Dentro de la nave, en el lugar destinado a la carga principal y lejos de los redactores de cartas a la Tierra, un variopinto grupo de hombres desmontaba pieza a pieza la nave espacial ETA. Aquella extraña nave estaba construida en madera de una dureza insólita y una elasticidad desconocida para los terrícolas. Tenía las propiedades del acero pero con todo no era más que madera. Su interior estaba conformado como una gran vaina dentro de la que crecía una amplia variedad de ramas, como cuernos. De aquellas ramas brotaba una planta parásita de reducido tamaño. Uno de los triunfos del equipo botánico fue el descubrimiento de que semejante parásito no pertenecía al follaje natural de las ramas en forma de cuernos, sino que era una extraña excrecencia, viva e inserta en ellas. Descubrieron también que el parásito absorbía glotonamente el dióxido de carbono del aire, transformándolo en oxígeno. Arrancaron unos trozos del parásito de las ramitas córneas e intentaron hacerlos crecer en un medio más favorable, pero la planta murió. Lo intentaron sin éxito más de cien veces. La planta siempre moría, pero los hombres de la sección botánica eran bien conocidos por su tenacidad.
El interior de la nave hedía; era un olor apelmazado, consistente, producido por la mezcla de barro y excrementos. Una mente racional no habría podido comparar aquella sucia envoltura con la resplandeciente y limpia del "Mariestopes" —y los individuos racionales existen a pesar del encierro del viaje espacial— ni imaginar que ambas naves hubieran sido construidas con el mismo propósito. Cierto que muchos miembros de la tripulación, en especial los que se sentían más orgullosos de su racionalismo, rechazaban con risotadas la idea de que aquel extraño artefacto pudiera ser otra cosa que un retrete muy frecuentado.
El descubrimiento del sistema de propulsión hizo callar las risas. Bajo el cieno estaba el motor, un extraño objeto distorsionado, no mayor que un hombre-rinoceronte. Se hallaba inserto en el casco de madera, en apariencia sin soldaduras ni fijaciones mecánicas de ninguna clase. Estaba hecho de una sustancia compacta exteriormente parecida a la porcelana, sin partes móviles. Cuando la unidad, quedó finalmente despegada y liberada del casco, un experto en cerámica continuó tenazmente su exploración en los laboratorios de ingeniería.
El siguiente descubrimiento consistió en un puñado de grandes nueces, adheridas a los extremos de la techumbre con tal fuerza que desafiaron las llamas de los mejores sopletes. Por lo menos, algunos dijeron que se trataba de nueces, pues tenían una cubierta fibrosa que recordaba a los frutos de la planta de cacao. Pero luego se descubrió que los conductos que se desprendían de las nueces, considerados hasta entonces como simples reforzadores de paredes, estaban conectados con el sistema de impulsión, varios sabios declararon que tales nueces no eran otra cosa sino tanques de combustible.
El siguiente hallazgo detuvo los descubrimientos durante algún tiempo. Un mecánico que rascaba la capa endurecida de suciedad, descubrió, enterrado en su interior, un ETA muerto. Entonces los hombres, exasperados, se reunieron para discutir la situación.
—¿Cuánto tiempo tenemos que dedicar a esto, amigos? —exclamó el capataz del interior, Ginger Duffield, subido sobre una caja de herramientas, mostrando los dientes y blandiendo los puños—. Ésta es una nave comercial, no de las Fuerzas del Espacio, y no tenemos por qué ocuparnos en tareas que no nos corresponden. El reglamento no estipula que tengamos que limpiar las tumbas y las ciénagas de los seres extraterrestres. Quiero que se nos paguen horas extras y os pido a todos que os unáis a mí.
Sus palabras encontraron un amplio eco.
—¡Sí, que pague la compañía!
—¿Quiénes se han creído que somos?
—¡Que limpien ellos sus retretes!
—¡Más paga! ¡Que se nos aumente el sueldo en un cincuenta por ciento!
—¡Vamos, Duffield, camorrista, aparta de ahí! ¡No haces más que crear problemas!
—¿Qué es lo que dice el sargento?
El sargento Warrick se abrió camino a empellones a través de aquel grupo de hombres. Se quedó mirando fijamente al enojado Ginger Duffield, quien no se achicó bajo la mirada del sargento.
—Duffield, conozco la clase de tipo que eres. Deberías estar en el Planeta Helado, ayudando a ganar la guerra. No queremos aquí ninguna de tus tácticas de factoría. Baja de esa caja de herramientas y que todos vuelvan al trabajo. Un poco de suciedad no dañará tus preciosas manos blancas.
Duffield respondió tranquila y suavemente.
—No estoy buscando problemas, sargento. Sólo me pregunto por qué tenemos que hacer esto. No sabemos lo que nos espera en ese pozo negro. Tal vez nos acecha una peligrosa enfermedad. Queremos que se nos pague en consonancia con el peligro del trabajo. ¿Por qué tenemos que jugarnos el cuello por la compañía? ¿Qué ha hecho por nosotros la compañía? —Un rumor generalizado de aprobación subrayó las palabras de Duffield, pero éste prosiguió como si no se diera cuenta—. ¿Qué van a hacer cuando volvamos a casa? Meterán este apestoso ser extraterrestre en una jaula y lo expondrán, para que todo el mundo haga cola y vaya a verlo a diez pavos por cabeza la entrada. Gracias a esos animales, amasarán una fortuna. Y bien, ¿acaso no tenemos nosotros derecho a sacar una parte del beneficio? Limítese a lo suyo en la cubierta C y traiga al hombre de la Unión para que nos vea. Vamos; sargento, aparte sus narices de este problema.
—No eres más que un granuja revolucionario, Duffield —repuso airadamente el sargento. Se abrió paso entre los trabajadores, en dirección a la cubierta C. Unos gritos burlones le acompañaron por el corredor.
Dos turnos después, Quilter, provisto de cepillo y manguera, entró en la jaula de los dos ETA. Las criaturas extendieron sus miembros y se trasladaron a un rincón, observándole esperanzados.
—Ésta es la última vez que os limpio, amigos —les dijo Quilter—. Cuando termine esta ronda, voy a unirme a los que protestan para mostrar mi solidaridad con las Fuerzas del Espacio. Por mí podéis dormir entonces en una charca tan profunda como el océano Pacífico.
Y con la divertida disposición propia de la juventud que gusta de lo imprevisto, dirigió la manguera hacia ellos.
El redactor de noticias del "Windsor Circuit" accionó la palanca de su tecnivisión y frunció el ceño cuando apareció en la pantalla la imagen de su reportero jefe.
—¿Dónde diablos te metes, Adrian? Vamos, vete ahora mismo a ese condenado puerto espacial, como se te ordenó. El "Mariestopes" llegará dentro de media hora.
