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—¡Eres… eres uno de ellos! —susurró Bryson.

—Oh, Nicky, por el amor de Dios, ¿qué es todo este hablar de bandos? ¡Esto no es como jugar en el patio de la escuela: policías y ladrones, verdad o consecuencia!

—¡Cabrón!

—¿Qué te dije sobre la necesidad de una constante reevaluación y revaloración de las alianzas estratégicas? ¿Adversarios? ¿Aliados? Esos términos ya son por fin insignificantes. Si no te he enseñado nada más, al menos te he enseñado eso.

—Pero ¿qué haces? Ésta era tu batalla, tú nos reclutaste a todos, durante años…

—El Directorate fue destruido. Ya lo sabes: viste lo que ocurrió.

—¿Ha sido desde el principio una especie de engaño? —preguntó Bryson, que alzó la voz hasta casi gritar.

—Nicky, Nicky. Prometeo es ahora nuestra mejor opción, de veras…

—¿Nuestra mejor opción?

—Y además, ¿nuestros objetivos son realmente tan diferentes? El Directorate era un sueño: un sueño inocente, que de hecho tuvimos la fortuna de convertir en realidad durante algunos años, contra viento y marea, al proteger la estabilidad global, protegerla de los fanáticos, los terroristas, los locos. Como digo siempre, la presa sólo sobrevive si se convierte en depredador.

—No será una conversión de último momento —dijo Bryson en voz baja—. Has estado detrás de esto durante años.

—He sido un simpatizante de la idea.

—Un simpatizante… espera. ¡Espera un momento! Esos fondos que una vez descubrí que desaparecieron de un banco extranjero… mil millones de dólares… pero si a ti nunca te interesó amasar fortuna. ¡Entonces eras tú! Ayudaste a crear Prometeo, ¿no es cierto?

—Capital inicial, creo que lo llaman. Hace dieciséis años, Greg Manning se había extralimitado un poco, y el proyecto Prometeo necesitaba una inyección inmediata de dinero. Podría decirse que me convertí en el principal accionista.

Bryson sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago.

—Pero no tiene sentido, Prometeo era el enemigo…

—Supervivencia del más fuerte, querido. ¿Nunca has corrido dos veces en la misma carrera? Es reforzar el plan de emergencia: la redundancia asegura la victoria. El comunismo había caído, y el Directorate había perdido su razón de ser. Miré alrededor y examiné las posibilidades, y me di cuenta de que el espionaje convencional se había acabado. O nosotros éramos el camino del futuro, o lo era Prometeo. Un caballo había de ganar.

—Y así tú ibas con el caballo que ganara, no importaba la moral. Para ti era lo mismo que tuvieran diferentes objetivos, ¿no?

—Manning era uno de los hombres más extraordinarios que conocí nunca. Me pareció que valía la pena incubar esta idea, que valía la pena cultivarla en caso de emergencia.

—¡Te vendiste al mejor postor!

—Considéralo como arbitraje político. Era la única vía prudente. Siempre te lo he dicho, Nick, el espionaje no es un deporte de equipo. Y sé que tienes la capacidad para reconocer en última instancia que mis razonamientos son válidos.

—¿Dónde está Elena? —disparó Bryson.

—Es una mujer inteligente, Nick, pero al parecer no tuvo en cuenta que podían descubrirla.

—¿Dónde está?

—La gente de Manning la tiene por aquí, en la residencia; me han asegurado que la tratan con el respeto que tú y yo sabemos que se merece. Nick, ¿he de preguntarte abiertamente? ¿Es tan importante para ti que te lo pregunte con tanta franqueza? ¿Te sumarás al proyecto: reconoces la vía del futuro?

Bryson levantó su pistola y apuntó a Waller, el corazón le palpitaba. «¿Por qué me obligas a hacer esto?», imploró para sus adentros. «¿Por qué, maldición?».

Waller vio la pistola, pero no pestañeó.

—Ah, ya veo. Ésa es la respuesta. No pensé que fuera así, qué pena.

