32

El guardia, mudo de asombro, miró fijamente a la pantalla.

—John, ven a ver esto. —La sala en la que se hallaban era redonda, las paredes lisas eran un mosaico de imágenes ininterrumpidas tan sólo por la separación entre monitor y monitor. Cada rectángulo representaba la escena de las diferentes cámaras.

El segundo guardia en la sala de control hizo girar su silla y se quedó con la boca abierta. No cabía duda. Se acababa de declarar un incendio en los límites de la propiedad. Las cámaras 16 y 17, ubicadas en el lado occidental de la cerca, mostraban llamas que se alzaban desde el bosque, con densas nubes de humo.

—Joder —dijo el segundo hombre—. ¡Eso es un maldito incendio! ¡Un estúpido campista habrá arrojado un cigarrillo encendido en el bosque y ahora se ha propagado!

—¿Qué se hace ahora? Yo nunca he tenido uno de éstos.

—¿Qué demonios crees, imbécil? Lo primero es lo primero. Llamar a los bomberos. Y después avisar al señor Manning.

En cuanto Bryson le dio la señal, Elena apretó el botón del pequeño transmisor inalámbrico, el cual emitió una señal que detonó instantáneamente los disparadores que Bryson había conectado a los doce cartuchos especiales y los cuatro tubos proyectores de llamas. Los cartuchos incendiarios, ocultos entre las hojas y el follaje justo por encima de la cerca de la propiedad de Manning, de inmediato generaron espesos penachos de humo, hongos de humo negro y grisáceo; los tubos proyectores produjeron llamas que se elevaban a más de dos metros de altura por espacio de pocos segundos. Bryson los había sincronizado para que se dispararan en secuencia, creando así el efecto de un incendio que se propagaba de forma espectacular. Eran accesorios, efectos especiales usados en producciones teatrales y cinematográficas, para imitar incendios forestales de manera convincente pero segura, sin provocar realmente un incendio. No tenía ningún interés en ocasionar un incendio en la reserva forestal; no había ninguna necesidad.

—Departamento de Bomberos de Seattle, adelante.

—Habla seguridad, desde la propiedad de Gregson Manning. Venid de inmediato, un incendio de enormes proporciones se ha declarado al parecer en la reserva forestal.

—Gracias, pero ya estamos en camino.

—¿Cómo?

—Ya nos han avisado.

—¿De veras?

—Sí, señor. Un vecino. La situación parece ser grave. Recomendamos la evacuación completa de la residencia de inmediato.

—¡Eso es imposible! El señor Manning se encuentra en medio de una función extremadamente importante, con invitados de todas partes del mundo, invitados importantes…

—Pues entonces con más razón, señor, ha de evacuar a sus invitados importantes para su seguridad —espetó la voz—. ¡Ahora!

Poniéndose manos a la obra y a toda velocidad, Bryson enganchó el torno al cuello de acero que bordeaba el pozo de ventilación. Conectó el cable de acero galvanizado a un gancho que tenía en el correaje y fijado al chaleco táctico.

El torno portátil tenía un dispositivo manual para controlar el descenso, con una leva automática que cogía la cuerda a medida que pasaba por un carrete con muelles, regulando de ese modo la velocidad de descenso. Eso le permitía bajar por el canal de ventilación a una velocidad constante y medida.

Descendió un poco y volvió a poner la parrilla en su sitio, empujándola contra la funda termoplástica del torno, negra y sólida, que no podría verse a la distancia. Luego siguió bajando por el canal oscuro y aparentemente interminable. A lo lejos, creyó oír el ulular de las sirenas de los coches de bomberos; reaccionaron más rápidamente de lo que había previsto. Mientras la cuerda seguía rodando a paso sostenido, se hizo consciente de que estaba a punto de entrar en la zona de máxima vigilancia. El falso incendio activaría todo tipo de alarmas, desviando los preciosos recursos con que contaba el sistema de vigilancia de Manning. La atención se concentraría en la amenaza de un incendio forestal que se propagara, lo cual ya era un motivo de preocupación mucho mayor que cualquier posible intrusión. Las alarmas que Bryson pudiera activar inadvertidamente se atribuirían a la llegada de los bomberos al terreno de Manning. Reinarían la confusión y el pánico: el señuelo ideal para infiltrarse en la propiedad. Bryson había tomado la precaución de colocar los cartuchos de humo lo bastante lejos de la furgoneta de Elena como para que su presencia no despertara sospechas; aun así, debía estar en guardia en caso de que la interrogaran. Bryson confiaba en que ella se los sacaría de encima.

Mientras la cuerda seguía rodando por la polea especialmente diseñada, Bryson se asombraba ante la distancia, ¡la profundidad sorprendente! Cuando vio el indicador rojo al final de la cuerda, supo que había descendido setenta metros, la longitud máxima de la cuerda. Finalmente, la cuerda se detuvo de golpe. Miró hacia abajo; quedaban casi dos metros. Se tiró al suelo liso de hormigón, amortiguando el impacto con las rodillas. Dejó la cuerda colgando en su sitio por si volvía a necesitarla.