La parte izquierda del semblante de Adrian Bucker se estremeció. Se aproximó a la pantalla hasta que los límites de la imagen se difuminaron.
—No seas así, Ralph. Tengo un reportaje local sobre ese parque que te encantará.
Ahora se estremeció la mitad derecha del rostro de Bucker y comenzó a hablar rápidamente:
—Escucha, Ralph. Estoy en "La Cabeza del Ángel", el pub del Támesis. Tengo aquí a una antigua amiga que se llama Florence Walthamstone. Ha vivido en Windsor toda su vida, y se acuerda de cuando el Gran Parque era un parque y todas esas historias. Tiene un sobrino que viaja en el "Mariestopes" como miembro de la tripulación, Roger Walthamstone. Acaba de mostrarme una carta de su sobrino, en donde describe cómo son esos animales extraños que traen a la Tierra y he pensado que si publicásemos una fotografía suya con anotaciones de la carta, bueno, ya sabes, un titular que diga más o menos "Joven londinense ayuda a capturar a los monstruos", tendría…
—Basta, ya he oído suficiente. Esa es la mayor noticia de la década y tú crees que precisamos una visión superficial del asunto… Devuelve la carta a esa vieja señorita, con tus más expresivas gracias por su ofrecimiento, págale la consumición, acaríciale cariñosamente sus arrugadas mejillas y luego vete inmediatamente a ese puerto espacial del diablo para entrevistar a Bargerone, o te arrancaré la piel para utilizarla como papel cazamoscas.
—Está bien, está bien, haré lo que deseas, Ralph. Hubo un tiempo en que estabas abierto a cualquier sugerencia.
Una vez cortada la comunicación, Bucker añadió:
—Y tengo una que podría poner en práctica ahora mismo.
El periodista salió de la cabina y se abrió paso entre una masa de individuos corpulentos y medio borrachos hasta el rincón donde una anciana le esperaba sentada. Cuando llegó, la vieja alzó su vaso, que contenía una bebida marrón oscuro, con el dedo meñique graciosamente arqueado.
—¿Acaso estaba excitado su editor? —preguntó, salpicándole ligeramente.
—Sigue en sus trece. Mire, señorita Walthamstone, lamento mucho todo esto, pero tengo que irme inmediatamente al puerto espacial. Tal vez le haremos a usted una entrevista especial más tarde. Tengo su número. No se moleste en llamarnos. Lo haremos nosotros, ¿eh? Ha sido placer conocerla.
La anciana apuró el último trago de su bebida,
—Oh, permítame que pague esto, señor…
—Es muy amable, si insiste… Muy amable, señorita Walthamstone. Adiós, hasta la vista.
Se apresuró en salir de aquel conjunto de estómagos agitados. La anciana le llamó por su nombre y él miró furioso hacia atrás, en medio de la refriega.
—Hable con mi sobrino, si tiene ocasión de hacerlo. Estará encantado de decirle algo más. Es un chico estupendo.
Forcejeó para abrirse paso hasta la salida, murmurando "Perdone, perdone" como una maldición.
Las salas de recepción del puerto espacial se hallaban abarrotadas de gente. Los curiosos llenaban las azoteas y se agolpaban ante las ventanas. En una sección acordonada del puerto espacial se encontraban representantes de varios gobiernos, incluido el ministro de Asuntos Marcianos, y directivos de servicios varios, entre ellos el director del zoo de Londres. Más allá de la sección de autoridades, la banda de un famoso regimiento, uniformada con anacrónicos colores chillones, marchaba tocando la obertura de la Caballería Ligera de Suppé y una selección de melodías inglesas. El público tomaba helados y compraba periódicos mientras los rateros de siempre se dedicaban a vaciar bolsillos. El "Mariestopes" se deslizó a través de unos nimboestratos y tomó tierra suavemente en un punto alejado del campo. Entonces comenzó a llover.
La banda comenzó a tocar una melodía del siglo XX titulada Jornada sentimental sin demasiada brillantez. El acto era aburrido como suele suceder en tales ocasiones, y su interés algo difuso. La desinfección completa del casco de la astronave, por medio de rociadores germicidas, llevó mucho tiempo. Después se abrió una escotilla y apareció por la abertura una figura pequeña en traje espacial. La gente aplaudió y la figura volvió al interior de la nave. Cientos de ellos preguntaron si se trataba del capitán Bargerone, y otros dijeron que no fueran tontos.
Después surgió una rampa alargada, como una gran lengua perezosa, que terminó apoyándose en el suelo. Los servicios de transporte —tres pequeños autobuses, dos camiones, una ambulancia, varios carros de equipaje, un coche particular, y varios vehículos militares— avanzaron desde diferentes lugares del puerto espacial y convergieron junto a la gran nave. Finalmente, una larga hilera de hombres con la cabeza agachada comenzó a descender por la rampa y se refugió en el interior de los vehículos. La multitud gritó entusiasmada, cumpliendo con su papel, pues había asistido precisamente para aclamar a los viajeros del espacio.
En la sala de recepción la atmósfera estaba azulada, debido a los incontables cigarrillos consumidos por los periodistas antes de que el capitán Bargerone compareciese ante ellos. Se sucedió una interminable serie de disparos fotográficos mientras Bargerone sonreía a la defensiva.
El capitán, con varios de sus oficiales erguidos tras él, habló con calma en un inglés dificultoso (Bargerone era francés) refiriéndose al espacio infinito del universo, cuántos mundos habían visto y en qué forma devota se había comportado su tripulación, explicando cómo, cuando ya iban de vuelta a casa, habían vivido maravillosas aventuras. Para terminar explicó que en un hermoso planeta, que la USGN había decidido graciosamente titular Clementina, habían capturado o matado unos grandes animales con interesantes características. A continuación describió alguna de ellas. Los animales tenían dos cabezas, cada una de las cuales contenía un cerebro. Los dos cerebros juntos pesaban unos 2.000 gramos, una cuarta parte mayor que el de un hombre. Aquellos animales, los ETA u hombres-rinoceronte, como la tripulación comenzó a llamarlos, tenían seis miembros que terminaban en unos apéndices que sin duda equivalían a las manos. Por desgracia la huelga producida a bordo había demorado el estudio de tan notables criaturas, pero existía la clara y evidente razón para suponer que disponían de un lenguaje propio y que, a pesar de su aspecto y sucias costumbres, debían ser considerados —aunque por supuesto no había nada cierto todavía, y la certeza podría requerir muchos meses de pacientes investigaciones— más o menos como formas de vida inteligente, en paridad con el hombre, y capaces de tener una civilización propia en un planeta todavía desconocido por el hombre. Dos de ellos se hallaban celosamente conservados en cautividad e irían directamente al Exozoo para su estudio.
Cuando terminó su discurso, Bargerone se vio rodeado de periodistas.
