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La suite que Bryson y Elena cogieron en el hotel Four Seasons Olympic de Seattle (ese hotel tan frecuentado y situado convenientemente cerca de la autopista interestatal 5, que parecía la mejor opción de pasar inadvertidos) se convirtió en el centro de operaciones: estaba cubierta de mapas, material de computación, cables, módems e impresos.

La tensión era casi palpable. Habían dado con el centro neurálgico de una organización siniestra conocida como Prometeo, donde esta noche tendría lugar una reunión de vastas consecuencias. Los desvaríos de Harry Dunne se habían confirmado de diversas maneras. Los servicios de limusina de la ciudad informaron que no tenían ningún vehículo disponible; esta noche había una «función» para la cual se requerían todos los coches. La mayor parte de los interlocutores fueron discretos, aunque el dueño de uno de los servicios no pudo evitar dar el nombre del anfitrión: Gregson Manning. Los aviones llegaron durante todo el día al aeropuerto de Seattle-Tacoma, se arregló para que los invitados VIP fueran recogidos, muchos de ellos con escolta de seguridad. Pero no se reveló el nombre de ningún invitado. El cordón de vigilancia era extraordinariamente riguroso.

Lo mismo podía decirse del secreto que rodeaba a la vida y la carrera de Gregson Manning. Era como si se hubiesen distribuido entre periodistas necios dos o tres relatos descafeinados de su biografía, la hubieran publicado de forma destacada, y a partir de entonces se hubiesen reciclado al infinito. Como resultado de esto, si bien tanto se había escrito acerca de Manning, poco y nada se sabía.

Mejor suerte corrieron con la información sobre la famosa mansión de Manning a orillas de un lago en las afueras de Seattle. La construcción de esa fortaleza digital, la denominada «casa inteligente», llevó años, y fue acompañada de mucha cobertura por parte de la prensa y una gran especulación de los espectadores pasivos. Al parecer, tras un período en que trató de suprimir los informes sobre su casa, Manning trató de manipularlos, lo cual le dio mejores resultados. La mansión era descrita en tonos de emotivo asombro, en «recorridos» que se publicaban en revistas tales como Architectural Digest y House & Garden, así como también en diversos reportajes del New York Times Magazine y The Wall Street Journal.

Muchos de los artículos iban acompañados de fotografías; algunos incluso tenían planos rudimentarios que, si bien eran indudablemente incompletos, permitían que Elena y Bryson se hicieran una idea del diseño aproximado y el propósito de muchas de las habitaciones. La propiedad futurista, que había costado cien millones de dólares, estaba cavada tan profundamente en la empinada ladera que buena parte quedaba bajo tierra. Había una piscina interior; una pista de tenis; un teatro vanguardista y art déco. Había salas de reuniones, gimnasio con una sala de cama elástica, bolera, campo de tiro, pista de baloncesto y un minigolf. El jardín principal de la mansión, advirtió Bryson, estaba directamente a orillas del lago y tenía dos muelles para lanchas. Debajo del jardín había un gigantesco aparcamiento de cemento y acero.

Pero lo que más intrigaba a Bryson de la casa de Manning era que se trataba de una casa completamente digital: todos sus instrumentos electrónicos y aparatos formaban parte de una red con control local y remoto, desde el campus de Systematix en Seattle. La casa estaba programada para satisfacer todas las necesidades de sus residentes e invitados. Cada visitante recibía un distintivo programado electrónicamente, con sus preferencias y aversiones, sus gustos y predilecciones, que iban del arte a la música, de la iluminación a la temperatura. Desde el distintivo se transmitían señales a cientos de sensores. Por dondequiera que fueran en la casa, las luces se harían más tenues o brillantes según sus deseos, se ajustarían las temperaturas, y la música favorita sonaría en un sistema de audio invisible. Había pantallas de vídeo empotradas en las paredes, que pasaban desapercibidas como marcos de cuadros; exhibían una selección de arte que variaba constantemente entre los veinte millones de imágenes y objetos de arte, de los cuales Manning había adquirido pacientemente los derechos. Los visitantes de la casa, por lo tanto, sólo verían las paredes con el arte que preferían, ya fueran iconos rusos o Van Gogh, Picasso o Monet, Kandinsky o Vermeer. Se decía que la resolución de los monitores era tan buena, que los invitados se sorprendían al comprobar que no se hallaban ante las telas originales.