La puerta se abrió de golpe y entró un pequeño ejército de guardias de seguridad de Manning, empuñando pistolas y superándolo en número, doce contra uno. Bryson giró bruscamente y vio que otros entraban por otra puerta oculta en la pared circular, y al darse la vuelta le cogieron por detrás. Sintió el acero frío de un cañón de pistola en la cabeza, y otra pistola le apuntaba a la sien. Se dio la vuelta, mucho más despacio esta vez, y Ted Waller había desaparecido.

—Manos arriba —ordenó una voz—. Y ni se le ocurra hacer un movimiento en falso. No trate de quitarle la pistola a nadie. Eres un tío inteligente: sabes lo que es un arma inteligente.

Pistolas electrónicas, comprendió Bryson. Desarrolladas por Colt, por Sandia, por varias empresas europeas de armas… Capaces de disparar tres tiros con apretar una sola vez el gatillo.

—¡Manos arriba! ¡Deprisa!

Bryson asintió y levantó las manos en el aire. No había otra cosa que hacer, probablemente tampoco había esperanza de salvar a Elena. La tecnología había sido desarrollada a pedido de la policía, para evitar que maten a los agentes con sus propias armas de fuego cuando se las arrebataban de las manos en una pelea. Había sensores digitales en el gatillo, cada pistola estaba programada personalmente para que sólo el dueño pudiera dispararla.

Le hicieron caminar, a veces a empujones, por el pasillo de la sala de control hasta otro corredor. Con pistolas apuntándole a la sien y a la nuca, lo cachearon y le encontraron y quitaron la calibre 45. Uno de los guardias se quedó con su pistola de cañón recortado sin disimular la sensación de triunfo. Le habían desarmado completamente, no se les había escapado nada. Le quedaban las manos, el instinto, el adiestramiento, pero era todo inútil ante semejante despliegue de artillería.

Pero ¿por qué no le habían matado? ¿Qué esperaban?

Se abrió una puerta y le metieron dentro. Se hallaba en otra sala rectangular, las dimensiones eran similares a la galería de retratos. La luz era mortecina, pero alcanzó a ver los libros que cubrían las paredes: tomos encuadernados en piel rojiza, sobre estantes de ébano que cubrían los seis metros desde el suelo al techo. Una biblioteca bella y grandiosa de esas que se encuentran en una casa solariega inglesa. El suelo era de parquet, perfectamente pulido.

Bryson se quedó solo, delante de aquellos libros, con una sensación de presagio, de que algo estaba a punto de ocurrir.

Y de repente la biblioteca desapareció: las paredes cubiertas de libros brillaron tenuemente y se volvieron de un gris plateado. ¡Era una ilusión óptica! Al igual que los retratos de la galería, los libros eran un fantasma digital. Dio un paso al frente para tocar las paredes grises, lisas pero con una leve textura de papel de lija, y entonces se iluminaron, esta vez con gran brillo, ¡repletas de cientos de imágenes!

Miró horrorizado. ¡Las imágenes eran de sí mismo! Películas, vídeos.

De él yendo por la playa con Elena. En la cama con Elena, haciendo el amor. Tomando una ducha, afeitándose, orinando.

Discutiendo con Elena. Besándola. Sentado en la oficina de Ted Waller, gritando.

Elena y él andando a caballo.

Bryson y Layla corriendo por los pasadizos del Armada española, huyendo de los pistoleros de Calacanis. Oculto en la catedral abandonada de Santiago de Compostela. Buscando furtivamente la oficina privada de Jacques Arnaud. Su encuentro con Richard Lanchester. Su encuentro con Tarnapolsky en Moscú. Bryson corriendo.

Encontrándose con Harry Dunne.

Una escena tras otra: vídeos de vigilancia tomados de lejos, de cerca, en que Bryson era la estrella. Escenas de su vida, de los momentos más íntimos de su vida. Las operaciones más secretas. Nada, ni un sólo instante en los diez últimos años de su vida, quedó sin filmar. Las imágenes parpadeaban, eran caleidoscópicas, horripilantes.

Incluso imágenes de él bajando al garaje y trepando por el pozo del ascensor. Le habían visto infiltrarse en la casa, hace tan sólo un momento.

Lo habían visto todo.

Bryson estaba aturdido. La cabeza le daba vueltas; sintió vértigo; se sintió violado, tuvo náuseas. Se dobló sobre las rodillas y vomitó, hasta que nada le quedó en el estómago, pero las arcadas secas no pararon.