—¿Ha dicho usted que esos rinocerontes no viven en Clementina?
—Tenemos razones para suponer que no.
—¿Qué clase de razones?
—Una sonrisa para el "Subud Times", por favor, capitán.
—Pensamos que se hallaban de visita en aquel planeta, igual que nosotros.
—¿Quiere usted decir que han viajado en naves espaciales?
—En cierto sentido, sí. Pero también pudieron ser transportados como animales experimentales, o abandonados al igual que el capitán Cook dejó unos cerdos en Tahití o venir de fuera.
—De perfil, capitán, ¿tiene la bondad?
—Bien, capitán, ¿vio usted su nave espacial?
—Bueno… pensamos que la tenemos realmente… Sí, la tenemos en el "Mariestopes".
—¡Eso es magnífico, capitán! ¿Por qué tanto secreto? ¿Ha capturado usted la nave espacial, o no?
—Por aquí, señor.
—Creemos que sí. Es decir, se trata de algo muy semejante a una nave espacial, pero… ejem… no dispone de la propulsión transponencial, desde luego, pero cuenta con una muy interesante y… Bien, suena un tanto raro, pero el casco está fabricado de madera. Una madera de muy alta densidad…
Al decir esto, el capitán Bargerone mostraba un rostro inexpresivo.
—Vamos, capitán, está usted bromeando…
Entre aquella ingente muchedumbre de fotógrafos, reporteros y otras personas, Adrian Bucker no consiguió aproximarse al capitán Bargerone. Se abrió paso a codazos hasta un hombre alto y nervioso que permanecía tras Bargerone, mirando atentamente por una de las grandes ventanas a la muchedumbre congregada bajo la ligera lluvia.
—¿Tendría usted la bondad de decirme lo que siente respecto a esos extraños seres que ha traído a la Tierra, señor? —le preguntó Bucker—. ¿Son animales o son personas?
Sin apenas oírle, Bruce Ainson volvió a mirar con curiosidad la muchedumbre exterior. Le pareció ver fugazmente al inútil de su hijo Aylmer, vistiendo como siempre sus descuidadas ropas y con su aire estúpido.
—Cerdo —dijo.
—¿Quiere usted decir que tienen el aspecto de un cerdo que actúan como los cerdos?
El explorador se volvió para mirar fijamente al reportero.
—Soy Bucker, del "Windsor Circuit", señor. Mi periódico está muy interesado en cuanto pueda decirnos respecto a esas criaturas. ¿Piensa usted que son animales? ¿Puedo decirlo así?
—Señor Bucker, ¿qué diría usted que es el género humano, un conjunto de animales o de seres civilizados? ¿Nos hemos encontrado alguna vez con una nueva raza sin corromperla o destruirla? Recuerde a los polinesios, a los guanches, a los indios americanos, a los tasmanios…
—Sí, señor, ya comprendo lo que quiere decir. Pero ¿diría usted que esos seres extraterrestres…?
—Ah, sí, tienen inteligencia, como todos los mamíferos, pues son mamíferos. Pero su comportamiento, o la falta de él, resulta desconcertante. No debemos pensar respecto a ellos antropomórficamente. ¿Tienen una ética, tienen conciencia? ¿Son susceptibles de corrupción como lo fueron los esquimales o los indios? ¿Son quizá capaces de corrompernos a nosotros? Todavía tenemos que hacernos muchas preguntas antes de estar en condiciones de ver claramente cómo son esos hombres-rinoceronte. Ésa es mi opinión al respecto.
—Es muy interesante. Según usted debemos desarrollar una nueva forma de pensamiento, ¿no es cierto?
—No, no. No es éste un tema para discutirlo con un periodista. El hombre tiene demasiada fe en su intelecto y lo que necesitamos es una nueva forma de sentir, una más reverente… Yo trataba de establecer una confianza con estas dos desgraciadas criaturas que traemos prisioneras, tras haber matado a sus compañeros y capturarlas. Pero ¿qué va a ocurrir ahora? Van a convertirse en un espectáculo público en el Exozoo. El director, sir Myhaly Pasztor, es un antiguo amigo mío. Me quejaré a él.
—¡Oiga, la gente tiene que ver a esas bestias! ¿Cómo sabremos que tienen sentimientos como los nuestros?
—Su punto de vista, señor Bucker, es probablemente el mismo que el de la estúpida mayoría de la gente. Perdone, tengo que hacer una llamada.
Ainson, se apresuró en abandonar el edificio, huyendo de la masa humana que le oprimía, y se detuvo unos instantes al pasar lentamente un camión junto a él, rodeado por los gritos de asombro y curiosidad de la multitud. A través de los barrotes traseros, vio a los dos ETA que miraban atentamente cuanto les rodeaba. No producían el menor sonido. Allí estaban, grandes y grises; seres desamparados y formidables al mismo tiempo.
La mirada de aquellas dos criaturas se posó en Bruce Ainson, pero tampoco expresaron ningún signo externo de reconocimiento.
Repentinamente, estremecido por un escalofrío, Ainson dio la vuelta y comenzó a abrirse paso entre los periodistas y la masa de impermeables mojados por la lluvia.
La nave espacial iba quedándose rápidamente vacía. Las enormes grúas mecánicas extraían grandes bultos, cajas, útiles y carga general. Las pasarelas mecánicas sacaban al exterior los desperdicios del canal alimentario de los extraterrestres. Aquella enorme ballena del "Mariestopes" parecía descansar inmóvil y fatigada, como si estuviera repostando embarrancada en una playa, muy lejos de sus profundidades siderales.
Walthamstone y Ginger Duffield siguieron a Quilter por uno de los puntos de evacuación. Quilter iba cargado con su equipaje y estaba dispuesto a tomar un reactor de la estratosfera que le dejase en cualquier otro lugar de los Estados Unidos en hora y media. Se detuvieron a la salida, mirando atentamente a su alrededor y respirando profundamente el aire de la Tierra.
—Fijaos, chicos, el peor clima de todo el universo —dijo Walthamstone en son de queja—. Voy a quedarme aquí hasta que mejore.
—Toma un taxi —sugirió Duffield.
—No vale la pena. Mi tía vive a media milla de distancia. Tengo mi bicicleta en las oficinas de la P.T.O. Iré cuando aclare la lluvia… si es que aclara.
—¿Es que la P.T.O. te guarda la bicicleta cuando vuelas? —preguntó Duffield con interés.
Quilter no deseaba verse enzarzado en una conversación de estilo inglés, así que se echó al hombro su saco de viaje.
—Vamos, muchachos, venid conmigo a la cantina y tomemos una buena cerveza sintética inglesa antes de que me vaya.
—Debemos celebrar el hecho de que acabas de dejar el servicio del Cuerpo de Exploradores —dijo Walthamstone—. ¿Vamos, Ginger?
