Ahora eres especialista en un nuevo tema para Masterbore —comentó él.
Mientras esperaban en el semáforo de Lothian Road vieron gente a la puerta del Usher Hall.
—Ahí se celebra la Cumbre Alternativa —dijo Siobhan—. Hablará Bianca Jagger.
Rebus puso los ojos en blanco y ella le propino un puñetazo en el muslo.
—¿Viste la marcha en la tele? ¡Doscientas mil personas!
—Un éxito para los interesados —comentó Rebus—. Pero no cambiará el mundo en que yo vivo —añadió mirándola—. ¿Y Niddrie, anoche? ¿Llegaron allí también las ondas de las buenas vibraciones?
—No eran más que una docena, contra dos mil en el campamento.
—Yo tengo claro por quién apostaría.
Continuaron en silencio hasta llegar a Fountainbridge.
Antigua zona de cervecerías, donde se había criado Sean Connery, Fountainbridge cambiaba a ojos vista. Las viejas industrias estaban a punto de desaparecer y en la zona se iba infiltrando el barrio financiero. Ya había bares elegantes y uno de los pubs preferidos de Rebus había sucumbido a la piqueta. Él estaba seguro de que el bingo de al lado —el llamado Palais de Danse— no tardaría en caer; habían limpiado el canal, poco menos que una alcantarilla en otra época, y ahora podrían pasear por él familias en bicicleta que echarían comida a los cisnes. Cerca del Cine World destacaban las puertas cerradas de una decrépita cervecería. Rebus detuvo el coche y tocó el claxon. Un joven con traje apareció junto a la verja, abrió el candado y empujó una hoja de la puerta lo justo para dar paso al Saab.
—¿Es usted el señor Rebus? —preguntó junto a la ventanilla del conductor.
—Sí.
El joven aguardó a ver si Rebus presentaba a Siobhan y al cabo le dirigió una sonrisa nerviosa y le entregó un folleto. Rebus lo miró por encima y se lo dio a ella.
—¿Es agente de la propiedad?
—Trabajo para Bishop Solicitors, señor Rebus. Propiedad comercial. Le daré mi tarjeta —añadió metiendo la mano en el bolsillo.
—¿Dónde está Cafferty?
El tono en que Rebus hizo la pregunta puso más nervioso al joven.
—Está ahí estacionado; al doblar la esquina.
Rebus no preguntó más.
—Se cree que eres del equipo de Cafferty —dijo Siobhan—. Y por el sudor sobre el labio superior, yo diría que sabe quién es Cafferty.
—Al margen de lo que crea, es bueno que Cafferty haya llegado.
—¿Por qué?
—Porque así es menos probable que sea una trampa —contestó Rebus mirándola.
El coche de Cafferty era un Bentley GT azul oscuro, junto al que estaba, de pie, apretando sobre el capó un plano del terreno para impedir que volara.
—Sujete esa punta, ¿quiere? —dijo Cafferty a Siobhan, quien así lo hizo. Le dirigió una sonrisa—. Sargento Clarke, es un placer volver a verla. Poco debe faltarle para el ascenso, ¿eh? Y más ahora que el jefe de la policía le confía un caso tan importante.
Siobhan miró a Rebus, quien negó con la cabeza, dándole a entender que no era la fuente de información.
—Filtraciones del Departamento de Investigación Criminal, que es como un colador —añadió Cafferty—. Siempre lo ha sido y lo será.
—¿Qué es lo que le interesa de este lugar? —preguntó Siobhan intrigada.
Cafferty dio una palmada sobre el rebelde papel.
—Los terrenos, sargento Clarke. No nos damos bien cuenta del gran valor que representan en Edimburgo. Con el Firth of Forth al norte, el Mar del Norte al este y las montañas Pentland al sur, los promotores no paran de buscar solares para construir y de presionar al ayuntamiento para que recalifique el Cinturón Verde. Y esto es un terreno de veinte acres a escasos minutos a pie del barrio financiero.
—¿Y qué piensa hacer aquí?
—Aparte de —Rebus hizo una pausa— enterrar varios cadáveres en los cimientos.
Cafferty optó por reírse.
—Mi libro me ha dado algo de dinero y tenía que invertirlo.
—Mairie Henderson anda convencida de que destinaste tu parte a obras de caridad —comentó Rebus.
Cafferty hizo caso omiso.
—¿Lo ha leído, sargento Clarke? —preguntó.
Siobhan guardó silencio.
—¿Le gustó? —insistió Cafferty.
—La verdad, no me acuerdo.
