—Hank, cariño, ¿no irás a enrolarte en las Fuerzas del Espacio, verdad? Espero que no vuelvas a embarcarte otra vez…

—Ya te lo he dicho, será sólo por vuelos aislados, como los que hacía en el Cuerpo de Exploración.

—Nunca comprenderé a los hombres, aunque viva mil años. ¿Qué hay ahí afuera que tanto os atrae? ¿Qué sacas de todo esto?

—¡Diablos! Es una forma como otra de ganarse la vida. Mejor que trabajar en cualquier oficio ¿verdad? Soy un tipo con cerebro y no pareces darte cuenta; he aprobado todos mis exámenes, pero existe demasiada competencia aquí, en Norteamérica.

—Pero ¿qué sacas de todo ello? Es lo que quiero saber.

—Te lo he dicho: quiero llegar a capitán. Y ahora, ¿qué te parece si cambiamos de tema?

—No quiero oír hablar de este asunto.

—¿No quieres? Bueno, ¿qué quieres, entonces? A veces pienso que tú y yo hablamos idiomas distintos.

—¡Cariño! ¡Amor mío! ¿No te parece que ya es hora de levantarse?

—¿Humm?

—Son las diez en punto, querida…

—Humm… Todavía es temprano.

—Estoy hambriento.

—Estaba soñando contigo, Gussie.

—Teníamos que tomar el ferry de las once para ir a Hong-Kong, ¿recuerdas? Hoy tenías que pintar, ¿no te acuerdas?

—Humm… Bésame otra vez, querido.

—Humm… Cariño.

El guardián jefe era un hombre canoso que recientemente había tenido que arreglarse los cabellos que sobresalían a ambos lados de su gorra de uniforme. Trabajaba a las órdenes de Pasztor desde hacía mucho tiempo, muchas canas antes de que empezase a serle difícil descender cada mañana por las escaleras, bajo los riscos helados de la Uss Ice Shelf. Se llamaba Ross, lan Edward Tinghe Ross, y saludó atentamente a Bruce Ainson cuando éste llegó.

—Buenos días, Ross. ¿Cómo va todo? Esta mañana llego tarde.

—Hay una gran conferencia esta mañana, señor. Acaban de comenzar Sir Mihaly está ahí dentro, por supuesto, junto con tres lingüistas, el doctor Bodley Temple y sus ayudantes y un estadista. He olvidado su nombre, es un hombre pequeño con el cuello lleno de verrugas, no puede usted confundirle, y una dama, una científica, según creo… Y ese filósofo de Oxford otra vez, Roger Wittgenbacher, y nuestro viejo amigo norteamericano, Lattimore… ¡Ah, también está el novelista Gerald Bone!… y ¿quién más?

—¡Dios santo! ¡Hay por lo menos una docena! ¿Qué está haciendo aquí Gerald Bone?

—Tengo entendido que es amigo de sir Mihaly Pasztor, señor. Me pareció que tiene un agradable aspecto. Mis gustos literarios se inclinan por cosas más serias, por lo que apenas leo novelas. Pero de vez en cuando lo hago cuando no me encuentro bien. Leí un par de ellas cuando tuve bronquitis el pasado invierno; ya recordará usted. Debo decir que me impresionó la del señor Bone titulada Muchos son los pocos. El héroe sufre una depresión nerviosa y…

—Sí, ya recuerdo el argumento, Ross, gracias. ¿Qué tal están nuestros dos ETA?

—Con toda franqueza, señor, creo que se están muriendo de aburrimiento. ¡Quién va a reprochárselo!

Cuando Ainson entró en la sala de estudio situada detrás de la jaula de los ETA, se estaba desarrollando la conferencia. Contando las personas que le saludaron con un gesto de reconocimiento, obtuvo la cifra de catorce varones y una hembra. Aunque eran distintos en apariencia, daban todos la sensación de compartir algo, tal vez un cierto aire de autoridad.

Aquel aire resultaba más apreciable en la señora Warhoon, quizá porque estaba de pie haciendo uso de la palabra cuando entró Ainson. La señora Hilary Warhoon era la dama a quien Ross se había referido momentos antes. Aunque todavía frisaba los cuarenta, era muy conocida como cosmocléctica, la nueva profesión científico-filosófica que intentaba apartar el trigo de la paja en la rápida acumulación de hechos y teorías, principal aportación del espacio a la Tierra, Ainson la miró con aprobación. ¡Y pensar que estaría casada con algún viejo banquero al que no podría soportar! Tenía una bonita figura, y vestía a la moda uno de los nuevos modelos de araña de cristal, con colgantes en el busto, las caderas y a nivel de los muslos: el atractivo de su rostro, que mostraba una acostumbrada seriedad, no era puramente intelectual: Ainson sabía que podría encararse incluso con el viejo Wittgenbacher, filósofo profesional de Oxford y erudito de la tecnivisión. Ainson no podía evitar la comparación con su esposa, con evidente desventaja para Enid. Desde luego, nunca se atrevería a explicar sus íntimas sensaciones ni a ella ni a ninguna otra persona, pero realmente Enid valía muy poco. Debió haberse casado con un tendero de alguna ciudad industriosa, como Bannury, Diss o East Dereham. Sí, así debía haber hecho.

—… Tengo la impresión de haber hecho progresos esta semana, a pesar de varios obstáculos inherentes a la situación, procedentes del hecho, como creo que el director señaló en primer lugar, y de que no disponemos de historial alguno de esa forma de vida, para utilizarlo como punto de referencia.

La voz de la señora Warhoon tenía una agradable modulación. Además de la virtud de reunir los pensamientos de Ainson y hacer que se concentrara en lo que estaba diciendo; si Enid hubiera dispuesto con más premura el desayuno, podría haber llegado allí a tiempo para escuchar el discurso desde el principio.

—Mi colega, el señor Burroughs, y yo —siguió diciendo la señora Warhoon— hemos examinado el vehículo espacial hallado en Clementina. No nos consideramos cualificados para emitir un informe técnico al respecto. En todo caso, lo recibirán ustedes de otras fuentes. Por nuestra parte estamos convencidos de que se trata de un vehículo desarrollado para esas formas de vida cautivas y tal vez diseñado por ellas. Recordarán ustedes que se descubrieron otras ocho formas de vida cercanas a ese vehículo; y que el cuerpo de uno de los muertos fue desenterrado en el interior del propio vehículo. También se pueden observar en el interior nueve literas o nichos que, por su forma y tamaño, sugieren su utilización como literas. Como quiera que esas literas están dispuestas en una dirección, que nos parece más vertical que horizontal, y están separadas por lo que ahora sabemos que son los tanques de combustible, no fueron previamente reconocidas como literas. Aquí resulta apropiado mencionar otro problema con el que nos enfrentamos continuamente. No sabemos lo que es evidente y lo que no. Por ejemplo, ahora tenemos que preguntarnos, en la suposición de que esas formas de vida hayan desarrollado el viaje espacial: ¿puede considerarse este viaje como una prueba a priori de inteligencia superior?

—Esta es la pregunta más penetrante planteada en la última década —dijo Wittgenbacher, cabeceando varias veces, con la seguridad escalofriante de una muñeca mecánica—. Si la hiciésemos a las masas, obtendríamos una sola respuesta, o diría más bien que sus diversas respuestas se reducirían a una afirmación. Los aquí reunidos somos más ilustrados y tal vez elegiríamos como ejemplo más válido de superior inteligencia los trabajos de los filósofos analíticos, donde la lógica fluye sin confundirse con la emoción. Pero las masas, ¿y quién de entre nosotros va a contradecirlas en última instancia?, empleando, si me lo permiten, un coloquialismo, optarían por un producto en el que se han empleado tanto las manos como la mente. No dudo que entre tal categoría de productos, la nave espacial les parecería el más sobresaliente.

—Y yo estaría con ellos —sugirió entonces Lattimore.

Estaba sentado junto a Pasztor, chupando inconscientemente la montura de sus gafas y escuchando atentamente.

—Incluso yo podría acompañarles —dijo Wittgenbacher, riendo entre dientes y moviendo de nuevo la cabeza con gesto mecánico—. Pero esto nos lleva a otra pregunta. Supongamos que se concede a estas formas de vida una inteligencia superior, a pesar de la antiestética falta de higiene en muchos de sus hábitos. Supongamos que más tarde se descubre su planeta de origen y entonces percibimos que su… bueno, capacidad para viajar en naves espaciales está gobernada en gran parte por la conducta instintiva, como la habilidad de las focas del norte que van al océano. Corríjame si estoy en un error, sir Mihaly, pero creo que el Arctocephalus ursinus, los osos marinos, llevan a cabo una migración invernal de muchos millares de kilómetros desde el mar de Bering hacia las costas de México. Yo mismo lo he visto mientras me bañaba en el golfo de California. Si damos esto por cierto, no solamente estaremos en un error al presumir una inteligencia superior en nuestros amigos, sino que todos tendremos que preguntarnos esto: ¿no es posible que nuestra propia capacidad de viajar por el espacio sea igualmente la consecuencia y el logro de una conducta instintiva? ¿Podría suceder que, del mismo modo como la foca imagina que al nadar hacia el sur su viaje está determinado por su propia voluntad, nos impulsara un propósito invisible que está por encima de nuestras intenciones?

Los periodistas, situados al fondo de la sala, redactaban a toda prisa sus anotaciones, asegurándose de que el "Times" del día siguiente registraría los resultados de la conferencia, indicando el momento culminante con este titular:

Gerald Bone se puso en pie. El rostro del novelista se iluminó ante la nueva idea, como el de un niño que contempla un nuevo juguete.

—Profesor Wittgenbacher: ¿debo entender que nuestra tan cacareada inteligencia, lo único que nos distingue claramente de los animales, podría tratarse realmente de una simple compulsión ciega que nos conduce en su propia dirección, más que en la nuestra?

—¿Por qué no? A pesar de nuestras pretensiones hacia las artes y las humanidades, nuestra especie ha dirigido, al menos desde el Renacimiento, sus principales esfuerzos hacia los objetivos gemelos de aumentar su número y expandirse hacia afuera. De hecho, puede usted comparar a nuestros grandes hombres con la abeja reina que prepara su colmena para el enjambre, sin saber por qué lo hace. Hormigueamos en el espacio y no sabemos por qué lo hacemos así. Hay algo que impulsa…

Pero no pudo continuar por aquel camino. Lattimore fue el primero que lo calificó de absurdo. El doctor Bodley Temple y sus ayudantes emitieron rumores de disentimiento. El profesor fue objeto de una rechifla cultural que llenó el ámbito de la sala.

