Cartago, Túnez.
3.22 horas
La lluvia torrencial era implacable, se zarandeaba en frenesí por el bramido del viento, y las olas surgían y golpeaban contra la costa; era un torbellino en la noche negra. En las aguas poco profundas, cerca de la playa, una decena de personas se balanceaban en la oscuridad, aferradas a sus mochilas flotantes e impermeables como si fueran supervivientes de un naufragio. La inesperada tormenta había cogido a los hombres por sorpresa, pero era un buen augurio; les daba más protección de la que hubieran podido esperar.
Desde la playa, un puntito de luz roja se encendió y volvió a apagarse dos veces, era la señal del equipo de avanzada de que era seguro desembarcar. ¡Seguro! ¿Qué quería decir? ¿Que la Garde Nationale había dejado indefenso este tramo concreto de la costa tunecina? El ataque de la naturaleza parecía un castigo mucho mayor que cualquier intento por parte de los guardacostas tunecinos.
Sacudidos y golpeados por el oleaje que los arrastraba, los hombres llegaron a la playa y en un solo movimiento coordinado lograron trepar en silencio hasta la arena, donde estaban las ruinas del antiguo puerto púnico. Se quitaron los trajes negros de buceo, bajo los cuales se veían la ropa oscura y los rostros ennegrecidos, sacaron las armas de las mochilas y empezaron a repartirse el arsenal: metralletas Heckler & Koch MP-10, Kaláshnikovs y rifles con mira telescópica. Detrás de ellos, otros llegaban a la costa en oleadas.
Todo había sido perfectamente orquestado por el hombre que los adiestró con tanto esmero, tan incansablemente, durante los últimos meses. Eran combatientes por la libertad de Al-Nahda, nativos de Túnez venidos para liberar a su país de los opresores. Pero los cabecillas eran extranjeros, terroristas experimentados que también compartían la fe en Alá, una célula pequeña y de élite de combatientes por la libertad reclutados de la facción más radical de Hezbollah.
El cabecilla de esta célula, y de los cerca de cincuenta tunecinos, era el jefe terrorista conocido apenas como Abu. En ocasiones usaba su nombre de guerra completo: Abu Intiquab. «El padre de la venganza».
De carácter esquivo, reservado y feroz, Abu había entrenado a los combatientes de Al-Nahda en un campo libio en las afueras de Zuwarah. Pulió la estrategia de los soldados en una maqueta a escala natural del palacio presidencial y los instruyó en tácticas más violentas y retorcidas de las que estaban habituados.
Hacía escasas treinta horas, en el puerto de Zuwarah, los hombres habían abordado un carguero ruso de cinco mil toneladas, un barco de carga que solía transportar telas tunecinas y manufacturas libias entre Trípoli y Bizerte, en Túnez. El viejo y poderoso carguero, ahora abollado y destartalado, bordeó en dirección nornoroeste la costa de Túnez, pasando por las ciudades-puerto de Sfax y Sousse, luego rodeó el Cap Bon y entró en el golfo de Túnez, muy cerca de la basa naval de La Goulette. Atentos al horario de las lanchas de patrullaje de la guardia costera, habían echado anclas a cinco millas de la costa de Cartago y lanzaron rápidamente unos botes inflables de casco duro, equipados con un potente motor fuera de borda. En cuestión de minutos, entraron en las aguas turbulentas de Cartago, la antigua ciudad fenicia que había llegado a ser tan poderosa en el siglo V a. C. y que fue considerada la gran rival de Roma. Si por casualidad la guardia costera de Túnez controlaba el barco por radar, no vería más que un carguero haciendo una breve pausa y siguiendo viaje a Bizerte.
En la costa, el hombre que había hecho la señal roja daba órdenes en voz baja e insultaba en un bisbiseo con indiscutida autoridad. Era un hombre con barba y vestido con un chubasquero militar sobre el kefi. Abu.
—¡Despacio! ¡No hagáis ruido! ¿Qué queréis, atraer a toda la maldita Garde tunecina? Vamos, deprisa. ¡Moveos, moveos! ¡Torpes imbéciles! ¡Vuestro líder se pudre en la cárcel mientras vosotros remoloneáis! ¡Los camiones esperan!