—Hay un proyecto para hacer una película. De los primeros capítulos, en todo caso —añadió cogiendo el plano, doblándolo y tirándolo en el asiento del Bentley—. No estoy muy decidido con esta fábrica —continuó mirando a Rebus—. Ha hablado de cadáveres, y eso es precisamente lo que me hace pensar… Todos los que trabajaron aquí… muertos, y con ellos, la industria escocesa. En mi familia hubo muchos mineros. Me apuesto algo a que no lo sabía. —Hizo una pausa—. Rebus, usted es de Fife y seguro que se crio entre carbón. —Hizo otra pausa—. Siento lo de su hermano.
—La compasión del diablo[1] —dijo Rebus—. Lo que me faltaba.
—Un asesino con conciencia social —añadió Siobhan en voz baja.
—No sería el primero —dijo Cafferty como en un eco, restregándose por debajo de la nariz—. Bueno, tengo esto para ustedes —añadió estirando el brazo y abriendo la guantera, de donde sacó unos papeles enrollados que entregó a Siobhan.
—Dígame de qué se trata —dijo ella con las manos en las caderas.
—Se trata de su caso, sargento Clarke. Pruebas de que nos las vemos con un gran hijo de mala madre. Un malvado cabrón que va a por otros hijos de mala madre.
Ella cogió los papeles sin mirarlos.
—¿«Nos» las vemos? —inquirió mirándole.
Cafferty se volvió hacia Rebus.
—¿No sabe lo del trato? —preguntó refiriéndose a ella.
—Trato no hay ninguno —replicó Rebus.
—Lo quiera o no, yo en este caso estoy de su lado —añadió Cafferty mirando de nuevo a Siobhan—. Esos papeles me han costado mis buenos favores, pero si les sirven para capturarle, pues bien. Pero yo también intentaré cazarle; con ustedes o no.
—¿Y por qué nos ayuda?
Cafferty esbozó un rictus.
—Da emoción a la caza —replicó empujando el asiento del pasajero hacia delante—. Atrás hay espacio de sobra. Pónganse cómodos.
Rebus y Siobhan ocuparon el asiento trasero mientras Cafferty se sentaba al volante, observándoles para ver qué efecto causaba su información.
Rebus hizo verdaderos esfuerzos por no mostrarse impresionado; lo cierto era que más que impresionado estaba asombrado.
Talleres Keogh estaba en Carlisle y uno de los mecánicos, Edward Isley, había aparecido asesinado tres meses atrás en un basurero de las afueras de Edimburgo, con un golpe en la cabeza, una dosis mortal de heroína y desnudo de cintura para arriba. No había testigos, pistas ni sospechosos.
Siobhan miró a Rebus a los ojos.
—¿Tiene un hermano? —preguntó él.
—¿Es alguna referencia musical críptica? —aventuró ella.
—Lea, lea, Macduff —terció Cafferty.
Eran simplemente notas recuperadas de los archivos policiales en los que figuraba que Isley había trabajado poco más de un mes después de salir en libertad tras una condena de seis meses por agresión y violación. Las dos víctimas eran prostitutas: una recogida en Penrith y la otra más al sur, en Lancaster, donde trabajaban la M6 al acecho de camioneros; se mencionaba la posibilidad de más agredidas que no lo hubieran denunciado por temor a ser reconocidas.
—¿Cómo has conseguido esto? —inquirió de pronto Rebus, provocando una risita de Cafferty.
—Las redes son algo estupendo, Rebus. Debería saberlo.
—Sí, claro, habrás untado unas cuantas manos.
—Dios, John —exclamó Siobhan entre dientes—, mira esto.
Rebus volvió a la lectura. Las notas sobre Trevor Guest comenzaban con datos sobre el banco y el domicilio: Newcastle. Guest había estado sin trabajo desde su puesta en libertad tras una condena de tres años por repetidos robos con allanamiento de morada y agresión a un hombre a la puerta de un pub; en uno de los robos intentó agredir sexualmente a una canguro menor de veinte años.
—Otro buen elemento —musitó Rebus.
—Que siguió el mismo destino que los otros —comentó Siobhan señalando con el índice las palabras clave.
Cadáver tirado a orillas del Tynemouth, al este de Newcastle. Con la cabeza machacada… Dosis letal de heroína. Lo habían matado hacía dos meses.
—Llevaba fuera de la cárcel dos semanas…
Edward Isley: hacía tres meses.
Trevor Guest: dos.
Cyril Colliar: mes y medio.
—Al parecer Guest ofreció resistencia —comentó Siobhan.
Así era: cuatro dedos rotos; magulladuras en rostro y pecho y todo el cuerpo vapuleado.
—Así que se trata de un asesino que se carga a cabronazos —añadió Rebus a guisa de resumen.
—¿Y está pensando «pues que se cargue a más»? —aventuró Cafferty.