—¿Te han firmado y sellado tu cartilla?
—Mi compromiso se limita a cada vuelo —explicó Quilter—. Todo está perfectamente en regla, Duffield… Vamos picapleitos, ¿es que no descansas nunca?
—Ya conoces mi lema, Hank. Obsérvalo y nunca te equivocarás. "Te exprimirán tanto como puedan." Conocí a un individuo, no hace mucho, que se olvidó de conseguir su certificado sellado por el capitán de cuartel antes de ser licenciado, y le hicieron volver. Le cogieron por otros cinco años. Ahora está sirviendo en Charon, ayudando a ganar la guerra.
—Bueno, ¿vienes a tomar esa cerveza o no?
—Será mejor que vaya —dijo Walthamstone—. Puede que no te veamos más, después de que ese pajarito de Dodge City te eche las garras. Según lo que me has contado de ella, yo también correría una milla por esa clase de chica.
Y salió decididamente bajo la fina lluvia; Quilter le siguió. Se volvió para mirar por encima del hombro.
—¿Vienes o no, Ginger?
Duffield se quedó pensativo.
—No abandonaré esta nave hasta que consiga mi premio de la huelga, amigo.
El explorador Phipps se encontraba ya en su hogar. Abrazó a sus padres y colgó el abrigo a la entrada. Los padres permanecían tras él, arreglándoselas para parecer disgustados, incluso mientras sonreían. Desvaídos, cargados de espaldas, refunfuñaron una bienvenida que él conocía muy bien. Hablaban por turno y sus dos monólogos jamás formaban un diálogo.
—Ven a la salita de estar, Gussie. Está más calentito aquí —dijo la madre—. Ahora que ya no estás en la nave tendrás frío. Te preparo una taza de té en un momento. Hemos tenido problemas con la calefacción central. No es que haga falta, puesto que estamos en junio, pero siempre hace un poco de frío en esta época del año.
—Es todo un problema conseguir que venga alguien a reparar cualquier cosa. No sé qué es lo que le ocurre a la gente. Parece como si ahora les molestaran nuestras costumbres.
—Henry, dile qué es lo que pasa con el nuevo médico. Es un hombre terriblemente rudo, no tiene educación ni maneras de comportarse en absoluto. Y con esas sucias uñas en los dedos. No sé cómo imagina que alguien va a dejarse explorar con esa porquería de uñas. Por supuesto, la culpa es de la guerra. Ha traído una nueva clase de hombres al mundo. Brasil no muestra ninguna señal de debilitamiento, y mientras tanto, el Gobierno… El pobre muchacho no querrá oír nada de lo que ocurre cuando viene a casa, Henry…
—¡Han comenzado incluso a racionarlo todo! Todo lo que vemos en la tecnivisión es propaganda, y más propaganda. También se ha deteriorado la calidad de las cosas. La semana pasada tuve que comprar una nueva cacerola. Vamos, Gussie, siéntate aquí. Por supuesto que hay que echarle la culpa a la guerra. No sé qué va a ser de todos nosotros. Las noticias que vienen del Sector Ciento Sesenta son deprimentes, ¿verdad?
—Allá lejos, en la galaxia, nadie se preocupa de la guerra —dijo Phipps—. Por lo que a mí concierne, es algo que me tiene totalmente sin cuidado.
—¿No será que has perdido tu patriotismo, Gussie? —preguntó su padre.
—¿Y qué es el patriotismo, sino una extensión del egoísmo? —preguntó Phipps a su vez, alegrándose al ver que el pecho abombado de su padre volvía a deprimirse.
Siguió un denso silencio que rompió la madre diciendo:
—De todos modos, querido, verás una diferencia en Inglaterra mientras estés de permiso. Y, a propósito, ¿de cuánto tiempo dispones?
Toda aquella charla de sus padres había entusiasmado muy poco a Phipps y la súbita pregunta de su madre le molestó. Conocía de antiguo aquella molesta sensación. No deseaban nada de él, y se limitaban a hablarle ya que estaba allí. Lo único que deseaban de él era su vida.
—Me quedaré solamente una semana. Esa encantadora chica medio china que conocí en mi último permiso, Chi, está pasando sus vacaciones en el Lejano Oriente, pintando. El próximo jueves volaré a Macao para reunirme con ella.
Otra vez, la familiaridad. Conocía de sobra el gesto de lástima que solía hacer su padre, meneando la cabeza; o el gesto también singular de su madre, que apretaba los labios como si estuviera chupando entre los dientes una pepita de limón. Se puso de pie, antes de que continuaran hablando.
—Si me lo permitís, voy a subir a mi habitación para deshacer el equipaje.
Pasztor, el director del Exozoo de Londres, era un hombre distinguido, esbelto y sin un solo cabello gris en la cabeza, a pesar de sus cincuenta y dos años. Húngaro de nacimiento, había sido jefe de una expedición al mundo submarino de la Antártida cuando contaba veinticinco años, y más tarde se le encargó establecer la Cúpula Zoológica Bellus sobre el asteroide Apolo, en el año 2005. Era autor de un tecnidrama, que tuvo gran éxito y difusión en el año 2014, titulado Un iceberg para Ícaro. Varios años después, se enroló en la primera expedición a Charon, que aterrizó en aquel planeta recién descubierto, el más alejado del sistema solar. Charon era un espantoso congelador que se encontraba a 4.827.800.000 kilómetros más allá de la órbita de Plutón y había ganado por sus propios méritos el nombre de Planeta Profundamente Helado. Aquella especie de apodo le había sido impuesto por el propio Pasztor.
Después de aquel triunfo, sir Mihaly Pasztor fue nombrado director del Exozoo de Londres. En aquel momento ofrecía un trago a Bruce Ainson.
—Ya sabes que no bebo, Mihaly —dijo Ainson, moviendo desaprobatoriamente la cabeza.
—Bien, de ahora en adelante, serás un hombre famoso y deberías brindar por tu propio éxito, como hacemos todos. Además, brindar con algo desprovisto de alcohol no va a hacerte ningún daño.
—Ya me conoces de antiguo, Mihaly. Yo sólo deseo cumplir con mi deber.
—Sí, Bruce, te conozco desde hace mucho tiempo. Sé que apenas te preocupan las opiniones o los aplausos de los demás, y lo único que te importa es la aprobación de tu propio superego —dijo el director del Exozoo, con voz suave, mientras el camarero le preparaba un cóctel conocido como "Transponencial".
Se encontraban en la recepción ofrecida en un hotel que pertenecía al Exozoo. Grandes murales que representaban bestias exóticas contemplaban la extraña mezcla de brillantes uniformes y floridos atuendos femeninos.
—Tampoco necesito las golosinas de tu sabiduría.
