Siete extraterrestres, dos de los cuales eran enormes, de piel gris, se aproximaban al helicóptero por la parte de atrás en forma inquisitiva. Ya se hallaban a pocos metros de distancia. Piña de Miel tomó el rifle, apuntó e hizo fuego.
El primer disparo falló; el segundo dio en el blanco. Los hombres oyeron cómo la bala de californio chocaba con la fuerza de diecisiete toneladas de TNT. Uno de los grandes hombres-rinoceronte quedó patas arriba, con un cráter abierto en la suave superficie de la espalda.
Las otras criaturas se dirigieron hacia el compañero alcanzado, mientras Piña de Miel disparaba de nuevo.
—¡No dispares! —gritó Lattimore.
Pero su voz quedó ahogada por el estampido del rifle de Quilter a su izquierda. Una de las pequeñas bestias estalló al recibir el disparo, y una de sus cabezas quedó separada del tronco.
A Lattimore se le pusieron rígidos los tendones del cuello y el rostro. Vio cómo el resto de aquellas estúpidas cosas se quedaban en pie, sin huir y sin aparentar temor; tampoco hicieron el menor gesto de salir corriendo. ¡Era como si no sintiesen nada! Si no podían apreciar el poder del hombre, había llegado el momento de mostrárselo. No existía especie viviente que no conociera el poder del fuego que tenía el hombre. ¿Para qué podían ser buenos, si no era para servir de blanco?
Lattimore levantó el rifle. Disponía de un mecanismo de disparo para balas del calibre 0.5 en tiro normal automático. Disparó juntamente con Quilter.
Permanecieron hombro contra hombro, disparando hasta que las siete criaturas quedaron deshechas por los disparos. Entonces Piña de Miel gritó para que se detuvieran. Lattimore y Quilter se miraron.
—Si cogemos el helicóptero y volamos bajo podremos asustarlos y además seremos un blanco en movimiento —dijo Lattimore, limpiándose las gafas con la parte frontal de la camisa.
Quilter se limpió los labios resecos con el dorso de la mano.
—Alguien tenía que enseñar a estos cerdos cómo se corre —convino muy ufano.
Entre tanto, la señora Warhoon estaba muda de asombro ante lo que veía. Había sido invitada a bordo del aparato de reconocimiento del capitán, y descendió para investigar lo que parecía un enorme montón de ruinas en el interior del continente ecuatorial.
Allí habían descubierto la prueba de que los extraterrestres eran seres inteligentes. Encontraron minas, fundiciones, refinerías, fábricas, laboratorios, rampas de lanzamiento. Todo ello daba la impresión de una industria rural. El proceso industrial se había convertido totalmente en un arte del pueblo, las naves espaciales eran el producto de un trabajo artesano, por así decirlo. Supieron entonces, mientras caminaban sin ser molestados por nada ni por nadie, que se hallaban en presencia de una raza inmemorial. Era algo tan antiguo que se hallaba más allá de la imaginación del hombre.
El capitán Pestalozzi se detuvo y encendió un mezcal.
—Una raza degenerada —había dicho—. Una raza en completo declive, eso está claro.
—No me parece que sea tan evidente. Estamos demasiado lejos de la Tierra para que cualquier cosa sea clara —replicó la señora Warhoon.
—Tan sólo basta con fijarse en todas esas cosas —insistió el capitán.
Pestalozzi sentía muy poca simpatía por la señora Warhoon: era demasiado inteligente. Y cuando se alejaba del grupo sentía una sensación de alivio.
Fue entonces cuando ella se encontró con la perfección.
Los escasos edificios estaban esparcidos por una amplia zona y su arquitectura no era despreciable, sino más bien informal. Los muros se inclinaban hacia adentro para terminar en unos tejados curvos, y estaban construidos de ladrillo con piedras talladas con una evidente precisión. Los materiales estaban dispuestos de tal modo que no se había precisado mortero ni cemento para unirlos. Si aquello era consecuencia de una gravedad de 3-G o se debía a un impulso artístico, era algo que la señora Warhoon decidió dejar para más tarde. Le disgustaban las conclusiones rutinarias y uniformes a las que solía llegar el capitán. Con aquella idea en la mente, entró en uno de los edificios, similar en todo a los demás. Y allí estaba la estatua.
Era la perfección.
Pero "perfección" era una palabra fría. Aquello tenía el calor y el misterioso aislamiento del logro perfecto.
Sintió un nudo en la garganta y rodeó la estatua.
Sólo Dios sabía qué hacía aquello dentro de una casa apestosa.
La estatua representaba a uno de los extraterrestres. Comprendió en seguida que había sido esculpida por uno de ellos. Pero hubiera deseado saber si había sido terminada el día anterior o treinta y seis siglos atrás. Después de un momento, cuando los pensamientos que habían cruzado vertiginosamente por su cerebro se serenaron, comprendió por qué se le había ocurrido la idea de que la estatua tenía treinta y seis siglos. Aquélla habría sido la edad de una estatua de la XVIII dinastía egipcia: una figura sentada, que con tanta frecuencia había contemplado en el Museo Británico. Aquel trabajo, tallado y grabado como el que ahora contemplaba en un granito oscuro, tenía algunas de sus mismas cualidades.