—Es un francotirador que nos limpia de violadores —añadió Siobhan.
—Nuestro amigo el ladrón no violó a nadie —se sintió impulsado a puntualizar Rebus.
—Pero lo intentó —dijo Cafferty—. Vamos a ver. ¿Todo eso le facilita el trabajo o se lo complica?
Siobhan se encogió de hombros.
—Actúa a intervalos regulares —comentó a Rebus.
—Tres meses, dos meses y mes y medio —añadió él—. Lo que significa que hay otro al caer.
—A lo mejor ya ha caído.
—Pero ¿a cuento de qué las pistas de Auchterarder? —preguntó Cafferty.
Era una buena pregunta.
—A veces recogen trofeos.
—¿Y los cuelgan a la vista del público? —dijo Cafferty frunciendo el ceño.
—A la Fuente Clootie no acude mucha gente —añadió Siobhan pensativa, volviendo atrás a la primera página para releerla.
Rebus bajó del coche. El olor del cuero comenzaba a fastidiarle. Intentó encender un pitillo pero el viento apagaba la llama. Oyó que la portezuela del Bentley se abría y se cerraba.
—Tenga —dijo Cafferty tendiéndole el encendedor cromado.
Rebus lo cogió, encendió el cigarrillo y se lo devolvió con una imperceptible inclinación de cabeza.
—Rebus, siempre había buen rollo conmigo, en los viejos tiempos.
—Eso es un mito que os traéis todos los criminales. No olvides, Cafferty, que sé todo lo que le hacías a la gente.
—Era otro mundo —replicó Cafferty encogiéndose de hombros.
Rebus expulsó humo.
—De todos modos, puedes estar tranquilo. A tu hombre lo mataron, pero no por nada relacionado contigo.
—Quien lo hizo actuó por resentimiento.
—Y bien grande —asintió Rebus.
—Y tiene datos de los presos, cuándo los dejan en libertad y lo que hacen a continuación.
Rebus asintió con la cabeza, rascando con el tacón los surcos del asfalto.
—¿Va a echarle el guante? —preguntó Cafferty.
—Para eso me pagan.
—Usted nunca se ha movido por dinero, Rebus, como los que hacen un simple trabajo.
—Tú que sabes.
—Sí que lo sé —replicó Cafferty asintiendo con la cabeza—. Si no, habría podido tentarle con mi nómina, como a tantos de sus colegas todos estos años.
Rebus tiró el resto del cigarrillo al suelo y el viento hizo volar unas motas de ceniza hacia la chaqueta de Cafferty.
—¿En serio vas a comprar esta porquería? —preguntó.
—Probablemente no, pero podría permitírmelo —respondió Cafferty.
—¿Y eso te satisface?
—La mayoría de las cosas son alcanzables, Rebus. Pero lo que ocurre es que nos da miedo pensar lo que nos espera una vez conseguidas.
Siobhan bajó del coche, señalando con el dedo al final de la última hoja.
—¿Qué es esto? —preguntó mientras daba la vuelta al Bentley acercándose a ellos. Cafferty entornó los ojos, pensativo.
—Supongo que un sitio de Internet —dijo.
—Claro que es un sitio —espetó ella—. Del que proviene casi toda esta información —añadió agitando los papeles en los morros de Cafferty.
—¿Quiere decir que es una pista? —preguntó él con aire de suficiencia.
Ella le dio la espalda y se dirigió al Saab de Rebus, haciéndole un gesto con el brazo para indicarle que se iban.
—Se está adaptando muy bien al trabajo, ¿verdad? —dijo Cafferty en voz baja a Rebus.
Pero a él no le pareció un cumplido, sino una insinuación de que el mérito era suyo.
En el camino de vuelta a Edimburgo Rebus sintonizó otra emisora. En Dunblane se celebraba una cumbre alternativa infantil.
—No puedo oír ese nombre sin estremecerme —dijo Siobhan.
—Te diré un secreto: el profesor Gates fue uno de los forenses.
—Pues nunca se lo he oído decir.
—Él no habla de su trabajo —añadió Rebus, subiendo un poco el volumen de la radio. Bianca Jagger hablaba al público en el Usher Hall.
«Han impulsado brillantemente nuestra campaña para poner fin a la pobreza…»
—Se refiere a Bono y compañía —dijo Siobhan.
Rebus asintió con la cabeza.
«Bob Geldof no sólo ha bailado con el diablo sino que ha dormido con él…»
Sonó un cerrado aplauso y Rebus redujo otra vez el volumen. El locutor decía que no parecía que el público de Hyde Park fuese a emprender la marcha hacia el norte. Efectivamente, muchos de los que habían acudido a la marcha del sábado de Edimburgo ya habían regresado.