Todo había sido una trampa. Ellos sabían que vendría; querían observarle; le habían estado vigilando todo el tiempo.

—Prometeo, como recordará, le robó el fuego a los dioses y entregó ese gran don a la humanidad oprimida —dijo una voz calma y suave, amplificada por altavoces en toda la sala.

Bryson levantó la vista. Al final de la sala, de pie en un hueco de mármol, estaba Gregson Manning.

—Dicen que usted es un formidable lingüista. Conocerá, entonces, la etimología del nombre Prometeo. Significa presagiar o prever. Parece un nombre apropiado para nosotros. Prometeo, según la tradición clásica, le dio la civilización al hombre: el lenguaje, la filosofía, las matemáticas, y nos llevó de la barbarie a la urbanidad. Ése era el sentido del don del fuego: luz, iluminación, saber. Hacer visible lo que había estado oculto en las sombras. Prometeo, ese titán, cometió un crimen voluntariamente y a sabiendas cuando descendió del cielo con el fuego y enseñó a los mortales cómo usarlo. ¡Fue traición! ¡Amenazaba con poner a los hombres al mismo nivel de los dioses! Pero al hacerlo, creó la civilización. Y es nuestra tarea asegurar su continua existencia.

Bryson avanzó unos pasos en dirección a Manning.

—¿Qué tiene en mente, entonces? —dijo—. La Stasi a escala global.

—¿Stasi? —replicó Manning con desdén—. ¿Organizar a medio populacho para que espíe a la otra mitad, para que nadie se fíe del otro? No lo creo.

—No —dijo Bryson, aproximándose un poco más al hueco de mármol—. La tecnología de los alemanes orientales era estrictamente de la Edad de Hierro, ¿no es así? No, ustedes tienen superordenadores y lentes miniaturizadas de fibra óptica. Tienen la capacidad de poner a todo el mundo en el microscopio. Usted y los que están allí afuera en la sala: todos han comprado acciones en su visión dantesca. El Tratado de Vigilancia y Seguridad no es más que una coartada para un sistema de vigilancia global, que hará parecer un santo al Gran Hermano, ¿no es así?

—Venga, señor Bryson. A nuestros hijos les enseñamos a Papá Noel cuando son niños pequeños: «él sabe si te has portado bien o mal, conque pórtate bien». Lo reconozca o no, el principio ético siempre se ha vinculado a lo que se sabe de nosotros. El ojo omnisciente. La buena conducta se aupa con la transparencia. Cuando todo es visible, desaparece el crimen. El terrorismo se convierte en una cosa del pasado. Violaciones, asesinatos, malos tratos a los niños: todo desaparece. Asesinatos en masa, las guerras dejarán de existir. Como tampoco existirá el miedo que se apodera de cada hombre, mujer y niño, nuestra incapacidad de irnos de casa, de caminar por la ciudad, ¡de simplemente vivir nuestra vida como queremos vivirla, sin miedo!

—¿Y quién estará vigilando?

—El ordenador. Sistemas de computación paralelos en todo el globo, dotados de algoritmos evolucionistas y redes nerviosas. Nunca ha existido algo así.

—Y en el centro de todo eso está el voyeur-déspota, Gregson Manning, orquestando sus ordenadores en un billón de mirones virtuales.

Manning sonrió.

—¿Ha oído hablar de los igbos del sudeste de Nigeria? Viven rodeados por el tumulto y la corrupción de Nigeria, pero ellos se salvan. ¿Y sabe por qué? Porque su cultura valora lo que ellos llaman la vida transparente. Creen que no hay nada acerca de una persona de bien que sus conciudadanos no deban saber. Todo intercambio se realiza ante testigos. Aborrecen cualquier forma de secreto u ocultamiento, incluso la soledad. El ideal de transparencia total está tan desarrollado, que si aparece una chispa de desconfianza entre dos personas, éstas pueden recurrir a un curioso ritual llamado igbandu, en el que cada uno bebe la sangre del otro. Un régimen ideal pero un tanto aparatoso, si me concede, al menos en la logística. Las redes de Prometeo producen los mismos resultados, pero con una técnica completamente incruenta.