La figura extraterrestre se apoyaba sobre sus seis miembros, en perfecto equilibrio, con una de las cabezas puntiagudas un poco más elevada que la otra. Entre la curva cadena de la espina dorsal y la parábola del vientre estaba comprendido el gran conjunto simétrico de su cuerpo. La científica sintió una curiosa sensación de humildad en aquella sala con la estatua; aquello era la belleza, y por primera vez apareció en el fondo de su conocimiento ilustrado la idea de lo que era la belleza: la reconciliación entre la humanidad y la geometría, entre lo personal y lo impersonal, entre el espíritu y el cuerpo.
Entonces la señora Warhoon se estremeció en todo su ser. Vio muchas otras cosas, todas importantes, pero que hubiera deseado no ver en aquel momento. Vio claramente que allí existía una raza civilizada que había llegado a su madurez por un camino diferente al del hombre en la Tierra. Aquella raza, desde el principio y continuamente (o sólo con un breve intervalo) no había estado en conflicto con la naturaleza y el escenario natural que la había sostenido. Había permanecido en íntima relación con ella, sin divorciarse. En consecuencia, su lucha, la de ser representado en aquel granito donde se unían el filósofo y el escultor, el hombre del espíritu y el artesano, era la lucha con su reposo natural (torpor, podría decirse), mientras que la lucha del hombre había estado dirigida principalmente hacia afuera, contra fuerzas que creyó se le oponían.
La señora Warhoon vio todo aquello de forma tan simple, que antes de embellecerlo para hacer el correspondiente informe, se dio cuenta de que el género humano no podría interpretar bien aquella forma de vida, ya que existía en ella un equilibrio que se oponía al equilibrio humano. Al ver una raza que ignoraba el dolor y desconocía el miedo, permanecería extraña para el hombre.
Tenía un brazo apoyado en el flanco de la estatua y sus pies descansaban en la pulida superficie. Entonces lloró.
Rodeó la escultura, experimentando en su espíritu todas aquellas percepciones hasta que, como eran puramente intelectuales, desaparecieron y en su lugar tomó cuerpo una afección femenina que tardó mucho más en desaparecer. Percibió que en aquella estatua se resumía la humanidad. Fue su humanidad lo que le hizo recordar la estatua egipcia. Vio que, aunque era sólo una abstracción, sin embargo mantenía la sensación de la humanidad, o la cualidad que los humanos llaman humanidad, y que era algo que el género humano, incapaz de retenerlo, había perdido. Lloró por la pérdida, por ella y por todos.
Entonces, unos disparos lejanos la sacaron de su melancolía. Siguieron otros disparos y después los gritos y silbidos de los extraterrestres. El capitán Pestalozzi tenía dificultades, o bien las estaba creando.
Se apartó con cansancio los cabellos que le caían sobre la frente y se dijo que se comportaba como una tonta. Sin volverse para mirar de nuevo la estatua se dirigió a la puerta del edificio.
Cuatro días más tarde según el horario de la nave, la "Gansas" estaba dispuesta para salir hacia otro planeta.
Tras la experiencia del primer día, y a pesar de todo lo que la señora Warhoon pudo decir, de forma un tanto histérica, se convino en general que los extraterrestres eran una forma degenerada de vida, tal vez algo peor que los animales, y por lo tanto presas apropiadas para la caza y para satisfacer los impulsos de diversión de los hombres. Estuvieron cazando durante casi dos días. Un poco de deporte no haría daño a nadie…
Los rastreos planetarios dieron como resultado que el planeta Pestalozzi albergaba sólo unos cuantos cientos de miles de aquellos grandes sexípedos, congregados alrededor de las charcas y marismas artificialmente creadas. Recordaban al viejo Adán en el Edén. Sin embargo, se capturaron algunos especímenes, que fueron enjaulados a bordo de la "Gansas". También se recogió la estatua de la señora Warhoon y un número de artefactos de la más diversa naturaleza, además de algunas muestras vegetales.
Era decepcionante la escasa fauna que presentaba el planeta: varias especies de pájaros, roedores de seis patas, lagartos, moscas de caparazón articulado, peces y crustáceos en los ríos y en los mares. En las regiones árticas se hizo un importante descubrimiento que parecía ser una excepción a la regla de que los pequeños animales de sangre caliente no pueden vivir en tales condiciones ambientales. Y poco más. Metódicamente, la sección de exobiología lo fue disponiendo todo en la nave espacial. Hasta que estuvieron listos para dar el próximo paso en su investigación planetaria.
La señora Warhoon, en compañía del sacerdote de la nave, su ayudante, Lattimore y Quilter (que acababa de ser promovido al puesto de nuevo ayudante de Lattimore) fueron a despedir a Samuel Melmoth, alias de Aylmer Ainson, en su reserva.
—Espero que el muchacho lo pase bien —comentó la señora Warhoon.
—Vamos, deje de preocuparse. Tiene la munición necesaria para disparar contra todo bicho viviente que pueda existir en este planeta —dijo Lattimore.