—Baile con el diablo —comentó Rebus—. Es una canción de Cozy Powell, si no recuerdo mal.
Calló de pronto dando un frenazo y pisando el embrague. Un convoy de furgones blancos llegaba a toda velocidad hacia el Saab en dirección contraria haciendo señales con los faros pero sin tocar la sirena; tenían parabrisas con protector de alambre e invadieron el carril del Saab para adelantar a otros dos vehículos. A través de los vidrios vieron policías con equipo antidisturbios. El primer furgón, casi rozando el Saab, maniobró hacia el carril que le correspondía, seguido por los otros.
—Hostia —musitó Siobhan.
—Viva el estado policial —añadió Rebus. Se le había calado el motor y volvió a accionar la llave de contacto—. Habrás visto que habría aprobado el examen de frenazo de emergencia —comentó.
—¿Eran de los nuestros? —preguntó Siobhan volviéndose en el asiento, viendo alejarse el convoy.
—Yo no he visto ningún distintivo.
—¿Crees que habrá algún disturbio? —dijo ella, pensando en Niddrie.
Rebus negó con la cabeza.
—Me parece que volvían a sus alojamientos en Pollock Halls a tomar el té e hicieron el numerito porque pueden.
—Hablas de ellos como si no fuésemos en el mismo barco.
—Está por ver, Siobhan. ¿Te apetece un café? Necesito algo que reanime mi viejo corazón.
Había un Starbucks en la esquina de Lothian Road y Bread Street, pero sin sitio para aparcar. Rebus comentó que estaban muy cerca del Usher Hall y optó por dejar el coche en línea amarilla, poniendo el tarjetón de policía en el parabrisas. En el café, Siobhan preguntó al jovencísimo cajero si no tenía miedo de las manifestaciones. El muchacho se encogió de hombros.
—Nos han dado instrucciones.
Siobhan echó una moneda de una libra en el bote. Al llegar a la mesa sacó el portátil del bolso en bandolera y lo encendió.
—¿Vamos a dar clase? —dijo Rebus soplando la superficie de su café.
Optó por uno de filtro, quejándose de que por el precio de las ofertas más caras se pudiera comprar un tarro. Siobhan metió el dedo en la nata de su chocolate.
—¿Ves la pantalla? —preguntó, y Rebus asintió con la cabeza—. Pues mira esto.
Se puso a teclear nombres en una casilla: Edward Isley. Trevor Guest. Cyril Colliar.
—Hay muchas respuestas, pero sólo una con los tres nombres —dijo ella bajando el cursor por la página y volviendo al principio.
Hizo doble clic con el ratón y aguardó.
—Teníamos que haberlo comprobado, desde luego —comentó.
—Desde luego —repitió Rebus.
—Bueno… Alguno de nosotros debería haberlo hecho. Pero para ello habríamos tenido que tener el apellido Isley —dijo mirando a Rebus—. Cafferty nos ha ahorrado la tarea de un día.
—No por eso me voy a afiliar a su club de admiradores.
Apareció un portal de bienvenida. Siobhan lo examinó. Rebus se acercó un poco para ver mejor. El sitio se llamaba Vigilancia de la Bestia. Aparecían fotos granulosas hasta la altura de los hombros de media docena de hombres con un texto a la derecha.
—Escucha esto —dijo Siobhan siguiendo con el dedo las líneas de la pantalla—. «Como padres de una víctima de violación nos consideramos con perfecto derecho a saber por dónde anda el agresor tras salir de la cárcel. El propósito de este portal es dar la oportunidad a las familias y amigos —y a las propias víctimas— de enviar datos sobre la fecha de puesta en libertad, junto con fotos y descripciones, para mejor prevención de la comunidad adonde vaya la bestia…»
Su voz se fue apagando hasta vocalizar en silencio el resto de la introducción. Había vínculos de una galería de fotos llamada La Bestia a la Vista, un tablón de avisos y un grupo de debate, así como una ficha de afiliación en línea. Siobhan movió el cursor hasta la foto de Edward Isley e hizo clic. Apareció una página con datos en la que figuraba la fecha prevista de salida de la cárcel de Isley, su apodo —Fast Eddie— y las zonas que solía frecuentar.
—Dice «fecha de libertad prevista» —comentó Siobhan.
Rebus asintió con la cabeza.
—Y está muy al día, pero no parece que supieran dónde trabajaba.
—Pero señala que era mecánico de coches y también menciona Carlisie. Enviado por… —Siobhan buscó el remitente—. Sólo consta «Preocupado».
A continuación miró en Trevor Guest.
—El mismo procedimiento —comentó Rebus.