—Nunca admitirás que podrías necesitar a los demás —dijo Pasztor—. Hace ya mucho tiempo que quería decirte esto, Bruce. Tal vez no sea éste el lugar ni la ocasión, pero permíteme continuar ahora que he comenzado. Tú eres un hombre valiente, educado y formidable. Eso lo has demostrado no solamente al mundo, sino también a ti mismo. No te permites ni estar relajado, ni bajar tu guardia. Y es ahora cuando deberías permitírtelo, antes de que sea demasiado tarde. Un hombre ha de tener una vida interior, Bruce, pero la tuya se está muriendo de asfixia.
—¡Por todos los cielos, hombre! —exclamó Ainson, medio riendo y medio irritado—. Me estás hablando como si yo fuese un personaje romántico e imposible, de los que salían en una de tus comedias de juventud. Soy como soy, y no muy diferente de como he sido siempre. Bien, ahí viene Enid. Creo que ya es hora de que cambiemos de tema.
Entre los espléndidos vestidos de las señoras allí presentes, el de Enid Ainson, rematado con una capucha de cebra, resplandecía como un rayo de luz en medio de un eclipse. Enid sonreía al aproximarse a su marido y a Pasztol.
—Es una fiesta encantadora, Mihaly. Que tonta fui por no asistir a la anterior, la última vez que Bruce estuvo en casa. Además, tenéis aquí tanto espacio para estas cosas.
—En tiempo de guerra, Enid, tenemos que ofrecer un poco de plata a una dama de oro.
Ella sonrió, evidentemente halagada, pero intentó protestar coquetamente.
—Me estás adulando, Mihaly, como siempre sueles hacerlo.
—¿Es que tu marido no te halaga nunca?
—Bueno… no sé… Yo no sé si Bruce, quiero decir…
—Vamos, os estáis comportando como dos niños tontos —dijo entonces Ainson—. El ruido que hay aquí ya basta para que nada de esto tenga sentido. Mihaly, ya estoy harto de tanta frivolidad, y me sorprende que tú no lo estés también, Enid. Vayamos al grano; hemos venido aquí para hacerte entrega oficial de los ETA, y es cuanto deseo hacer. ¿Podemos discutir esto en paz y con calma en alguna parte?
Pasztor levantó sus finas cejas y frunció el ceño en un gesto de extrañeza.
—¿Tratas de apartarme de mis obligaciones de anfitrión? Bien, supongo que podemos bajar al lugar donde se hallan encerrados los dos ETA. Esos especímenes ya deben estar convenientemente instalados, y los oficiales encargados de su custodia en el puerto espacial, libres de servicio.
Ainson se volvió hacia su esposa y la tomó del brazo.
—Ven también con nosotros, Enid; la excitación que reina aquí tampoco es buena para ti.
—Pero querido, eso no tiene sentido; estoy disfrutando del ambiente —repuso, retirando el brazo con brusquedad.
—Bueno, creo que deberías mostrar algún interés por esas criaturas que hemos traído del espacio.
—¡No pongo en duda que oiré hablar de ellas durante varias semanas! —dijo Enid, mirando las profundas arrugas del rostro de su marido y añadiendo en tono humorístico—: Muy bien, iré con vosotros si es que no puedes soportar tenerme fuera del alcance de tu vista. Pero tienes que ir a buscarme el chal, ya que afuera hace demasiado fresco para salir sin él.
Aquello no le hizo a Ainson ninguna gracia y salió dejándoles solos. Pasztor hizo un guiño a Enid y le ofreció una bebida.
—No sé si realmente debería tomarme otro trago, Mihaly. ¡Sería terrible si me pusiera demasiado alegre!
—Bueno, todo el mundo lo hace de vez en cuando, ya sabes. Fíjate en la señora Friar. Bien, ahora que estamos solos, en vez de hacerte la corte, como me gustaría, tengo que preguntarte por tu hijo Aylmer. ¿Qué hace ahora? ¿Dónde está?
Mihaly apercibió el leve rubor de las mejillas de Enid. Ella apartó la mirada mientras Pasztor hablaba.
—Por favor, Mihaly, no eches a perder la velada. Es tan estupendo tener de vuelta a Bruce… Sé que piensas que es un monstruo terrible, pero no es así; realmente. En el fondo no lo es.
—¿Cómo está Aylmer?
—Está en Londres. Es todo cuanto sé de él.
—Sois demasiado rudos con él, Enid.
—¡Por favor, Mihaly!
—Bruce le trata con excesiva rigidez. Sabes que te digo esto como un viejo amigo, y también como padrino de Aylmer.
—Hizo algo desafortunado, y su padre lo echó de casa. Nunca se han llevado bien, ya sabes, y aunque lo siento mucho por el chico, mi vida es ahora más apacible sin tener que mediar en sus disputas. Y no pienses que sigo el camino de la menor resistencia, porque no es así. Durante años he sostenido una verdadera batalla con ellos.
—Pues jamás he visto un rostro menos guerrero. ¿Qué hizo Aylmer para que pese sobre él un edicto tan terrible?
—Tendrás que preguntárselo a Bruce, si tanto te interesa.
—¿Alguna chica de por medio?
—Sí, hubo una chica. Aquí viene Bruce.
Cuando el jefe de exploradores puso el chal sobre los hombros de su mujer, Mihaly les condujo fuera del gran salón por una puerta lateral. Caminaron por un corredor alfombrado, bajaron unas escaleras y salieron al exterior, envueltos en la niebla. El zoo se hallaba en calma aunque uno o dos estorninos de Londres revoloteaban entre los árboles buscando acomodo para pasar la noche, y desde su estanque recalentado artificialmente, un saurópodo de Rungsted levantaba el cuello para mirar maravillado el paso de las tres personas. Girando antes de llegar a la casa de los mamíferos de Metano,
Pasztor condujo a sus compañeros a un nuevo bloque construido según el moderno sistema de encerrar bloques de plástico reforzados con arena y cemento con bálago y plomo. Al entrar, se encendieron las luces.
Unas planchas curvas de cristal reforzado les separaban de los dos ETA. Aquellas criaturas se volvieron al encenderse las luces, para observar fijamente a los humanos. Ainson hizo un cordial gesto de reconocimiento hacia ellas, sin que reaccionaran perceptiblemente.
—Por lo menos disponen de espacio —dijo—. ¿El público va a estar todo el día aquí, con la nariz pegada a estos cristales?
—El público sólo tendrá acceso a este bloque entre las dos y media y las cuatro de la tarde. Por la mañana, los expertos vendrán a estudiar a estas criaturas extraterrestres —explicó Pasztor.
Los ETA disponían de una amplia jaula doble, con una pequeña puerta baja de intercomunicación. En la parte de atrás contaban con un gran lecho bajo de espuma sintética guateada. El alimento y la bebida se les suministraba a través de una serie de orificios practicados en una pared. Los ETA permanecían en medio del piso y a su alrededor había ya una buena cantidad de basura.
