Muy lejos, en el extraño planeta Tierra, el tercer politano llamado Blug Lugug, se hallaba en un terrible estado de confusión. Estaba amarrado a un banco con una serie de fuertes correas de lona que sujetaban lo que quedaba de su cuerpo. Numerosos cables y alambres surgían de unas máquinas, que unas veces permanecían silenciosas y otras emitían ruidos desde un lado de la habitación y subían sobre su cuerpo o se introducían por sus varios orificios. Un cable en particular discurría desde un instrumento también similar, manejado por un hombre en particular. El hombre iba vestido con una especie de traje blanco y cuando movía una palanca, algo sin significado sucedía en el cerebro del tercer politano. Aquella cosa sin significado era la más espantosa de cuantas había conocido. Veía entonces cuánta razón había tenido el sargento cosmopolitano al utilizar la expresión malo para describir a los piernas delgadas. Aquella cosa era malo, malo, malo: era algo que se le aparecía duro, fuerte, higiénico y que absorbía su inteligencia, destrozándola poco a poco.
Aquel algo sin significado llegó nuevamente. Se abrió un hueco donde había existido algo en crecimiento, algo delicioso como recuerdos y promesas, ¿quién sabe?, pero que nunca podría ser reemplazado.
Habló entonces uno de los piernas delgadas. El politano intentó imitar con esfuerzo lo que había dicho: "¡Tampoco tieneahírespuestasneurales / Notiene / respuestadolorosa /en /ningunapartedesucuerpo!"
Todavía se aferraba a la idea de que cuando ellos comprobasen que podía imitar su habla serían lo bastante inteligentes como para detener las cosas que estaban haciendo.
Cualesquiera fuesen las cosas que estaban haciendo o que imaginaban en sus pequeñas mentes malignas, estaban echando a perder sus posibilidades de pasar a la fase de carroña. Ya que le habían separado del cuerpo dos miembros con una sierra —por el rabillo de uno de sus húmedos ojos contemplaba el recipiente donde habían sido depositados—, y puesto que allí no existían árboles dammp, la posibilidad de continuar con sus ciclos vitales eran muy remotas, y se enfrentó con la nada.
Gritó con una imitación de las palabras de los piernas delgadas pero, olvidando sus limitaciones, emitió los sonidos en una banda ultrasónica. Los sonidos surgieron distorsionados: sus orificios ockpu estaban obturados con diminutos instrumentos como ventosas.
Necesitaba el consuelo del sagrado cosmopolitano reverenciado padre-madre. Pero el cosmopolitano había desaparecido. No existía duda de que había sufrido el mismo desmembramiento. Los grorgs habían desaparecido también, aunque oyó sus gritos casi supersónicos contestándole con un largo lamento desde una distante parte de la habitación. Entonces algo, algo sin significado estalló nuevamente sobre él, ya no pudo oír más, pero… Algo más había desaparecido.
En su confusión, todavía vio cómo se unía al grupo de las figuras vestidas de blanco otra a la que creyó reconocer. Era, o cuanto menos se parecía mucho, la figura que había llevado a cabo el ritual del estiércol hacía poco tiempo.
Entonces aquella figura gritó algo, y dentro de la creciente debilidad y terrible confusión que sufría, el politano intentó gritar en respuesta a la misma cosa, para mostrar que le había reconocido: "¡Nopuedosoportarqueestéishaciendoloquejamásdebieraishaberhecho!”
Pero el piernas delgadas, si se trataba de aquel individuo pacífico, no dio el menor signo de reconocimiento. Se cubrió la parte delantera de su cabeza con las manos y se marchó rápidamente de la habitación, casi como si…
Aquel algo sin significado volvió nuevamente, y todas las figuras vestidas de blanco se dispusieron nuevamente a usar sus instrumentos.
Se tumbó hacia atrás hasta que tuvo los dedos de los pies al nivel de la cabeza. El director del Exozoo se hallaba acostado sobre su almohada terapéutica, chupando una mezcla de mucosa mediante un pezón artificial. Le asistía para calmarle un joven miembro del Cuerpo de Exploración, con certificado de explorador que él había entregado en el Exozoo. Gussie Phipps, que había venido volando desde Macao, le daba ayuda y consuelo.
—No está usted tan fuerte como antes, sir Mihaly. Debería probar a los alimentos sintéticos; creo que son mucho mejores para usted. ¡Y pensar que la contemplación de una vivisección le ha trastornado! ¿Cuántas vivisecciones ha llevado a cabo usted mismo?