—Y remitente anónimo.
Siobhan volvió a la página principal e hizo clic en Cyril Colliar.
—Es la misma foto de nuestros archivos —dijo.
—Es la de los periódicos sensacionalistas —añadió Rebus, mirando otras fotos de Colliar que iban apareciendo.
Siobhan farfulló algo.
—¿Qué ocurre?
—Escucha: «Este es el bestia que hizo sufrir a nuestra querida hija y que arruinó nuestras vidas. Pronto saldrá de la cárcel, sin dar muestras de arrepentimiento ni reconocer su culpabilidad a pesar de las pruebas. Nos ha conmocionado de tal modo tenerlo de nuevo entre nosotros, que quisimos hacer algo y esta página es el resultado. Queremos dar las gracias a cuantos nos alentaron. Creemos que debe de ser la primera de este tipo en Gran Bretaña, aunque en otros países ya existen, y han sido en particular nuestros amigos de Estados Unidos quienes en gran medida nos han ayudado a ponerla en funcionamiento».
—¿Son los padres de Vicky Jensen? —preguntó Rebus.
—Por lo visto.
—¿Y cómo no lo sabíamos?
Siobhan se encogió de hombros y siguió leyendo atentamente.
—El tío los selecciona ahí, ¿no es eso? —añadió Rebus.
—Él o ella —puntualizó Siobhan.
—Tenemos que saber quién ha entrado en esa página.
—Eric Bain de Fettes puede ayudarnos.
Rebus la miro.
—¿Te refieres a Cerebro? ¿Seguís hablándoos?
—Hace tiempo que no le he visto.
—¿Desde que le diste calabazas?
Ella le miró furiosa y él alzó las manos en gesto de paz.
—Vale la pena probar, de todos modos —añadió—. Si quieres se lo digo yo.
Ella se arrellanó en la silla y se cruzó de brazos.
—Te fastidia, ¿verdad? —inquirió.
—¿El qué?
—Que yo sea sargento y tú inspector y que Corbyn me haya encargado a mí el caso.
—A mí ni me va ni me viene —replicó Rebus tratando de no dar importancia al reproche.
—¿Estás seguro? Porque si vamos a trabajar juntos en esto…
—Simplemente te he dicho si querías que hablase yo con Cerebro —añadió Rebus ya un tanto irritado.
Siobhan desplegó los brazos y agachó la cabeza.
—Perdona, John.
—Menos mal que no has tomado un café solo —replicó él.
—Habría estado bien tener el día libre —dijo ella con una sonrisa.
—Bueno, pues vete a casa y descansa.
—¿O bien?
—Podríamos ir a hablar con el señor y la señora Jensen —dijo él acercando la mano al portátil—. A ver qué nos dicen de su modesta contribución a Internet.
Siobhan asintió despacio con la cabeza y volvió a meter el dedo en la nata.
—Pues probablemente haremos eso —dijo.
Los Jensen vivían en una casa de cuatro pisos con vistas al campo de golf de Leith. La planta baja era la vivienda de Vicky, con entrada propia a la que se accedía por una breve escalinata de piedra; la puerta tenía candado, unas rejas protegían las dos ventanas que la flanqueaban y había una pegatina advirtiendo a los intrusos de la existencia de un sistema de alarma. Medidas todas innecesarias antes de la agresión de Cyril Colliar, cuando Vicky era una buena alumna de dieciocho años de la Universidad de Napier. Al cabo de diez años seguía viviendo con sus padres.
Rebus permaneció parado frente a la puerta, indeciso.
—La diplomacia nunca ha sido mi fuerte —comentó a Siobhan.
—Pues hablaré yo —comentó ella estirando el brazo y tocando el timbre.
Thomas Jensen abrió quitándose las gafas de leer y al reconocer a Rebus se quedó atónito.
—¿Qué ha ocurrido?
—Nada que pueda preocuparle, señor Jensen —dijo Siobhan, enseñando el carné de policía—. Sólo queremos hacerle unas preguntas.
—¿Aún buscan al asesino? —aventuró Jensen. Era un hombre de estatura media de más de cincuenta años con las sienes plateadas. Vestía un jersey de cuello en pico nuevo y caro. Tal vez de cachemir—. ¿Por qué demonios piensan que iba yo a ayudarles?
—Nos interesa su página de Internet.
Jensen frunció el ceño.
—Es algo muy corriente en la actualidad, si uno es veteri…
—No la suya, señor —dijo Rebus.
—La de Vigilancia de la Bestia —añadió Siobhan.
—Ah, esa —dijo Jensen, con un suspiro, bajando la vista—. Es un capricho de Dolly.
—¿Es su esposa?
—Sí, Dorothy.