Tres animales parecidos a lagartos se arrastraron por el suelo y corrieron a esconderse en los macizos cuerpos de los ETA. Buscaron hasta encontrar un repliegue de su espesa piel y desaparecieron. Ainson apuntó hacia ellos.
—¿Os habéis fijado? Están todavía aquí. Tienen un aspecto muy próximo al de lagartos. Creo que son cuatro y se mantienen muy cerca de esos extraterrestres. Había también otros dos acompañando a los ETA muertos a bordo del "Mariestopes". Probablemente viven en simbiosis. El idiota del capitán se enteró de su existencia por mi informe y quiso matarlos alegando que podrían ser unos peligrosos parásitos. Pero me mantuve firme ante semejante tontería.
—¿Quién era? ¿Edgar Bargerone? —preguntó Pasztor—. Es un hombre valiente, aunque poco brillante; probablemente continúa aferrado a la concepción geocéntrica del universo.
—Quería que me comunicase con ellos antes de llegar a la Tierra. No tiene la menor idea de los problemas con que nos enfrentamos.
Enid, que hasta entonces había permanecido mirando atentamente a los ETA, intervino:
—¿Podrás comunicarte con ellos?
—La cuestión no es tan sencilla como pudiera parecer a una persona lega en la materia, querida mía. Te hablaré de ello en otra ocasión.
—Por amor de Dios, Bruce. No soy una niña. ¿Vas a comunicarte con ellos o no?
El explorador jefe se puso las manos en las solapas de su uniforme y habló con la entonación de un predicador subido en el púlpito.
—Con un cuarto de siglo de exploración estelar tras nosotros, Enid, las naciones de la Tierra, a pesar de que el número operativo de astronaves raramente excede de una docena, han conseguido explorar unos trescientos planetas de tamaño y características parecidas a las de la Tierra. En esos trescientos planetas se han hallado formas de vida mentalmente sensibles unas veces y otras no. Pero nunca se ha hallado un ser que tuviera un cerebro mayor que el de un chimpancé. Ahora hemos descubierto estas criaturas en Clementina y tenemos nuestras razones para sospechar que poseen una inteligencia equivalente a la del hombre, y la razón principal que abona tal sospecha es la de que tienen… bueno, máquinas capaces de viajar entre los planetas.
—¿A qué viene, pues, hacer de todo eso un misterio —preguntó Enid—. Existen unas pruebas simples que determinan esa situación, ¿por qué no aplicarlas? ¿Disponen esas criaturas de escritura? ¿Hablan unas con otras? ¿Observan, tal vez, un código entre ellas? ¿Son capaces de repetir una simple demostración o de hacer algún gesto inteligente? ¿Responden a los conceptos matemáticos simples? ¿Cuál es su actitud frente a los artefactos humanos? Y, por cierto, ¿los tienen ellos? ¿Cómo…?
—Sí, sí, querida. Suscribimos totalmente tus sugerencias. Existen pruebas que pueden serles aplicadas. No he permanecido cruzado de brazos en el viaje de regreso a la Tierra. Yo mismo hice esas pruebas.
—Y bien, ¿con qué resultados?
—Conflictivos. Sí, conflictivos en el sentido de que fueron insuficientes o ineficaces. En una palabra: demasiado embebidos de antropomorfismo. Ése es el punto que quiero mostrar. Hasta que podamos definir qué es la inteligencia con más claridad, no nos resultará fácil empezar a comunicarnos.
—Y al mismo tiempo —completó Pasztor— vais a encontrar muy difícil definir la inteligencia mientras no os hayáis comunicado.
Ainson dejó de lado aquellas palabras, con el gesto del hombre práctico que corta de raíz los sofismas.
—Veamos, primero definamos la inteligencia. ¿Es acaso inteligente la pequeña araña Argyroneta aquatica porque puede construir un hoyo protector y vivir así debajo del agua? No. Muy bien; entonces esas pesadas criaturas quizá no son inteligentes sólo porque pueden construir una astronave. Por otra parte, esas criaturas podrían ser altamente inteligentes y construir el producto final, de una civilización tan remota que todos los razonamientos que nosotros producimos en nuestra mente consciente ellas lo producen en su mente subconsciente hereditaria, disponiendo de su mente consciente libre para el conocimiento sobre materias, y ciertamente para formas de conocimiento, que están más allá de nuestra comprensión. Si esto es así, la comunicación entre ambas especies puede quedar, para siempre, fuera de toda cuestión. Recuerden que el diccionario define la inteligencia como sencillamente "la información recibida". Si nosotros no recibimos su información, ni ellos la nuestra, entonces hay que calificar a los ETA como no inteligentes…
—Eso es demasiado embrollado para mí —comentó Enid—. Haces que todo eso parezca ahora tan difícil, cuando en tus cartas lo explicabas de una forma bastante sencilla. Dijiste que esas criaturas habían intentado comunicar contigo mediante una serie de ruidos y silbidos; decías que disponen de seis manos y que habían llegado hasta el planeta Clementina utilizando una nave espacial. Creo que la situación está clara. Son inteligentes no sólo con la limitada inteligencia de un animal, sino lo bastante inteligentes como para haber creado una civilización y un lenguaje. El único problema radica en que hay que traducir esos ruidos y silbidos a nuestra lengua.
Ainson se volvió hacia el director del Exozoo.
—¿Comprendes por qué la cosa no es tan fácil, Mihaly?
—Bien, he leído casi todos tus informes, Bruce. Sé que esos mamíferos están dotados de un sistema respiratorio y un canal digestivo muy similar al nuestro; que tienen un cerebro cuyo peso y relación proporcional son comparativamente iguales al del humano, y que disponen de manos con las que actuar y abordar los problemas del universo con las mismas sensaciones básicas que los humanos. Me imagino que aprender su lenguaje o hacer que comprendan el nuestro puede ser una tarea difícil, pero creo que estás sobrestimando las dificultades.
—¿De veras? Espera a que haya estudiado a esas criaturas un poco más. Creo que opinarás de forma distinta. Intento ponerme en su caso y, a pesar de sus desagradables hábitos, he llegado a experimentar simpatía hacia ellas. Pero la única apreciación que he obtenido hasta ahora entre un mar de frustraciones, es que, si realmente son inteligentes, tienen que mantener un punto de vista diferente al nuestro respecto al Universo. Desde luego —dijo señalando a los ETA que se mantenían en calma al otro lado de la protección transparente— ellos se muestran totalmente reservados respecto a mí.
—Tendremos que ver lo que sacan en claro los lingüistas —dijo Pasztor—. Mañana llega de los Estados Unidos Bryan Lattimore, del Consejo de la Fuerza Aérea de la USGN. Su opinión será de la mayor importancia para nosotros. Es un gran tipo y espero que le apreciarás en lo que vale.