—Una teoría absurda…

—Posibilidades económicas inherentes en…

—Incluso una audiencia técnica apenas…

—Supongo que la colonización de otros planetas…

—No se pueden descartar las disciplinas de la ciencia…

—Orden, por favor —exigió el director.

Siguió una calma, que Gerard Bone aprovechó para hacer otra pregunta a Wittgenbacher.

—Entonces… ¿dónde encontraremos el verdadero intelecto?

—Tal vez cuando nos volvamos contra nuestros dioses —repuso Wittgenbacher, sin sofocarse en absoluto por la caldeada atmósfera que le rodeaba.

—Ahora veremos el informe lingüístico —anunció agudamente Pasztor.

El doctor Bodley Temple se puso en pie, descansó la pierna derecha sobre la silla que tenía frente a él, apoyó el codo derecho sobre la rodilla, de forma que pudiera adelantarse con una apariencia de vivacidad, y no varió aquella postura hasta que terminó de hablar. Era un hombre bajito y rechoncho con un mechón de cabellos grises que le salía del centro de la frente, y una expresión combativa. Tenía reputación de ser un erudito imaginativo, que acostumbraba a lucir algunos de los vistosos chalecos de la universidad de Londres. El que llevaba puesto bordeaba un abdomen bastante pronunciado, y estaba confeccionado con un antiguo brocado cuyo diseño representaba unas mariposas Emperador púrpura persiguiéndose entre ellas alrededor de los botones.

—Todos ustedes saben cuál es el trabajo de mi equipo —dijo con una voz que Arnold Bennet hubiera reconocido un siglo atrás como surgida de las Cinco Ciudades—. Estamos intentando aprender el idioma extraterrestre sin saber si lo tienen, porque es la única forma de descubrirlo. Hemos realizado algunos progresos, como mi colega Wilfred Brebner aquí presente, demostrará a continuación. Primero, pondré de manifiesto algunas aclaraciones generales. Nuestros visitantes, esos gordos tipos venidos de Clementina, no comprenden lo que es la escritura. No tienen. Esto no significa nada con respecto a su lenguaje. Muchas lenguas negras estuvieron reducidas únicamente a la escritura de los misioneros blancos. El elfik y el yoruba, por ejemplo, fueron dos de tales lenguajes del grupo sudánico, creo que apenas son utilizados en nuestros días. Explico esto, queridos amigos, porque mientras no tengamos una idea mejor sobre ellos, estoy tratando a esos extraterrestres como a un par de africanos. Y eso puede aportar resultados. Es más positivo que tratarles como si fueran animales —recordarán ustedes que los primeros exploradores blancos en África pensaron que los negros eran gorilas—, y si hallamos que tienen un lenguaje, no cometeremos con seguridad el error de esperar que sea algo parecido a una lengua romance. Estoy seguro de que nuestros rechonchos amigos tienen un lenguaje, y los muchachos de la prensa que nos acompañan aquí pueden irlo anotando, si gustan. Basta escuchar el modo como resoplan. Y no solamente eso. Hemos analizado las cintas magnetofónicas y aparecen quinientos sonidos diferentes. También es posible que estos sonidos se limiten a uno solo, pero emitidos en diferentes tonos. También sabrán ustedes que existen lenguajes terrestres fundamentados en ese principio, como por ejemplo el siamés y el cantonés, que emplean seis niveles acústicos. Y podemos esperar muchos más niveles de esos individuos, que desde luego sobrepasan ampliamente el espectro del sonido. El oído humano es sordo para las vibraciones de frecuencias mayores a veinticuatro mil por segundo. Hemos descubierto que tales criaturas producen dos veces más, lo mismo que los murciélagos terrestres o un gato rugstedio. Por tanto, el problema reside en si podemos conversar con ellas manteniéndonos dentro de nuestra longitud de onda. Eso podría significar que deberían inventar una especie de jerga que pudiéramos comprender.

—Protesto —dijo el estadista, que hasta entonces se había contentado con pasarse la lengua por los dientes—. Seguramente usted infiera de todo esto que somos inferiores a ellos.

—No pretendo decir nada parecido. Digo que su espectro de sonido es mucho mayor que el nuestro. Y ahora, el doctor Brebner, aquí presente, va a darnos algunos fonemas que hemos identificado provisionalmente.

El doctor Brebner se puso en pie junto a la maciza figura de Bodley Temple. Era un hombre joven, de unos veinticinco años, esbelto y de cabellos color amarillo pálido. Llevaba un traje gris claro con la capucha bajada. Se sonrojó un poco al enfrentarse con el auditorio, pero se expresó bien.

—La disección llevada a cabo en los extraterrestres muertos nos ha revelado mucho con respecto a su anatomía —dijo—. Si han leído ustedes el extenso informe correspondiente, sabrán que nuestros amigos tienen tres distintas clases de aberturas, mediante las cuales pueden emitir sus ruidos característicos. Todos esos ruidos parecen contribuir a su lenguaje, o así nos lo parece, como nos parece que sin duda disponen de un lenguaje. En primer lugar, una de sus cabezas presenta una boca a la que está ligada a un órgano del olfato. Aunque esta boca se utiliza para respirar, su principal función es la de alimentarse y producir lo que denominamos sonidos orales. En segundo término, nuestros amigos disponen de seis ventiladores respiratorios, tres a cada lado del cuerpo y situados encima de sus seis miembros. Por el momento nos referiremos a ellos como órganos olfatorios. Tienen unas aberturas labiadas y aunque carecen de cuerdas vocales, lo mismo que la boca, esas narices producen una amplia gama de sonidos. En tercer lugar, nuestros amigos también producen una variedad de sonidos controlados mediante el recto, situado en su segunda cabeza. Su forma de hablar consiste en sonidos transmitidos mediante todas esas aberturas, ya sea por turno a pares, o bien tres al mismo tiempo, e incluso las ocho aberturas juntas. Ahora verán ustedes que los pocos sonidos que voy a suministrarles como ejemplo se limitan a los menos complejos. Por supuesto, está disponible la cinta registrada con la totalidad de la gama de sonidos, pero aún no está en condiciones de utilizarse. La primera palabra es nnnnnrrrrr-ink.

Para pronunciar aquella palabra, Wilfred Brebner produjo un ligero ronquido con la parte anterior de su garganta y lo cerró con el gritito representado aquí por ink. (Toda transcripción de palabras en lengua extraterrestre de la ETA debe considerarse como mera aproximación.)

Brebner continuó con su detallado informe.

—Nnnnnrrrrr-ink es la palabra que hemos obtenido varias veces en diversos contextos. El doctor Bodley Temple la registró primeramente el pasado domingo, cuando trajo coles frescas a nuestros amigos. La obtuvimos por segunda vez el mismo día, cuando saqué un paquete de goma de mascar y entregué unos trozos al doctor Temple y a Mike, y no volvimos a oírla hasta la tarde del martes; la pronunciaron en una situación de falta de alimento. El guardián jefe Ross había entrado en la jaula, y fuimos a verle por si necesitaba algo: ambas criaturas emitieron el sonido al mismo tiempo. Entonces notamos que la palabra muy bien pudiera tener una connotación negativa, puesto que habían rehusado los repollos y no se les había ofrecido la goma de mascar, que probablemente supusieron que se trataba de alimento. Es de suponer, además, que no les gusta Ross, quien les perturba cuando va a limpiarles la jaula. Ayer, sin embargo, les llevó un cubo de barro del río, que tanto les gusta, y entonces registramos nuevamente la expresión nnnrrrr-ink, varias veces en cinco minutos. Por lo tanto, de momento pensamos que se refiere a alguna variedad de actividad humana, digamos, cuando uno aparece llevándoles algo. El significado se aclarará considerablemente a medida que avancen los experimentos. Por el ejemplo expuesto, pueden ustedes ver el proceso de eliminación que seguimos con cada sonido. El cubo de agua embarrada del río también aportó otra palabra que podemos reconocer. Suena algo así como juip-butbuip (un pequeño silbido seguido por dos chasquidos labiales). También lo oímos al ofrecerles pomelos, que ellos aceptaron; cuando les dimos salchichas de avena con rodajas de plátano, un plato por el que mostraron cierto entusiasmo; y cuando Mikes y yo salimos por la tarde. Lo tomamos como un signo de aprobación.

Creemos que también disponemos de un signo de reprobación, aunque sólo lo hemos escuchado dos veces. La primera, con acompañamiento de signos de desagrado, cuando un ayudante de Ross arrojó a uno de nuestros amigos un chorro de agua sobre el hocico, sirviéndose de una manguera. En otra ocasión les ofrecimos una parte de pescado crudo y otra cocido. Como ya habrán ustedes deducido, parecen vegetarianos. El sonido fue…

Brebner miró a la señora Warhoon, como pidiéndole excusas y emitió con la boca una especie de ahogadas ventosidades que culminaron con un gran rugido.

—¡Bbbp-bbbp-bbbbbbp-aaaah!

—Ciertamente, eso suena a desaprobación —sugirió Temple.

Antes de que se apagara el murmullo de general diversión, uno de los reporteros dijo:

—Doctor Temple, ¿esto es todo cuanto puede ofrecernos como muestra de los progresos que están haciendo?

—Se les ha dado una tosca muestra de lo que estamos llevando a cabo.

—Pero, en definitiva, no parece que hayan obtenido una sola palabra. ¿Por qué no intentan hacer lo que cualquier profano intentaría, como contar los números o señalar partes de sus cuerpos o los de ustedes? Así al menos tendrían algo con que empezar. Algo mejor que unos cuantos puntos abstractos.

Temple miró las mariposas Emperador púrpura de su precioso chaleco, se humedeció los labios y dijo:

—Joven, un profano en la materia podría desde luego pensar que ésos serían los primeros pasos a seguir. Pero mi respuesta a ese profano y a usted, es que tal catálogo sólo es posible si el enemigo, el extraterrestre, está preparado para abrir una conversación. Esas dos bestias… Perdón, señora… esos dos individuos no tienen interés en comunicarse con nosotros.

—¿Por qué no emplean una computadora para ese trabajo?

—Su pregunta es todavía más tonta. Hace falta el sentido común en una tarea como ésta. ¿Qué diablos podría hacer una computadora? No puede pensar, ni puede diferenciar entre dos fonemas casi idénticos para nosotros. Todo lo que necesitamos es tiempo. Usted no puede imaginar, ni tampoco lo haría su hipotético profano en la materia, las dificultades con que tenemos que enfrentarnos, porque tenemos que pensar dentro de un terreno en el que el hombre no ha pensado antes. Pregúntese a usted mismo: ¿Qué es el lenguaje? La respuesta es: el discurso humano. En consecuencia, no estamos haciendo precisamente una investigación, sino inventando algo nuevo: el discurso no humano.