Pero muy poco se sabía sobre la seguridad de la Xanadu de alta tecnología de Gregson Manning. Todo lo que pudo averiguar Bryson era que el sistema de seguridad, claro, era redundante; que había cámaras ocultas en todas partes, hasta en el interior de los muros de piedra; y que los distintivos electrónicos que llevaban todos los visitantes y el personal tenían otra función además de cambiar la música o la iluminación: también seguían cada paso de los visitantes con un margen de error de quince centímetros. Se decía que el sistema se monitorizaba en el campus de Systematix. Y que el sitio estaba aún mejor vigilado que la Casa Blanca. Con razón, pensó Bryson con aire sombrío. Manning tiene más poder que el presidente.

—Sería una gran ayuda si pudiéramos conseguir los planos de la casa —dijo Bryson después de que Elena y él revisaron la pila de artículos fotocopiados de la biblioteca pública e impresos de Internet.

—¿Pero cómo?

—Supuestamente están archivados en el ayuntamiento, los planos ocupan siete cajones. Bajo llave y candado. Pero tengo la fuerte sospecha de que están «extraviados». Gente como Manning dispone con frecuencia que las copias que guarda el municipio de documentos delicados se «pierdan». Y el arquitecto, por desgracia, vive y trabaja en Scottsdale, Arizona. Supuestamente es él quien posee los originales, pero ya no hay tiempo para volar a Arizona. De modo que hemos de arreglarnos con lo que tenemos.

—Nicholas —dijo, volviéndose hacia él con expresión de ansiedad—, ¿qué piensas hacer?

—Necesito entrar. Es la sede de la conspiración, la única manera de detenerla y ser testigo.

—¿Testigo?

—De ser testigo, de observar a sus miembros. De ver quiénes son, porque hay algunos que no sabemos cómo se llaman. De tomar fotografías, registrar pruebas en vídeo. De arrojar luz a la oscuridad. Es la única manera.

—Pero, Nicholas, es como tratar de infiltrarse en Fort Knox.

—En cierto sentido, es más fácil, en otro más difícil.

—Pero es incluso más peligroso.

—Sí, incluso más peligroso. Sobre todo sin el apoyo del Directorate. Estamos solos.

—Necesitamos a Ted Waller.

—No sé cómo llegar a él, cómo localizarle.

—Si aún está con vida, querrá contactar con nosotros.

—Sabe cómo hacerlo. Los servicios de contestadores aún responden en los mismos números de teléfono, los mensajes en código se reciben y transmiten a la persona indicada. Los compruebo todo el tiempo, pero aún no ha dado señales de vida. Es un hombre muy hábil para desaparecer sin dejar rastro cuando las circunstancias lo requieren.

—Pero intentar entrar en la propiedad de Manning por tu cuenta…

—Será difícil. Pero con tu ayuda y tus conocimientos en sistemas de computación tenemos una posibilidad. Uno de los artículos mencionaba que la seguridad en casa de Manning se monitoriza tanto desde allí como desde la sede central de Systematix.

—Eso no nos sirve realmente de mucho: Systematix es probablemente más inexpugnable que la residencia de Manning.

Bryson asintió.

—Sin duda. Pero el punto vulnerable puede estar en el enlace. ¿Cómo se conecta la casa con la empresa?

—Estoy segura de que usarán el mejor método posible.

—¿Cuál es?

—Cables de fibra óptica. Bajo tierra y conectando un sitio con otro.

—¿Puede interceptarse el cable de fibra óptica?

Ella levantó enseguida la vista, desconcertada, y luego esbozó una pequeña sonrisa.

—Casi todo el mundo cree que es imposible.

—¿Y tú?