—¿Está ella en casa, señor Jensen?
El hombre negó con la cabeza y miró más allá de ellos dos como observando la calle a ver si llegaba.
—Ha ido al Usher Hall.
Rebus asintió con la cabeza como si aquello lo aclarase todo.
—El caso es que tenemos un problema, señor.
—Dígame.
—En relación con esa página. Si lo permite —añadió Rebus señalando hacia el vestíbulo— lo podríamos hablar.
Jensen no parecía muy dispuesto a dejarles entrar, pero prevaleció la cortesía. Les hizo pasar a la sala de estar, anexa a un comedor con la mesa llena de periódicos.
—Me paso el día leyéndolos —dijo Jensen guardándose las gafas en el bolsillo.
Les invitó a sentarse y Siobhan se acomodó en el sofá mientras él ocupaba un sillón. Rebus permaneció de pie junto a las puertas cristaleras del comedor, observando a través de ellas los periódicos, pero no veía nada relevante: ni artículos ni párrafos marcados.
—El problema, señor Jensen, es el siguiente —dijo Siobhan con voz medida—: Cyril Colliar ha muerto, y ha sucedido lo mismo a otros dos hombres.
—No comprendo.
—Y creemos que se trata de un único culpable.
—Pero…
—Un culpable que puede haber seleccionado los nombres de las tres víctimas en su página de Internet.
—¿Qué tres?
—Edward Isley y Trevor Guest —recitó Rebus—. Y hay muchos más nombres en su galería de la infamia. No sé quién será el próximo.
—Debe tratarse de un error —dijo Jensen pálido.
—¿Conoce Auchterarder, señor? —inquirió Rebus.
—Pues… no, no.
—¿Y Gleneagles?
—Estuvimos una vez allí… en un congreso de veterinaria.
—¿No fueron tal vez en autobús a la Fuente Clootie?
Jensen negó con la cabeza.
—No hubo más que seminarios y una cena con baile —replicó aturdido—. Miren, creo que yo no puedo ayudarles.
—¿Lo de la página de Internet fue idea de su esposa? —preguntó Siobhan pausadamente.
—Fue un modo de tratar de… Entró en la red para buscar ayuda.
—¿Ayuda?
—De familias de víctimas. Quería saber cómo ayudar a Vicky. Y sobre la marcha se le ocurrió esa idea.
—¿Configuró ella misma la página?
—La encargamos a una empresa especializada.
—¿Y los otros sitios de Estados Unidos?
—Ah, sí, nos ayudaron a prepararla una vez configurada… —añadió Jensen encogiéndose de hombros—. Tengo entendido que prácticamente funciona sola.
—¿Hay suscriptores?
Jensen asintió con la cabeza.
—Los que quieren el boletín trimestral, sí. Pero no estoy seguro. Es Dolly quien lo lleva.
—Entonces, ¿existe una lista de suscriptores? —preguntó Rebus.
Siobhan le miró.
—No es necesario ser suscriptor para consultar la página —comentó ella.
—Una lista sí que debe de haber —dijo Jensen.
—¿Desde cuándo funciona? —inquirió Siobhan.
—Desde hace ocho o nueve meses. Faltaba poco para que a él le pusieran en libertad y Dolly estaba cada vez más angustiada. —Hizo una pausa—. Quiero decir por Vicky.
Como si fuera el momento justo, oyeron abrirse y cerrarse la puerta de la casa y desde el pasillo llegó una voz jadeante.
—¡Lo he conseguido, papá! ¡He llegado hasta la playa!
Era patente el sobrepeso de la mujer que hablaba desde el marco de la puerta con la cara enrojecida, quien, al ver que su padre no estaba solo, lanzó un chillido de sorpresa.
—Pasa, pasa, Vicky.
Pero ella dio media vuelta y desapareció. Oyeron sus pisadas bajando a su refugio de la planta baja. Thomas Jensen hundió los hombros abatido.
—Es incapaz de ir sola más allá de la playa —comentó.
Rebus asintió con la cabeza. La distancia apenas superaba el medio kilómetro. Ahora comprendía por qué Jensen estaba tan nervioso al llegar ellos oteando la calle.
—Pagamos a una persona que la acompaña entre semana —continuó Jensen con las manos en el regazo— y así podemos trabajar los dos.
—¿Le dijo usted que Colliar había muerto? —preguntó Rebus.
—Sí —contestó Jensen.
—¿La interrogaron sobre ello?
Jensen negó con la cabeza.
—El agente que vino a indagar fue muy comprensivo cuando le explicamos el estado de Vicky.
Rebus y Siobhan intercambiaron una mirada: «Actuar por inercia; sin esforzarse…».