Lattimore estaba irritado por su éxito con la mujer. Desde el primer día de estancia en Pestalozzi cuando ella se volvió repentinamente sociable y se metió en su cama, Hilary se había mostrado llorosa y alterada. Y a Lattimore, siempre bonachón con las mujeres, le gustaba comprobar que sus atenciones tenían un efecto de benevolencia.
Se quedó a la puerta de la empalizada, vagamente apesadumbrado. Los otros podían decir adiós al joven Ainson. Por lo que a él se refería, ya había tenido bastante con la familia Ainson.
La empalizada estaba reforzada con una red de alambre. Formaba una valla de ocho pies de altura, con dos acres cuadrados de terreno, atravesados por una corriente de agua. Aquel terreno había sido un poco dañado por las máquinas del personal que preparó la residencia del joven Aylmer. La zona, en conjunto, representaba un trozo típico del paisaje de Pestalozzi. Junto al riachuelo había una charca, y muy cerca una de las bajas edificaciones nativas. En aquel terreno crecían también vegetales abrigados por los enormes árboles.
Más allá de los árboles surgía el puesto automático de conservación, con su antena de radio graciosamente enhiesta. Cerca se hallaba el edificio de ocho habitaciones, diseñado y ensamblado con piezas prefabricadas, que constituía la residencia de Aylmer. Dos de las habitaciones eran la casa propiamente dicha, y las otras contenían todos los aparatos que necesitaría para registrar e interpretar el lenguaje extraterrestre, un pequeño arsenal, un abundante depósito de medicamentos y otras provisiones. Estaba también la planta de energía, y el sintetizador de alimentos que podía transformar el agua, el terreno, las rocas, cualquier cosa, en alimentos.
Una hembra extraterrestre con su retoño se encontraban en un lugar alejado, fuera del conjunto de edificaciones. Ambas criaturas tenían los miembros retraídos. "Buena suerte para todos —pensó Lattimore—, y al diablo con todo esto."
—Hijo mío, que encuentres la paz —dijo el sacerdote, tomando una mano de Aylmer y estrechándola entre las suyas—. Recuerda que en este año de aislamiento estarás siempre en presencia de Dios.
—Buena suerte en tus trabajos, Melmoth —le dijo el ayudante—. Volveremos a verte dentro de un año.
—Adiós, Sam. Lamento haberte puesto ese ojo morado —le dijo Quilter, dándole una afectuosa palmada en la espalda.
—¿Estás seguro de que no necesitas nada más? —le preguntó la señora Warhoon.
Aylmer respondió a todos y se metió en la casa. Le habían rodeado de los más ingeniosos dispositivos para combatir los efectos de la pesada gravedad del planeta, pero, aun así, tendría que acostumbrarse a ella. Se tumbó en la cama, se puso las manos detrás de la cabeza, y escuchó cómo todos se marchaban.
El equipo de la nave "Gansas" encontró muchas cosas maravillosas. La ciencia había tenido raramente una oportunidad semejante.
Antes del despegue de la nave, el equipo que trabajaba con el cosmonauta Marcel Gleet concluyó los cálculos que revelaron la extraordinaria excentricidad de la órbita del planeta Pestalozzi.
La noche resultaba algo divertido en aquel período. Cuando el sol azafranado se ocultaba en el horizonte occidental, las largas sombras se escindían en dos, y una brillante estrella amarilla se manifestaba en el sur. Esta estrella, aunque no presentaba un disco perceptible a simple vista, brillaba casi con tanta luz como la luna llena de la Tierra. Y antes de que ésta se ocultara en el horizonte, otra estrella surgía como campeona de la luz. Era la estrella Blanca Bienvenida, que brillaba hasta el amanecer, borrándose de la vista cuando el sol de azafrán salía con la suficiente fuerza para hacerse cargo de sus deberes celestiales.
Las computadoras de Gleet y sus camaradas encontraron que la estrella blanca, la azafranada y la amarilla formaban un triple sistema solar, orbitando la una con la otra. Y transcurrido un cierto número de años se interferían lo bastante cerca con la órbita del planeta Pestalozzi. Atraído por las masas de dos soles, el planeta quedaba libre de la atracción solar correspondiente, y pasaba a la órbita de uno de los soles rivales. Y cuando la misma yuxtaposición volvía a ocurrir, muchos años después, el planeta pasaba al tercer sol y así volvía de nuevo a su primer compañero. Era como el coqueteo de una danza astronómica cuyos bailarines tuvieran que decir periódicamente "usted perdone".
Aquel descubrimiento causó maravilla y dio trabajo a los matemáticos. Entre otras cosas, aquello explicaba la fantástica dureza de las criaturas que poblaban el planeta, y que soportaran una extrema gama de temperaturas, así como la naturaleza cataclísmica producida por el cambio de los soles: algo que el hombre sólo podía contemplar con auténtico asombro.
Como resaltó Lattimore, aquel hecho astronómico, por sí mismo, contribuía en mucho a explicar la estolidez de temperamento y la impenetrabilidad de las criaturas al dolor. Se había desarrollado y evolucionado bajo condiciones que hubieran puesto a prueba la vida terrestre casi desde sus comienzos.