—Yo sé que es posible.

¿Cómo lo sabes?

—Ya lo hemos hecho. Hace algunos años, el Directorate diseñó varias técnicas muy ingeniosas.

—¿Sabes cómo hacerlo?

—Por supuesto. Hacen falta materiales, pero nada que no pueda encontrarse en una tienda de computación.

Bryson le dio un beso.

—Fantástico. Tengo mucho material que comprar, y he de observar la casa y la propiedad de Manning. Pero antes debo hacer una llamada a California.

—¿Quién está en California?

—Es una empresa de Palo Alto con la que ya he tratado en el pasado, con uno de los alias que usaba en el Directorate. Fue fundada por un inmigrante ruso, Víctor Shevchenko, un genio de la óptica. Trabaja para el Pentágono, pero solía vender una buena cantidad de material oscuro y cualificado en el mercado negro, así fue como le conocí, durante una operación de infiltración internacional. No denuncié sus actividades a la justicia porque pensé que sería más útil como pista para un pez mucho más gordo. Me estuvo profundamente agradecido por la indulgencia y ahora es el momento de pasarle la cuenta. Víctor es una de las poquísimas fuentes para el instrumento que necesito, y si logro encontrarle ahora, tal vez tenga tiempo para enviármelo esta misma noche por avión.

Bryson pasó la siguiente hora vigilando discretamente la propiedad de Manning, con prismáticos pequeños pero de gran potencia, desde la reserva forestal que colindaba con ella. La propiedad junto al lago tenía cinco hectáreas. Al otro lado había una casa mucho más humilde de cerca de una hectárea y media.

La seguridad, por lo que podía observar Bryson, era extremadamente sofisticada. La cerca de alambre que rodeaba la propiedad tenía dos metros y medio de altura y un cable sensible de fibra óptica entramado que la recorría en toda su extensión. Esto excluía la posibilidad de trepar la cerca o intentar cortarla. La base era de cemento, lo cual hacía muy difícil cavar bajo la cerca. Delante de la cerca y sepultado bajo tierra había un sistema sensor de presión distribuida, también de fibra óptica, que detectaba las pisadas de intrusos que superaran un cierto peso preestablecido: la presión sobre los sensores alteraba el flujo de luz y activaba una alarma. Además, a lo largo de toda la cerca había cámaras de vigilancia montadas en postes que controlaban toda el área. Había que descartar la posibilidad de entrar por allí.

Pero todos los sistemas de seguridad tienen sus puntos vulnerables.

Para empezar, estaba el bosque colindante con la propiedad de Manning, donde se encontraba ahora. Luego estaba el lago, que para Bryson parecía ser la mejor opción para infiltrarse sin ser detectado. Regresó al Jeep de alquiler, oculto entre los árboles y alejado del camino más próximo. Mientras conducía por el camino de acceso, pasó junto a una furgoneta blanca que se dirigía al portón de entrada de la propiedad de Manning. Tenía pintada la leyenda COMIDA FABULOSA. Sin duda eran del servicio de banquetes que preparaban las celebraciones de esa noche. Miró a los pasajeros de la furgoneta.

Acababa de insinuarse otra posibilidad.

Había recados y compras que hacer, y quedaba muy poco tiempo. Bryson no tuvo dificultades en hallar una tienda de deportes especializada en montañismo, no en esa capital de la costa noroeste del Pacífico. Era una tienda grande y bien surtida, que además complacía las diferentes necesidades de los cazadores, lo cual le ahorraba una parada extra. Pero los equipos de buceo había de conseguirlos en una tienda especializada. En las páginas amarillas obtuvo la ubicación de una casa de suministros de productos para la seguridad industrial, que abastecía a empresas constructoras, técnicos de las compañías telefónicas, limpiadores de ventanas, y otros; allí encontró exactamente lo que buscaba: un torno eléctrico portátil, con pilas y silencioso, con funda ligera de aluminio y cuerda retráctil; setenta metros de cable de acero galvanizado, un dispositivo de descenso controlado y un mecanismo centrífugo de freno.