El reportero asintió taciturnamente. El doctor Temple sopló y tomó asiento. Lattimore se puso entonces en pie. Colocó las gafas en el extremo de la nariz, y cruzó las manos a la espalda.

—Como usted sabe, doctor, yo soy nuevo en estas lides, por lo que espero que considere mis preguntas como realizadas con toda inocencia. Mi posición es ésta: soy escéptico. Sé que hemos investigado sólo trescientos planetas del universo, y que existen millones por investigar, pero, aun así, sostengo que esos trescientos constituyen una buena muestra. En ninguno de ellos se ha encontrado forma alguna de vida que tenga la inteligencia de mi gato siamés. Esto supone que el hombre es único en el universo.

—Eso podría ser una simple sugerencia-repuso Temple.

—Ni siquiera eso. Me tiene sin cuidado la existencia o no de otra forma de vida inteligente en el universo; el hombre ha dependido siempre de sí mismo y eso no le preocupó. Por otra parte, si alguna otra forma de vida inteligente surge en alguna parte, la recibiré de buena gana como la siguiente especie humana, siempre que se comporte del mismo modo. Lo que no acabo de digerir es que alguien conviva con esta pareja de cerdos supercebados que se revuelcan en su propia porquería de un modo que no imitaría ningún cerdo de la Tierra, e insista en que intentemos probar que son seres inteligentes. Esto es una locura. Usted mismo acaba de decir que no muestran el menor interés en comunicarse con nosotros. Muy bien, entonces, ¿no es ése un signo evidente de que carecen de toda inteligencia? ¿Quién en esta sala puede decir honestamente que desea tener a esos cochinos en su propia casa?

Nuevamente estalló un tumulto en la sala de conferencias. Todos se volvían para discutir y preguntar, no solamente a Lattimore, sino entre ellos mismos. Finalmente, la voz de la señora Warhoon se destacó en aquel maremágnum.

—Siento una gran simpatía hacia su postura señor Lattimore, y me alegro de que haya venido a participar en nuestra reunión. Pero la breve respuesta que voy a darle es que, al igual que la vida adopta una multitud de formas diferentes, hemos de esperar que la inteligencia también adopte diversos modos de manifestarse. No podemos concebir otra forma de inteligencia; ello ampliaría las fronteras de nuestro pensamiento y nuestra comprensión como nada más podría hacerlo. En consecuencia, cuando pensamos que hemos hallado tal inteligencia, debemos asegurarnos de ello aunque el esfuerzo requerido nos lleve años.

—Ése es en parte mi punto de vista, señora —dijo entonces Lattimore—. Si allí hubiera inteligencia, no nos llevaría años descubrirla. Deberíamos reconocerla sobre la marcha, en el acto. Incluso aunque apareciese disfrazada de nabo.

—¿Cómo juzga usted la presencia de una nave espacial en Clementina? —preguntó Gerald Bone.

—¡Yo no tengo por qué juzgar nada! Esos grandes cerdos deberían estar en condiciones de hacerlo. Si ellos la construyeron, entonces, ¿por qué no disponen de dibujos, planos y descripciones de esa nave, y por qué no la diseñan cuando se les entrega papel y lápiz para hacerlo?

—Porque el hecho de que viajen en ella no significa que la hayan construido.

—¿Pueden ustedes imaginarse al más insignificante y estúpido piloto de un crucero terrestre, que sea capturado por seres extraños y que sea incapaz de hacer, por lo menos, un diseño general de la nave cuando se le entrega papel y lápiz?

—Y con respecto al lenguaje, ¿cómo lo considera usted? —preguntó Brebner.

—He disfrutado de veras con sus imitaciones animales, señor Brebner —dijo Lattimore, con buen humor—. Pero francamente, yo puedo comunicarme más rápidamente con mi gato que usted con esos dos cerdos.

Ainson habló por vez primera, y lo hizo con agudeza, molesto de que un simple entrometido se atreviera a ridiculizar su descubrimiento.

—Todo eso está muy bien, señor Lattimore, pero creo que pasa usted por alto demasiadas cosas y con demasiada facilidad. Sabemos que los ETA tienen ciertos hábitos que resultan desagradables para nuestros principios humanos; pero tienen inteligencia, conversan entre sí. Y la nave espacial es un hecho, diga usted lo que diga.

—Tal vez sea un hecho la nave espacial, pero, ¿qué relación tienen esos cerdos con ella? No la sabemos. Pueden ser muy bien el ganado que, como alimento, llevaban consigo los verdaderos viajeros del espacio. No lo sé, pero usted también lo ignora; y evita una explicación plausible. Con franqueza, si yo estuviese al frente de esta operación, daría un fuerte voto de censura al capitán del "Mariestopes" y, particularmente, al jefe explorador por traer semejante prueba de investigación.

En aquel momento se produjo una especie de inquietante y amenazador mar de fondo. Sólo los reporteros comenzaron a parecer algo más felices. Sir Mihaly Pasztor se adelantó para explicar quién era Ainson a Lattimore. El rostro de éste se alargó.

—Señor Ainson, creo que le debo una excusa por no haberle reconocido. De haber estado usted aquí cuando comenzó la conferencia, podían habernos presentado.

—Desgraciadamente, esta mañana, mi esposa…

—Sin embargo, debo sostener firmemente mi anterior exposición. El informe de lo sucedido en Clementina resulta patético; es una mera obra de aficionados. Tenían ustedes un plazo estipulado para el reconocimiento del planeta, el cual había expirado cuando encontró usted esos animales junto a la nave espacial, y en vez de partir, según lo programado, se limitó a disparar sobre ellos, tomó unas tecnifotos de la escena, y despegó. Esta nave, por cuanto usted sabe, puede ser muy bien el equivalente de un vagón de ganado. Éste se encontraría fuera para revolcarse en el barro, mientras que a dos millas de distancia, en otro valle, se hallaba seguramente la verdadera nave, con los auténticos bípedos similares a nosotros, como dice la señora Warhoon, quienes tendrían ojos y boca con los que comunicarse. Puede estar usted bien seguro de ello. No, lo siento, señor Ainson, pero su comité está más atascado en el asunto de lo que pretende admitir, simplemente por el mal trabajo que usted ha llevado a cabo.

Ainson se había puesto rojo como la grana. Algo fantasmal se había expandido inesperadamente por la sala y recaía sobre su persona. Todos los presentes —lo sabía sin necesidad de mirarles— permanecían sentados y silenciosos, aprobando lo que había dicho Lattimore.

—Cualquier idiota puede demostrar sabiduría cuando no hay remedio. Parece que usted no se da cuenta de la falta de precedentes de la situación y yo…

—Comprendo hasta qué punto carece de precedentes. Digo que no los tenía en absoluto y, en consecuencia, debía usted haber ido más al fondo de la cuestión. Créame, señor Ainson, he leído las fotocopias del informe de la expedición y he mirado muy atentamente todas esas fotografías que tomaron. Tengo la impresión de que, en general, todo ha sido llevado más como una gran cacería que como una expedición oficial pagada con el dinero de los contribuyentes.

—Yo no soy responsable del tiroteo contra los seis ETA. Una patrulla cayó sobre ellos y regresó a la nave. Fueron a investigar a esos extraños seres, les atacaron y dispararon en defensa propia. Debería usted volver a leer los informes.

—No parece que esos cerdos sean temibles. No creo que atacaran a la patrulla, sino, más bien que intentaban escapar.

Ainson miró a su alrededor en busca de ayuda.

—Apelo a usted, señora Warhoon, ¿es razonable imaginar cómo se comportan esas extrañas criaturas en libertad con sólo una mirada a su apático comportamiento en cautividad?

La señora Warhoon se había sentido admirada inmediatamente por Bryan Lattimore; era un hombre fuerte, y le gustaba.

—¿Qué otros medios tenemos para juzgar su conducta? —preguntó.

—Tienen ustedes los informes. En ellos hay un amplio y completo estudio para que ustedes lo analicen.

Lattimore volvió al ataque.

—Lo que tenemos en esos informes, señor Ainson, es un sumario de lo que el jefe de la patrulla le dijo a usted. ¿Es hombre de confianza?

—¿De confianza? Sí, es bastante digno de confianza. Sabe usted que hay una guerra en este país, señor Lattimore, y no siempre podemos elegir los hombres que deseamos.

—Comprendo. ¿Y cómo se llama ese hombre?

—¿Cómo se llamaba realmente? Joven, musculoso, un tanto cazurro. No era un mal tipo. ¿Horton? ¿Halter? En una atmósfera más tranquila lo hubiera recordado al instante.

Controlando su voz, Ainson dijo:

—Encontrarán su nombre en el informe escrito.

—Está bien, está bien, señor Ainson. Naturalmente, tiene usted sus respuestas. Lo que digo es que debería haber regresado con muchas más. Como verá, aquí es usted el hombre clave. Está entrenado precisamente para una situación como ésta. Pero yo pienso que nos pone usted las cosas muy difíciles entregando datos inadecuados o, incluso, conflictivos.

Lattimore tomó asiento, dejando a Ainson de pie.

—La naturaleza de esos datos tiene que ser conflictiva. Su tarea es hacer que tengan sentido, no rechazarlos. No hay que culpar a nadie. Si tiene usted alguna queja, debe dirigirse al capitán Bargerone, que estaba al mando de toda la operación, no yo. Ah, sí, el jefe de la patrulla se llama Quilter. Acabo de recordarlo en este momento.

Gerald Bone habló entonces sin levantarse.

—Señor Ainson, como usted sabe, soy novelista. Tal vez, en medio de esta distinguida reunión debería decir "sólo un novelista". Pero hay una cosa que me preocupa con respecto a su participación en esto. El señor Lattimore dice que usted debería haber regresado de Clementina con más respuestas de las que ha traído. Sea como sea, a mí me parece que usted ha regresado a la Tierra con unas cuantas presunciones que, por el hecho de proceder de usted, han sido aceptadas sin discusión, sin poner en duda los hechos.

Con la boca seca, Ainson esperó lo que todavía quedaba por llegar. De nuevo tuvo la conciencia de que alguien, o tal vez todos, escuchaban con una especie de disposición predatoria.

—Sabemos que esos ETA fueron encontrados junto a un río en el planeta Clementina. Todos parecen aceptar también el hecho de que no son nativos de ese planeta. Por lo que veo, esta idea partió de usted. ¿No es así?

La pregunta alivió a Ainson; podía responderla.

—La idea partió de mí, señor Bone. Aunque yo la llamaría una conclusión, más que una idea. Puedo explicarla fácilmente, incluso a un profano en la materia. Esos ETA pertenecían a la nave espacial; puede estar completamente seguro al respecto. Los excrementos estaban almacenados en el interior, acumulados desde hacía treinta días. Como evidencia adicional, la nave está construida a su propia imagen.