La "Gansas", continuando con su labor de reconocimiento, tomó contacto con los otros catorce planetas del enjambre formado por los soles triples, y las tres estrellas restantes. En cuatro de los planetas el hombre podía vivir confortablemente, y en tres de los cuatro hallaron las condiciones ideales. Eran unos mundos que contenían el máximo valor potencial para la vida humana. Fueron bautizados (de acuerdo con la sugerencia del sacerdote) con los nombres bíblicos de Génesis, Éxodo y Números (puesto que se daba por descontado que nadie toleraría un planeta que se llamase Levítico).
En aquellos planetas, y sobre otros cuatro donde el clima o la atmósfera eran intolerables para el hombre, se encontraron también extraterrestres. Aunque su número resultaba comparativamente escaso, se estableció también su dureza y su resistencia.
Por desgracia, se produjeron incidentes. En Génesis, llevaron a bordo un grupo de extraterrestres de piel arrugada. Ante la insistencia de la señora Warhoon fueron llevados a la cubierta de comunicación, donde ella intentó hablarles, en parte mediante sonidos y signos, y en parte valiéndose de visifotografías, que Lattimore y Quilter mostraron sobre una pantalla. Ella imitó los sonidos extraterrestres y ellos imitaron la voz de la señora Warhoon. Los presagios resultaron prometedores, pero, por desgracia, los extraterrestres cautivos en la cubierta inferior se hicieron oír.
Lo que dijeron tan sólo podía ser imaginado, pero inmediatamente los extraterrestres comenzaron a escapar. Quilter intentó con valentía mantenerlos en su sitio, pero fue derribado y resultó con un brazo roto en el tumulto.
Los extraterrestres se introdujeron en el ascensor y hubo que exterminarlos. La desilusión ante aquella desgracia fue general.
En uno de los planetas más duros, donde se tenía por seguro que el hombre dispondría de poco tiempo para sobrevivir, ocurrió algo mucho peor.
El planeta había sido bautizado con el nombre de Gansas. Fue el último en ser visitado, y podría decirse que la noticia de la llegada del hombre había precedido a éste.
En la remota y rocosa altiplanicie del hemisferio norte vivía una forma salvaje de vida a la que se le llamó informalmente oso quitinoso. Se parecía a un oso polar pequeño, pero estaba envuelto en una piel alternada con bandas de quitina y largos pelos blancos. Era ligero y rápido de pies, con agudos colmillos, y de naturaleza agresiva. Aunque sus presas naturales lo constituían las pequeñas ballenas cornudas de los mares cálidos de Gansas, era enemigo de los sexípedos que habían invadido su hábitat natural.
Sin duda esta oposición, que no se daba en ninguna otra parte de la familia de los planetas, había promovido una pequeña hostilidad en los extraterrestres. De todos modos, el primer grupo de humanos que hizo fuego sobre una banda de extraterrestres exploradores se encontró con una respuesta idéntica por parte de las extrañas criaturas. La "Gansas", cogida por sorpresa, se encontró sometida a un bombardeo desde una posición fortificada situada en un lugar escarpado.
La nave sufrió un impacto directo sobre una de las escotillas abiertas para el personal, antes de que el enemigo fuese aniquilado.
Se necesitaron cinco días de trabajo, en turnos constantes de todo el personal disponible, para que la sección de ingeniería reparase el daño, y posteriormente toda una semana de paciente labor, cuidadosa inspección y parcheamiento para asegurarse de que todas las planchas del casco quedaran en condiciones.
Cuando terminó todo aquello, la señora Warhoon se regocijó enormemente.
—No importa lo que pensara al observar esa estatua. Tuvo que haber sido una especie de trastorno cerebral momentáneo —dijo, abrazada a las rodillas de Bryant Lattimore—. Estaba sobreexcitada aquel día, ¿sabes?… Oh, tuve la fantástica sensación de que el hombre había tomado el camino erróneo en la línea de la evolución o algo así.
—Vamos, que nunca descartas tus primeras impresiones —repuso Lattimore, permitiéndose una broma, ya que ella parecía tranquila y emocionalmente equilibrada.
—Una vez que llevemos a esos extraterrestres a la Tierra y les enseñemos inglés, no me sentiré tan mal. Me tomo mi profesión con demasiada seriedad; supongo que es un signo de inmadurez. Pero habrá tantos conocimientos que intercambiar… Oh, Bryant, hablo demasiado, ¿no crees?
—Me encanta escucharte.
—Se está tan a gusto en esta alfombra… —y con gestos sensuales fue pasando los dedos por las bandas alternas de quitina y de pelo.
Lattimore la observaba con un deseo poco vehemente. Desde luego, ella tenía unos dedos bonitos y sumamente diestros.
—Mañana salimos para la Tierra —dijo Lattimore—. No quiero perderte de vista cuando volvamos, Hilary. ¿Te importaría decirme hasta qué punto te encuentras emocionalmente ligada a sir Mihaly Pasztor?
Ella pareció sentirse confusa e incómoda, a punto de sonrojarse. Pero antes de que pudiera contestar, alguien llamó a la puerta, y entró Quilter. Llevaba consigo el rifle de calibre 0.5 de Bryant. Hizo un gesto amistoso a la señora Warhoon, que se había levantado y se ajustaba la banda de los hombros.