Una empresa de suministro de recambios para ascensores tenía precisamente lo que necesitaba, al igual que un almacén de excedentes militares, en que un empleado le recomendó un campo de tiro respetable y cercano. Allí compró en efectivo una pistola semiautomática de 45 mm, cuyo dueño era un joven de aspecto mugriento que practicaba tiro al blanco y compartía la indignación aparente de Bryson por las malditas leyes de control de armas y el maldito período de espera, sobre todo cuando lo único que quería era coger una pieza con fines recreativos para salir de la ciudad e irse de campamento.

Fue fácil conseguir pilas y cable para timbre en una ferretería común y corriente, pero había esperado que fuera mucho más difícil de lo que en realidad fue hallar una tienda decente de accesorios para teatro. «Accesorios para teatro Hollywood», en la avenida North Fairview, vendía y alquilaba una completa gama de materiales para la escena y la industria cinematográfica; los estudios y las productoras de Hollywood filmaban a menudo en el noroeste y necesitaban un proveedor local.

Lo único que quedaba era una sola pieza rara de material militar. Víctor Shevchenko, inventor del oscilador catódico virtual, se había negado a enviarle uno, pero se ablandó cuando Bryson le hizo saber que no existía un estatuto de limitaciones en las violaciones a la ley de seguridad nacional de Estados Unidos. Eso, y cincuenta mil dólares que transfirió a la cuenta que el científico-empresario tenía en Gran Caimán, bastó para que diera el brazo a torcer.

Cuando Bryson regresó al hotel Four Seasons, Elena ya había comprado lo que necesitaba. Había incluso teleprocesado un mapa topográfico del Servicio Nacional de Geología de la reserva forestal que lindaba con la propiedad de Manning.

Una vez que Bryson explicó lo que había observado en su visita al área que rodeaba la propiedad de Manning, ella le preguntó:

—¿No sería mucho más simple que entraras con el servicio de banquetes, o quizá como florista?

—No lo creo. Lo he pensado y calculo que a los floristas probablemente les acompañan al interior, hacen su trabajo, y luego les acompañan a la salida. Aun suponiendo que pudiera entrar con ellos, que es algo con lo que yo no contaría, sería prácticamente imposible desaparecer en la casa y no salir con los demás sin alertar a todo el mundo.

—Pero el servicio de banquetes… ellos entran y se quedan hasta el final.

—Puede ser que el servicio de banquetes me sirva de algo. Pero por lo poco que he leído sobre la paranoia de Manning con la seguridad, podemos suponer que todos los empleados del servicio de banquetes serán investigados minuciosamente, tendrán sus fotografías y huellas digitales, y los pases electrónicos les serán confeccionados a su llegada. Entrar en la casa con el banquete será casi imposible. He alquilado una lancha; es la única manera de acercarse.

—Pero… ¿y después qué? ¡Estoy segura de que el jardín del frente está protegido!

—No cabe duda. Pero por todo lo que he visto, es el punto de acceso menos protegido de todos. Ahora bien, ¿qué has averiguado del enlace del sistema de seguridad entre la casa de Manning y Systematix?

—Necesitaré una furgoneta —dijo ella.

En las afueras de Seattle, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos tiene un garaje donde los empleados del Servicio Forestal del área de Seattle guardan sus vehículos oficiales. En el parking adyacente y al aire libre, había varias furgonetas verdes con el escudo del pino que representa al Servicio Forestal. Prácticamente no había vigilancia.

Bryson condujo a Elena al bosque lindante con la propiedad de Manning. Tenía pantalones y camisa verdes que había comprado en una tienda de excedentes del ejército y la marina, que era lo más parecido al uniforme del Servicio Forestal que pudieron conseguir en tan corto tiempo.

Quedaban cuatro horas antes del plazo fijado para el golpe, las nueve en punto de la noche.