El capitán Matthew Kimball, del Departamento de Bomberos de Seattle, un hombre negro de estatura y complexión imponentes, se plantó frente al jefe de seguridad de Gregson Manning, corpulento y de chaqueta de sport azul, llamado Charles Ramsey, quien era apenas unos centímetros más bajo que él.

—No hay ningún indicio de incendio —dijo el bombero.

—Pues dos de mis hombres lo han visto por cámara —replicó Ramsey con aire desafiante.

—¿Lo ha visto con sus propios ojos?

—No, pero…

—¿Alguno de sus hombres ha visto el incendio con sus propios ojos?

—Eso no lo sé. Pero las cámaras no mienten.

—Entonces, alguien se ha equivocado —refunfuñó el capitán Kimball, volviendo hacia su equipo.

Charles Ramsey miró al guardia de seguridad que tenía a su lado, con la vista entornada.

—Quiero un recuento de absolutamente todos los bomberos que han entrado a la propiedad —le espetó—. Aquí hay algo decididamente sospechoso.

Bryson se encontró en un garaje espacioso con los suelos de hormigón tan lustrados que parecían de mármol. Debía de haber más de cincuenta vehículos allí: coches antiguos, de colección: Duesenbergs, Rolls Royce, Bentleys, Porsches clásicos. Todos de Manning, estaba seguro. Al final había un ascensor, que comunicaba con la casa principal, exactamente por encima.

Bryson apretó el botón de su aparato de radio y dijo en voz baja:

—¿Todo bien?

La voz de Elena sonaba lejana, pero audible.

—Bien. El último coche de bomberos acaba de irse. Las llamas y el humo se disiparon mucho antes de que llegaran, sin dejar huellas.

—Según lo previsto. Ahora, en cuanto las actividades externas vuelvan a la normalidad, quiero que… repongas los vídeos. —Era demasiado arriesgado pasar las imágenes del día anterior mientras aún había movimientos afuera, cuya ausencia sería advertida por cualquiera que estuviese mirando los monitores—. Y tan pronto como entre a la casa, te necesitaré en contacto constante por radio para que me guíes por los campos minados.

Bryson notó una sombra que se movía a su izquierda, entre las filas de automóviles. Se dio la vuelta y vio a un guardia de chaqueta azul que le apuntaba con una pistola.

—¡Eh! —gritó el guardia.

Bryson dio un brinco para salir del ángulo de tiro del guardia y se arrojó al suelo. La pistola abrió fuego, y la explosión reverberó en aquel bunker de las profundidades. Un proyectil dio en el hormigón a pocos centímetros de su cabeza y rebotó, mientras el cartucho vacío caía en el suelo. Bryson sacó su 45, apuntó a la velocidad del rayo y disparó. El guardia trató de esquivar la bala, pero le dio en el pecho. Dio un grito, y su cuerpo se retorció; Bryson volvió a disparar, y entonces el hombre se desplomó.

Corrió en dirección al guardia caído. Tenía los ojos abiertos de par en par, con la mirada fija, el rostro paralizado en una mueca de dolor. En la solapa de su chaqueta llevaba un pase de seguridad. Bryson lo cogió y lo examinó detenidamente. Dedujo que el sistema de seguridad de la casa estaba dividido por zonas y controlado por medio de un sistema de acceso condicional. La entrada a cada zona estaría equipada con un escáner de aproximación, a la manera de los células eléctricas que abren automáticamente las puertas del supermercado cuando uno se acerca. Se hacía un escáner del pase de seguridad, que se ponía en el bolsillo del pecho de la camisa o la chaqueta, y el ordenador invisible anotaba la identificación del usuario, como así también su ubicación, hora y fecha, y comprobaba a qué nivel se le permitía entrar. Para las personas que no estuvieran autorizadas, no se abrirían las puertas y sonarían las alarmas. El sistema registraba dónde se hallaba cada uno en todo momento.

Pero Bryson sabía también que penetrar el cordón de seguridad de la casa había de ser más complejo que meramente robar el pase de un guardia. O bien había un refuerzo alternativo, un sistema biométrico (huellas digitales o de las manos, exámenes de retina u otros), o bien la persona que quisiera entrar tenía que introducir un código.

El pase de seguridad del guardia, de hecho, no le serviría de nada para entrar a la casa. Y pronto lo sabría con certeza.

El ascensor era el modo que tenía de entrar, el único modo. Se dirigió hacia allí a la carrera. Ahora había de actuar con rapidez, pues donde había un guardia, habría más; cuando el guardia muerto no fuera capaz de responder a las preguntas de rutina por radio, despertaría la alarma, una alarma que no podía encubrirse con medidas que intentaran distraerla.

Las puertas del ascensor eran de acero cepillado, y el botón de llamada y el teclado estaban cerca de ellas en la pared. Apretó el botón, pero la luz no se encendió. Volvió a apretar, y otra vez no hubo respuesta: había que introducir un código en el teclado para que viniera el ascensor, probablemente una serie de cuatro dígitos. A menos que se introdujera la secuencia, el botón de llamada no funcionaría. El pase que le había quitado al guardia y que se había puesto en la parte anterior de su chaleco táctico no serviría de nada.