—La nave está dispuesta para el próximo viaje —dijo mientras abandonaba el rifle sobre la mesa y descansaba su mirada sobre la señora Warhoon—. A propósito, habrá problemas abajo, en la cubierta de la tripulación, a menos que se haga algo y pronto.
—¿Qué clase de problemas? —preguntó Lattimore perezosamente, poniéndose las gafas y ofreciéndoles un mezcal.
—Pues algo parecido a los que tuvimos en el "Mariestopes" —repuso Quilter—. Todos esos hombres-rinoceronte que trajimos a bordo están dejando en el suelo gran cantidad de excrementos. Los hombres rehusan limpiarlos mientras no haya una paga especial. Imagino que lo que realmente les molesta es que el sintetizador de alimentos de la cubierta H se ha estropeado esta mañana y se les ha suministrado carne animal para comer, a la antigua usanza. Los cocineros pensaban que nadie se daría cuenta, pero hay varios individuos en la enfermería en este momento, envenenados por el colesterol.
—¡Qué forma de gobernar una nave! —exclamó Lattimore.
Pero no estaba muy descontento, ya que cuanto más oía hablar de la falta de eficiencia de la gente, en mayor estima tenía la suya propia. La señora Warhoon, por el contrario, se había disgustado, principalmente porque se resentía de la fácil camaradería que había surgido entre Lattimore y Hank Quilter.
—La carne animal no es venenosa —dijo Hilary—. En algunos lugares atrasados de la Tierra todavía la siguen comiendo con regularidad.
La señora Warhoon no tuvo la suficiente valentía para referir cuánto había disfrutado de la carne animal, cenando íntimamente con Mihaly Pasztor en el piso de éste.
—Sí, sólo que nosotros somos individuos civilizados; no atrasados —repuso Quilter, chupando su mezcal—. Ésa es la razón por la que esos tipos irán a la huelga, negándose a limpiar los excrementos.
La señora Warhoon observó la sardónica sonrisa que apareció en el rostro de los dos hombres, precisamente la misma que a veces aparecía en el suyo propio. Como una revelación, comprendió cuanto detestaba aquella simiesca superioridad masculina, y el recuerdo de la gentil y soberbia estatua de Pestalozzi le ayudó a detestarla aún más.
—¡Todos los hombres sois iguales! —gritó—. Estáis cortados por el mismo patrón y apartados de las realidades de la vida, de una forma en que la mujer nunca lo estará. Para bien o para mal, somos comedores de carne y siempre lo hemos sido. La carne de animal no es venenosa, y si vosotros os ponéis enfermos al comerla, es vuestra mente la que se ha envenenado. Y todo ese temor a los excrementos… ¿es que no veis que para esos infortunados seres sus productos de desecho son un signo de fertilidad, y que los ofrecen ceremonialmente con sus sales minerales a la tierra una vez utilizados? ¿Es acaso menos repulsivo lo que ocurre con las religiones terrestres, donde se ofrecen sacrificios humanos a tan variadas y supuestas deidades? ¡Dios mío!, ¿qué hay de repulsivo en todo eso? Lo malo de nuestra cultura es que está fundamentada en el temor a lo sucio, al veneno, a los excrementos. Pensáis que los excrementos son algo malo ¡pero lo realmente malo es el temor!
Tiró su mezcal al suelo y lo aplastó con el pie, como si rechazase todo lo artificial. Lattimore la miró levantando ceñudamente una ceja.
—¿Qué te ocurre, Hilary? Nadie tiene miedo de esa porquería. Sencillamente, nos molesta. Como tú dices, es un producto de desecho, y como tal hay que considerarlo. No es cosa de ponerse de rodillas por ello. No me extraña que esos condenados hombres-rinoceronte no hayan ido a ninguna parte si han orientado sus vidas hacia la porquería.
—Además —dijo entonces Quilter, razonablemente, porque estaba acostumbrado a los irracionales estallidos de mal humor de las mujeres—, nuestros hombres no se niegan a limpiar esos excrementos, lo que no quieren es hacerlo sin una paga extra.
—Pero ninguno de los dos habéis comprendido lo que quiero decir realmente —dijo la señora Warhoon, pasándose sus bellos dedos por el cabello.
—Vamos, Hilary —interrumpió Lattimore—. Dejemos este asunto. Que no se hable más de ese coprófilo tema y vuelve a tu buen carácter.
Al día siguiente, una vez reparada, la nave "Gansas" despegó de aquel planeta prohibido, llevando en su interior una carga de organismos vivientes, con sus esperanzas, sus fobias, sus grandezas y sus fracasos, transponencial y trascendentalmente hacia el planeta Tierra.
El viejo Aylmer dormía intermitentemente. Se resistía con tenacidad a los esfuerzos que Snok Snok Karn hacía para que se levantara, hasta que el joven utod le incorporó con cuatro de sus miembros y le sacudió ligeramente.
—Vamos, tienes que despertar completamente, mi querido Hombre-con-piernas —dijo Snok Snok—. Toma tus muletas y sal a la puerta.