—Sí, ya sé, ya sé. No tiene por qué recordármelo. Ha sido precisamente la contemplación de esa pobre criatura, sobre la piedra, cortada a trozos lentamente, sin registrar el menor signo de miedo o de dolor.
—Lo cual ha sido mejor en vez de peor.
—¡Cielos, ya sé que ha sido mejor! Pero fue algo tan carente de resentimiento… Por un momento he tenido la premonición de cómo el hombre tratará a cualquier intento de oposición que encuentre allí afuera —Y señaló vagamente hacia el techo—. O tal vez bajo la etiqueta científica de vivisección estoy oyendo los salvajes tambores del hombre antiguo, que baten como locos para una sesión de derramamiento de sangre. ¿De dónde viene el hombre, Gussie?
—Semejante estallido de pesimismo es impropio de usted. Procedemos del barro, y nos alejamos de la ciénaga primitiva y animal encaminándonos hacia lo espiritual. Tenemos aún un largo camino que recorrer, pero…
—Sí, es una respuesta. Con frecuencia la he utilizado yo mismo. Puede que ahora no seamos muy buenos, pero seremos mejores en algún futuro indeterminado. Pero… ¿Es cierto? ¿No deberíamos habernos quedado en el barro y podríamos haber sido más saludables y buenos allí? ¿No nos estaremos dando excusas a nosotros mismos por la forma en que nos conducimos y siempre nos hemos conducido? Piensa en la cantidad de ritos primitivos que todavía llevamos a cabo en una forma apenas disfrazada: la vivisección, el matrimonio, los cosméticos, las guerras, la circuncisión. No, no quiero seguir pensando. Cuando avanzamos a veces lo hacemos en una dirección fantasmal y falsa, como el dicho de los alimentos sintéticos, inspirado en una moda dietética del siglo y los temores de la trombosis. Creo que ha llegado la hora de que me retire, Gussie, que me aleje ahora que todavía no soy demasiado viejo, y me marche a cualquier clima más agradable donde brille el sol. Siempre he creído que la cantidad de pensamientos que existen en la cabeza de un hombre se halla en proporción inversa a la del sol que hay en el exterior.
Entonces sonó el timbre de la puerta.
—No espero a nadie —dijo Pasztor, con una irritación que raramente solía mostrar—. Mira quién viene a verme y dile que se marche. Quiero que me expliques todo eso que ha ocurrido en Macao.
Phipps desapareció y regresó con Enid Ainson, que estaba llorando.
Pasztor chupó con una furia momentánea el resto de glucosa que contenía el pezón de goma, se colocó en una postura menos relajada y retiró una pierna de la almohada terapéutica.
—¡Es Bruce, Mihaly! —gritó Enid—. Bruce ha desaparecido. Estoy segura de que se ha ahogado. ¡Oh, Mihaly! Se ha puesto tan difícil… ¿Qué puedo hacer?
—¿Cuándo le has visto por última vez?
—No pudo soportar verse marginado del vuelo en la "Gansas". Sé que se ha ahogado. A menudo amenazaba con hacerlo.
—Enid, por favor, ¿cuándo le has visto por última vez?
—¿Qué hacer? Tendría que hacérselo saber al pobre
Pasztor saltó de la almohada terapéutica. Agarró a Gussie por el codo mientras se dirigía al aparato de tecnivisión.
—Gussie, ya charlaremos otro día sobre todo eso de Macao.
Empezó a tecnillamar a la policía, mientras Enid lloraba desconsoladamente detrás de él.
—Bruce Ainson se encontraba ya a una buena distancia del alcance de la policía de la Tierra.
El día anterior al lanzamiento de la "Gansas" al espacio se lanzó un vuelo que tuvo mucha menos publicidad. Lanzada desde un pequeño puerto espacial de operaciones situado en la costa oriental de Inglaterra, una nave sistemática empezó su largo viaje a través de la eclíptica. Las naves sistemáticas eran unas naves espaciales totalmente distintas a las naves estelares. Carecían de la propulsión TP. Se movían con plasma iónico, consumiendo la mayor parte de su masa mientras viajaban. Estaban construidas sólo para prestar servicio dentro del sistema solar y, en su mayor parte en la Inglaterra de aquel tiempo, se trataba de vehículos militares.
El "I. S. Brunner" no era una excepción. Se trataba de un transporte de tropas, atestado de personal militar que se enviaba como refuerzo a la guerra anglo-brasileña en el planeta Charon. Entre aquellos refuerzos se encontraba un individuo de cierta edad, lleno de problemas y sin apenas entidad, llamado Bruce Ainson, alistado como auxiliar de oficinas.