Inspeccionó las puertas cerca del ascensor, en busca de cámaras ocultas. Era casi seguro que de hecho habría cámaras de seguridad, pero Elena las había neutralizado al insertar en el sistema las imágenes de ayer. Si por alguna razón no hubiera sido capaz de hacerlo, o tuviera motivos para creer que su ardid no funcionaba, ya se lo habría avisado por radio. Ella era su vista y su oído; y él debía confiar en su minuciosidad, en su talento. Y confiaba; siempre lo había hecho.

Por supuesto, podía forzar las puertas del ascensor con la fuerza bruta o con ayuda de una barra, pero eso sería un error. Los ascensores modernos, incluso los de tecnología más rudimentaria, funcionaban con un circuito electrónico, como tantas otras cosas hoy en día. Abrir las puertas con un hacha o una barra rompería los engranajes del ascensor e impediría que éste funcionara; bastaba con que una sola puerta estuviera abierta para que el ascensor se detuviera. Era un dispositivo de seguridad común en casi todos los ascensores que se construyeron en el último cuarto de siglo. Y si el ascensor no funcionaba, Bryson corría el riesgo de llamar la atención del personal de seguridad. Aunque para entonces ya estaría dentro, no quería alertar a los guardias de su intrusión y despertar alarmas. Para que una entrada clandestina fuera efectiva, no había que dejar huellas.

Por esa misma razón había traído un instrumento especial llamado llave de engranajes, que los técnicos autorizados de ascensores usaban para las entradas de emergencia. Era una pieza de acero inoxidable de unos quince centímetros de largo y un centímetro y medio de ancho, plana y con bisagra en una punta. La introdujo en la parte de arriba de las puertas de acero, justo en la jamba central, con la hoja plana de acero entre las puertas, y la giró hacia la derecha. El engranaje mecánico estaba entre siete y quince centímetros en el interior, justo en el marco de la puerta y en la parte superior del panel derecho. El engranaje con bisagra se movió sin dificultad hasta que encontró un obstáculo: el rectángulo saliente del engranaje. La parte de la llave que tenía bisagra se deslizó hacia la derecha, corriendo el engranaje en la misma dirección, y las puertas se abrieron suavemente.

Del pozo oscuro y vacío del ascensor salió un aire frío. El cubículo estaba en uno de los pisos superiores. Bryson sacó una linterna halógena y alumbró el pozo de aire, moviendo el pequeño y brillante círculo de luz de un lado a otro, de arriba abajo. Lo que vio no le alentó demasiado. No era un ascensor residencial común y corriente, con sistema de torno y tambor, ni operado a tracción, con cables y contrapesos. Eso quería decir que no podría usar los cables para agarrarse y trepar, usando las técnicas de montañismo, ¡porque no había cables de los cuales agarrarse! Todo cuanto había en el pozo recubierto de acero era un gran riel a la derecha, por el que el ascensor subía y bajaba por presión hidráulica. Y el riel era resbaladizo, lubricadísimo; no podía agarrarse a él y trepar.

Había esperado lo peor, y aquí lo tenía.

Elena ya había localizado el archivo de imágenes. Estaban almacenadas en la memoria rápida de la base de datos de Systematix, fácilmente accesibles a través de este sistema. Los vídeos digitalizados que se encontraban almacenados eran para diez días, cada uno con su fecha y dividido por sector. No le costó mucho hacer una copia del vídeo de ayer y salvarlo con fecha de hoy. Luego lo insertó en el sistema de monitoreo por vídeo. Ahora, en vez de visionar material en vivo, Seguridad seguía el material que había sido archivado ayer, exactamente a la misma hora, sólo que veinticuatro horas antes. Por supuesto, esto no funcionaría más que para las cámaras 1 a 18, las áreas exteriores o ciertas áreas del interior en que el tráfico de gente era mínimo o inexistente.

En los bolsillos traseros del chaleco táctico, Bryson tenía unas agarraderas ligeras y con imanes, que solían usarse para inspeccionar puentes y tanques, así como también para exámenes subacuáticos de las quillas de barcos y plataformas marinas de petróleo. Se ajustó cuatro (dos en las botas, dos en las manos) y comenzó a trepar, escalando lentamente la lisa pared de acero: con un movimiento alternado de soltar y volver a apoyar las manos y los pies, subiendo paso a paso, soltándolos y volviéndolos a apoyar. Era un trabajo arduo y avanzaba despacio. Mientras subía por la pared, recordó la distancia que había debido bajar para entrar al garaje: más de setenta metros, y ello había sido desde el nivel del suelo, al pie de la colina en que se encontraba la mansión. Habría al menos uno o dos niveles subterráneos en los cuales se detendría el ascensor, pero él tenía que ir a la planta principal de la residencia.

Por fin divisó, gracias a la linterna halógena, el primer rellano subterráneo del ascensor. En todo momento fue consciente de que podían llamar el ascensor al garaje y que entonces se abalanzaría sobre él; en ese caso, si no soltaba los imanes inmediatamente y se pegaba al espacio de medio metro que había entre la pared y el ascensor, moriría en el acto. Por ello tenía que estar constantemente alerta a escuchar el sonido de la maquinaria si se ponía en movimiento.