A su lado había un hombre con gafas de visión nocturna que inspeccionaba el terreno en silencio. Los tunecinos le conocían sólo como «el Técnico». Era un experto en armamento de Hezbollah, apuesto y de piel olivácea, con cejas tupidas y brillantes ojos castaños. Si poco sabían acerca de Abu, menos aún sabían del Técnico, su asesor de confianza. Según los rumores, venía de una familia rica de Siria y había crecido entre Damasco y Londres, donde aprendió la complejidad de armas y explosivos.
Se ajustó la vestimenta negra y con capucha impermeable para hacer frente a la lluvia torrencial, y por fin habló, despacio y con calma, consultando su reloj.
—No sé si debo decirlo, hermano mío, pero la operación marcha sin problemas. Los camiones cargados con el material están ocultos tal como lo planeamos y los soldados no hallaron resistencia en el breve trayecto por la avenida Habib Borguiga. Acabamos de recibir la señal por radio de los primeros hombres: han llegado al palacio presidencial. El golpe de Estado ha comenzado. —Mientras hablaba, consultaba su reloj.
Abu asentía imperiosamente. Era un hombre que no esperaba otra cosa que el éxito. Una serie de explosiones distantes les hicieron comprender que se había iniciado la batalla. La toma del palacio presidencial era inminente, y en cuestión de horas los militantes islámicos se harían con el control de Túnez.
—No lo celebremos antes de tiempo —dijo Abu con voz baja y tensa.
La lluvia había empezado a amainar, y en un instante la tormenta pasó tan de repente como había venido. De pronto, unas voces que gritaban en un árabe estridente y agudo rompieron el silencio que reinaba en la playa. Unas figuras oscuras corrían por la arena. Abu y el Técnico se pusieron tensos y cogieron sus armas, pero enseguida vieron que eran sus hermanos de Hezbollah.
—¡Un cero-uno!
—¡Una emboscada!
—¡Dios mío! ¡Por Alá, están rodeados!
Cuatro árabes se acercaron, con aire asustado y jadeantes.
—Una señal de peligro cero-uno —llegó a decir el que llevaba la radio de campaña PRC-117 sobre la espalda—. Sólo llegaron a transmitir que las fuerzas de seguridad del palacio les habían rodeado y tomado prisioneros. ¡Después se cortó la transmisión! ¡Dicen que les tendieron una trampa!
Abu se volvió alarmado hacia su asesor.
—¿Cómo es posible?
El más joven de los cuatro hombres que tenía delante dijo:
—El material que les dieron: las armas antitanques, las municiones, los C4, ¡todo era defectuoso! ¡Nada funcionaba! ¡Y las fuerzas gubernamentales les aguardaban al acecho! ¡Les han tendido una trampa a nuestros hombres desde el principio!
Abu se veía muy apenado, su acostumbrada serenidad se había desvanecido. Llamó con un gesto a su principal asesor.
—Ya sahbee, necesito tu sabio consejo.
El Técnico se ajustó el reloj mientras se acercaba al jefe terrorista. Abu le puso un brazo sobre los hombros. Habló con voz baja y en calma.
—Por fuerza ha de haber un traidor en nuestras filas, un infiltrado. Han delatado nuestros planes.
Abu hizo un gesto sutil y casi imperceptible con un dedo y el pulgar. Era una señal, y de inmediato sus hombres cogieron al Técnico de los brazos, las piernas y los hombros. El Técnico se defendió con vigor, pero no pudo con los terroristas adiestrados que lo sostenían. Rápidamente, Abu disparó un golpe con la mano derecha. Hubo un destello de metal, y luego hundió un puñal dentado y con ganchos en el abdomen del Técnico, le clavó la hoja más hondo aún y volvió a sacarla para infligirle el máximo daño. Los ojos de Abu ardían.
—¡El traidor eres tú! —le escupió.
El Técnico resollaba. El dolor era evidentemente insoportable, pero el rostro parecía una máscara impasible.
—¡No, Abu! —protestó.
—¡Cerdo! —escupió Abu, arremetiendo de nuevo contra él, con el puñal dentado dirigido a la entrepierna del Técnico—. ¡Nadie más conocía los tiempos, ni el plan exacto! ¡Nadie! Y tú fuiste quien certificó el material. No puede ser otro.