Aquel planeta situado a tanta distancia del sistema solar, Charon, conocido por los soldados como el Planeta Congelado, había sido descubierto telescópicamente por el laboratorio lunar Wilkins-Pressman casi dos décadas antes de ser visitado por el hombre. La primera expedición a Charon (donde estuvo presente el biólogo y brillante dramaturgo húngaro llamado Mihaly Pasztor) descubrió que este planeta era el padre de todas las bolas de billar, un globo de unas trescientas millas de diámetro (de 307 a 550 de acuerdo con la última edición del Manual Militar Brasileño, y de 309 a 567 según el equivalente británico). Aquel globo carecía de accidentes superficiales, y tenía una superficie suave en su textura, de color blanco, resbaladiza y carente de propiedades químicas. Era dura, aunque no de modo excesivo. Podía ser taladrada utilizando barrenas de alta velocidad.
Decir que Charon carecía de atmósfera, sería poco preciso. La atmósfera consistía precisamente en su suave y única superficie, helada a lo largo de los tediosos e inimaginables eones de tiempo transcurridos. Durante éstos, Charon fue depósito de cadáveres itinerante, arrastraba su masa alrededor de su órbita, conectada de modo que parecía más bien coincidencia, con una estrella de primera magnitud llamada Sol. Cuando se analizó su atmósfera, se encontró que consistía en una mezcla de gases inertes reunidos en una forma desconocida e irreproducible en los laboratorios de la Tierra. En alguna parte, bajo su superficie, los informes sismográficos revelaron lo que realmente era Charon: un corazón rocoso y sin pulso de doscientas millas de diámetro.
El Planeta Congelado era el lugar ideal para sostener las guerras.
A pesar de sus excelentes efectos en el comercio, las guerras tienen un pernicioso efecto sobre el cuerpo humano, por lo que durante la segunda década del siglo XXI se convirtieron en algo codificado, regulado y arbitrado, y, como tal, sujeto a la destreza de un partido de pelota base, o a la ley por boca de un juez. Y puesto que la Tierra estaba demasiado superpoblada, las guerras se desterraban a Charon. Allí, el globo estaba marcado con unas tremendas líneas de longitud y latitud, como si se tratase de un tablero de damas celestial.
La Tierra no estaba, en modo alguno, inclinada a la paz. En consecuencia, a menudo había listas de países que esperaban su turno de espacio en Charon, principalmente naciones beligerantes que deseaban solicitar zonas del ecuador, donde la luz para la lucha y los combates resultaba ligeramente mejor. La guerra anglo-brasileña ocupó los sectores 159-260, vecina a la guerra javanesa-guineana que había comenzado ya en el año 1999. Se la conocía como un conflicto contenido.
Las reglas del conflicto contenido eran muchas y complicadas. Por ejemplo, las armas de destrucción estaban rígidamente definidas. Y ciertos rangos sociales altamente calificados —que podían llevar a su lado ventajas desleales— estaban prohibidos en Charon. Los castigos por alterar aquellas estipulaciones eran muy considerables. Y, a pesar de todas las precauciones adoptadas, las bajas entre los combatientes resultaban también muy elevadas.
Como consecuencia, en Charon se necesitaba a la flor de la juventud inglesa, por no mencionar a los hombres de edad madura: Bruce Ainson se había aprovechado del hecho para alistarse sin rango social, y así apartarse tranquilamente de la mirada pública. Un siglo antes probablemente se hubiera alistado a la Legión Extranjera.
Mientras el pequeño transporte de tropas impulsado por gas le llevaba a través de las ocho horas luz de distancia que separaban a la Tierra de Charon, habría podido reflexionar —si lo hubiera sabido— sobre la voluble opinión de sir Mihaly Pasztor de que la cantidad de pensamiento en la cabeza de un hombre se halla en proporción inversa a la cantidad de sol en el exterior. Podría haber reflexionado en aquello, si las condiciones de la "Brunner" hubieran permitido la reflexión de los hombres empaquetados entre las cubiertas del navío espacial, de cabeza a cola. Pero Bruce Ainson, al igual que todos sus compañeros, se dirigía profundamente congelado al Planeta Congelado.
Una de las formas de demostrar que uno no era un intelectual —en el caso de que lo fuera—consistía en pasear de un lado a otro por la cubierta de reconocimiento con las mangas de la túnica enrolladas desaliñadamente hasta el codo, un mezcal entre los labios, y riéndose abiertamente de sus propios chistes y de los de sus compañeros. De ese modo, los cosmonautas que acudían a contemplar el universo podían ver por sí mismos que uno era un ser humano.