—¡Esos cuentos son irrelevantes! —gritó Bryson, acercándose unos pasos más—. ¡Esto no tiene nada que ver con nosotros!

—Usted se habrá dado cuenta de que, en la última década, el índice de criminalidad en Estados Unidos, particularmente en las grandes ciudades, disminuyó a una fracción de lo que era. Ahora bien, ¿cómo cree que ha ocurrido?

—¡Y yo qué sé! —le espetó Bryson—. Supongo que tendrá una teoría.

—No teoría. Lo sé. Nuestros científicos sociales salen con una teoría tras otra, pero no pueden explicar el fenómeno.

—No querrá decir… —dijo lentamente Bryson.

Manning asintió.

—Fue una prueba piloto de nuestra capacidad de vigilancia externa. Años antes de que tuviéramos la capacidad y los recursos con que contamos ahora, pero hay que empezar desde abajo, ¿no cree? —De repente, un cuadrado de tres metros de lado se puso en blanco, y luego apareció un mapa del centro de Manhattan. La cuadrícula de calles estaba salpicada de puntitos azules—. Ésas son las cámaras ocultas y rotativas que instalamos —continuó Manning, indicando los puntos—. Comienza con denuncias anónimas a la policía. De pronto, los arrestos empiezan a aumentar misteriosamente. Y, por primera vez en décadas, el crimen deja de ser provechoso. La policía se vanagloria de sus propios métodos, los criminólogos hablan de altibajos en las guerras del crack, pero nadie habla de las cámaras que lo registran todo. Del manto de seguridad que hemos desplegado sobre la ciudad. Nadie habla del hecho de que las callejuelas atestadas de crimen ahora son un panóptico. Nadie habla de la prueba piloto de Systematix, porque nadie quiere saber. ¿Está empezando a entender lo que somos capaces de hacer por la humanidad? Pobre homo sapiens. Primero han de pasar por milenios de un tribalismo depredador, y cuando llega la Ilustración, se pone en marcha la Revolución Industrial. La industrialización y la urbanización traen toda una nueva ola de conflictos sociales, desatando el crimen común a una escala jamás vista en la historia humana. Dos guerras mundiales, más atrocidades dentro y fuera del campo de batalla. Y cuando no hay guerras, en las zonas de guerra de la ciudad se desencadenan combates mano a mano. ¿Es ésa una manera de vivir? ¿Es una manera de morir? Los miembros del Grupo Prometeo provienen de todos los estamentos de todos los países del mundo, pero cada uno de ellos comprende la importancia fundamental de la seguridad.

Bryson se acercó unos pasos más a Manning.

—Y ésa es su idea de libertad. —Debes hacer que siga hablando.

—La verdadera libertad es liberarse de algo. Intentamos crear un mundo en el que sus ciudadanos vivan sin miedo del sádico que azota a su mujer, del drogadicto que roba un coche o de las mil amenazas a la vida y la integridad física. Eso, señor Bryson, es la verdadera libertad. Donde la gente sea libre de ser y se comporte del mejor modo: una libertad que surge cuando saben que alguien les observa.

«Dos o tres pasos más. Con aire despreocupado. Sigue hablando».

—Y así desaparece nuestra intimidad —dijo Bryson, que ya estaba a menos de cinco metros de Manning. Bryson miró el reloj.

—El verdadero problema con la intimidad es que tenemos demasiada. Es un lujo que ya no podemos darnos. Ahora, gracias a Systematix, tenemos un poderoso sistema de vigilancia mundial: satélites en órbita alrededor del globo, millones de cámaras de vídeo. Y muy pronto hasta microchips.

—Nada de esto traerá de vuelta a su hija —dijo Bryson con suavidad.

El rostro de Manning se sonrojó un instante. Las paredes se oscurecieron y crearon en la sala una penumbra sepulcral.

—Usted no sabe nada de eso —bisbiseó.