Anduvieron por el bosque cerca de la valla de alta seguridad que delimitaba la propiedad de Manning, con cuidado para mantenerse a distancia de las cámaras y del sistema de alarma por detección de presión que había junto a la cerca. Elemi buscaba el cable de fibra óptica que iba bajo tierra desde la casa de Manning y pasaba por un área pequeña de la reserva forestal.

Sabía que estaría allí. La casa de Manning quedaba a unos cinco kilómetros de la sede central de Systematix, y las comunicaciones se realizaban a través del cable de fibra óptica. Durante la construcción de la casa, el contratista de Manning había hecho un pedido oficial al Departamento de Agricultura para que se le permitiera pasar unos seis metros de cable de fibra óptica entre la casa y el camino público. El formulario, que era un documento público y se podía obtener fácilmente por Internet, mencionaba un detalle que llamó poderosamente la atención de Elena: la necesidad de instalar un dispositivo llamado retransmisor óptico. Era una caja que hacía las veces de un amplificador para incrementar la señal en el trayecto, puesto que siempre había pérdidas en los tramos de larga distancia.

Un retransmisor era fácil de manipular, si se sabía lo que se hacía. Sólo que la mayoría no lo sabía, y Elena, ciertamente, sí.

La única pregunta era: ¿dónde estaba la línea?

Pocos minutos después, llamó a un número de Seattle para contactar con el contratista que había hecho el pedido oficial y había instalado los kilómetros de cable.

—¿Señor Manzanelli? Me llamo Nadya; le hablo del Servicio Nacional de Geología. Estamos tomando muestras de suelo para estudiar la acidificación, y queremos cerciorarnos de que no cortemos ningún cable de fibra óptica por accidente…

Cuando le explicó la parte de la reserva forestal que estaba excavando, el contratista replicó:

—¡Santo cielo, pero por favor! ¿Nadie se acuerda ya del lío que hicieron ustedes porque debimos cavar una zanja por terreno del gobierno?

—Lo siento, señor, no estoy al tanto…

—El maldito Servicio Forestal no daba el permiso, ¡y eso que el señor Manning estaba dispuesto a tirar medio millón de dólares para reforestar y demás! Pero no: ¡nos hicieron pasar un tubo sobre tierra y a lo largo de la cerca!

—Señor, lo lamento mucho. Estoy segura de que nuestro nuevo administrador le habría concedido con mucho gusto el permiso al señor Manning.

—¿Tiene usted idea de lo que paga Manning solamente en impuestos de la propiedad?

—Por lo menos así no hay riesgo de que cortemos un cable del señor Manning. La próxima vez que hable con él, dígale que todos nosotros en el Servicio Nacional de Geología le estamos agradecidos por lo que ha hecho por el país.

Desconectó el teléfono y se dirigió a Bryson.

—Buenas noticias. Nos acabamos de ahorrar más de tres horas de trabajo.

Poco después de las cuatro de la tarde, le avisaron a Bryson de Pacific Air que habían recibido un paquete a su nombre en el aeropuerto de Seattle-Tacoma. Pero había un problema: no podían llevarlo en camión a Seattle hasta la mañana siguiente.

—¡No estará hablando en serio! —exclamó Bryson por teléfono—. Lo necesito en el laboratorio de control de calidad esta misma noche, ¡y tengo un contrato de cincuenta mil dólares por esa pieza!

—Lo siento, señor, pero si hay algo en que podamos serle útiles mientras tanto…

Pocos minutos antes de las seis, Bryson aparcó la furgoneta de alquiler en la terminal de carga de Pacific Air del aeropuerto, donde por medio de una grúa y la ayuda de tres empleados que se disculpaban cargó la máquina de más de quinientos kilos en la furgoneta.

Al cabo de una hora se hallaba en medio de la densa zona boscosa junto a la propiedad de Manning, a cien metros de la furgoneta verde del servicio forestal. Puso la furgoneta de manera que la parte posterior diera a la cerca, pero lo bastante lejos como para no ser detectado por las cámaras de vigilancia. Levantó la compuerta de la furgoneta y ubicó la maquinaria de cara a la mansión de Manning. Los incontables árboles y el follaje espeso que tapaban la propiedad de Manning y ocultaban su terreno no eran un impedimento. Por el contrario: contribuían a camuflar el aparato del científico ruso.