Sólo tres metros le separaban del nivel indicado con UNO, donde el ascensor se hallaba inconvenientemente detenido. Inconveniente, pero no inesperado. Bryson siguió trepando, alternando pies y manos uno por uno, hasta que estuvo directamente bajo el ascensor. Después, girando metódicamente, fue colocando las agarraderas magnéticas, con un sonido metálico, en la pared inferior del ascensor recubierto de acero. Ahora pendía del ascensor, tenía los pies en el vacío de aquel pozo aparentemente sin fondo. Miró un momento hacia abajo, lo cual fue un error: la caída era de unos ochenta metros a un suelo de cemento. Si algo salía mal, si por alguna razón los imanes dejaban de funcionar, era el fin. No sufría de vértigo, pero tampoco era inmune a la efímera sensación de horror. No era momento de detenerse, podían llamar el ascensor de un momento a otro. Comenzó a trepar por el costado del ascensor, lo más rápido que pudo, emparedado entre éste y la pared de acero del riel, con pocos centímetros de margen para menearse.

«Que no se mueva —pensó—. Que no se mueva, que nadie lo llame. Ahora no, no en este momento».

Cuando llegó al techo del ascensor, se quedó allí un instante para recobrar el aliento, se quitó las agarraderas y volvió a guardarlas en su chaleco. Luego se dio la vuelta, cogió el engranaje que había en la parte superior de las puertas, del lado de dentro, y lo giró a la izquierda.

Las puertas se abrieron.

¿Y si había alguien al otro lado?

Esperaba que no. Pero también estaba preparado para ello.

Vio un vestíbulo apenas iluminado y adornado con elegancia, en lo que parecía ser la planta principal de la casa. Se asomó, no vio a nadie cerca, luego se aferró a la viga de acero en el interior de las puertas y brincó, aterrizando en un suelo de mármol bruñido.

Las luces se encendieron, una iluminación tenue de varios candelabros ajustados a la pared, y activados probablemente por el pase del guardia de seguridad.

Estaba adentro.

Los dos hombres en la sala de control de seguridad repasaron la tediosa lista de rutina, la misma inspección que realizaban innumerables veces todos los días.

—¿Cámara uno?

—En orden.

—¿Cámara dos?

—En orden.

—¿Cámara tres?

—En… espera, sí, en orden.

—¿Qué ocurre?

—Me pareció ver un movimiento por los ventanales, pero era la lluvia.

—¿Cámara cuatro?

—Charlie, espera un momento. Santo cielo, llueve realmente a cántaros, igual que ayer. Y cuando empecé el turno hacía un sol espléndido. Hace un tiempo de mierda en Seattle. ¿Te importa si salgo unos minutos?

—¿Unos minutos?

—Es que he traído el Mustang descapotable y lo he dejado abierto.

—¿No has aparcado en el sótano?

—Llegué un poco tarde —admitió el guardia avergonzado—. Así que usé el garaje delantero. Sólo quiero salir un momento y cerrar la capota antes de que se arruine el cuero.

Charles Ramsey, jefe de seguridad, suspiró irritado.

—Joder, Bain, si llegaras a tiempo… vale, sal unos minutos, pero date prisa.

Con el corazón que le latía del esfuerzo y los nervios, se puso de pie y se giró hacia el pozo abierto del ascensor. Se acercó y se estiró con sigilo, buscando el engranaje que cerrara las puertas, consciente de la altura del pozo oscuro. Una caída sería fatal. Curiosamente, sólo ahora que había salido del pozo del ascensor lo comprendía cabalmente.

El movimiento fue casi imperceptible, un breve titilar de las luces por el rabillo del ojo. Bryson se dio la vuelta y vio al guardia que se le echaba encima, a punto de derribarle al suelo. Cuando Bryson golpeó al guardia con todas sus fuerzas, éste arrojó un golpe, Bryson lo bloqueó y le cogió el brazo derecho, al tiempo que le pateaba la parte de atrás de la rodilla con la bota con punta de acero. El guardia gimió, combado por un instante, pero inmediatamente recuperó el equilibrio y manoteó el arma, que no lograba sacar de su funda.

«Es un error no tener la pistola lista —pensó Bryson—. Un error que hicimos los dos». Aprovechó el momento de duda del otro y le dio una violenta patada en la entrepierna. El guardia chilló y cayó a uno o dos pasos de la abertura del ascensor. Aun así, consiguió desenfundar su pistola, apuntó y estuvo listo para disparar. Bryson viró bruscamente a la izquierda, confundiendo al guardia, y enseguida se le echó encima y le pateó la pistola, que salió volando de la mano.

—Maldito cabrón —gritó el guardia mientras retrocedía, con los brazos extendidos en un intento por recuperar el arma.

Puso una cara de sorpresa indignada cuando se dio cuenta que no había más suelo bajo sus pies, nada que impidiera ya su caída, con los pies en el aire y la cabeza hacia abajo. La expresión de sorpresa se convirtió enseguida en terror: braceaba en el aire en un vano intento por aferrarse a algo, a lo que fuera, mientras los pies se agitaban desesperadamente; dejó escapar un grito desgarrador, que hizo un eco metálico en el pozo del ascensor a medida que se perdía de vista. El grito fue largo y sostenido, disminuyó gradualmente en volumen mientras caía, cada vez más lejos, hasta que se detuvo de golpe cuando el cuerpo llegó al fondo.