—Según eso, podría usted decir que la "Mariestopes" está construida a imagen de un delfín. Eso no prueba nada respecto a los ingenieros que la diseñaron.

—Tenga la cortesía de escucharme. No encontramos ninguna otra clase de vida mamífera en el 12B. Clementina, como se llama ahora. No encontramos ningún animal mayor que un lagarto sin cola, ningún insecto mayor que un tipo de abeja tan grande como una musaraña común. En una semana, con vigilancia estratosférica día y noche, se cubre muy bien un planeta desde el polo al ecuador. Excluyendo a los peces de los mares, descubrimos que Clementina no tiene vida animal que valga la pena mencionar excepto esas grandes criaturas que en las básculas de la Tierra pesan doscientos kilos. Y estaban en grupo junto a la nave espacial. Claramente, resulta absurdo suponer que son nativas.

—Las encontró usted junto a un río. ¿Por qué no pueden ser animales acuáticos, posiblemente del tipo de los que pasan la mayor parte de su tiempo en el mar?

Ainson abrió y cerró la boca.

—Sir Mihaly, esta discusión hace surgir, naturalmente, puntos que un profano no está en condiciones de… Quiero decir que no sirve de nada.

—Desde luego —convino Pasztor—. Con todo, pienso que Gerald tiene un interesante punto de vista. ¿Crees que podemos descartar definitivamente la posibilidad de que esos animales sean acuáticos?

—Como he dicho, llegaron en la nave espacial. Eso no admite dudas; les doy mi palabra como testigo presencial.

Al hablar, Ainson miraba con beligerancia hacia el grupo; al encontrarse con la mirada de Lattimore, este habló:

—Yo diría que tienen una constitución de animales marinos, hablando claro está, como profano.

—Tal vez sean acuáticos en su propio planeta, pero eso nada tiene que ver con lo que estuvieran haciendo en Clementina —dijo Ainson—. Diga usted lo que diga, su nave espacial es una nave espacial y, en consecuencia, nos encontramos ante una inteligencia.

Mihaly se apresuró a rescatarle de aquella situación y solicitó pasar al siguiente informe; pero era obvio que al jefe explorador Bruce Ainson le habían quitado el voto de confianza.

El sol, siguiendo su inalienable costumbre, se puso al llegar el crepúsculo. Al mismo tiempo, sir Mihaly Pasztol se vistió adecuadamente para la cena y fue a saludar a las personas que había invitado a cenar.

Había transcurrido ya un mes desde la funesta conferencia llevada a cabo en los locales del Exozoo y donde Bruce Ainson había sido tratado con cajas destempladas.

Desde entonces no podía decirse que la situación hubiera cambiado ni mejorado. El doctor Bodley Temple había reunido una impresionante colección de fonemas extraterrestres, ninguno de los cuales tenía equivalente. Lattimore había ampliado por escrito los puntos de vista que expresó en la conferencia. Gerald Bone publicó traicioneramente una maliciosa reseña en la revista humorística "Punch".

Todo aquello eran sólo alfilerazos. El hecho era que no se habían obtenido progresos, principalmente porque los ETA, prisioneros en su higiénica celda, no demostraban el menor interés en los seres humanos, ni deseo alguno de cooperar en cualquiera de los juegos malabares que les preparaban. Aquella actitud poco servicial tenía su efecto sobre el equipo de investigación: su malhumor creció gradualmente, junto con rachas de autocompasión. Como un comunista millonario, se sentían impelidos a explicar una posición de cierta delicadeza.

El público, en general, también reaccionó adversamente a la frialdad de los extraterrestres. El hombre inteligente de la calle podría haber apreciado a un extraterrestre inteligente sin importarle cuál fuese su forma, como una nueva distracción que compitiese con las noticias sombrías procedentes de Charon —donde el Brasil parecía que estaba ganando la guerra— y los crecientes impuestos que eran la consecuencia lógica tanto de la guerra como de los viajes con impulsión transponencial. Gradualmente, las enormes colas que se formaban todas las tardes para ver a los extraterrestres fueron menguando (después de todo, no era nada tan extraordinario, no tenían un aspecto demasiado diferente al de los hipopótamos terrestres y no se permitía arrojarles nueces, como si estuvieran viviendo en rascacielos en su mundo de origen) y volvieron a la vieja rutina de las series modernas de tecnivisión, que trataban las relaciones premaritales del grupo III, el cual mostraba indulgentemente una forma de intercambio amoroso cada hora.

Pasztor pensaba también en el intercambio mientras acompañaba a la señora Hilary Warhoon hasta su modesto comedor; y si no pensaba en ello, con una caprichosa sonrisa ante su propia debilidad, revisaba las fantasías a las que se había entregado una hora antes de la llegada de la señora Warhoon. Pero no, ella no era lo bastante encantadora ni atractiva, y su marido tenía reputación de poderoso y malévolo. Por otra parte, Sir Mihaly ya no tenía el empuje necesario para llevar adelante uno de esos ilícitos amoríos, aunque "ilícito" era una de las palabras que más le seducían.

Ella se sentó a la mesa y suspiró.

—Es maravilloso relajarse. He tenido un día horrible.

—¿Ha estado muy ocupada?

—Haciendo mi trabajo. Pero no he logrado nada. Me deprime la sensación de fracaso.

—¿Usted, Hilary? Usted está muy lejos de ser un fracaso.

—Pienso en ello, menos en un sentido personal, que en general. ¿Quiere que se lo detalle? Me gustaría hacerlo.

Pasztor levantó las manos con un alegre gesto de protesta.

—Mi idea de la intercomunicación civilizada consiste en no reprimirla, sino en mostrarla y alentarla. Siempre he sentido interés por lo que usted diga al respecto.

Sobre la mesa había tres fogones globulares. Cuando ella comenzó a hablar, Pasztor abrió los cajones refrigerados de la derecha y comenzó a poner su contenido en los fogones para cocinar: Fera de Travers, salmón del lago Ginebra para empezar, y luego filetes de antílope de África del Sur traídos por vía aérea aquella misma mañana de las granjas de Kenya; y, para añadir un toque de exotismo a la cena, unos espárragos de Venus.

—Cuando digo que me oprime un fracaso general —dijo la señora Warhoon, bebiendo un jerez seco—, soy consciente de que suena un tanto pretencioso. ¿Quién soy yo entre tantos?, como dijo Shaw una vez en un contexto diferente. Es el viejo problema de las definiciones, con el que los extraterrestres nos han enfrentado en una dramática forma nueva. Tal vez no podamos conversar con ellos hasta que hayamos decidido qué es lo que constituye la civilización. Vamos, Mihaly, no levante esa ceja. Sé muy bien que la civilización no consiste en yacer indolentemente sobre los propios excrementos, aunque es posible que si tuviéramos un gurú aquí nos diría que sí.

Cuando se toma una cualidad cualquiera por la que se mide la civilización, se descubre que está ausente de varias culturas. Tomemos en conjunto la cuestión del crimen. Durante casi un siglo hemos considerado al crimen como símbolo de enfermedad o de desgracia. Una vez reconocemos esto tanto en la práctica como en la teoría, las estadísticas del crimen descendieron de forma espectacular. Pero en muchos períodos de alta civilización el encarcelamiento de por vida era una costumbre corriente y las cabezas rodaban por el suelo como las hojas de los árboles en otoño. Una cierta bondad, misericordia, o comprensión, no son signos de civilización, del mismo modo que la guerra y el asesinato son signos de su ausencia. Por lo que respecta a las artes, que tanto amamos, fueron ya practicadas por el hombre prehistórico.

—Ah, sí, esa argumentación me es familiar desde mis días de bachiller —dijo sir Mihaly, mientras servía el salmón—. Todavía seguimos cocinando nuestros alimentos y los tomamos de acuerdo con ciertas reglas y con utensilios cuidadosamente elaborados —Pasztor ofreció a su invitada una cestita llena de panecillos recién cocidos y crujientes—. Aún nos sentamos juntos, el varón y la hembra, y nos limitamos a charlar.

—No niego, Mihaly, que tiene usted una mesa excelente, aunque todavía no me ha tumbado en el suelo. Pero esta comida resulta ahora un anacronismo fuertemente reprobado por el Gobierno, que desaconseja tomar productos básicos libremente, y alimentos y bebidas preparadas por el hombre. Además, esta exquisita comida es el producto final de un número de factores que tienen apenas un ligero contacto con la verdadera civilización. Me refiero a esos pescadores acurrucados en sus botes, a los granjeros que sudan trabajando en sus tierras, a las cadenas de hombres de tipo medio menos tolerables que los pescadores y granjeros, a las organizaciones que preparan los artículos o los envasan, al transporte, a los financieros… ¡Mihaly, se está usted riendo de mí!

—Vamos, querida amiga, habla usted de toda esta organización con tanto reparo… Yo la apruebo. Vive l'organisation! Déjeme recordarle que las nuevas fábricas de alimentos sintéticos son un triunfo de la organización. En el siglo pasado, como dice usted, no aprobaban las prisiones, pero sin embargo las tenían; en este siglo nos hemos organizado, no tenemos ya esas prisiones. En el siglo pasado no aprobaban la guerra, ciertamente, y con todo, el mundo quedó asolado por tres guerras terribles, la de 1914, la de 1939, y la de 1989. En este siglo nos hemos organizado y mantenemos nuestras guerras en Charon, el planeta más lejano, fuera de todo peligro inmediato. Si eso no es la civilización, yo estoy dispuesto a aceptarla como su mejor sustituto.

—Así lo hacemos todos. Pero puede que sólo sea un sustituto creado por el hombre. Dése cuenta de que cualquier cosa que hagamos es siempre a expensas de algo o de alguien.

—Yo acepto agradecido su sacrificio. ¿Cómo tomará su filete, Hilary?

—Oh, un poco pasado, por favor. No me gusta la sensación de que estoy tragando sangre ni tejidos animales. Lo único que intento decir es que tal vez nuestra civilización no esté construida para lo mejor, sino para lo peor; levantada sobre el temor o sobre la codicia. ¿Puedo tomar un poco más de vino? Quizás otras especies tengan una idea distinta de la civilización, construida sobre la simpatía, un sentimiento de aproximación sentimental y afectiva sobre todas las cosas. Tal vez esos extraterrestres…

Pasztor oprimió un botón al pie del fogón y la porcelana y el hemisferio de cristal se deslizó dentro de otro hemisferio de bronce. Extrajo los filetes. ¡Otra vez los extraterrestres! ¡Ah, la señora Warhoon estaba en baja forma aquella noche! La cocina automática depositó dos platos calientes y Pasztor sirvió la comida sin prestar atención a lo que decía la señora Warhoon. "Autointerés ilustrado", pensó Pasztor. Aquello era lo máximo que uno podía o debía esperar de cualquiera; cuando uno tropezaba con una persona altruista había que tener cuidado de que no se tratara de un enfermo o un truhán. Tal vez las personas como la señora Warhoon, que no querían enfrentarse con los hechos, también estaban enfermas, y se les debería alentar para que siguieran una terapia mental en sus casas, como criminales o misioneros fanáticos. Cuando la gente comienza a plantearse cuestiones fundamentales —como la del derecho de un hombre a comer un buen trozo de carne roja si puede permitírselo—, entonces se presentaban los problemas, aunque se piense que tales problemas se deben a una educación superior.