—No —admitió Bryson. De golpe se abalanzó sobre Manning, con las manos extendidas para cogerle del cuello y aplastarle la garganta. ¡Pero de pronto se vio manoteando el aire, la nada! Cayó sobre el suelo de mármol del hueco, aturdido, y golpeándose fuertemente el rostro con la piedra, sintiendo un inmenso dolor. Se dio la vuelta rápidamente, en busca de Manning, y entonces vio el montón de diodos de láser que cubrían el interior del hueco. Había estado viendo una proyección holográfica tridimensional, una imagen realista y de alta resolución, una ilusión volumétrica en tres dimensiones creada por rayos láser que proyectaban imágenes de vídeo sobre las partículas microscópicas que había en el aire.

Era un engaño, una ilusión óptica. Un fantasma.

Bryson oyó un lento aplauso, unas palmadas desde el otro extremo de la sala, por donde había entrado hacía unos momentos. Era Manning, que avanzaba hacia él mientras aplaudía, rodeado de una falange de guardias.

—Si eso es lo que quiere —dijo Manning, con una leve sonrisa en la cara—. ¡Guardias!

Los guardias de seguridad corrieron hacia él, empuñando las pistolas inteligentes, y lo rodearon una vez más. Forcejeó, pero ya lo habían cogido de los brazos y las piernas.

Manning se detuvo antes de salir.

—En su profesión, la mayoría de los hombres mueren de modo ignominioso. De un tiro en la nuca, y nadie ve ni conoce al agresor. O de uno de tantos accidentes posibles en una misión. Nadie se sorprenderá al enterarse de la muerte de dos más, un hombre y una mujer, muertos en el temerario intento de asesinar a un grupo de líderes mundiales. Un intento inexplicable que habrá de quedar sin explicación, porque hombres y mujeres como ustedes, que viven en el secreto y la oscuridad, siempre mueren en secreto, a oscuras. Ahora, si me disculpa, he de atender a mis invitados.

Y Manning desapareció de la sala.

Mientras forcejeaba con los guardias, Bryson echó una ojeada al reloj. ¡Ahora! ¡Ya tendría que haber ocurrido! ¿O quitaron también la furgoneta de alquiler?

Le pusieron pistolas inteligentes en la frente, en la sien y la nuca. Vio su 45 de cañón recortado en la pistolera de uno de los guardias a pocos metros de él.

De pronto, se apagaron las luces de la sala, y quedaron completamente a oscuras. Al mismo tiempo se oyeron varios clics, y las puertas de la biblioteca, que estaban cerradas con pestillo, se abrieron de golpe.

Había ocurrido.

Bryson arremetió contra el guardia y le quitó su pistola. Los demás guardias de seguridad lo derribaron al suelo.

—¡Un movimiento más y estás muerto! —gritó uno de ellos.

—Adelante —gritó Bryson.

Vio que le apuntaban sus pistolas, vio que apretaban los gatillos…

Pero nada.

No sucedió nada. Las pistolas estaban inutilizadas. Sus sistemas electrónicos se habían paralizado, estaban fritos, al igual que todos los mecanismos electrónicos en la casa de Manning.

Hubo gritos y chillidos de desconcierto cuando Bryson hizo unos disparos al aire con su pistola mecánica, para tenerles a distancia. Los doce guardias recularon, al darse cuenta de que sus armas no les servirían de nada, que estaban impotentes.

Bryson corrió hacia la puerta semiabierta, sin dejar de apuntarles con su pistola, y se escabulló hacia el pasillo.

Tenía que salir, tenía que llegar hasta Elena, ¿pero, dónde estaba?

¿Y cuánta munición le quedaba?

Algunos de los guardias salieron a perseguirle; abrió fuego sobre ellos, consciente ahora de que necesitaba guardar su munición, y volvieron a retroceder. Estaba casi seguro de que tenía otra descarga en la recámara, pero en vez de parar un instante para asegurarse de que era así se puso a correr, era vital que siguiera corriendo. Corrió por la casa, por los pasillos que alguna vez estuvieron repletos de magníficos óleos y cubiertos del empapelado más refinado, y que ahora se habían tornado grises, como alas polvorientas de polillas muertas. En todas partes, las puertas estaban semiabiertas.