El guardia de seguridad, un joven de cabello claro, salió de la casa por la puerta de servicio, a poca distancia del aparcamiento al aire libre. Miró alrededor, desconcertado. Hacía unos minutos diluviaba, una lluvia torrencial, igual que ayer, y ahora era una noche clarísima, cálida, sin un rastro de precipitaciones por ninguna parte.

Ni un rastro de lluvia.

No había charcos en el suelo, ni siquiera hojas mojadas en los árboles.

Hacía diez minutos, vio cómo la lluvia caía como si fuera el diluvio universal; y ahora era una noche cálida y seca, sin ninguna muestra de que hubiera caído una sola gota.

—¿Qué demonios…? —exclamó, al tiempo que sacaba la radio y llamaba a Ramsey a la sala de control.

Ramsey estalló, sabía que lo haría. Siguió una andanada de obscenidades, pero al cabo de un momento Ramsey volvió a recobrar la compostura y comenzó a impartir órdenes a diestro y siniestro.

—Tenemos una falla en la cerca —dijo—. La están revisando en la corporación, así que ahora hemos de seguir la línea de fibra óptica al otro lado del portón, para ver si hay una rotura.

A Bryson el sudor le caía por la cara y su vestimenta negra de Nomex le picaba. Respiró hondo varias veces, luego se acercó al pozo, alcanzó el engranaje y lo corrió. Las puertas se cerraron en silencio.

Ahora había de orientarse, determinar en qué dirección avanzar para hallar la sala de control. Ésa era la prioridad. Una vez allí, averiguaría lo que necesitaba saber, sabría dónde estaba todo. Eran también los ojos del enemigo, y por lo tanto había que cerrárselos.

Apretó el botón para hablar por la radio.

—Estoy en el nivel principal —dijo despacio.

—Gracias a Dios —oyó decir a Elena. Bryson sonrió: ella no era como ninguno de los refuerzos con los que había trabajado como agente. En vez de ser cortante y fríamente profesional, ella era emotiva, afectuosa, compasiva.

—¿Ahora por dónde llego al control?

—Si miras al ascensor, hacia la izquierda. ¿Hay un largo pasillo a ambos lados…?

—Revísalo.

Mientras, Elena estudiaba un montón de imágenes de cámaras vigilantes, guiándose más por lo que veía que por los planos.

—Dobla a la izquierda. Cuando se acabe, otra vez a la izquierda. Allí se ensancha en lo que parece una larga galería de retratos. Parece ser la ruta más directa.

—Vale, entendido. ¿Cómo tienen los ojos?

—Cerrados.

—Estupendo. Gracias.

Giró a la izquierda y corrió por el pasillo. Bryson estaba seguro de que, en esta casa, los cables de fibra óptica estaban empotrados en las paredes y los cimientos. Kilómetros y kilómetros de cables, conectados a lentes en miniatura cuyas ínfimas aberturas probablemente cubrían techos y paredes. A diferencia de las antiguas cámaras, estas lentes no se veían, de modo que era imposible pintarlas con aerosol o taparlas con cinta adhesiva. De no haber sido por el ingenio de Elena, que reemplazó las imágenes de hoy por las de ayer, cada paso de Bryson habría sido observado, y no había nada que hubiera podido hacer para evitarlo. Por lo menos ahora podía moverse con libertad, sin ser visto. Hasta ahora, el pase que le había quitado al guardia de seguridad en el garaje subterráneo no le había servido de nada. No le había abierto las puertas del elevador, aunque sí había encendido las luces al entrar a la casa. Parecía concebido más para seguir los pasos de quien lo usara que para penetrar el cordón de seguridad; tenía que deshacerse de él. Se lo quitó del chaleco y lo puso en el suelo del pasillo, contra la pared, como si el dueño lo hubiera perdido.

Elena apartó el aparato de radio cuando oyó el crujir de unos pasos cerca de la furgoneta. Ya pensaba ella que iba todo sin un sólo problema. La patrulla forestal haría preguntas, y ella había de ser persuasiva en sus respuestas.

Elena abrió la portezuela de atrás y dejó escapar un grito cuando vio la boca de la pistola apuntada a sus ojos.

—¡Vamos! —gritó un hombre de chaqueta azul.

—¡Soy del Servicio Nacional de Geología! —protestó.

—¿Espiando nuestra línea de seguridad? No lo creo. ¡Manos a los costados, y nada de gilipolleces! Hay algunas preguntas que queremos hacerle.

Bryson llegó a la sala larga y rectangular que Elena llamó la galería de retratos. Era una cámara de aspecto peculiar, cubierta de marcos dorados y ornados como una sala del Louvre, sólo que los marcos estaban vacíos. O, para ser más exactos, cada marco tenía un monitor gris y aplanado, que probablemente se convertía en una reproducción de alta resolución de un retrato clásico al óleo, y la pintura cambiaba según los gustos de la persona que pasara por delante, transmitidos por la insignia electrónica que recibía al llegar.