Luego sacó una mochila llena de pequeños discos, cada uno conectado a un disparador que detonaría al recibir una señal del transmisor inalámbrico. Anduvo casi medio kilómetro por el bosque, rumbo al camino principal. Después, yendo a lo largo de los límites de la propiedad, fuera del alcance de las cámaras y apartado de los detectores de presión, comenzó a arrojar los discos al otro lado de la cerca, uno por uno, y separados entre sí a una distancia aproximada de sesenta metros. Los cartuchos eran lo bastante pequeños como para no atraer la atención. Si por casualidad alguien estuviera controlando las cámaras (lo cual era improbable, pues las cámaras estaban allí para el caso de que sonara la alarma), no vería más que una imagen borrosa, algo que podría haber arrojado un pájaro, un insecto quizás.

En el interior de la furgoneta verde del sevicio forestal, Elena armó rápidamente su equipo. El ordenador portátil estaba conectado ahora al retransmisor óptico por medio de un cable de seis metros que pasaba inadvertidamente por debajo de la furgoneta, oculta por hojas y suciedad, y terminaba en la caja de juntura. Había puesto una escucha, al principio para observar y oír, no para transmitir nada. Había venido preparada, tenía montones de software, tanto de uso comercial como especialmente diseñado para la ocasión. Hizo lo que se llamaba una «prueba de sigilo» para identificar el sistema y ver qué tipo de software para detectar intrusiones tenía; e insertó un módulo preescrito para sobrecargar el sistema con una cantidad inesperadamente grande de información y así crear un desborde de la memoria intermedia. Luego puso un detector de redes para ubicar y clasificar los sistemas de la red de seguridad, para averiguar qué tipo de tráfico de red se enviaba y se recibía, y cuál era la organización básica.

En pocos segundos, «la caja era suya», como les gustaba decir a los piratas. Si bien ella no era pirata, hacía ya tiempo que se había decidido a estudiar ese negocio, de la misma manera que un buen agente estudiaría los métodos del ladrón o las técnicas del forzador de cajas fuertes.

El aprendizaje había valido la pena. Ya estaba dentro.

El bote de pesca de aluminio y más de tres metros de eslora, tenía un motor Evinrude fuera borda, silencioso y de cuarenta caballos. Bryson avanzó con rapidez por el lago, golpeado suavemente por el oleaje. El sonido era ínfimo, y se lo llevaba el viento dominante que soplaba desde la propiedad de Manning. No bien divisó la línea de boyas anaranjadas que demarcaban las aguas protegidas frente al muelle y el jardín de Manning, redujo la velocidad y luego apagó el motor, que escupió y por fin se extinguió. En teoría, habría podido cruzar la línea de boyas, pero debía suponer, aunque no lo supiera a ciencia cierta, que Manning tenía allí algún tipo de vigilancia para detectar la llegada de una embarcación intrusa.

Incluso desde aquí podía ver la mansión, iluminada por focos que estaban a baja altura y cubrían la ladera. La mayor parte del edificio era subterráneo, lo cual daba a la estructura una apariencia más modesta de la que en realidad tenía. Echó el ancla, para tener el bote en posición en caso de emergencia, si era tan afortunado como para poder escapar. Le había dicho a Elena, le había asegurado, que su plan incluía un escape, pero no era cierto; ahora se preguntaba si ella no lo sospechaba secretamente. O bien ganaría y se salvaría, o perdería y le matarían. No había término medio.

Empezó rápidamente a reunir sus materiales. Si bien debía moverse con el menor peso posible, había de estar prevenido contra decenas de diferentes obstáculos que simplemente no podía prever, lo cual implicaba una gran variedad de materiales. Sería desafortunado echar por la borda toda la operación por no tener la herramienta justa. Su chaleco táctico estaba repleto de varias armas, de ropa cuidadosamente doblada y de otros objetos, todos envueltos en plástico.