El dispositivo del científico ruso había funcionado, como sabía Bryson que lo había hecho en el pasado. Los científicos soviéticos habían inventado en los años 80 el oscilador catódico virtual como medio de neutralizar los circuitos electrónicos de las armas nucleares americanas. Las bombas nucleares soviéticas eran mucho más primitivas; ésta era una manera de sacar partido de una desventaja. Los soviéticos estaban, en consecuencia, mucho más avanzados que los americanos en lo que se refería a las llamadas armas de radiofrecuencia. Al activarse, el dispositivo emitía una pulsión electromagnética de gran potencia por no más de un microsegundo: lo suficiente, sin embargo, como para quemar todos los circuitos electrónicos, recalentar las junturas microscópicas en el interior de los ordenadores y quemarlas. Todos los ordenadores, todo aquello que tuviera tableros de circuitos y microchips en un radio de medio kilómetro, se vería afectado. Había rumores de que semejante arma había sido usada por terroristas para derribar varios aviones en vuelos internacionales.

Los coches y camiones que tuvieran un circuito electrónico no arrancarían, las pistolas inteligentes se quedaron de una pieza, y toda la mansión digital de Manning quedó inerte.

Y había más.

Se habían declarado pequeños incendios en los miles de circuitos de toda la casa. Había incendios en cientos de lugares en la mansión de Manning, el humo se acumulaba y flotaba por todas partes. Bryson recordó que el KGB había usado el arma para provocar un incendio en el interior de la embajada de Estados Unidos durante los años 80.

Oyó un griterío desde la sala de recepción. ¿Acaso ella estaría allí?, se preguntó.

Abrió de par en par las puertas que daban a la sala del banquete, y se encontró en un balcón con vista a la gran sala. El fuego había empezado a arder en la planta baja, las llamas lamían las paredes. El humo estaba por todas partes; los invitados, presas del pánico, corrían hacia las salidas, daban tirones a puertas que no se abrían, gritaban y chillaban. Por alguna razón, ya fuera por un defecto en el equipo electrónico o algún tipo de precaución de seguridad, todas las puertas de la sala estaban cerradas automáticamente.

¿Waller estaría allí? ¿Y Manning?

¿Estaría Elena acaso?

—¡Elena! —gritó hacia abajo.

No hubo respuesta.

No estaba en la sala, o no le oyó.

—¡Elena! —volvió a gritar con la voz ronca.

Nada.

Sintió la hoja fría de acero al mismo tiempo que el aliento caliente en el oído, el susurro en árabe. Era un cuchillo de combate de veinte centímetros de largo que le apretaba la piel suave y el delicado cartílago de la garganta, y la hoja de acero con tratamiento de carbono era más filosa que una flamante hoja de afeitar. Se deslizó suavemente, el dolor venía en oleadas de frío y calor, la sensación se demoró un instante; pero cuando llegó, todo el cuerpo gritó en agonía.

Y el susurro.

—Las mentiras tienen patas cortas, Bryson.

Abu.

—Debería haberte liquidado en Túnez, traidor —susurró el terrorista árabe—. Esta vez no dejaré pasar la oportunidad.

Bryson se puso rígido, invadido por el miedo y la adrenalina.

—Si me escuchas… —replicó Bryson, casi sin aliento, con la intención de ganar algún segundo.

Al mismo tiempo cogió la 45 que tenía a un costado, puso el dedo en el gatillo y luego, en un veloz giro, levantó la pistola y disparó para atrás a su enemigo.

Sólo se oyó un mudo clic. La pistola estaba vacía.

Abu apartó el arma de un golpe con la mano izquierda; salió volando hacia un costado, estrellándose en el suelo, inútil.

Bryson había perdido segundos preciosos en el tiempo que le tomó reaccionar. La hoja le cortó la piel del cuello justo cuando Bryson colocó su mano derecha debajo del mango y empujó hacia arriba. Cogió el mango del cuchillo y lo torció con violencia para que Abu lo soltase; al mismo tiempo, le dio un taconazo a Abu detrás de su rodilla derecha para hacerle perder el equilibrio. Abu gruñó, y Bryson de golpe se agachó, bajando así su centro de gravedad, pero sin dejar de torcerle el cuchillo y la muñeca a Abu.

El arma cayó con estrépito al suelo.

Bryson se estiró para recogerlo, pero Abu se le adelantó. Empuñándolo como si fuera una daga, Abu dio un golpe hacia abajo y lo hundió en la carne blanda del hombro izquierdo de su contrincante.