Bryson estaba a punto de entrar a la galería cuando notó una línea de puntitos negros que subían verticalmente por la pared y entre los marcos. Cada metro y medio más o menos, otra línea de estos minúsculos puntos negros subía por la pared de la galería. Tenía un aspecto casi ornamental, parecía parte del decorado, salvo que no coincidía del todo con el dibujo del empapelado, en estilo Renacimiento francés. Bryson se quedó a la entrada de la galería, sin dar un paso. Los puntos negros comenzaban a unos cincuenta centímetros del suelo y terminaban a unos dos metros de altura. Estaba casi seguro de que sabía qué eran, pero para cerciorarse sacó el monocular de visión nocturna y se lo puso en un ojo.

Ahora veía una fila tras otra de los delgados filamentos que se extendían cada metro y medio por todo lo ancho del salón, y comenzando a medio metro del suelo. Lo que parecían cuerdas relucientes de color verde eran en realidad rayos láser en frecuencia infrarroja: sensores delimitados con rayos verticales de luz, invisibles a simple vista. Pero cuando los rayos se interrumpían porque pasaba alguien (alguien que no estuviera autorizado), se activaba la alarma. Empezaban a medio metro del suelo, se imaginó Bryson, para que los animales domésticos no hicieran sonar la alarma.

La única manera de cruzar el salón era arrastrándose por el suelo, a menos de medio metro de altura para no interrumpir los rayos láser infrarrojos. Y tampoco había un modo simple de hacerlo. Montó el monocular en el aparato que se ponía en la cabeza; luego, cuando estuvo bien ajustado, se agachó y empezó a deslizarse de espaldas, empujándose con los talones. Todo el tiempo miraba hacia arriba, para asegurarse de que no se pasaba de altura. El traje de Nomex era bastante resbaladizo como para permitirle moverse rápidamente y sin obstáculo. Si bien las cámaras estaban digitalmente neutralizadas, el resto de los sistemas funcionaba bien; al menor error, la alarma empezaría a sonar. Pero la mayor amenaza no venía de la tecnología, sino de los seres humanos: la posibilidad de que un guardia lo descubriera en una de sus rondas, como ya había ocurrido dos veces.

Se deslizó debajo de un tercero, un cuarto, un quinto haz de luz. No interceptó ningún rayo, ninguna alarma sonó, aquí no.

Por fin pasó debajo de los últimos rayos. Hizo una pausa, aún de espaldas, y miró alrededor para estar seguro de que no había nadie. Satisfecho, se sentó, y luego se puso de pie. Ya no estaba lejos de la sala de control; Elena le guiaría en la dirección correcta.

Apretó el botón para hablar.

—Pasaje exitoso —susurró—. ¿Ahora, adónde?

No hubo respuesta, así que volvió a hablar, un poco más fuerte.

Tampoco hubo respuesta, sólo aire con interferencias.

—Elena, contesta.

Nada.

—Elena, contesta. Necesito guía.

Silencio.

—¿Por dónde, diablos?

¡Por Dios, no! ¿Acaso los transmisores no funcionaban? Volvió a hablar y no obtuvo respuesta. ¿Una tecnología estaría bloqueando acaso la comunicación, impidiendo que recibiera sus señales y ella las de él?

¡Pero la gente de Manning necesitaría comunicarse! No había manera de bloquear todas las frecuencias de radio excepto la que uno usaba. Era imposible.

¿Dónde se había metido entonces Elena?

Volvió a llamarla, y otra vez. No hubo respuesta, una y otra vez, nada.

Se había marchado.

¿Le habría pasado algo? Ésa era una posibilidad que no había considerado seriamente.

Bryson sintió un escalofrío.

Pero no podía detenerse, no podía pasar más tiempo tratando de averiguar dónde estaba ella o qué sucedía con la comunicación. Tenía que seguir adelante.

No necesitaba instrucciones por radio para saber dónde estaba la cocina en que se preparaba el banquete. Olía al final del pasillo el aroma tentador de los entremeses calientes. Una puerta se abrió al final del pasillo y entró un cocinero, vestido con pantalones negros y una camisa blanca de mangas largas, llevando una gran bandeja vacía de plata al costado. Bryson volvió a meterse en la galería, aunque no tanto como para hacer sonar la alarma. Tenía suficiente sitio para cambiarse de ropa, a suficiente distancia de los rayos infrarrojos. Se quitó rápidamente el chaleco táctico y se sacó el traje negro de Nomex. De una bolsa de plástico que tenía en el chaleco sacó un conjunto bien doblado de pantalones negros y camisa blanca, se los puso en el acto, y después se cambió las botas de combate por zapatos negros de vestir con suela de goma.

Se asomó al pasillo que daba a la cocina, oyó risas, conversaciones alegres, el tintineo metálico de cazuelas y utensilios. Regresó a la galería, esperó a oír de nuevo las puertas dobles que se abrían y salió sigilosamente. El mismo camarero que cinco minutos antes había entrado, ahora salía con una bandeja repleta de aperitivos.