—Mis viejos huesos están rígidos, Snok Snok. Disfruto de ellos cuando me dejan estar en posición horizontal.
—Tienes que prepararte para el estado de carroña en vida —dijo el utod, que durante años se había entrenado para charlar utilizando los orificios casspu y los orificios orales; de ese modo Ainson y él podían comunicarse regularmente—. Cuando cambies al estado de carroña madre y yo te plantaremos bajo los ammps, y en el próximo ciclo te habrás convertido en un utod.
—Muchísimas gracias, pero me temo que no ha sido por eso que me has despertado. ¿Qué sucede? ¿Qué te preocupa?
Aquélla era una frase que, en cuarenta años de asociación con Ainson, Snok Snok no había comprendido nunca. Lo pasó por alto.
—Vienen hacia acá algunos hombres-con-piernas. Les vi dando tumbos sobre algo con cuatro patas redondas. Se dirigen hacia nuestro sumidero.
Ainson se las arregló para tomar sus muletas.
—¿Hombres? No lo creo después de tantos años.
Apoyado en las muletas, se dirigió trabajosamente a lo largo del corredor hacia la puerta frontal. Existían a ambos lados puertas que no habían abierto hacía muchísimo tiempo, puertas selladas que daban acceso a habitaciones que contenían armas y municiones, aparatos de registro y suministros ya descompuestos; no necesitaba ya aquel material más de lo que necesitaba el puesto automático de observación, abandonado desde hacía tanto tiempo, deshecho bajo la imponente majestad de las tormentas de Dapdrof y el tirón gravitacional del planeta.
Los grorgs se escurrieron delante de Snok Snok y Ainson y se hundieron en el sumidero, donde Quequo estaba tranquilamente recostado. Snok Snok y Ainson se detuvieron en el umbral, mirando a través de la alambrada que circundaba la construcción. En aquel momento, un vehículo todo terreno se detuvo en la entrada.
Cuarenta años, pensó Ainson, cuarenta años de paz y de quietud, y tenían que venir entonces a turbarle. Ya podían haberle dejado morir en paz. Seguramente se habría preparado bien para el próximo esod, sin que tuviera ninguna objeción que hacer al hecho de ser enterrado bajo los árboles ammp.
Silbó hacia su grorg para que volviera con él, y permaneció a la espera. Los hombres saltaron fuera del vehículo.
De repente, Ainson regresó al corredor y se dirigió hacia la pequeña armería, donde ajustó sus ojos a la luz. El polvo formaba espesas capas por todas partes. Abrió una caja de metal y tomó un rifle de metal opaco. Pero ¿dónde estaba la munición? Miró a su alrededor con disgusto, dejó caer el arma en el polvo del suelo y salió de nuevo arrastrando los pies y apoyándose en las muletas. Había acumulado en Dapdrof mucha paz para comenzar a sus años a disparar un arma.
Uno de los hombres del vehículo de cuatro ruedas estaba allí, en la puerta frontal. Había dejado a sus dos compañeros junto a la alambrada.
Ainson se sintió acobardado. ¿Cómo dirigirse a un miembro de su misma especie? Aquel tipo, en particular, no parecía el más adecuado para dirigirse a él. Aunque muy bien podría tener la misma edad que Ainson, excepto que él había pasado cuarenta años soportando la gravedad de 3 g. Vestía de uniforme, y no cabía duda de que su actividad le ayudaba a mantener un cuerpo saludable, indiferente al estado de su mente. Tenía la expresión beata de una persona bien alimentada, como el que ha estado comiendo a la mesa de un obispo.
—¿Eres Samuel Melmoth, de la "Gansas"? —preguntó el militar.
Permanecía en una actitud neutral, con las piernas luchando contra la gravedad del planeta. Bloqueaba la puerta con el cuerpo. Ainson tragó saliva a la vista del individuo; los bípedos vestidos parecían una cosa singular cuando no se estaba acostumbrado al fenómeno.
—¿Melmoth? —replicó el militar.
Ainson no tenía ni idea de lo que aquella persona quería decir. Ni podía pensar en nada que pudiera constituir una respuesta adecuada.
—Vamos, vamos. Tú eres Melmoth, ¿verdad?
Nuevamente, aquellas palabras le dejaron perplejo.
—Ha cometido una equivocación —le dijo entonces Snok Snok, mirando más de cerca al recién llegado.
—¿Es que no puedes mantener a esos bichos en sus charcas? Tú eres Melmoth. Ahora te reconozco. ¿Por qué no me respondes?
Un lejano recuerdo comenzó a formarse en la mente de Ainson. ¡Ammps! Aquello era una tortura.
—Parece que va a llover —dijo.
—¡Al fin hablas! Has tenido que esperar mucho para ser rescatado. ¿Cómo estás, Melmoth? ¿No te acuerdas de mí?
Ainson miraba confuso aquella figura militar que tenía ante él. No recordaba a nadie de la Tierra, excepto a su padre.
—Temo que… Hace tanto tiempo… He estado tan solo.