El ingrediente que faltaba en esta receta, pensó Lattimore, era su compañero habitual Marcel Gleet, el oficial segundo de navegación. Habría constituido una gran incongruencia, casi una incongruencia solar, si se hubiera reído de lo que decía Gleet, hombre desposado con la seriedad, pero cuyo matrimonio parecía más bien un funeral.
—… Parecería una posibilidad sustancial —estaba diciendo— que el enjambre estelar, cuyas coordenadas ya he mencionado anteriormente, pueda ser el lugar de origen de nuestras especies extraterrestres. Hay seis estrellas en el enjambre que tienen entre sí quince planetas en órbita. Estuve hablando con Mellor de Geocred, durante el último turno de guardia, y él infiere que, por lo menos, seis de tales planetas son verosímilmente del tipo de la Tierra.
Ciertamente, uno no se podía reír de aquello, aunque había varios tripulantes que se reían en la cubierta, principalmente del aviso de la señora Warhoon, cuidadosamente colocado en el gran tablero de avisos y anuncios de a bordo.
—Puesto que esos cuerpos celestes de tipo terrestre —continuó diciendo Gleet— están dentro de la distancia de tres años luz de Clementina, parece constituir una medida razonable para continuar nuestra investigación. Otra ventaja es que esos seis cuerpos celestes se hallan a días luz de distancia unos de otros, una inmensa ayuda por lo que respecta a la prontitud del lanzamiento…
Cuando menos, allí sí podría insertarse una risita de asentimiento.
Gleet continuó su disertación, pero el timbre anunció un nuevo turno de guardia y le recordó la razón por la que había subido hasta la cubierta de reconocimiento a continuación se dirigió a la anconada de Navegación. Lattimore se volvió hacia uno de los profundos portillos ovales y miró el casco de la nave, mientras escuchaba los comentarios de los hombres que permanecían a sus espaldas.
—¡La contribución al futuro del género humano! ¡Ya le gustaría! —exclamó uno de ellos mientras leía el anuncio.
—Sí, pero has de tener en cuenta que tras esa llamada a lo mejor de nuestra naturaleza ellos se cubren con el ofrecimiento de una pensión vitalicia —dijo otro de los compañeros.
—Pues tendría uno que tener mejores ventajas para quedarse abandonado en un planeta extraño por cinco largos años —dijo el tercero.
—Yo lo haría, aunque sólo fuera para librarme de ti —contestó el primero.
Lattimore asintió con un gesto a su espectral reflexión mientras la vieja usanza de utilizar las bromas para el insulto seguía su curso predecible. Con frecuencia se asombraba de aquel método aceptado en el que el asalto verbal que se disfrazaba de ingenio, sin duda, era una forma de sublimar el odio de un hombre hacia sus compañeros… ¿qué otra cosa podía ser? No estaba en absoluto perturbado por los comentarios que le hacían sobre el anuncio puesto por la señora Warhoon. Ella podía ser todo lo frígida que quisiera, pero había tenido una buena idea; existía tal variedad de hombres que su aviso tal vez diese fruto.
Se quedó mirando fijamente el universo que la "Gansas", inmersa en su impulsión busardiana, estaba entonces paleando. Contra una negrura uterina, aparecían unas ristras de luz próximas y desflecadas. Era como la visión que una mosca borracha pudiera tener de un peine, falta de definición, constituiría una afrenta para el nervio óptico.
Pero —como los científicos ya habían puesto en relieve— el nervio óptico humano no se ajusta a la realidad. Y puede que la auténtica naturaleza del universo sólo pueda ser comprendida mediante las ecuaciones transponenciales; se sabía que aquella parrilla desflecada (que le infundía a uno la sensación de que era como un pequeño crustáceo en el interior del vientre de una ballena) era lo que las estrellas "realmente" parecían. Lattimore pensó con nostalgia que el divino Platón tendría que estar vivo, y allí, en aquel momento.
Se alejó y sus pensamientos se centraron en los alimentos. De todos modos, no había nada como un buen codillo sintético para poner una tregua entre un hombre y su universo.
—Pero Mihaly —decía Enid Ainson—. Durante años, desde que Bruce nos presentó, he estado pensando que te sentías secretamente atraído hacia mí. Quiero decir, por la forma en que me mirabas. Y cuando consentiste en ser el padrino de Aylmer… Siempre me has inducido a pensar… —Enid se apretó las manos, nerviosa e inquieta—. Y tú sólo estabas divirtiéndote…
Mihaly se había retraído en sí mismo, como un arrecife contra la creciente marea de los sentimientos de la mujer.