Bryson gimió; el dolor era terrible y lo forzó a caer de rodillas. Le arrojó un golpe en la cabeza a Abu con el brazo derecho, éste lo esquivó fácilmente, rodeando a Bryson sin esfuerzo, casi danzando. No parecía perder una gota de sudor. Cambió el peso del cuerpo de un pie a otro, con las rodillas ligeramente flexionadas y la postura suave y cómoda, y el cuchillo con sangre reluciendo en la mano derecha. Bryson se puso de pie de un salto, y con el pie derecho volvió a golpear en la rodilla a Abu. Pero Abu volvió a esquivar el golpe, retrocediendo apenas para hacerle perder el equilibrio a Bryson, y le cogió la pierna al vuelo y le dio un tirón, tras lo cual Bryson volvió a caer al suelo.

Parecía que Abu conociera los movimientos de Bryson antes de que se produjesen. Bryson estiró los brazos hacia adelante para coger las piernas de su adversario, pero Abu simplemente le dio un codazo a Bryson en el cuello, la cabeza de éste le quedó entre sus piernas y luego lo empujó al suelo. Bryson se mordió los labios; sintió la sangre y pensó que había perdido un par de dientes. Debilitado por la herida cortante en el hombro, Bryson reaccionaba con lentitud. Dando un gemido, arremetió con su brazo derecho y le cogió un tobillo a su enemigo; después, apretándolo con el brazo doblado, se lo torció hasta que Abu gritó de dolor.

De repente, Abu reaccionó y apuntó con el cuchillo directamente al corazón de Bryson. Éste se echó a un lado, pero no a tiempo: el cuchillo se clavó en un flanco, entre las costillas; era un dolor punzante.

Bryson miró hacia abajo, vio lo que acababa de pasar, y cogió el cuchillo por el mango. Le dio un tirón; parecía desgarrarle las vísceras, pero consiguió sacarlo. Bryson lo arrojó por el balcón, gimiendo de dolor: era mucho mejor deshacerse de un arma que Abu manejaba tan bien. El cuchillo cayó en el infierno de la planta baja, haciendo un estrépito un segundo después al golpear contra el suelo.

Ahora estaban los dos desarmados. Pero Bryson, que yacía en el suelo y estaba malherido, estaba en desventaja. Además, Abu era increíblemente fuerte y puro músculo, como una pitón enroscada. Sus movimientos eran elegantes, fluidos y se sucedían unos a otros sin solución de continuidad. Bryson se alejó arrastrándose de Abu, pero éste le pateó con fuerza en el abdomen. Bryson sintió que le faltaba el aire; estuvo a punto de desmayarse, pero consiguió levantarse y viró bruscamente.

La expresión de Abu era impasible. Cuando Bryson le arrojó un golpe a la cabeza, Abu reaccionó a la velocidad del rayo y le cogió la muñeca, torciéndola con violencia. Bryson trató de liberarse dándole un rodillazo en el abdomen, pero Abu fue más veloz y le golpeó primero con las rodillas, arrojándole otra vez al suelo, al tiempo que seguía torciéndole la muñeca.

Bryson intentó ponerse de pie, pero Abu se arrojó con todo su peso sobre él, hasta que Bryson quedó pegado al suelo; luego, brincando en el aire, lo pisoteó una y otra vez sobre el pecho. Bryson gimió; sintió, y en realidad oyó, cómo se le rompían varias costillas.

Abu arremetió otra vez, y le dio la vuelta para que quedara boca abajo contra el suelo. Luego le rodeó el cuello con un brazo, mientras le apretaba la nuca con el codo para asfixiarle. Al mismo tiempo, Abu le inmovilizó la rodilla izquierda y le dobló la pierna izquierda, de modo que ahora estaba en una posición de rodillas y en una sola pierna, extremadamente inestable. Empezó a tirarle de la pierna izquierda a Bryson y éste trató de levantarse, pero cada vez que lo hacía, Abu volvía a presionarle el codo en la nuca. ¡No tenía fuerza de apoyo! Estaba perdiendo conciencia, las fuerzas le flaqueaban. No le llegaba oxígeno al cerebro; empezó a ver puntos negros y morados.