—Cuarenta y un años, según mis cálculos. Mi nombre es Quilter. Hank Quilter, capitán de la nave estelar "Hightail". Quilter, ¿no te acuerdas?
—Hace tanto tiempo…
—Una vez te puse un ojo morado. Lo he tenido sobre mi conciencia todos estos años. Cuando me ordenaron que viniera a este sector de batalla, me tomé el riesgo de venir a verte. Me alegra de que no me guardes ningún rencor, aunque es una ofensa para el orgullo de un hombre que alguien le olvide. ¿Cómo te han ido las cosas en Pestalozzi?
Ainson deseó aparecer ocurrente ante aquel tipo que le demostraba tan buena voluntad, pero no encontraba la forma de hacerlo.
—Eh… Pesta… Pesta… He permanecido anclado aquí en Dapdrof todos estos años. —Entonces, pensó en algo que deseaba decir, algo que tenía que haberle preocupado por… tal vez diez años, pero que estaba ya lejos, en el pasado. Se inclinó hacia delante, se aclaró la garganta y preguntó—: ¿Por qué no vinieron por mí, capitán…?
—Capitán Quilter. Hank Quilter. Creo que no te acuerdas de mí. Yo te recuerdo muy bien, e hice muchísimas cosas estos años pasados… Bueno, eso ya es historia, y lo que me preguntas requiere una respuesta. ¿No te importa si entro?
—¿Entrar? Ah, sí, entra.
El capitán Quilter miró los hombros lisiados del viejo, olfateó el ambiente y meneó la cabeza. Sin duda el viejo se había convertido en un nativo y tenía a los cerdos con él.
—Tal vez sea mejor que vengas conmigo al vehículo. Tengo una buena botella de whisky allí; supongo que te apetecerá echar un trago.
—Ah, bien. ¿Pueden venir también Snok Snok y Quequo?
—¡Por todos los diablos! ¿Esos dos tipos? Apestan. Melmoth, puede que tú estés acostumbrado, pero yo no. Deja que te eche una mano.
Irritado, Ainson rehusó la mano que le ofrecía. Dando traspiés, continuó apoyándose en sus muletas.
—No tardaré, Snok Snok —dijo en el lenguaje que habían creado entre ellos—. Voy a resolver un pequeño asunto y vuelvo en seguida.
Apreció con satisfacción que podía avanzar mucho más rápido que el capitán. Al llegar al vehículo ambos descansaron, mientras los otros dos militares miraban a Ainson con interés. Casi excusándose, el capitán le ofreció una botella y cuando Ainson la rehusó, los otros bebieron un buen trago. Ainson aprovechó el intervalo para pensar en algo amistoso que decir.
—Nunca vinieron por mí, capitán —fue cuanto se le ocurrió.
—Nadie tuvo la culpa, Melmoth. Créeme. Has tenido mucha suerte con estar lejos de tanto problema. En la Tierra han ocurrido demasiadas cosas horribles. ¿Recuerdas los conflictos contenidos que se hacían en Charon? Bien, hubo una guerra anglo-brasileña que escapó a todo control. Los ingleses comenzaron a contravenir las leyes del estado de guerra, y quedó probado que habían pasado de contrabando a un jefe explorador, que ostentaba un rango social no permitido en el conflicto, por si utilizaban sus conocimientos para explotarlo en el terreno local, ya sabes… Yo estudié la totalidad del asunto en la Escuela de Historia Militar, pero se olvida uno de los pequeños detalles. De todas formas, este tipo, el jefe explorador Ainson, fue llevado a la Tierra para someterle a un juicio y murió asesinado. Los brasileños dijeron que había sido un suicidio, y los ingleses que fueron los brasileños los que lo mataron. Bien, los Estados Unidos quedaron envueltos en el asunto, pues se encontró un revólver norteamericano en el exterior de la prisión. Casi en seguida estalló otra guerra, igual que en los viejos tiempos.
El viejo Ainson se había perdido tanto en aquel relato que no supo qué decir. La mención de su propio nombre le había nublado la mente.
—¿Pensaste que me habían matado de un tiro?
Quilter volvió a tomar un trago de whisky.
—No supimos qué te había sucedido a ti. La Guerra Internacional estalló en el año dos mil treinta y siete y, en cierta forma, nos olvidamos de ti; aunque hubo muchos combates en este sector del espacio, particularmente en Números y Génesis. Ambos quedaron prácticamente destruidos. Clementina también recibió lo suyo. Tienes suerte de que aquí sólo quedaran fuerzas convencionales. ¿No viste nunca alguna señal de lucha?
—¿Luchas en Dapdrof?
—Luchas en Pestalozzi.
—No, no hubo ninguna lucha aquí. No sé nada de eso.
—Debiste librarte por estar en este hemisferio. El hemisferio norte está prácticamente destrozado, a juzgar por cuanto hemos visto a nuestro paso.
—Nunca vinisteis por mí.
—Diablos, te lo estoy explicando, ¿no? Vamos, toma un trago; te sentará bien. Pocas personas sabían de ti o te conocían, e imagino que casi todas estarán muertas ahora. Me he arriesgado por venir a buscarte. Ahora tengo la nave bajo mi mando, y me alegro mucho de llevarte de vuelta al hogar. Bueno, sólo queda una parte de Gran Bretaña, pero serás bienvenido en los Estados Unidos. Siempre me acuerdo del ojo que te puse morado… ¿Qué te parece, Melmoth?