—Nosotros no lo matamos, ¿sabe? Aunque lo hubiera tenido delante de mí… —Jensen miró aturdido al vacío— no creo que hubiera sido capaz.
—Los tres murieron por efecto de una inyección, señor Jensen —comentó Siobhan.
El veterinario parpadeó un par de veces, alzó una mano despacio y se pellizcó el puente de la nariz.
—Si van a acusarme de algo, quiero que esté presente mi abogado.
—Sólo queremos que nos ayude, señor.
Él la miró.
—Pues eso no lo pienso hacer —comentó.
—Tendremos que hablar con su esposa y su hija —dijo Siobhan.
Pero Jensen ya se había levantado.
—Váyanse ya. Tengo que cuidar de Vicky.
—Naturalmente, señor —dijo Rebus.
—Pero volveremos —añadió Siobhan—. Con abogado o sin abogado. Y recuerde, señor Jensen, que manipular pruebas puede llevarle a la cárcel —espetó echando a andar hacia el vestíbulo, seguida por Rebus.
En la calle, él encendió un cigarrillo mirando un partido de fútbol improvisado en el campo de golf.
—¿Ves lo que decía de que la diplomacia no es mi fuerte?
—¿Y qué?
—Cinco minutos más y le sacudes.
—No digas tonterías —replicó ella, ruborizada, con un resoplido, farfullando algo irritada.
—¿Qué quisiste decir con lo de manipular pruebas? —le preguntó Rebus.
—Que las páginas de Internet pueden eliminarse —respondió ella—. Y las listas de suscriptores pueden «perderse».
—Lo que quiere decir que cuanto antes hablemos con Cerebro, mucho mejor.
Eric Bain estaba viendo el concierto Live 8 en su ordenador; eso le pareció al menos a Rebus, pero él le sacó del error.
—En realidad, lo estoy editando.
—¿Descargándolo? —aventuró Siobhan, pero Bain negó con la cabeza.
—Lo pasé a DVD y ahora estoy eliminando lo que no me interesa.
—Eso llevará su tiempo —comentó Rebus.
—No es difícil si dominas el programa.
—Creo —terció Siobhan— que el inspector Rebus se refiere a que tendrás que eliminar muchas cosas.
Bain sonrió. No se había puesto en pie al entrar ellos y apenas había apartado la vista de la pantalla. Fue su novia, Molly, quien les abrió y les preguntó si querían una taza de té. Estaba en la cocina preparando el hervidor, mientras Bain proseguía su tarea en el cuarto de estar.
Era un último piso de un almacén rehabilitado de Slateford Road, que muy probablemente en el folleto de venta figurase como «ático». Las pequeñas ventanas ofrecían una buena panorámica, sobre todo de chimeneas y fábricas cerradas. A lo lejos se veía la cumbre de Corstorphine Hill. El orden de la habitación superaba las expectativas de Rebus, pues no se veían metros de cable, cajas de cartón, soldadores ni video-consolas. Casi no parecía la vivienda de un fanático de los aparatos, como él mismo confesaba.
—¿Desde cuándo vives aquí, Eric? —preguntó Rebus.
—Desde hace un par de meses.
—¿Os habéis mudado juntos?
—Eso es lo que hay. Enseguida estoy con vosotros.
Rebus asintió con la cabeza y se sentó cómodamente en el sofá. Molly, rebosante de energía, entró con la bandeja del té. Iba en zapatillas, con unos vaqueros ceñidos de pernera hasta mitad de pantorrilla y una camiseta roja con la efigie del Che Guevara. Tenía un cuerpazo y pelo rubio largo, teñido, pero le sentaba bien. Rebus admitió para sus adentros que estaba impresionado. Miró varias veces a Siobhan, pero ella no dejaba de observar a Molly como un científico a un cobaya, pensando, evidentemente también, que Bain se había apuntado un éxito.
Y además había ejercido su influencia en Cerebro acostumbrándole al orden. ¿Cómo decía la canción de Elton John? «Casi me amarras con cuerdas…» En realidad era de Bernie Taupin, el original Captain Fantastic and the Brown Dirt Cowboy.
—Está muy bien este piso —dijo Rebus a Molly al recogerle la taza, ganando el premio de sus labios rosados con una sonrisa de dientes perfectos y blancos—. No he captado tu apellido —añadió.
—Clark —contestó ella.
—Igual que Siobhan —dijo él.
Molly miró a Siobhan como para recibir confirmación.
—El mío, con «e» final —dijo Siobhan.
—El mío no —replicó Molly sentándose en el sofá al lado de Rebus sin dejar de mover el trasero como si se sintiera incómoda.