Había una parte en él que deseaba sucumbir y desmayarse, aceptar una cómoda derrota, pero sabía que la derrota significaba la muerte. Gritó, reunió las últimas fuerzas que le quedaban, estiró las manos hacia el rostro de Abu y le metió los dedos en los ojos.

Sin querer, Abu aflojó la presión que hacía en la garganta de Bryson, no mucho, pero lo suficiente como para permitirle darle un puñetazo en el antebrazo derecho de Abu. Sintió cómo el brazo de su enemigo se aflojó y quedó momentáneamente paralizado. Aprovechó la pequeña pausa para coger el escroto de Abu y tirar con fuerza. Ya no pudo estrangularle.

Bryson ladeó su hombro derecho y empujó con el cuerpo a Abu hacia la balaustrada que daba al infierno. Ahora Bryson actuaba casi por instinto; sentía las manos desconectadas del cerebro, y parecían moverse por voluntad propia. Pero impulsado por la ira y la venganza, Bryson logró forzar a Abu a estar con la cabeza y los hombros sobre la balaustrada. Los dos estaban entrelazados, se empujaban y se agarraban al borde del balcón, los músculos les temblaban. El brazo derecho de Abu estaba inmovilizado, la parálisis duraba aún más de lo que esperaba Bryson. Éste siguió empujándole con el resto de sus fuerzas, hasta que Abu quedó con medio cuerpo afuera del balcón, pero se aferró a Bryson haciéndole unas tijeras con las piernas y volvieron a quedar entrelazados. Bryson estaba débil, pero decidido; Abu había perdido la fuerza de un brazo. Parecían empatados. Bryson le apretó el cuello hacia abajo, pero Abu se recobró y volvió hacia atrás; otra vez Bryson lo empujó sobre la balaustrada, pero ahora lo mantuvo allí con todas sus fuerzas, tenía los músculos del brazo derecho al máximo de su tensión, temblaba. La mirada de Abu era fiera. Empezó a usar el brazo bueno y a pegarle a Bryson con el puño en el abdomen. Por unos instantes, Bryson no le dejó moverse de la balaustrada, le apretaba la garganta y trataba de quitarle el aire, de comprimirle los nervios y producirle parálisis, pero se sintió desfallecer; ya no tenía más fuerzas; el dolor de la cuchillada comenzó a inundarle, reduciéndole aún más las fuerzas. Las manos le temblaban. Bryson hizo un último esfuerzo por sobreponerse, en un arranque sobrehumano, y su cuerpo entero fue un instrumento de la ira y la venganza, pero no bastó; no tenía fuerza.

Abu bramó, tenía la cara carmesí del dolor y la rabia, la saliva le corría por los labios morados, y empezó a incorporarse…

La detonación pareció venir de la nada, la bala se alojó en el brazo derecho de su enemigo. Las piernas de Abu soltaron las de Bryson, al tiempo que perdía el equilibrio y caía en picado desde el balcón.

Bryson siguió con la mirada a su enemigo que caía, retorciéndose en el aire, hasta aterrizar sobre una escultura ecuestre de bronce, clavado en la punta afilada de la espada. Cuando la hoja de bronce salió del otro lado del abdomen, el grito de Abu se convirtió en un alarido casi inhumano, y luego llegó a un fin abrupto, como un estertor.

Aturdido y asqueado, Bryson se dio la vuelta y vio de dónde había venido el disparo. Elena sostenía la pistola que él le había dado; mirándola como si fuera un objeto extraño, la bajó despacio. Tenía los ojos muy abiertos.

Bryson se levantó de un salto, dio unos pasos y cayó en sus brazos.

—Te has escapado —jadeó.

—La habitación en la que me encerraron quedó desguarnecida.

—La pistola…

—Las pistolas inteligentes no funcionan, pero las balas sí, ¿no es cierto?

—Tenemos que salir de aquí —dijo él sin aliento—. Debemos salir de aquí.

—Lo sé —repuso.

Luego cambió los brazos de posición y, con ternura, le puso uno sobre el hombro y le ayudó a caminar; se alejaron del balcón y se dirigieron por el pasillo lleno de humo hacia la salida.