—Bajo los principios de otras especies —seguía diciendo la señora Warhoon— nuestra cultura podría aparecer simplemente como una enfermedad. A lo mejor es esa enfermedad la que nos impide encontrar la forma de comunicarnos con los extraterrestres, y no por culpa de ellos.

—Querida Hilary, ésa es una interesante teoría. Y puede que tenga oportunidad de ponerla en práctica en gran escala, y pronto.

—¿Ah, sí? ¿Insinúa que alguna otra nave espacial ha encontrado más extraterrestres en el universo?

—No, no es algo tan afortunado como sería eso. Ayer por la mañana recibí una carta de Lattimore que en buena parte ha motivado que la invitase a cenar conmigo esta noche. Los norteamericanos, como sabe, están muy interesados en los ETA. Ha pasado una corriente ininterrumpida de ellos por el Exozoo durante el mes pasado. Están convencidos, y estoy seguro de que Lattimore tiene que ver en esto, de que las cosas no se han llevado con la eficacia con que se hubiera debido. Lattimore ha escrito para decir que su nave de exploración estelar, la "Gansas", ha cambiado de ruta, aunque ese cambio no es todavía oficial. Ha quedado pospuesta la exploración de la Nebulosa del Cangrejo. En cambio, va a dirigirse hacia Clementina para investigar eI planeta de origen de los ETA.

La señora Warhoon dejó momentáneamente de manipular con el tenedor y el cuchillo.

—¿Qué?

—Lattimore irá en ese vuelo como consejero especializado. Su encuentro con usted le impresionó, y espera entusiasmado que se una a ellos como jefe cosmocléctica. Me ha pedido que obtenga su aprobación en principio, antes de encontrarse con usted.

La señora Warhoon se inclinó hacia delante, entre los dos candelabros escandinavos que adornaban la mesa.

—¡Dios mío! —exclamó, mientras sus mejillas se ruborizaban intensamente. A la luz de los candelabros parecía de nuevo una mujer de treinta años.

—Me dice que no será usted la única mujer que vaya en la expedición estelar. También da una cotización aproximada de sus honorarios; que, por cierto, serán fabulosos. Creo que debería usted ir, Hilary. Es una magnífica oportunidad.

Ella puso un codo sobre la mesa y dejó descansar la cabeza sobre la mano. Pasztor pensó que se trataba de un gesto teatral, aunque veía que se hallaba realmente emocionada y excitada. Sus anteriores fantasías volvieron hacia él.

—¡El espacio! Nunca he ido más allá del planeta Venus, usted sabe que eso haría naufragar mi matrimonio, Mihaly. Alfred nunca me lo perdonaría.

—Lo siento, Hilary. Tenía entendido que su matrimonio era sólo una cuestión nominal. La mirada de Hilary se posó sobre unas fotos tomadas con rayos infrarrojos del Cañón de la Conquista, en el planeta Plutón. Apuró su copa de vino.

—No importa. Yo no puedo… En fin, tampoco podría salvarlo. Salir en la "Gansas" sería una clara ruptura con el pasado… Gracias a la providencia, en ese aspecto nosotros somos bastante más civilizados que nuestros abuelos y no estamos implicados en las leyes del divorcio. ¿Debería marcharme en la "Gansas", Mihaly? ¿Qué opina? Usted sabe que hay muy pocos hombres de los que pueda tomar consejo, aparte de usted.

La suave curva de su cintura, el incierto resplandor de la luz de los candelabros en sus cabellos y su atractivo aspecto ayudaron a Pasztor a preparar su mente eslava. Se levantó, dio una vuelta alrededor de la mesa y puso sus manos sobre los desnudos hombros de Hilary.

—Querida Hilary, se debe usted a sí misma. Sabe que no es únicamente una brillante oportunidad profesional lo que se le ofrece; en nuestro tiempo no somos humanos adultos hasta que nos hemos enfrentado al espacio profundo.

—Bueno, bueno, Mihaly. Conozco su reputación y por tecnivisión me prometió que me llevaría a ver la nueva comedia. ¿No deberíamos marcharnos ya?

Se volvió en la silla, apartándose de Pasztor de modo que éste se vio obligado a retirarse. Con toda la delicadeza que pudo mostrar, dadas las circunstancias, Pasztor sugirió que, efectivamente, deberían irse caminando, puesto que el teatro estaba a la vuelta de la esquina, y además resultaba imposible en aquel año de guerra conseguir un taxi por la noche.

—Voy a arreglarme un poco para salir a la calle —dijo ella dirigiéndose hacia el pequeño tocador. Cerró la puerta por dentro y observó su rostro en el espejo. Comprobó con satisfacción el ligero rubor extendido por las suaves mejillas. No era la primera vez que Mihaly intentaba algo parecido con ella; pero no sería una presa fácil, ya que era biensabido que Mihaly tenía una amante y el hecho de que estuviese ocasionalmente de vacaciones, no era razón suficiente para aceptar el puesto de suplente.

Los hombres disfrutaban de una vida envidiable. Ellos podían conseguir sus caprichos más fácilmente que las mujeres. Pero ella tenía allí la oportunidad de realizar algo más fuerte e importante que un mero capricho: el deseo de ver los planetas distantes del universo. El hecho de que Briant Lattimore estuviese en la "Gansas" era también incidental, pero hacía el proyecto mucho más excitante.

Delicadamente, levantó primero el brazo izquierdo, luego el derecho, y husmeó inquisitivamente sus axilas. Estaban bien pero, sin embargo, se puso un poco de desodorante.

Aquellas pequeñas glándulas de las axilas eran las únicas del cuerpo humano que exhalaban un olor desagradable, aunque otras glándulas y secreciones internas lo emitieran ocasionalmente. Los japoneses y ciertos chinos carecían de tales glándulas y, cuando las tenían, se consideraba como algo patológico. Era extraño… Debería preguntarle a Mihaly al respecto: según se decía, su amante era japonesa o china.

Mientras dejaba vagar sus pensamientos y se empolvaba ligeramente el rostro, contempló cómo se desvanecía el rubor de sus mejillas. A lo mejor no se debía a la emoción, sino al filete de carne que había ingerido antes. Inspeccionó sus pequeños y blanquísimos dientes en perfecta disposición tras sus labios rojos, y le gustó el salvajismo de su sonrisa.

—¡Grrrr… pequeña carnívora! —murmuró.

Después, se aplicó un leve toque de perfume, un perfume exclusivo que contenía ámbar gris, circunstancia que censuró en seguida ya que aquel producto era el residuo no digerido de los calamares y pulpos encontrados en los intestinos de la ballena espermaceti. Se arregló ligeramente el cabello, se colocó su máscara callejera y salió, espléndida, para encontrarse con Pasztor.

Mihaly ya se había colocado su máscara y juntos salieron a la calle.

La guerra no había mejorado en absoluto la ciudad. Otras grandes ciudades extranjeras habían hecho desaparecer tiempo atrás —o al menos habían tratado de resolver el problema— los diversos abusos metropolitanos. Londres, sin embargo, sufría una tremenda acumulación de tales abusos.

Montones de ceniza y basuras aparecían esparcidos por la calzada, y los albañales repletos de escombros. La escasez de mano de obra no especializada estaba arruinando la ciudad. Aquella escasez había provocado que muchas calles quedaran cortadas al tráfico, ya que quedaban intransitables, y no había nadie que las reparase. Muchas personas se alegraban en vez de lamentarlo, considerándolo como un alivio, puesto que los peatones preferían cualquier cosa al inmenso tránsito. Mientras Mihaly caminaba con la señora Warhoon, agradecía sardónicamente semejantes regalos de la civilización. Las máscaras les evitaban caer desfallecido a causa de los malos olores y gases resultantes de los automóviles que pasaban rozándoles.

Unos gigantescos anuncios publicitarios cubrían el lugar ocupado anteriormente por un bloque de oficinas que ardió antes de que pudieran llegar los bomberos, a cuatro bloques de distancia, y anunciaban que las vacaciones en el hogar eran divertidas, además de ser de interés nacional, y que la muerte podía convertirse en una inversión financiera legando el propio cuerpo a la Burguess Body Chemical; que la gonorrea estaba fuera de control, y había un gráfico para probarlo, cedido por cortesía del Año Mundial de la Gonorrea. También había un cartel pequeño emitido por MINIGAG, el Ministerio de Gastronomía y Agricultura, proclamando que los alimentos animales causaban la vejez prematura, y que los alimentos fabricados por el hombre no contenían materias tóxicas; afirmación que aclaraban dos fotografías: una con un anciano que sufría un ataque cardíaco y otra que mostraba a una joven tomando alimentos sintéticos.

Por fortuna, la mayor parte del panorama urbano se hallaba envuelto en una decente oscuridad, puesto que los cortes de corriente eléctrica imponían una especie de semiapagones sobre la vida alegre de la ciudad todas las noches.

—Caminando por aquí apenas puedo imaginar cómo será hacerlo en un planeta diferente-dijo la señora Warhoon.

—Desde luego, la vista del universo desde aquí es muy reducida —repuso Pasztor, hablando por encima del rugido de los motores.

—Dentro de dos o tres siglos el género humano tendrá una perspectiva diferente de la vida y las reglas que la rigen. Habrá resumido el universo en el arte, la arquitectura, las costumbres… En todo. En eso todavía somos unos adolescentes. La ciudad es nuestro inhumano terreno de juego. —Hilary señaló entonces el escaparate de una tienda donde se exhibía una enorme motocicleta en forma de nave, resplandeciente como El Dorado—. Es un lugar donde estamos sometidos a los perpetuos ritos de iniciación, a la ordalía por el fuego, las multitudes y el gas. No estamos lo suficientemente maduros para tratar con sus ETA.

Sorprendido, Pasztor pensó que ella debía estar ebria por el vino que tomaran en la cena, un vino auténtico que debió causar efectos, porque Hilary estaba acostumbrada al sintético. Ella continuó charlando mientras él apretaba fuertemente su brazo para que no tropezara con los periódicos viejos que se amontonaban a sus pies.