—Quizá se deba a una caballerosa actitud hacia las señoras —repuso Pasztor—. Enid, creo que has exagerado en tus apreciaciones sobre mí. Tengo que agradecerte profundamente tu halagadora sugerencia, pero en realidad…
De pronto, ella levantó la cabeza. Ya se había tragado bastante la manzana de la humillación, y ya era hora de destapar toda la rabia que sentía. Imperiosamente, hizo un gesto a Pasztor.
—No es preciso que continúes. ¡Con cuánta frecuencia he imaginado tontamente que era sólo tu amistad con Bruce la que te impedía continuar avanzando hacía mí! Sólo temía que la idea de tu imaginaria inclinación hacia mí… ha sido el único factor que me ha mantenido mentalmente juiciosa en todos estos años imposibles…
—Vamos, estoy seguro de que exageras.
—¡Te digo lo que siento! Ahora sé que todos tus galanteos, todas tus gracias, y todo ese falso encanto húngaro con que lo adornabas no ha significado nada. No eres más que un fantoche, un mujeriego que teme a las mujeres, un romántico que huye del romance amoroso. ¡Adiós, Mihaly! ¡Maldito seas! Por tu causa he perdido tanto a mi esposo como a mi hijo.
Enid se marchó furiosa, dando un portazo al salir.
Habían estado hablando en el vestíbulo, y Mihaly se cubrió con las manos las mejillas que le ardían: estaba temblando. Evitó que sus ojos tropezaran con la imagen que reflejaba el espejo.
Lo terrible era que sin haber tenido el menor interés por el físico de Enid, la había admirado por su espíritu. Sabía que Bruce era un hombre difícil, y había intentado alentarla con miradas cálidas y ocasionales apretones de manos, sólo para darle a conocer que existía alguien que admiraba sus virtudes. "¡Ah! ¡Guárdate, realmente guárdate de la piedad!"
—Querido, ¿se ha marchado ya?
Pasztor oyó la voz felina y suave de su amante, que procedía de la sala de estar. Sin duda había estado escuchando toda la conversación con Enid. Sin prisas, se dirigió a su encuentro para escuchar todo cuanto ella tuviera que decirle. No había duda de que la encantadora Ah Chi, tras las vacaciones que había pasado pintando en el golfo Pérsico, o dondequiera que hubiera estado, sería terriblemente inquisitiva sobre todo el incidente.
Sólo un turno de guardia después de que Lattimore se hubiera sentido como un pequeño crustáceo, la señora Warhoon consiguió un voluntario. El descubrimiento la llevó un instante al centro del cinturón de cristales de molibdeno. Lattimore aprovechó la oportunidad para sujetarla por sus redondos hombros.
—¡Cálmese ahora, Hilary! Detesto ver a una preciosa cosmocléctica aturdida. Quería un voluntario y ya lo tiene. Ahora, adelante y déle su premio.
La señora Warhoon se libró del abrazo de Lattimore, aunque no sin quedar apeteciblemente desarreglada. ¡Qué grandes brutos eran los hombres! Sólo los cielos sabían cómo se comportaría aquel hombre en particular, cuando llegase metafóricamente al este de Suez, en el próximo desembarco en un planeta. Bien, una mujer al menos tenía sus propias defensas: ella podría siempre rendirse.
—Ese voluntario es algo especial, señor Lattimore. ¿Es que el nombre de Samuel Melmoth no significa nada para usted?
—Ni lo más mínimo. ¡No, espere! ¡Por todos los diablos ¡Es el hijo de Ainson! ¿Quiere decir que él se ha presentado voluntario?
—Se las ha arreglado para hacerse un tanto impopular allá abajo, en la cubierta del rancho y, en consecuencia, se siente más bien antisocial. Un amigo suyo llamado Quilter le ha puesto un ojo morado.
—Con que Quilter de nuevo, ¿eh? Creo que tendré que hablar de ese tipo con el capitán.
—Me gustaría que me acompañase mientras sostengo una breve entrevista con el joven Ainson, si no está usted demasiado ocupado.
—Hilary, yo estaría a su lado en todo momento.
El estilo Ur-Orgánico (que, como todas las etiquetas que se ponen a los movimientos artísticos, resultaba inapropiado hasta llegar al absurdo), había perpetrado una repelente fantasía en la oficina de la señora Warhoon. Aumentado doscientas mil veces, el tejido fibroso corría y se anudaba en el bajorrelieve sobre el techo, el suelo y las paredes, y en el centro, solitario, con un ojo morado, estaba Aylmer Ainson. Se puso en pie cuando entraron la señora Warhoon y Lattimore.