Aquella indicación no gustó nada a Bruce Ainson, y decidió que el tema podía ya darse por terminado.
—Son las diez en punto —dijo, consultando su reloj—. Es hora de que Enid y yo volvamos a casa; ya sabes que me gusta mantener un horario regular cuando estoy en la Tierra. Querido Mihaly, hemos disfrutado mucho con la fiesta. Te veremos de nuevo el fin de semana.
Se estrecharon las manos con recíproca cordialidad. Entonces, creyendo que era el momento adecuado, sir Mihaly Pasztor preguntó de improviso:
—A propósito, amigo mío, ¿qué pasa con Aylmer y esa chica, tan conflictivo que le echaste de casa?
Ainson sintió un sabor a polvo de ladrillo en la garganta.
—Será mejor que se lo preguntes a tu ahijado. Él podrá satisfacer tu curiosidad. Yo no voy a verle más —concluyó agriamente—. No te molestes, encontraremos la salida.
El tren local del distrito ascendió a través de la noche salpicada por las luces de la ciudad. Avanzaba rápidamente, prendido del monorraíl, y Enid lamentó no haber ingerido previamente un comprimido contra el maleo. Realmente no era una buena viajera.
—Te compro tus pensamientos-le dijo su marido.
—No pensaba en nada, Bruce.
Tras un corto silencio, Ainson volvió a la carga.
—¿De qué hablasteis Mihaly y tú cuando fui a buscarte el chal?
—No recuerdo. Trivialidades. ¿Por qué me preguntas?
—¿Cuántas veces le has visto mientras estuve ausente?
Enid suspiró y el zumbido tremendo del aire exterior ahogó el pequeño ruido que produjo.
—Siempre me preguntas lo mismo, Bruce; tras cada viaje. Por favor, deja ya de ponerte celoso. Mihaly es muy gentil, pero nada significa para mí.
El tren local les dejó en el Anillo Exterior semejante a un ceño fruncido, en un lugar elevado, fuera de Londres. Su estación en aquella nueva estructura, recientemente construida, se hallaba atestada de público, y continuaron en silencio hacia el carril directo que les conduciría a casa. Una vez a bordo del monobús, su silencio continuaba. Fue Enid la que habló primero.
—Bien, Bruce. Me siento feliz por el éxito que has tenido. Daremos una fiesta. ¡Estoy muy orgullosa de ti!
Ainson le golpeó cariñosamente la mano y sonrió con aire de perdón, como si tratara con una chica traviesa.
—Me temo que no dispondremos de mucho tiempo para fiestas. Ahora es cuando empieza el verdadero trabajo que debe llevarse a cabo. Tendré que ir diariamente al zoo para supervisar los equipos de investigación. Ya sabes. No podrán ir muy lejos sin mí.
Enid se quedó mirando fijamente la lejanía. No estaba en verdad decepcionada; realmente esperaba aquella respuesta. Y entonces, en vez de mostrarse enojada, intentó ser amigable con él, haciéndole una de sus tontas preguntitas en busca de información.
—Supongo que crees posible aprender a comunicarte con esas criaturas, ¿verdad?
—El Gobierno parece menos entusiasmado de lo que esperaba. Por supuesto, soy consciente de que existe una estúpida guerra… Con el tiempo pueden surgir otros aspectos que resulten más importantes que el factor lenguaje.
En la fraseología de su marido ella reconoció la vaguedad que solía emplear cuando se planteaba algo de lo que no estaba seguro.
—¿Qué aspectos?
Ainson clavó la vista en la negrura de la noche.
—Los ETA heridos han mostrado una gran resistencia a la muerte. Cuando se les practicó la disección a bordo del "Mariestopes", donde fueron literalmente descuartizados, fue preciso reducirlos a pedazos antes de que murieran. Esas criaturas tienen una resistencia fenomenal al dolor. No lo sienten. ¡No sienten el dolor! Está en todos los informes. Ya he perdido la paciencia respecto a este asunto, pero un día alguien verá la importancia de estos hechos.
Ella sintió de nuevo que el silencio pesaba como una piedra sobre sus labios mientras miraba por la ventanilla.
—¿Viste cómo diseccionaban a esas criaturas?
—Por supuesto.
Enid se quedó pensando en todo lo que aquellos hombres hicieron y soportaron, al parecer con la mayor facilidad.
—¿Puedes imaginarlo? —dijo entonces Bruce—. No sentir nunca el dolor ni físico, ni mental…
Se estaban adentrando en el nivel inferior de tráfico normal. Su mirada melancólica descansó en la oscuridad que envolvía la casa.
—¡Qué regalo para el género humano! —exclamó Ainson.
Después de que los Ainson se hubieron marchado, sir Mihaly Pasztor permaneció en el mismo lugar, preso de la sensación de vacío que ocasionalmente se convertía en pensamiento. Comenzó a pasear de un lado a otro, vigilado por los extraterrestres encerrados al otro lado del cristal. Finalmente se detuvo ante su mirada y permaneció balanceándose sobre los pies inclinándose gentilmente, mirándolos. Con los brazos cruzados, terminó por dirigirse a ellos.
—Mis queridos inquilinos, comprendo el problema y, aunque no os había visto antes, os comprendo también a vosotros, hasta cierto límite. Por encima de todo, entiendo que hasta ahora sólo os habéis encarado con un tipo limitado de mente humana. Conozco a los hombres del espacio, mis barrigudos amigos, porque también yo fui uno de ellos. Sé cómo los largos años de oscuridad atraen y moldean una mente inflexible. Os habéis enfrentado con hombres desprovistos de pulsación humana, hombres sin finas percepciones, carentes del don de proyectar su propia personalidad para comprender a las demás, hombres que no pueden aceptar ni comprender porque no conocen la diversidad de los hábitos humanos. Y al carecer de penetración psicológica, la niegan a los demás. En resumen, mis queridos y sucios inquilinos, si sois civilizados, es preciso que se os someta a un careo con un hombre verdaderamente civilizado. Si sois algo más que animales, no transcurrirá mucho tiempo antes de que nos comprendamos recíprocamente. Después ya habrá ocasión de incrementar el diálogo entre nosotros.
Uno de los ETA sacó sus miembros, se incorporó y los dirigió a la pantalla de cristal. Sir Mihaly Pasztor tomó aquel gesto como un presagio.
Fue a la parte trasera del cercado y entró en una pequeña antesala de la verdadera jaula. Presionó un botón que activó la parte del suelo en que se hallaba y que le trasladó a la jaula, situándole ante una pequeña barrera, de forma que el director del Exozoo parecía más bien un prisionero que compareciese ante un tribunal. El mecanismo se detuvo. Pasztor y los ETA estaban entonces cara a cara, aunque un botón al alcance de la mano derecha le aseguraba una retirada inmediata en caso de peligro.