—Hemos comenzado equivocadamente con esas criaturas, Mihaly, al tratar de someterlas a nuestras leyes en lugar de estudiar las suyas. Tal vez la "Gansas" encuentre más ETA, y entonces podamos entablar contacto en sus propios términos.

—Todavía desconocemos cuáles son sus términos. ¿Deberíamos respetar su inclinación a vivir sobre sus propios residuos? Podríamos permitir que vayan acumulando eso… Bueno, esa materia, como parecen predispuestos a hacer.

—Ya sabe usted que lo he sugerido así. Aunque es apestoso… el pobre Bodley y su personal tienen que trabajar con ellos…

Mihaly se alegró de haber llegado al teatro.

La representación consistía en una reconstrucción de la era de la Guerra Fría, una versión no musical de West Side Story representada con unos fantásticos ropajes anteriores a la Tercera Guerra Mundial. Tanto Mihaly como Hilary disfrutaron con ella; pero su mente estaba ausente, y la de ella, en especial, se recreaba en su incursión al espacio navegando en la "Gansas". Cuando llegó el intermedio, Pasztor se dirigió rápidamente al bar del teatro para evitar enzarzarse en una nueva discusión con Hilary. Al salir del teatro, una vez terminada la función, ella insistió en que debería volver a casa, por lo que Mihaly tuvo que abrirse paso entre los uniformes y trajes de etiqueta para dirigirse al lugar de donde salía el tren local del distrito. Había llovido durante su permanencia en el interior del teatro, y la lluvia había purificado un poco el aire sucio de la ciudad. Unas gotas aceitosas caían sobre ellos, procedentes del río superior, pero todavía la señora Warhoon insistía valientemente en el tema.

—¿Recuerda lo que dijo Wittgenbacher acerca de que nuestra inteligencia podría ser meramente un instinto inclinado hacia el espacio?

—Sí, he pensado en ello.

—¿Cree usted que yo seguiría mi instinto si me uno a la "Gansas"?

Pasztor la miró. Era alta y todavía esbelta. Sus ojos brillaban atractivos detrás de la máscara.

—¿Qué le sucede esta noche, Hilary? ¿Qué quiere que le diga?

—Pues podría usted decirme, por ejemplo, si tengo que ir al espacio para integrarme o realizarme, para convertirme en una mujer más madura, lejos de mi mundo materno y toda esa serie de cosas, o si lo que estoy tratando de hacer es huir de un matrimonio desgraciado, y que sería mejor que me dedicara a recomponerlo.

Un individuo con uniforme de astronauta, que venía tras ella, la miró con súbito interés al percibir sus palabras.

—No la conozco a usted lo bastante bien para contestar a eso —repuso Mihaly.

—Nadie me conoce —dijo ella, sonriendo en actitud de despedida.

Mihaly la había conducido finalmente a la entrada del ascensor que conducía al monobús aéreo del nivel superior. Ella le rozó sus dedos y entró. Pasztor tuvo que bracear para no ser arrastrado también al interior. Se cerraron las puertas y el ascensor se puso en marcha. Pasztor se quedó mirando las luces que se elevaban hasta el nivel del monorraíl. Una gota de agua cayó en su ojo izquierdo. Giróse y emprendió el camino de su casa por las calles solitarias.

De vuelta a su apartamento junto al Exozoo, comenzó a pasear de un lado a otro, pensando. Quitó los restos de la cena, retiró de la mesa los platos y cubiertos y los lanzó a un dispositivo y se quedó contemplando la llama ligera que los desintegraba. Después prosiguió sus paseos de un lado a otro.

Entre la cháchara de Hilary había una pizca de verdad, aunque durante la cena él la había clasificado mentalmente como neurótica. ¿No era cierto que un hombre enfermo se pasa toda la vida buscando, al igual que lo hace un perro, la hierba áspera para conseguir vomitar y limpiarse el estómago? ¿Qué significaba el epigrama que con tanta frecuencia solía mencionar, respecto a que la civilización no consiste más que en la distancia que separa al hombre de sus excrementos? Estaba mucho más próximo a la verdad el decir que la civilización es la distancia que el hombre ha colocado entre sí mismo y todo lo demás ya que, enquistado profundamente en el concepto de cultura, se encuentra la necesidad de su vida privada. Lejos ya de sus fogatas primitivas, el hombre había inventado las habitaciones cerradas; las barreras, tras de las cuales habían desarrollado sus prácticas más características. La meditación surge de la abstracción, las artes individuales surgen de la artesanía singular, el amor surge del sexo, y el concepto de lo individual surgió de la tribu.

Pero ¿Eran valiosas esas barreras cuando había que enfrentarse a otra cultura? Y una vez más, ¿no sería una de las mayores dificultades para comunicarse con los ETA el hecho de lo difícil que resulta desprenderse de las fuertes cadenas con que su propia cultura aprisiona al hombre?

Pasztor pensó que aquélla era lo que podría denominarse una buena pregunta y, ¡qué diablos!, la tomaría como base de actuación de allí en adelante.

Tomó el ascensor hasta la planta baja. El Exozoo estaba sumido a la oscuridad; sólo el chirrido y la especie de risa sofocada que producía simultáneamente un demoledor de piedras en la Casa Alta-G lanzaba un estremecimiento a la oscuridad. El hombre, aprisionado en su cultura, y tan ansioso de aprisionar a otros animales con él…

Cuando entró en la jaula y se encendieron unas pálidas luces, los dos ETA estaban, al parecer, completamente dormidos. Una de las criaturas con aspecto de lagarto sin cola se encerró inmediatamente en la masa protectora del hombre-rinoceronte, pero la mole de la criatura extraterrestre no se movió lo más mínimo.

Pasztor entró por la puerta lateral y así llegó a la parte trasera de la jaula. Corrió los cerrojos que conducían al interior y se aproximó a los ETA. Aquellas criaturas abrieron los ojos, cuya expresión parecía de infinito cansancio.

—No os preocupéis, amigos. Lamento turbar vuestro descanso, pero cierta señora que se interesa profundamente por vosotros me ha dado, sin pretenderlo, una nueva forma de aproximarme a vosotros. Mirad, amigos. Estoy intentando ser amistoso como veréis.

El director del Exozoo, hablándoles gentilmente, se bajó los pantalones, se agachó junto a ellos, y defecó sobre el suelo de plástico.

—Qué perspicaz fuiste para bautizar este mundo con el nombre de Grudgrodd, cosmopolitano —dijo el tercer politano.

—Ya he explicado varias veces las razones para pensar que no podemos permanecer por más tiempo en Grudgrodd —dijo el sargento cosmopolitano.

Los dos utods se hallaban juntos tumbados confortablemente.

—Y yo sigo diciendo que no creo que el metal pueda fabricarse lo bastante fuerte como para soportar el lanzamiento hacia el reino de las estrellas. No olvides que seguí un curso de fractura metálica cuando era todavía un novicio. Además, el metal no es la materia más adecuada para dar forma a una astronave. Ya sé que no hay que ser demasiado dogmático, pero existen ciertos puntos sobre los cuales es preciso apoyarse, si bien lo hago en consideración a tu categoría y con el debido respeto.

—Puedes decir cuanto quieras. Estoy profundamente convencido de que los Soles Triples no brillarán más sobre los cielos, y que estas delgadas formas vivientes no nos dejarán jamás ver los cielos.

Mientras hablaba, el sargento cosmopolitano volvió una de sus cabezas para observar la delgada forma de vida que llevaba a cabo su función natural a pocos pies de distancia.

Creyó reconocer en aquella forma a una de las que no despertaban con sus hábitos la sensación de disgusto; desde luego no era la que llegaba dispuesta de arrojarle un chorro de agua fría, ni tampoco la que se servía de máquinas y dos asistentes (que sin duda eran los equivalentes del sacerdocio en aquel mundo) intentando palpablemente inducirle junto con el tercer politano a la comunicación.

Aquella delgada forma viviente se incorporó y se arregló las ropas sobre la parte inferior de su cuerpo.

—¡Vaya, esto es muy interesante! —exclamó el politano—. Ello confirma lo que decíamos hace un par de días.

—Así es en muchos aspectos. Tal como pensábamos, tienen dos cabezas igual que nosotros, pero una es para evacuar y la otra para hablar.

—Lo que parece risible es que tengan esas dos piernas para apoyarse surgiendo de la cabeza inferior. Sí, tal vez tienes razón, padre-madre; a pesar de toda lógica, puede que nos hayamos desplazado demasiado lejos de los Soles Triples, ya que es difícil imaginar que exista bajo su influjo esta especie de sórdido disparate. ¿Por qué crees que vienen a efectuar aquí un ritual de evacuación de excrementos?

El cosmopolitano hizo girar uno de sus dedos con un movimiento de perplejidad.

—Difícilmente puede considerarse esto como un lugar sagrado de siembra. Podría ser que lo haga simplemente para hacernos ver que somos nosotros solamente quienes tenemos el don de la fertilidad. Por otra parte, también podría ser que lo hiciese simplemente por curiosidad, con objeto de observar nuestra reacción. Creo que aquí tenemos un nuevo caso, que nos fuerza a admitir que los modos de pensamiento de estos piernas delgadas son demasiado extraños para que los interpretemos, y que cualquier tentativa de explicación que podamos ofrecer está ligada a lo utodomórfico. Y ahora que estamos en este tema… no quiero alarmarte de ningún modo. No, como cosmopolitano es preciso que guarde esas cosas para mí mismo.

—Por favor, puesto que sólo estamos nosotros dos, tú ya me has transmitido muchas de las cosas que almacena tu rica mente y que de otro modo no me las habrías dicho, continúa hablando, te lo suplico.

La extraña forma viviente seguía cerca, observando. Incapaz de conservar por más tiempo la tranquilidad. Ignorándole, el cosmopolitano comenzó a hablar con precaución, ya que conocía el peligroso terreno que estaba pisando. Cuando uno de sus grorgs comenzó a arrastrarse bajo su vientre, la extraña forma de vida se echó hacia atrás con una firmeza que le sorprendió.

—No quiero que te alarmes por cuanto voy a decirte, hijo; aunque al principio me parezca a alguien que va a enfrentarse a los mismísimos fundamentos de nuestra creencia. ¿Recuerdas el momento en que los piernas delgadas vinieron hasta nosotros en la oscuridad cuando nos encontrábamos en el sumidero junto a la nave del reino de las estrellas?

—Aunque parece que ha transcurrido mucho tiempo, no lo he olvidado.

—Los piernas delgadas vinieron hacia nosotros e inmediatamente trasladaron a los otros a su fase de carroña.

—Lo recuerdo. Al principio me quedé perplejo. Me coloqué cerca de ti.

—¿Y después?