Yendo en silencio por el pasillo, Bryson se puso sigilosamente detrás del camarero. Sabía que sería un blanco fácil, pero no podía hacer ningún ruido, no podía llamar la atención. Cuando estaba a pocos pasos del camarero, Bryson le saltó desde atrás y le tapó la boca con una mano, le puso el codo alrededor del cuello para obligarle a caer, mientras le quitaba la bandeja con comida de la mano. El camarero trató de gritar, pero el grito se ahogó en la mano de Bryson. Éste apoyó la bandeja cuidadosamente en el suelo y, con la mano libre, le apretó con fuerza el centro neurálgico debajo de la mandíbula. El camarero se desplomó al suelo, inconsciente.

Arrastró rápidamente el cuerpo a la galería, lo dejó sentado contra una pared, con las manos cruzadas y la cabeza gacha, como si estuviera echando un sueñecito. Luego salió deprisa al pasillo y cogió la bandeja.

«Deprisa», se dijo. En cualquier momento, otro camarero podría entrar al pasillo, verle la cara y no reconocerle. Sabía que la sala de control estaba cerca, ¿pero dónde?

Dobló por otro pasillo, y la puerta se cerró automáticamente, gracias a un sensor eléctrico. No: por allí se iba al salón comedor, que esta noche estaba fuera de uso. Se dio la vuelta, en dirección a la cocina, y rehizo el camino que había hecho el camarero la primera vez. Otra serie de puertas se abrió electrónicamente, dando a un pasillo que como pudo ver iba a la gran sala de recepción, pero había otra sala que daba al pasillo mucho más cerca de donde él se encontraba, y se abría hacia la derecha. Tal vez. Giró a la derecha, y anduvo unos cincuenta metros hasta llegar a una puerta que decía: SEGURIDAD ¡SÓLO PERSONAS AUTORIZADAS!

Se detuvo allí, respiró hondo para calmarse y luego llamó a la puerta.

No hubo respuesta. Advirtió que había un pequeño botón junto al marco de la puerta, y lo apretó enseguida.

Al cabo de diez segundos, justo cuando estaba por apretar otra vez el botón, salió una voz por el altavoz que había montado en la pared de afuera.

—¿Sí?

—Hola, es el servicio de banquete, le traigo la cena —dijo Bryson con voz cantarina.

Una pausa.

—Nosotros no pedimos nada —dijo la voz con recelo.

—Vale, qué más da, no quieren cenar. El señor Manning dijo que había que dar de comer al personal de seguridad esta noche, pero le diré que no querían.

La puerta se abrió de inmediato. El hombre que tenía delante, de chaqueta azul, era corpulento y tenía el pelo teñido de marrón con un toque poco feliz de naranja. La insignia con el nombre que le colgaba de la solapa decía Ramsey.

—Me la quedo —dijo el hombre, haciendo el gesto de coger la bandeja.

—Lo siento, voy a necesitar la bandeja, ¡hay un gentío allí afuera! Yo le sirvo la cena.

Bryson entró a la sala de control; Ramsey se relajó un poco más y lo dejó pasar.

Bryson miró alrededor y vio que había sólo un guardia más controlando los monitores. La sala era redonda, de una tecnología tan sofisticada que parecía futurista, las paredes lisas y repletas de pantallas de vídeo que mostraban imágenes de dentro y fuera de la propiedad.

—Tenemos pechuga de pato ahumada, caviar, gougere, salmón ahumado, lomo… ¿No tiene una superficie donde pueda servirlo? Esta sala parece repleta.

—Póngalo donde sea —dijo el hombre llamado Ramsey, mientras volvía a concentrarse en las imágenes de la pared.

Bryson apoyó la bandeja con mucho tiento en una consola vacía, y después se agachó como para rascarse el tobillo izquierdo. Sacó rápidamente la pistola tranquilizante y disparó dos veces. Fueron dos sonidos apagados, y los disparos hicieron impacto en los guardias: uno en el cuello, el otro en la nuca. Los dos quedarían inconscientes por varias horas.

Entonces fue deprisa a los teclados del ordenador que controlaba las imágenes. Podían aumentarse, manipularse o centrarse. Localizó el conjunto de imágenes de la gran sala de recepción.

La sala de recepción, donde tenía lugar el banquete. Una reunión del Grupo Prometeo en la víspera de su toma de poder.

Pero ¿una toma de qué poder?

¿Y por quién?

Tecleó sobre la consola para averiguar rápidamente cómo manipular las imágenes. Al usar el ratón se dio cuenta de que podía mover la cámara de vigilancia, tomar vistas panorámicas de un lado a otro, de arriba abajo, y hasta enfocar primeros planos.

La sala de recepción era inmensa, de varias plantas de altura, rodeada de varios balcones que daban al atrio. En torno a decenas de mesas puestas muy elaboradamente, cubiertas con manteles blancos, flores, cristales y botellas de vino, había decenas de personas, no, más de cien. Rostros, rostros conocidos.

En un extremo de la sala había una gran estatua de bronce, deslumbrante y el doble del tamaño natural, de Juana de Arco a horcajadas en su caballo, blandiendo la espada e indicando al frente, guiando a sus compatriotas a la batalla de Orleans. Extraño, pero en cierto modo apropiado para ese cruzado que era Gregson Manning.