De repente la playa se inundó de luces de carbono cegadoras de tan brillantes. Abu se dio vuelta y comprendió que estaban rodeados. Decenas y decenas de soldados en uniforme caqui los superaban ampliamente en número. Las fuerzas especiales de la Garde Nationale tunecina, apuntando con las ametralladoras, había hecho su aparición abruptamente por el horizonte; un jaleo estruendoso que provenía del cielo anunció la llegada de varios helicópteros de combate.
Los hombres de Abu fueron alcanzados por las ráfagas de armas automáticas y parecían marionetas que se sacudían. Los gritos escalofriantes se callaron de golpe y los cuerpos se derrumbaron sobre la arena en posturas extrañas y desarticuladas. Otra ráfaga de arma automática, y después nada. El silencio inesperado que siguió fue espeluznante. Tan sólo el jefe terrorista y su experto en municiones se habían salvado de los disparos.
Pero Abu parecía tener una sola preocupación, y se giró hacia el hombre que había acusado de traidor, con el filo de su puñal que más parecía una cimitarra, dispuesto a volver a atacarlo. Malherido, el Técnico trató de protegerse del agresor, pero en cambio empezó a hundirse en la arena. La pérdida de sangre era demasiado grande. Justo cuando Abu se lanzó para acabar con él, unas manos poderosas cogieron al barbudo cabecilla de Hezbollah desde atrás, lo derribaron de un golpe y lo inmovilizaron en la arena.
Los ojos de Abu brillaban desafiantes mientras los soldados del gobierno se los llevaban a ambos detenidos. Él no temía a ningún gobierno. Los gobiernos eran cobardes, había dicho a menudo; los gobiernos le dejarían libre bajo el pretexto del derecho internacional y la extradición y la repatriación. Se llegaría a acuerdos entre bastidores, y Abu sería liberado tranquilamente, mientras que su presencia en el país sería un secreto celosamente guardado. Ningún gobierno quería atraer sobre sí la furia desenfrenada de una campaña terrorista de Hezbollah.
El jefe terrorista no se resistió, pero en cambio hizo que su cuerpo fuera un peso muerto, forzando a los soldados a que le arrastraran de allí. Cuando pasó a rastras junto al Técnico, le escupió de lleno en la cara y murmuró:
—¡No vivirás mucho, traidor! ¡Cerdo! ¡Morirás por tu traición!
Una vez que se llevaron a Abu, los hombres que tenían sujeto al Técnico lo soltaron suavemente y le ayudaron a acostarse en una camilla que habían traído para él. Cuando se aproximó el capitán del batallón, los soldados obedecieron sus órdenes y retrocedieron. El tunecino se hincó junto al Técnico y examinó la herida. El Técnico hizo una mueca de dolor pero no pronunció sonido.
—¡Dios mío, es un milagro que esté aún con vida! —exclamó el capitán con fuerte acento inglés—. Le han herido de gravedad. Ha perdido mucha sangre.
—Si sus hombres hubiesen respondido a mi señal un poco más deprisa, esto no habría sucedido —replicó el otro, e instintivamente se llevó la mano al reloj, que estaba equipado con un transmisor miniaturizado de alta frecuencia.
El capitán no se dio por aludido.
—Aquel SA-341 allí arriba —dijo indicando al cielo, donde se cernía un helicóptero— le llevará a un dispositivo médico de alta seguridad que el gobierno tiene en Marruecos. No puedo conocer su verdadera identidad, ni quiénes son sus verdaderos patrones, de modo que no preguntaré —empezó a decir el tunecino— pero creo que tengo una buena idea…
—¡Al suelo! —susurró secamente el Técnico en ese instante.
De inmediato sacó una pistola semiautomática de la funda oculta bajo su brazo y disparó cinco tiros rápidamente. Se oyó un grito en un bosquecillo de palmeras y un hombre se derrumbó, aferrado a un rifle con mira. De alguna manera, un soldado de Al-Nahda había conseguido escapar de la masacre.
—¡Por Alá! —exclamó el asustado capitán de batallón, al tiempo que poco a poco levantaba la cabeza y miraba a su alrededor—. Creo que usted y yo ahora estamos a la par.
—Escuche —dijo débilmente el árabe que no era árabe—, dígale a su presidente que el ministro del Interior es un secreto simpatizante y colaborador de Al-Nahda, y que conspira para ocupar su lugar. Está confabulado con el ministro interino de Defensa. Hay otros…
Pero la pérdida de sangre había sido demasiado grande, y el Técnico se desmayó antes de que pudiera terminar la frase.