Ainson bebió un poco de whisky directamente de la botella. Apenas podía hacerse a la idea de volver a la Tierra. Se habría perdido tanto… Pero un hombre tiene que volver a casa…
—Capitán, eso me recuerda que tengo todos los registros y las cintas magnetofónicas, los vocabularios y todo lo demás.
—¿De qué estas hablando?
—Vaya, ahora eres tú el que lo olvidas. El material que dejaron conmigo. Estuve trabajando para aprender un poco del lenguaje utodiano, el lenguaje de esos… esos extraterrestres, ya sabes.
Quilter parecía incómodo. Se limpió los labios con el dorso de la mano.
—Tal vez podamos recoger todo eso en otra ocasión.
—¿Sí? ¿Dentro de otros cuarenta años? ¡Oh, no! No puedo volver a la Tierra sin eso, capitán. Es el trabajo de toda mi vida.
—Sí, comprendo —repuso Quilter.
"El trabajo de toda una vida", pensó. Con cuánta frecuencia el trabajo de toda una vida no tiene ningún valor, excepto para el que lo ha hecho. No tenía valor para decirle al pobre viejo que los extraterrestres estaban prácticamente extinguidos, erradicados, por los azares de la guerra, de todos los planetas del Grupo de las Seis Estrellas; excepto unos cientos que vivían en el hemisferio meridional de Pestalozzi. Era uno de los tristes accidentes de la vida.
—Nos llevaremos todo lo que quieras, Melmoth —dijo finalmente.
Se levantó, se arregló el uniforme y transmitió una orden a los dos soldados que se hallaban cerca.
—Wilkinson, Bonn, lleven el vehículo hasta la puerta de la cabaña y suban todo el equipo del señor Melmoth.
Todo sucedía con inusitada rapidez para Ainson. Se hallaba al borde de las lágrimas. Quilter le dio unos cariñosos golpecitos en la espalda.
—Todo irá bien. Debes tener un montón de créditos esperándote en algún Banco. Haré que se te pague hasta el último centavo. Te alegrarás de liberarte, por fin, de esta aplastante gravedad.
Tosiendo, el viejo dispuso sus muletas para caminar. ¿Cómo podría decir adiós al viejo Quequo, que tanto había hecho para enseñarle una parte de su sabiduría, y a Snok Snok…? Comenzó a llorar.
Quilter se volvió de espaldas, con tacto, observando el rígido follaje primaveral que surgía a su alrededor.
—Capitán —dijo Ainson, transcurridos unos momentos—. ¿Dices que Inglaterra ha sido destruida?
—Vamos, no comiences ahora a preocuparte por eso, Melmoth. Realmente, es maravilloso estar vivo ahora en la Tierra; te lo juro. La vida sigue estando un tanto reglamentada, pero se han resuelto todas las diferencias nacionales, al menos por un tiempo… Todo se está reconstruyendo a un ritmo de locura; ni que decir tiene que la guerra ha aportado mucho a la tecnología. Me gustaría ser veinte años más joven.
—Pero has dicho que Inglaterra…
—Están reconvirtiendo la mitad del mar del Norte para reemplazar las zonas desintegradas. Londres va a ser reconstruido… en una escala modesta, por supuesto.
Afectuosamente, Quilter puso el brazo alrededor de aquellos hombros encorvados, pensando que abrazaba todo un período de historia en tan corto espacio.
El viejo Ainson meneó la cabeza con vigor, desprendiendo unas lágrimas.
—El problema está en que, después de todos estos años fuera de la Tierra, me hallo al margen de todo. Pienso que nunca entraré en relación con nadie adecuadamente.
Emocionado, Quilter se aclaró también la garganta. ¡Cuarenta años! No era difícil imaginar lo que aquel anciano debía sentir. ¡Qué gran historia para ser contada!
—Bueno, Melmoth, ahora todo eso no tiene sentido. Pronto, tú y yo tendremos muchas cosas en común allá en la Tierra, ¿no te parece, Melmoth?
—Sí, Sí. Así será, capitán Quinto.
El vehículo militar se marchó finalmente lejos de la empalizada. Con los miembros retraídos, los dos utods permanecieron al borde del sumidero observando la partida de los hombres-con-piernas, hasta que desaparecieron de su vista. Solo entonces, el más joven se volvió hacia el mayor, transmitiéndose entre ellos unas expresiones de lenguaje que habrían resultado totalmente incomprensibles para los humanos.
El más joven se dirigió hacia el edificio desierto. Examinó la armería. Los soldados la habían dejado intacta, cumpliendo las órdenes de aquél que había hablado de las muertes de tantos utods. Satisfecho, dio media vuelta y se encaminó sin pausa hacia la puerta de la alambrada. Había permanecido pacientemente cautivo durante una pequeña fracción de su vida. Había llegado el momento de pensar en ser libre.
Y el momento de que el resto de sus hermanos pensaran también en la libertad.