Y en el otro extremo de la sala, de pie sobre un podio minimalista y de líneas depuradas, estaba el mismísimo Gregson Manning, con un traje negro elegante y el cabello peinado hacia atrás. Se agarraba a los costados del podio, con evidente fervor aunque no se oyera un sólo sonido. Lo más excepcional era la pared que tenía detrás, que estaba cubierta por veinticuatro pantallas gigantes de vídeo, cada una transmitiendo diversas imágenes de Manning hablando. Era la clase de exhibición megalómana que se esperaría de un Hitler o un Mussolini.

Bryson movió el ratón para enfocar a la audiencia, a los invitados que estaban sentados, y lo que vio lo dejó boquiabierto, paralizado.

No reconoció con mucho todas las caras, pero muchas de las que sí reconoció eran conocidas en todo el mundo.

Estaba el director del FBI.

El portavoz de la Casa Blanca.

El comandante de las Fuerzas Armadas.

Varios senadores estadounidenses.

El secretario general de las Naciones Unidas, un ghanés de voz suave que era admirado por su urbanidad y arte de gobernar.

El director del MI-6 británico.

El presidente del Fondo Monetario Internacional.

El presidente de Nigeria, elegido democráticamente. Los jefes de las fuerzas armadas y de seguridad de otra media docena de naciones del Tercer Mundo, desde Argentina a Turquía.

Bryson miraba con fijeza, atónito y jadeante.

Los directores generales de muchas corporaciones multinacionales de tecnología, algunos de los cuales reconoció rápidamente, y otros le resultaron vagamente familiares. Todos ellos, vestidos de etiqueta, y las mujeres con atuendos de gala, escuchaban a Manning fascinados.

Jacques Arnaud.

Anatoli Prishnikov.

Y… Richard Lanchester.

—¡Dios mío…! —murmuró.

Encontró el botón del volumen y lo subió.

La voz de Manning se oía por los altavoces, suave y aterciopelada.

—… una revolución en la vigilancia global. Me complazco en anunciar también que el software de reconocimiento facial de Systematix estará disponible en todos los lugares públicos. Haciendo uso de las instalaciones ya existentes de circuito cerrado de televisión, ahora podremos observar multitudes y cotejar rostros en una base de datos almacenada e internacional. Y esto sólo es posible gracias a la cooperación de todos nosotros, representantes de cuarenta y siete naciones que cada día aumentan de número: todos nosotros trabajando juntos.

Manning levantó la mano como si fuera a bendecir a la multitud.

—¿Qué ocurrirá con los vehículos? —El acento era africano; el que preguntó tenía la piel oscura y vestía un dashiki.

—Gracias, señor Obutu —replicó Manning—. Nuestra tecnología de red nerviosa nos permite no sólo reconocer vehículos instantáneamente, sino localizarlos en ciudades y países. Y podemos registrar y almacenar esa información para uso futuro. Como ve, me gustaría creer que no sólo estamos ampliando la red, sino que estamos estrechando la malla.

Hubo otra pregunta, que Bryson no pudo captar.

Manning sonrió.

—Sé que mi buen amigo Rupert Smith-Davies, del MI-6, estará de acuerdo conmigo en que ya es hora de que tanto el NSA como el GCHQ dejen de lidiar con ataduras legales. ¡Qué ridículo que, hasta ahora, los ingleses pudieran controlar a los americanos pero no podían controlarse a sí mismos, y viceversa! Si Harry Dunne, nuestro coordinador en la CIA, se encontrara bien de salud como para estar esta noche entre nosotros, sé que se pondría de pie y nos contaría un par de cosas en su estilo inimitablemente profano.

Hubo una risa general.

Otra pregunta: una mujer, con acento ruso.

—¿Cuándo entrarán en vigor los poderes de la Agencia de Seguridad Internacional?

Manning miró el reloj.

—En el mismo instante que se hace efectivo el tratado, que será en aproximadamente trece horas. Su director será el estimado Richard Lanchester: el zar de la seguridad global, podría decirse. Entonces, amigos, todos seremos testigos de un verdadero Nuevo Orden Mundial, que nos sentiremos orgullosos de haber creado. Los ciudadanos del mundo ya no tendrán por qué ser rehenes de los carteles del narcotráfico, de los terroristas o los criminales violentos. La seguridad pública ya no se verá forzada a ceder ante los «derechos» de la intimidad de pornógrafos infantiles, pedófilos y secuestradores.

Hubo una ronda ensordecedora de aplausos.

—Ya no viviremos temiendo otra bomba en Oklahoma o en el World Trade Center, ni otro avión de pasajeros que explote en el aire. El gobierno de Estados Unidos ya no tendrá que rogar a la corte para que le permita poner escuchas en los teléfonos de secuestradores, terroristas y señores de la droga. Y a aquéllos que se quejen, porque siempre habrá quien se queje, de que se restringen sus libertades individuales, les diremos simplemente esto: ¡aquéllos que no violen la ley, no tienen nada que temer!

Bryson no oyó que la puerta de la sala de control se abrió hasta que escuchó la voz, que le resultaba conocida.

—Nicky.

Se dio la vuelta de golpe.

—¡Ted! ¿Qué demonios haces aquí?

—La misma pregunta quería hacerte yo, Nicky. Es siempre lo que no ves lo que más te atrae, ¿eh?

Bryson vio el atuendo de Waller, su esmoquin y su etiqueta.

Ted Waller era un invitado.