"Pobre diablo", pensó Lattimore. Aquella señora era de algún modo tan ilusa como para llegar a la conclusión de que algo tan sencillo como tener un ojo morado era lo que impelía a aquel muchacho a desear quedar abandonado sobre un extraño planeta. Toda su historia, como la de sus padres y abuelos y, mirando hacia atrás, la de todos sus antepasados, no había tenido por objeto más que decidir que la vida real no era bastante buena para ellos, y todo había concluido en aquel acto; el ojo morado no era más que un clavo ardiendo al que agarrarse. Pero ¿quién, aunque fuese sólo un pequeño dios del tamaño de una mosca, podría pensar que aquella excusa fuese tan sólo accidental? Tal vez el pobre muchacho tuvo que provocar el asalto para asegurarse de que el mundo externo era el agresor.
En algún momento, pensaba Lattimore (pero con tanta complacencia como preocupación), su educación había tomado el camino equivocado: de lo contrario no extraería tanto implicado de la postura orgullosa y arrogante que el chico manifestó ante ellos.
—Siéntese, señor Melmoth —le dijo la señora Warhoon, con voz agradable, aunque a Lattimore le pareció lo contrario—. Le presento al consejero de vuelo, señor Lattimore. Él conoce tanto como el mejor los problemas de la comunidad con los que tendrá usted que enfrentarse, y puede administrarle sugerencias muy valiosas.
—¿Cómo está usted, señor? —repuso el joven Ainson, sonriendo.
—Primero, el programa mayor —dijo la señora Warhoon, adoptando un término militar—. Precisamente para ponerle a usted en escena, como se suele decir. Cuando salgamos del vuelo TP nos encontraremos en un enjambre estelar que contiene, cuanto menos, quince planetas, de los cuales seis, a juzgar por un lejano reconocimiento tecnivisivo llevado a cabo por la "Mariestopes", tienen atmósfera de tipo terrestre. Nuestros extraterrestres, como ya sabe, fueron encontrados junto a un vehículo espacial, aunque si pertenecía a ellos o a otra especie aliada es algo que esperamos poder determinar muy pronto. Pero sugiere que podríamos encontrar vuelos espaciales en este enjambre. En tal caso, necesitaremos inspeccionar todos los planetas visitados. Se decidió, antes de abandonar la Tierra, que en el primer planeta deberíamos instalar un puesto de observación no tripulado. Desde entonces, sin embargo, he tenido una idea más avanzada, que el capitán Pestalozzi ha convenido conmigo en llevar adelante. Mi idea es, sencillamente, dejar un voluntario en el puesto de observación. Puesto que podemos suministrarle toda clase de provisiones y sintetizadores de alimentos, y los nativos, como ya sabemos por nuestros especímenes cautivos, no son hostiles, la persona voluntaria estará completamente a salvo del peligro. De momento le tenemos a usted, que ha consentido en presentarse voluntario.
Los tres sonrieron recíprocamente.
Lattimore se preguntó si el muchacho detectaría la mentira en las palabras de la señora Warhoon ¿Quién podía imaginar el infierno que los hombres-rinoceronte serían capaces de crear en su planeta de origen? ¿Quién podría saber si allí no existía alguna forma de hombre caníbal que utilizara a los hombres-rinoceronte tan codiciosamente como los terrestres utilizan el cerdo danés? Por supuesto, también estaba la vieja cuestión lattimorénica: ¿Quién sabe qué infiernos podría crear para sí aquel nuevo San Antonio en la soledad extraterrestre? No podría refugiarse de aquel puesto enfermizo pero los otros sí.
—Y, naturalmente, estará bien armado —dijo en fin Lattimore.
Se volvió hacia Ainson con los labios apretados.
—Veamos ahora lo que esperamos de usted. Tiene que aprender a comunicarse con los extraterrestres.
—Pero los expertos no pudieron hacerlo en la Tierra. ¿Cómo esperan que yo…?