Llamó por radio a Elena.

—¿Qué tal todo?

—Bien. —Su voz sonaba fuerte y clara, optimista—. He entrado en el sistema.

Había logrado penetrar la vigilancia por vídeo a través del cable de fibra óptica.

—¿A qué distancia pueden ver las cámaras?

—Eh, hay áreas más claras que otras.

—¿Cuáles no son tan claras?

—Las áreas privadas y residenciales. Parece que las controlan de forma local.

Quería decir que las cámaras en los sitios no públicos de la casa no eran controladas en la sede de Systematix, sino en la casa de Manning. Éste quería conservar al menos una apariencia de intimidad.

—Eso es tener mala suerte.

—Es cierto. Pero hay buenas noticias. Hay algunas reposiciones por televisión que están bien.

¡Había ubicado imágenes de vídeo del día anterior y se las había ingeniado para retransmitirlas por el sistema monitorizado para que pareciera actual!

—Ésa es una noticia fantástica. Pero espera a que completemos la primera fase. Vale, volveré a comunicarme después de darme un chapuzón.

La vestimenta Nomex, negra y ligera, que había escogido para infiltrarse en la residencia, no era impermeable, por lo que llevaba encima un traje de neopreno. Se sentía acalorado, pero el agua fría del lago pronto le bajaría la temperatura del cuerpo. Por encima de su chaleco táctico se puso el compensador de flotación, que ya estaba conectado con la botella de oxígeno, se ajustó las hebillas y el cinturón de plomos, se puso la máscara de silicona, y por fin se metió el regulador en la boca. Después de comprobar brevemente que el equipo estaba en orden, se arrodilló a un costado del bote y se tiró al agua de cabeza.

Tras el impacto, salió a flote a la superficie del lago. Miró a su alrededor, se orientó y comenzó a vaciar su chaleco inflable. Se hundió lentamente bajo el agua, que estaba fría y cristalina. A medida que descendía, notó que se hacía más fangosa y opaca. Se detuvo para compensar la presión de aire y sintió cómo se le destapaban los oídos. Cuando llegó a una profundidad de poco menos de veinte metros, la visibilidad se redujo a pocos metros. Eso no estaba bien; debía moverse lentamente y con cuidado. Empezó a nadar en dirección a la costa sintiéndose ligero de cuerpo.

Trató de reconocer el gemido grave y distinto del sonar, pero sólo oyó silencio, lo cual era tranquilizador en cierto sentido, e inquietante en otro: debía haber algún sistema de vigilancia submarina.

Y entonces lo vio.

Allí, flotando a no más de tres metros sobre su cabeza, balanceándose en el agua como un depredador marino. Redes.

Pero no eran simplemente redes. Era una barrera de alarma subacuática. Redes con una malla de fibra óptica engarzada en la estructura, paneles interconectados que formaban zonas de alarma y sensores de control electrónico por medio de cables de comunicación por fibra óptica. Era un sistema de detección de intrusos de una sofisticación fuera de lo común, usado para proteger instalaciones militares submarinas.

La malla acuática estaba sujeta a una serie de boyas y anclada al lecho del lago por medio de pesas. No podía atravesarla a nado, por supuesto; tampoco podía cortarla ni romperla sin activar la alarma. Desinfló su chaleco de flotación hasta que logró hacer pie sobre el lecho del lago, luego se acercó a la malla y la examinó. De hecho ya había instalado algo semejante en Sri Lanka, y sabía que las falsas alarmas no eran infrecuentes. La malla era propensa a rozar y romperse, puesto que el agua está en constante movimiento, y la fauna submarina, ya fueran peces o cangrejos, podía escurrirse a través de ella, quedar enganchada y hasta mordisquear los cables. No era de ninguna manera un sistema perfecto.

Pero no podía correr el riesgo de activar la alarma. Esta noche más que cualquier otra, el personal de seguridad de Manning estaría en máxima alerta. Era probable que respondieran al menor signo de alarma.