—Cuando nos llevaron a su máquina con ruedas al alto objeto metálico del que tú dijiste que podría tratarse de una nave del reino de las estrellas, yo estaba tan sobrecogido por la vergüenza que no pude elegir continuar dentro del ciclo utod-ammp, ni tener otras impresiones.

El piernas delgadas estaba haciendo señales con la boca de su cabeza superior, pero ellos utilizaban una escala auditiva más alta, como hacían para discutir aspectos personales, y le ignoraron de allí en adelante.

El sagrado cosmopolitano continuó:

—Hijo mío, me resulta difícil decirlo, puesto que nuestro lenguaje no tiene naturalmente los conceptos apropiados, pero esas formas de vida pueden ser tan extrañas en pensamiento como lo son en la forma corporal. No precisamente en sus pensamientos superiores, sino en la totalidad de su constitución psicológica. Durante un buen rato yo sentí, como has dicho hace un momento, una especie de vergüenza de que nuestros seis compañeros hubieran sido escogidos para su traslado mientras que nosotros no. Pero suponiendo, Blug Lugug, que esas formas vivientes no ejerciten la capacidad de la elección, es de suponer también que nos han trasladado al azar.

—¿Al azar? Me sorprende escuchar de ti tan vulgar palabra, cosmopolitano. La caída de una hoja o de una gota de lluvia puede ser… bueno, casualidad, pero con formas vivientes elevadas, cualquiera mayor que un montón de barro, el hecho de que ellos forman parte de los ciclos mentales, impide toda casualidad.

—Eso es aplicable a los seres existentes sobre los mundos bañados por la luz de los Soles Triples. Pero estas criaturas de Grudgrodd, esos piernas delgadas, pueden formar parte de una norma distinta y conflictiva.

En aquel momento se ausentó el piernas delgadas. Tras desaparecer, la luz del recinto se apagó. Al cosmopolitano no le interesaban en absoluto aquellos fenómenos poco importantes, por lo que continuó su disertación.

—Lo que quiero decir es que esas criaturas puede que no tengan intenciones de ayudarnos en algunos aspectos. Hay una palabra de la época de la Revolución que resulta útil aquí; esos piernas delgadas pueden ser malos. ¿Conoces esa palabra por los estudios que has realizado?

—Es una especie de enfermedad, ¿no es cierto? —preguntó el politano, recordando los años en que se revolcaba en los laberintos de su preparación mental, en la época de la estrella Blanca Bienvenida.

—Bueno, es una especie de enfermedad. Intuyo que estos piernas delgadas son malos de un modo más saludable.

—¿Es ésa la causa por la que no has querido que nos comunicásemos con ellos?

—Ciertamente, no. No estoy más preparado para conversar con esos extraños desprovisto de mi sumidero, que ellos probablemente si se les separa de los materiales corporales que les cubren. Al final, cuando ellos perciban este hecho rudimentario, tal vez podamos hablarles, aunque sospecho que su cerebro tiene que ser tan limitado como sugiere la banda espectral de su voz. Pero no llegaremos a ninguna parte hasta que se den cuenta de que tenemos ciertos requerimientos básicos; una vez se hayan apercibido de esto puede que valga la pena hablar con ellos.

—Pero ese… esa cuestión de lo malo… Me alarma que pienses así.

—Hijo, cuanto más pienso en lo que ha ocurrido, más forzado me siento a considerarlo así.

Blug Lugug, que durante ciento ocho años había sido conocido como el tercer politano, cayó en un silencio atormentado.

Cada vez recordaba más respecto a lo malo.

En la Edad de la Revolución había existido lo malo. Aunque los utod vivían mil cien años, la Edad de la Revolución había terminado hacía tres mil generaciones; y, con todo, sus efectos subsistían en la vida diaria de Dapdrof.

Al comienzo de aquella asombrosa edad nació Manna Warun. Resultaba significativo que hubiese sido incubado durante un desarreglo solar orbital entrópico particularmente cataclísmico, el mismo esod, de hecho, durante el cual Dapdrof al cambiar desde Azafrán Sonriente a Ceñudo Amarillo, había perdido su pequeña luna, Woback, que ahora continuaba su curso cósmico excéntrico en solitario.

Manna Warun había reunido discípulos y abandonado los tradicionales sumideros y otras costumbres de su pueblo. Su banda se dirigió hacia los desiertos para pasar allí muchos años desarrollando y puliendo las antiguas habilidades de los utods. Algunos de los de su grupo le abandonaron, pero otros se le unieron. Y allí permanecieron durante ciento setenta y cinco años, según contaban los viejos relatos sacerdotales.

Durante aquel tiempo crearon lo que Manna Warun llamó "una revolución industrial". Aprendieron a fabricar muchos más metales de los que conocían sus contemporáneos: metales duros que podían adquirir una extrema finura, y transportar nuevas formas de potencia a lo largo de las longitudes. Los revolucionarios se burlaron de la forma en que caminaban sobre sus seis pies. Entonces cabalgaban en varias clases de vehículos, o volaban por el aire en otros ingenios provistos de alas. Así lo decían las antiguas leyendas, aunque sin duda debió gustarles exagerar un tanto.

Pero cuando los revolucionarios volvieron a mezclarse con su pueblo, intentando convertirles en las nuevas doctrinas, una característica de sus vidas, en particular, parecía extraña: predicaban —y practicaban dramáticamente— lo que llamaban "la limpieza".

La masa del pueblo (si había que creer los viejos informes de la época) aceptaba de buen grado la mayor parte de las innovaciones propuestas. Les complacía particularmente la noción de que la maternidad podría facilitarse introduciendo uno o más sistemas que abolirían la crianza mental; la infancia de un utod duraba más de cincuenta años, y durante este tiempo una madre estaba comprometida a educar a su hijo, enseñándole las complicadas leyes, la historia y los hábitos de la raza. Los revolucionarios enseñaron que tal función podría ser delegada en unos mecanismos. Pero la "limpieza" era algo totalmente diferente, una auténtica revolución.

El concepto de la limpieza era algo muy difícil de comprender porque atacaba las mismísimas raíces del ser. Sugería que los cálidos bancos de barro en donde el utod había evolucionado deberían ser abandonados y que los sumideros y estercoleros que eran sustitutos efectivos del barro serían igualmente abandonados. También se prescindiría de aquellos grorgs devoradores de parásitos que habían sido tradicionalmente los compañeros de los utods.

Manna y sus discípulos demostraron que era posible vivir prescindiendo de todas aquellas lujosas comodidades ("suciedad" era otro término que utilizaban para indicarlas). La limpieza era una evidencia del progreso. En la moderna edad revolucionaria el barro era malo.

De aquel modo, los revolucionarios habían transformado la necesidad en virtud. Trabajaban y actuaban en los desiertos, lejos de los sumideros cenagosos y de los refugios ammps, donde el cieno y el líquido eran muy escasos. En medio de aquella austeridad había nacido su credo austero.

Y siguieron hacia delante. Una vez comenzado, Manna Warun desarrolló su programa atacando las creencias establecidas de los utods. Le ayudó en aquella tarea su principal discípulo, Creezeazs. Creezeazs negó que los espíritus de los utods nacieran en los cuerpos infantiles de los ammps, y negó asimismo que el estadio de carroña siguiera a la fase corporal. O, más bien, no negó que los elementos corporales del estadio corpóreo fuesen absorbidos por el barro, para surgir de nuevo en los ammps, pero afirmaba que no existía ninguna transferencia similar para el espíritu. No tenía prueba alguna de ello. Era simplemente una declaración emocional, dirigida a conseguir que el utod se apartase de sus hábitos naturales; pero, con todo, encontró discípulos que le creyeron.

Entre los creyentes comenzaron a desarrollarse unas extrañas leyes morales, prohibiciones e inhibiciones. No podía negarse, sin embargo, que tenían poder. Las ciudades del desierto a las que se retiraron brillaban luminosas en la oscuridad. Cultivaron las tierras con extraños métodos, y obtuvieron de ellas extraños frutos. Comenzaron a cubrir sus orificios casspu. Cambiaron de varones a hembras en proporciones sin precedentes, satisfaciéndose ellos mismos, sin procrear.

Hicieron toda aquello y mucho más. No era, sin embargo evidente que fuesen más felices, aunque no predicaban la felicidad; sus charlas se relacionaban más con los deberes y derechos, y versaban sobre lo que ellos consideraban bueno o malo.

Los revolucionarios lograron en sus ciudades una gran cosa que hizo volar la imaginación de todos.

Los utods tenían muchas cualidades poéticas, como lo demostraba su vastísimo acervo cultural de cuentos, relatos épicos, cantos y narraciones. Aquella característica de la raza quedó afectada cuando los revolucionarios construyeron parte de su maquinaria en un antiguo semillero ammp y lo condujeron más allá de los cielos visibles. Manna Warun se embarcó en ella.

Desde los tiempos prememoriales, antes de que la crianza mental hubiera hecho de la raza de los utods lo que era, los semilleros ammp se habían utilizado para botes en los cuales embarcarse hacia lugares menos superpoblados de Dapdrof. Partir hacia mundos menos superpoblados tenía en sí mismo una loca adecuación. En los sumideros, los complicados nexos de las viejas familias comenzaron a tener la sensación de que tal vez, después de todo, la limpieza tenía su importancia. Los quince mundos que circulaban alrededor de los seis planetas del Grupo Patrio eran todos visibles en varias ocasiones y a simple vista; de aquí que fuesen conocidos y admirados. Para experimentar la excitación de visitarlos, podría incluso valer la pena renunciar a la "suciedad".

La gente, tanto neófitos como apóstatas, comenzó a trasladarse a las ciudades de los desiertos.

Y entonces ocurrió algo singular.

Comenzó a correr la noticia de que Manna Warun no era todo lo que él pretendía ser. Se decía, por ejemplo, que con frecuencia se escapaba en secreto para revolcarse en un sumidero escondido. Los rumores fueron extendiéndose y cobrando intensidad. Por supuesto, Manna Warun no estaba allí para negarlo.

A medida que se extendían tales rumores, la gente comenzó a preguntarse cuándo Creezeazs saldría al paso para limpiar el nombre de su jefe.

Finalmente lo hizo, y con lágrimas en los ojos, hablando sólo por sus orificios ockpu, admitió que las historias y rumores que circulaban por doquier eran ciertas. Manna era un pecador, un tirano, un bañista de lodo. Carecía de cualquiera de las virtudes que había exigido de los demás. De hecho, aunque otros —su amigo y verdadero discípulo Creezeazs en particular— habían hecho todo cuanto estuvo a su alcance para detenerle, Manna se había encaminado hacia lo malo. Y ahora que la triste historia había surgido a la superficie, no había nada que hacer: Manna Waru tendría que marcharse. Se trataba del interés público. Por supuesto, nadie se alegraría de ello, pero era un deber. El pueblo tenía derecho a ser protegido, ya que de otro modo, lo bueno sería destruido por lo malo.