—Le entrenaremos, señor Melmoth. Quedan nueve días antes de que salgamos del vuelo transponencial, y en ese tiempo puede aprender mucho. En la Tierra ha sido una tarea imposible, pero en el planeta de origen podemos verlos en su propio contexto, y la labor será mucho más fácil; evidentemente, tienen que ser mucho más comunicativos en su propio entorno vital. Probablemente las maravillas hayan paralizado parcialmente sus respuestas. Como sabrá, hemos diseccionado a seis de ellos. Nuestros especímenes eran de diversas edades, unos jóvenes y otros viejos. El análisis de los tejidos, en especial de los tejidos óseos, ha llegado a la conclusión de que alcanzan edades de miles de años; su falta de dolor apoya mi teoría. Si es así, hay que suponer que tienen una infancia muy prolongada. Ahora, el punto siguiente. El tiempo de aprendizaje de cualquier especie se encuentra en los primeros años, y dondequiera que vayamos por toda la galaxia, esta regla tiene la misma aplicación. Así, los niños de la Tierra que por cualquier desgracia no aprenden ningún lenguaje, a los doce o trece años son ya demasiado viejos para aprenderlo. Eso ya se ha experimentado muchas veces con los niños, por ejemplo en la India, donde han sido atendidos y cuidados por los monos o los lobos. Una vez transcurrida la infancia, finaliza el don de adquirir el lenguaje. Por tanto, señor Melmoth, creemos que la única ocasión de que los extraterrestres aprendan nuestro lenguaje es durante los primeros años. Su labor consistirá, pues, en vivir tan cerca como pueda de uno de los extraterrestres en estado infantil. Pudiera suceder, no vamos a negarlo, que se demostrara la imposibilidad de comunicarse con esas criaturas. Pero la prueba tiene que ser concluyente. Después de que le hayamos dejado, nos pondremos a investigar en los demás planetas del enjambre. Sólo hay que capturar un grupo de extraterrestres y llevárselos a la Tierra, o tal vez estableceremos una base en cualquiera de esos planetas. Pero eso sólo son proyectos parciales. Usted es mi proyecto número uno.
Por un momento, Aylmer no dijo nada. Pensaba acerca de las formas con que el azar impulsa sus vientos, y cómo soplan tan salvajemente. Tan sólo muy poco antes se hallaba sólidamente implicado en una relación personal formada por su padre, su madre, su chica y, en menor grado, su tío Mihaly. Ahora se encontraba milagrosamente libre, con una cuestión que le interesaba plantear.
—¿Cuánto tiempo van a dejarme ustedes sobre ese planeta?
—Bien, no será más de un año; se lo prometo —dijo la señora Warhoon.
Aliviada, vio cómo se diluía el ceño que se había formado en el rostro del joven. Volvieron a sonreír aunque ambos hombres parecían sentirse un tanto incómodos.
—¿Qué le parece todo esto? —preguntó la señora Warhoon a Aylmer con aire de simpatía.
Lattimore pensó en aquel momento que Aylmer debía responder que su propuesta era demasiado arriesgada para aceptarla, y no podía permitirse pagar un precio tan alto por la catarsis que necesitaba. O bien mirar a Lattimore en busca de ayuda, y él se la daría.
E1 joven miró a Lattimore, pero en su mirada sólo brilló el orgullo y la excitación.
Lattimore siguió pensando que su diagnóstico era un completo fracaso. Era un héroe, en absoluto un cobarde. El hombre, a fin de cuentas, es su propia responsabilidad.
—Me siento muy honrado de que se me asigne tal misión —concluyó Aylmer Ainson.
Como un perro al que se le ordena algo a voces, el universo volvió a su posición acostumbrada. Ya no estaba rodeado por la "Gansas", sino que rodeaba a la nave espacial que había llegado al planeta y permanecía con el morro hacia arriba.
En honor del capitán de la nave, el planeta había sido bautizado con el nombre de Pestalozzi, aunque el oficial navegante Gleet había sugerido toda una serie de nombres más agradables.
Todo era magnífico en Pestalozzi.
Su atmósfera era una correcta mezcla de oxígeno a nivel del suelo. No existía ningún gas que ofendiera los pulmones terrestres y, mejor aún, según la afirmación hecha por la dotación médica no contenía ninguna bacteria ni virus.
La "Gansas" se había posado en las proximidades del Ecuador. La temperatura al mediodía no subía por encima de los veinte grados Celsius, y en la noche no bajaba de los nueve grados.
El período de rotación axial correspondía al de la Tierra, exceptuando una completa revolución sobre su eje en veinticuatro horas y nueve minutos aproximadamente. Esto significaba que un punto del ecuador viajaba con más rapidez que el equivalente en la Tierra, ya que una gran desventaja del planeta Pestalozzi era su considerable masa.
Se establecieron períodos de descanso tras la comida del mediodía. La mayor parte de los hombres de la tripulación había comenzado a rebajar peso, ya que siete kilos escasos sobre Pestalozzi pesaban veintiuno en el ecuador.
Pero aquellas molestias tendrían sus compensaciones, sobre todo la de descubrir a los extraterrestres.