Los ETA emitieron juntos una serie de silbidos. Su aspecto distaba de ser tan repugnante como se hubiera esperado, pero de todos modos era muy fuerte y Pasztor arrugó la nariz.
—Según nuestro sistema de pensamiento —dijo—, la civilización se reconoce por la distancia que el hombre ha puesto entre sí y sus excrementos.
Uno de los ETA extendió uno de sus miembros y se rascó.
—No existe ninguna civilización sobre la Tierra que no se halle firmemente establecida sobre la base de un alfabeto. Incluso los aborígenes más primitivos garrapatearon sus temores y esperanzas sobre las rocas. ¿Tenéis también temores y esperanzas?
El ETA, terminó de rascarse, y retrajo el miembro, dejando la palma de la mano a una distancia escasa del cuello.
—Es imposible imaginar a una criatura mayor que una pulga sin temores ni esperanzas, o cualquier otra estructura equivalente basada en los estímulos del dolor. Sensaciones gratas y sensaciones malas nos acompañan toda la vida y constituyen nuestras experiencias del mundo exterior. Pero, con todo, si he comprendido bien los informes de la autopsia de uno de vuestros amigos, vosotros no experimentáis el dolor. ¡En qué forma tan radical eso debe modificar vuestra experiencia del mundo externo!
Entonces apareció una de aquellas criaturas en forma de lagarto. Se escabulló por la espalda de su anfitrión y atrancó su hocico tembloroso en un pliegue de la piel del ETA. Allí permaneció inmóvil y casi invisible.
—Y después de todo, ¿qué es el mundo exterior? Puesto que sólo podemos conocerlo mediante nuestros sentidos, nunca podremos conocerlo más que de una forma diluida; sólo podemos conocerlo como mundo externo más sentidos. ¿Qué es una calle? Para un niño, todo un mundo lleno de misterio; para un estratega militar, una serie de puntos de ataque y resistencia; para un amante, el lugar donde habita el ser amado; para una prostituta, el lugar donde efectúa sus negocios; para un historiador urbano, una serie de filigranas en el tiempo; para un arquitecto, un tratado extraído del arte y la necesidad; para un pintor, una aventura en la perspectiva y el color; para un viajero, el lugar en que se encuentra un trago y un lecho caliente; para el que allí habita desde hace mucho tiempo, un monumento a sus pasadas locuras, sus esperanzas y sus frustraciones; para el motorista… ¿De qué forma, mis enigmáticas bestias, nuestros mundos externos, el vuestro y el mío, van a enfrentarse y a comprenderse? ¿No nos será difícil descubrirlo hasta que hayamos conseguido hablarnos recíprocamente, después de obtener una lista de sustantivos y necesidades? ¿O preferís como nuestro jefe explorador, que la proposición se invierta? ¿Tenemos que conocer por lo menos la naturaleza de vuestro medio ambiente externo, antes de que podamos parlamentar? Pero, ¿no me estaré desviando repentinamente del verdadero sentido, cerdos? Podría muy bien suceder que vosotras, criaturas desamparadas, fuerais simplemente unos rehenes y el problema mucho mayor. Tal vez jamás podamos comunicarnos. Pero vosotros sois la prueba de que en alguna parte, tal vez a no muchos años luz de Clementina, existe un planeta donde viven criaturas de vuestra especie. Si fuésemos allá, si pudiéramos observaros en vuestro hábitat normal, entonces sí podríamos saber mucho acerca de vosotros, y veríamos claro lo que nos hace distintos, para conseguir comunicarnos recíprocamente. No bastará con el trabajo de los lingüistas; es preciso que un par de astronaves investiguen los mundos próximos a Clemetina. Tengo que hacer hincapié sobre este punto a Lattimer.
Los ETA no respondieron.
—Os lo advierto: el hombre es una criatura muy persistente. Si el mundo exterior no viene hacia él, él irá al mundo exterior. Si tenéis un vocabulario con el cual expresaros, ya podéis prepararlo.
Los ETA ya tenían los ojos cerrados.
—¿Habéis caído en la inconsciencia o estáis orando? Creo que lo segundo será lo más prudente y sabio, porque ahora estáis en manos del hombre.
No fue tan sólo filosofar lo que se hizo aquella primera noche en que la enorme "Mariestopes" se posó sobre la Tierra; también hubo desórdenes y trastornos.
Rodney Walthamstone no pudo evitarlo, como afirmó su defensor cuando se presentó el caso en el tribunal. El fenómeno no era raro en aquellos tiempos, cuando todos los meses podía verse el retorno de las astronaves que habían explorado las profundidades del cosmos. Mortales ordinarios, navegaban en aquellos terribles —y utilizó la palabra sin exageración intencionada— viajes espaciales; mortales, m'lud como Rodney Walthamstone, sobre quienes el espacio tenía forzosamente un efecto sobrecogedor. El fenómeno era bien conocido desde hacía diez años, y había sido etiquetado como el síndrome de Bestar de acuerdo con el nombre del famoso psicodinámico, aunque más corrientemente se le denominaba m'lud.
En el cosmos quedaban brutalmente suprimidos todos los símbolos fundamentales de la mente humana. No era preciso estar de acuerdo con el filósofo francés Deut —quien sostenía que el cosmos y la mente eran los dos polos opuestos del imán de la integridad total— para comprobar que el viaje espacial profundo sometía al hombre a una gran tensión, y que volvía a la Tierra con un deseo febril de normalidad que no podía quedar satisfecho a través de los canales legales. Concedido esto, era entonces necesario alterar la ley y no la mente del hombre. El hombre había salido hacia las profundidades estrelladas del infinito: correspondía a la ley, por sí misma, hacer de algún modo que la mente quedase menos ligada a la Tierra. (Aquí hubo risas.)
¿Qué símbolo ejercía una influencia más poderosa sobre la mente del hombre que una casa, ese antiquísimo símbolo del hogar, del refugio contra el mundo hostil y de la misma civilización? Así, en aquel caso de robo con escalo, aunque el infortunado propietario de la casa había sido aporreado, el tribunal debería considerar que el acusado, no falto de heroísmo, se había limitado a buscar un símbolo. Desde luego, no ocultaba que al mismo tiempo estaba ligeramente influido por la bebida, pero el síndrome de Bestar permitía… El juez, permitiendo que la defensa dispusiera de un discurso a su favor, dijo que estaba cansado de las hazañas de los hombres del espacio que volvían a la Tierra y trataban a Inglaterra como si fuese una zona subdesarrollada del cosmos. Treinta días tras los barrotes de la cárcel convencerían al prisionero de que existía una considerable diferencia entre los dos.
El tribunal suspendió la sesión para almorzar, y la señorita Florence Walthamstone se trasladó llorando desde el tribunal a la taberna más próxima.