—De todos modos, tenéis algo en común —añadió Rebus, guasón, ganándose una mirada furibunda de Siobhan—. ¿Cuánto tiempo hace que sois pareja?
—Quince semanas —contestó ella con afán—. No es mucho, ¿verdad? Pero hay veces que enseguida sabes…
Rebus asintió con la cabeza.
—Es lo que yo siempre le digo a Siobhan, que debería buscarse pareja fija. Es la manera de realizarte, ¿no, Molly?
Molly no parecía muy convencida, pero miró a Siobhan con gesto de pretendida simpatía.
—Ya lo creo —dijo.
Siobhan miró enfadada a Rebus y cogió la taza que le daba Molly.
—En realidad —prosiguió Rebus— hubo un momento en que parecía que Siobhan y Eric fueran a formar pareja.
—Éramos simples amigos —comentó Siobhan, forzando una carcajada.
Bain, como si se hubiera quedado de piedra, miraba la pantalla del ordenador con la mano paralizada sobre el ratón.
—¿No es así, Eric? —añadió Rebus.
—John está de broma —terció Siobhan dirigiéndose a Molly—. No le hagas caso.
Rebus lanzó un guiño a Molly, que no dejaba de rebullirse.
—Es un té muy bueno —comentó.
—Y perdonad que hayamos irrumpido así en domingo —añadió Siobhan—. Es que se trata de algo urgente.
Bain se levantó de la silla con un crujido. Rebus advirtió que había perdido bastante peso, tal vez seis kilos; conservaba su gorda cara pálida, pero había desaparecido la panza.
—¿Aún estás en el Departamento Forense Informático? —preguntó Siobhan.
—Sí —contestó él cogiendo su taza y sentándose al lado de Molly.
Ella le pasó un brazo protector por los hombros, tensando la tela de la camiseta, acentuando aún más la forma de sus pechos. Rebus trató de fijar plenamente la atención en Bain.
—En este momento tengo trabajo con lo del G-8 en control de informes de Inteligencia —añadió Bain.
—¿Qué clase de informes? —preguntó Rebus, levantándose como para estirar las piernas porque, con Bain en el sofá, estaban apretados, y se acercó a pasitos al ordenador.
—Informes secretos —contestó Bain.
—¿Te has tropezado con el nombre de Steelforth?
—No. ¿Por qué?
—Es uno del SO12 que parece un mandamás.
Pero Bain negó con la cabeza despacio y les preguntó qué querían. Siobhan le tendió la hoja de papel.
—Es un sitio de Internet que tal vez no tarde en desaparecer —le comentó—, y queremos todo lo que puedas encontrar: lista de suscriptores y quien haya descargado información. A ver si puedes conseguir datos.
—Es un trabajito.
—Lo sé, Eric —replicó Siobhan, dando una entonación a su nombre que a él debió tocarle alguna fibra y le hizo levantarse para ir a la ventana; tal vez para que Molly no viese el rubor de su cuello.
Rebus cogió un papel que había junto al ordenador. Era una carta con membrete de Axios Systems, firmada por un tal Tasos Symeonides.
—¿Es un nombre griego? —preguntó.
Eric Bain vio el cielo abierto para cambiar de tema.
—Es una firma local de informática —dijo.
—Perdona que fisgue, Eric —dijo Rebus, agitando el papel delante de él.
—Es una oferta de trabajo —terció Molly—. Recibe muchas —añadió levantándose, acercándose a la ventana y pasándole el brazo por los hombros—. Y yo tengo que convencerle de que es imprescindible en la policía.
Rebus dejó la carta y volvió al sofá.
—¿Puedo tomar otro? —preguntó.
Molly se acercó encantada a servirle, momento que aprovechó Bain para mirar fijamente a Siobhan, transmitiéndole en segundos un montón de palabras.
—Ah, estupendo —añadió Rebus aceptando un poco de leche de Molly, que había vuelto a sentarse a su lado.
—¿Cuándo crees que tardarán en cerrarla? —preguntó Bain.
—No lo sé —contestó Siobhan.
—¿Esta noche?
—Más bien mañana.
Bain examinó el papel.
—De acuerdo —dijo.
—Qué bien, ¿no? —comentó Rebus como dirigiéndose a todos.
Pero Molly, que estaba en otra cosa, se palmeó la cara con las manos y abrió la boca.
—Se me olvidaron las galletas —dijo poniéndose en pie de un salto—. ¿Cómo seré tan tonta? Y todos callados… —añadió volviéndose hacia Bain—. ¡Podías habérmelo dicho! —exclamó ruborizada, saliendo del cuarto.
En ese momento, Rebus se dio cuenta de que la vivienda no estaba simplemente ordenada.
Era un orden neurótico.