Una vez terminadas las tareas de análisis del aire, las observaciones solares, la radiactividad del suelo, las comprobaciones magnéticas y batitérmicas y otros fenómenos que se prolongaron durante dos días, la "Gansas" dejó en libertad un pequeño vehículo auxiliar. Se inició una serie de vuelos que tenían por objeto tanto la exploración como el alivio de la cosmofobia.
Piña de Miel pilotaba uno de aquellos aparatos auxiliares, volando de acuerdo con las instrucciones de Lattimore. Éste se encontraba en un estado de gran excitación, que transmitía al tripulante sentado a su lado: Hank Quilter. Ambos se agarraron al raíl, mirando fascinados las tierras oscuras que pasaban bajo el vehículo, como el flanco de una inmensa bestia galopante…
Lattimore pensaba que aprendería a cabalgar sobre aquella bestia y dominarla, mientras intentaba analizar la tremenda sensación que experimentaba. Aquello era lo que tantos escritores mediocres intentaron explicar un siglo antes de que comenzase el viaje espacial, y vaya si lo habían logrado.
Aquélla era la auténtica realidad: sentir el apretón de la gravedad diferente en todas las células del cuerpo, cabalgar sobre una tierra aún virgen de todo pensamiento humano, ser el primer hombre que experimentara jamás aquellas sensaciones.
Era como regresar a la infancia, una infancia extensa y salvaje. Una vez, hacía ya mucho tiempo, se habían internado en los matorrales de lavanda del fondo del jardín y fue como poner el pie en el umbral de un mundo desconocido. Y allí estaba de nuevo, con toda la hierba y los matorrales de lavanda de su niñez.
Lattimore hizo las comprobaciones precisas.
—¡Alto! —ordenó—. ¡Vida extraterrestre ante nosotros!
Permanecieron volando sobre el lugar. Bajo ellos, un ancho y perezoso río aparecía bordeado de vegetación. Los hombres-rinoceronte, en grupos aislados, trabajaban o se retiraban tras los árboles.
Lattimore y Quilter se miraron.
—Aterrice —ordenó Lattimore.
Piña de Miel maniobró con exquisito cuidado para posar el aparato en el suelo.
—Será mejor que tomen sus rifles, por si se presentan problemas.
Agarraron sus armas y descendieron al suelo con cuidado. Pesaban tanto que los tobillos corrían peligro de romperse a pesar de los dispositivos de seguridad fijados en las piernas, a la altura de los muslos.
Una línea de árboles se extendía a unos cien metros al norte del lugar en que se encontraban. Los tres hombres se dirigieron a los árboles, atravesando las hileras de plantas elevadas que parecían lechugas, sólo que sus hojas eran más grandes y bastas como hojas de ruibarbo.
Los árboles eran enormes, pero lo más notable era lo que parecía ser una malformación en sus troncos. Se extendían enormemente lobulados, y adoptaban aproximadamente la forma de los extraterrestres, con sus cuerpos rechonchos y dos cabezas. De la copa surgía una serie de raíces aéreas, muchas de las cuales semejaban dedos rudimentarios. El follaje encrespado que surgía del tronco, en la bifurcación de las ramas, crecía en una especie de rígida turbulencia que hizo que Lattimore sintiera el estremecimiento de lo maravilloso. Allí existía algo con lo que su cansada inteligencia no se había enfrentado jamás.
Mientras los tres hombres se dirigían hacia los árboles, los rifles apoyados en la cadera, al estilo tradicional, cuatro aves provistas de cuatro alas cada una —mariposas del tamaño de águilas— surgieron aleteando del follaje, volaron en círculos y se dirigieron hacia las bajas colinas del extremo lejano del río. Bajo los árboles, media docena de hombres-rinoceronte observaban la aproximación de los tres hombres. Su olor resultó ya familiar a Lattimore. Entonces quitó el seguro del rifle.
—No me había dado cuenta de que fueran tan grandes —comentó Piña de Miel—. ¿Nos atacarán? No podemos correr… ¿No sería mejor que regresáramos al helicóptero?
—Dispuestos a correr —dijo Quilter, limpiándose los húmedos labios con la mano.
Lattimore juzgó que el leve movimiento de las cabezas de aquellas criaturas no indicaban otra cosa que curiosidad, pero celebraba que Quilter se sintiera tan dispuesto a controlar la situación como él mismo.
—Vamos, continúe avanzando, Piña de Miel —ordenó.
Pero Piña de Miel se había vuelto para mirar el aparato.
Se le escapó un grito:
—¡Eh, atacan por la retaguardia!