A ningún utod le gustaba todo aquello, aunque comprendían el punto de vista de Creezeazs. Manna tenía que ser expulsado. Cuando el profeta volvió de las estrellas, se formó un comité de recepción para esperarle en el campo de la nave del reino de las estrellas.

Antes de que la nave aterrizara surgió el tumulto. Un utod, cuya piel brillante le delató como un higiénico (como el Cuerpo Revolucionario se denominaba corrientemente) saltó a la plataforma. Sacó fuera sus seis miembros y gritó, con una voz parecida al tremendo silbido de una fuente de vapor, que Creezeazs había estado mintiendo respecto a Manna para servir a sus propios intereses. Todos los que siguieran a Creezeazs eran traidores.

En aquel momento sucedió algo sin precedentes, mientras la nave del reino de las estrellas flotaba todavía en el cielo: estalló la lucha y un utod, utilizando un agudo bastón de metal, precipitó a Creezeazs en el siguiente estadio de su ciclo utod-ammp.

—¡Creezeazs! —exclamó el tercer politano.

—¿Qué te hace pronunciar ese nombre desgraciado? —preguntó el cosmopolitano.

—Estaba pensando en la Edad de la Revolución. Creezeazs fue el primer utod en nuestra historia empujado hacia el ciclo utod-ammp sin buena voluntad —respondió Blug Lugug, retornando al presente.

—Aquéllos fueron malos tiempos. Pero puede que esos piernas delgadas, por el hecho de disfrutar de la limpieza, también empujen a la gente a recorrer su ciclo sin buena voluntad. Como digo, son malos de un modo saludable. Nosotros somos sus víctimas por azar.

Blug Lugug retiró sus miembros cuanto le fue posible. Cerró los ojos, obstruyó sus orificios y procuró adoptar en su apariencia externa la forma de una enorme salchicha extraterrestre. De aquel modo expresaba su alarma sacerdotal.

No había nada en su situación que justificara el lenguaje extremado del cosmopolitano. Era cierto que podría adquirir tintes más bien sombríos si tuvieran que quedarse aún por algún tiempo; necesitaban un cambio de escenario en cinco años, más o menos. Resultaba impensable la forma en que aquellos piernas delgadas suprimían los signos de su fertilidad. Pero, por otra parte, mostraban la evidencia de su buena voluntad: les suministraban alimentos, y pronto aprendieron a distinguir lo que les disgustaba. Con tiempo y paciencia aprenderían otras cosas útiles.

Por otra parte, estaba aquella cuestión de lo malo. Era muy posible que los piernas delgadas padecieron la misma clase de locura que existió en Dapdrof en la Edad de la Revolución. Con todo, era absurdo pretender que por más extraños que pudieran ser, los piernas delgadas no tuvieran un ciclo evolutivo equivalente al ciclo utod-ammp; y era tan fundamental que les habría causado un profundo respeto; en su estilo peculiar, naturalmente.

Y había otra cosa: la Edad de la Revolución fue una extravagancia, un simple relámpago en el tiempo, que duró solamente quinientos años, la mitad de la duración normal de una vida, dentro de los cientos de millones de años que abarcaba la memoria de los utod-ammps. Sería una tremenda coincidencia que los piernas delgadas tuvieran que sufrir los mismos problemas en aquel momento.

Era notorio que la gente que utilizaba palabras violentas tales como malo y víctima del azar, las mismas palabras de la locura, rayaban por su parte en la locura. Y así, el sagrado cosmopolitano…

El politano se estremeció ante aquel pensamiento. Su gran afecto por el cosmopolitano era aún más profundo porque el anciano utod, durante una de sus fases de hembra, había hecho de madre para él. Ahora necesitaba el consuelo de otros miembros de su sumidero; claramente era ya hora de regresar a Dapdrof.

Aquello significaba que tendrían que hablar con aquellos extraños y urgir su retorno. El cosmopolitano —con mucha razón— había prohibido la comunicación como una cuestión de honor; pero cada vez más era preciso hacer algo. Blug Lugug pensó que tal vez él podría conseguir acercarse a alguno de aquellos extraños e intentar convencerle del sentido de sus propósitos. No sería demasiado difícil; había memorizado todas las frases pronunciadas en su presencia desde que llegó en aquel objeto metálico y, aunque carecían de sentido para él, quizá pudiera utilizarlas de algún modo.

Utilizando uno de sus orificios ockpu, dijo:

—Wilfred, ¿no tendrías por casualidad un destornillador en los bolsillos?

—¿Qué es eso? —preguntó el cosmopolitano.

—Nada. Es la forma de hablar de los piernas delgadas.

Sumergiéndose en un silencio que le mantuvo menos apenado que de costumbre, el tercer politano se puso a pensar en la Edad de la Revolución, por si encontraba algún paralelo útil con el caso presente.

Con la muerte de Creezeazs y el retorno de Manna Warun, comenzaron más problemas y dificultades. Fue entonces cuando creció lo malo hasta el punto máximo. Un gran número de utods fueron arrojados, sin buena voluntad, a la fase siguiente de su ciclo. Manna, por supuesto, volvió de su vuelo en la nave del reino de las estrellas, muy ofendido al encontrarse con que las cosas se habían puesto en contra de las ciudades de los desiertos.

Se comportó con más rigor que antes. Su gente tuvo que renunciar totalmente al baño en el cieno; a cambio se suministró agua en todas las viviendas. Tuvieron que mantener cubiertos sus orificios casspu. Quedaron prohibidos los aceites para la piel. Se exigió la creación de grandes industrias, y así sucesivamente.

Pero las semillas de la insatisfacción habían sido muy bien sembradas por Creezeazs y sus seguidores, y siguieron los derramamientos de sangre. Muchos retornaron a sus ancestrales sumideros, abandonando lentamente las ciudades y los desiertos, que cayeron en la ruina mientras luchaban unos con otros. Todo el mundo lo lamentó, puesto que sentía una auténtica admiración por Manna que nada podía conseguir.

Su viaje por las estrellas en particular fue ampliamente debatido y alabado. Incluso en aquel período, se amplió mucho el conocimiento de los cuerpos celestes conocidos en el Grupo Patrio, y en especial el de los tres soles: Roca Bienvenida, Azafrán Sonriente y Ceñudo Amarillo, alrededor de cada uno de los cuales Dapdrof orbitaba por fin cuando un esod seguía a otro. Aquellos soles, y los restantes planetas del grupo, eran tan familiares —y tan extraños— para la gente como las Montañas Circumpolares del Shukshukkun septentrional de Dapdrof.

Cualesquiera que fuesen las desgracias traídas por la Edad de la Revolución, ésta había brindado, sin duda, la oportunidad de investigar aquellos otros lugares. Era la oportunidad que el utod corriente deseaba.

Los higiénicos ejercían el control de todo viaje por el reino de las estrellas. Las masas de los no conversos, que peregrinaban desde todos los puntos del globo hacia las ciudades de los desiertos, encontraron que podían participar en las nuevas exploraciones de otros mundos, bajo una de dos condiciones: convertirse a las duras disciplinas de Manna Warun, o extraer de las minas los materiales precisos para construir y aprovisionar de combustible los motores de las naves. La mayor parte, prefirió esta última.

La minería resultaba fácil; ¿acaso el utod no había evolucionado a partir de las criaturas que habitaban en madrigueras, parecidas al topo haprafruf del barro? Excavaron gustosamente los minerales, y pronto el proceso completo de construir las naves estelares se convirtió en una rutina; casi tanto como las artes populares de tejer, niquelar o cualquier otra. El viaje estelar se convirtió así en algo igualmente informal, particularmente cuando se descubrió que los Triples Soles y sus tres vecinos cercanos contenían otros siete mundos en los que se podía vivir tan felizmente como en Dapdrof.

Después, vino un tiempo en que la vida resultaba, ciertamente, más agradable en alguno de los otros mundos, como por ejemplo en Buskey y en Clabshub, donde el sistema utod ammp quedó rápidamente establecido. Entre tanto, los higiénicos se escindieron en sectas rivales, la de aquellos que retraían todos sus miembros y los que consideraban el hecho como inmoral. Finalmente, estallaron las tres guerras nucleares del Sabio Comportamiento, y la grata faz del planeta patrio tuvo que soportar un bombardeo duramente antihigiénico que destrozó muchísimas millas de bosques que habían sido cuidadosamente atendidos, así como terrenos de marismas y ciénagas, lo cual cambió realmente las condiciones climáticas durante un período de casi un siglo.

Los cataclismos subsiguientes sufridos por el clima fueron seguidos por una cadena de terribles inviernos, que terminaron con las guerras del modo más radical: convirtiendo al estadio de carroña a casi todos los higiénicos supervivientes, sin importar su credo. También desapareció el propio Manna, cuyo fin nunca se conoció bien, aunque, según la leyenda, un ammp particularmente hermoso que vivía en medio de las ruinas de la mayor de las ciudades de los desiertos constituía la siguiente fase de su existencia. Lentamente fueron retornando los antiguos y más razonables modos de existencia.

Ayudada por los utods que volvían de otros planetas, la población autóctona fue restableciéndose. Se reconstruyeron las ciénagas, se restauraron las marismas y volvieron a introducirse los sumideros sometidos a las pautas tradicionales; los ammps se implantaron por doquier. Las ciudades de los desiertos fueron condenadas a la decadencia y nadie volvió a interesarse más por la ética de la limpieza. La ley y la basura quedaron restablecidas.

Con todo, cualquiera que fuese el precio que se pagó por ella, la revolución industrial había aportado sus frutos y no se permitió que todos ellos murieran. Las técnicas básicas necesarias para el mantenimiento del viaje estelar pasaron al antiguo sacerdocio dedicado a mantener la felicidad del pueblo. El sacerdocio simplificó las prácticas ya suavizadas por el hábito y convertidas casi en rituales, y vieron que aquellas técnicas se transmitían de madre a hijo por la crianza mental, y con el resto de la cultura racial.

Todo aquello quedaba ya a tres mil generaciones y casi doscientos esod de distancia. Mediante las disciplinas de la fuerza mental, sus líneas generales permanecieron claras. En los cerebros de Blug Lugug estaba vívamente presente el recuerdo de las horribles enseñanzas de Manna y los higiénicos. Se sentía orgulloso de ser el más inmundo y saludable de su generación de sacerdotes. Y sabía, por las absurdas frases de condena moral que el cosmopolitano había pronunciado, que la limpieza infligida a su anciano cuerpo por las piernas delgadas estaba afectando a sus cerebros. Había llegado el momento de hacer algo.