Se dio cuenta de que respiraba con agitación, como reacción al miedo, y eso causaba que le faltase el aire, como si no pudiera llenarse los pulmones; por un instante sintió pánico. Cerró los ojos un momento y se forzó a recobrar la calma hasta que la respiración volviera a ser regular.

La malla estaba diseñada para botes, para pequeños submarinos, recordó. No para buceadores, ni nadadores.

Se puso de rodillas e inspeccionó las plomadas que mantenían tirante la red. El lecho del lago era de cieno, un sedimento suave y fangoso que cedía apenas lo tocaba. Hizo presión sobre el cieno, empezó a hundir los dedos y luego las manos ahuecadas como palas. Se alzó una nube de sedimento que lo envolvió y tornó el agua opaca. Rápidamente, y con extraordinaria facilidad, había excavado una zanja alargada bajo el fondo de la malla, por la que se podía escurrir y deslizar. Al pasar, el movimiento del agua rizó la red de sensores. Pero eso no podía bastar para activar la alarma: el agua del lago siempre estaba en movimiento.

Ya estaba al otro lado: en aguas de Manning. Volvió a escuchar con atención por si detectaba el sonido bajo de un sonar, pero no oyó nada.

«¿Y si me equivoco?».

«Si me equivoco —pensó—, no tardaré en enterarme». No era el momento de especular. Nadó en dirección a la costa con firme determinación, hasta que llegó a los pilares debajo del muelle, cubiertos de algas. Rodeó el muelle hasta la parte más alejada, donde sabía que se hallaba la caseta donde guardaban las lanchas, y se fue acercando más y más, mientras el agua se hacía cada vez menos profunda; ahora la superficie del lago estaba a medio metro por encima de él. Desinfló completamente su chaleco, y siguió andando por el fondo del lago hasta que la cabeza emergió del agua y se halló justo debajo del muelle. Se quitó la máscara, escuchó con atención, miró hasta donde le alcanzaba la vista, y comprobó que no había nadie; después se sacó el chaleco de flotación, con la botella y las mangueras atadas a él, y apoyó el equipo de buceo en una ancha viga del muelle. Allí esperaba encontrarla en caso de que volviese a necesitarla.

«Si he de ser tan afortunado».

Después se aferró al borde del muelle y comenzó a trepar por él.

La caseta donde guardaban las lanchas le impedía ver la casa; pero también le servía para ocultarse si alguien miraba hacia el lago desde una ventana de la mansión. El jardín estaba a oscuras, y la única luz que bañaba el césped junto a la casa provenía de las grandes ventanas en arco. Se sentó en el borde del muelle, se quitó el chaleco táctico y el traje de neopreno, y luego volvió a ponerse el chaleco sobre la vestimenta negra de Nomex. Sacó una a una las armas y las herramientas que tenía en el chaleco, les quitó las bolsas de plástico y volvió a ponerlas. Se arrastró por toda la extensión del muelle, y cuando llegó a la caseta se puso de pie. Estaba oscura y al parecer vacía. Si había calculado mal, tenía a mano la 45 de cañón recortado en uno de los bolsillos delanteros del chaleco. La sacó y la llevó empuñada mientras se dirigía al jardín.

«Por ahora, sin problemas». Pero no era más que el principio, y las medidas de seguridad sin duda se intensificarían cuanto más se acercara a la residencia. No podía permitirse bajar la guardia. Sacó un pasamontañas negro y se lo puso en la cabeza, quedando tan sólo los ojos al descubierto. De otro bolsillo del chaleco sacó un metascopio, el monocular de visión nocturna que detectaba luz infrarroja, y miró con el ojo derecho.

Lo primero que vio fueron los haces de luz.

Atravesaban todo el jardín, eran sensores lumínicos para detectar movimiento, y era probable que estuvieran conectados a cámaras infrarrojas. Si alguien cruzaba el jardín interrumpiría un haz y activaría la alarma.

Pero la altura mínima que tenían era de un metro, para evitar que los animales pequeños hicieran sonar la alarma.

¿Perros acaso?

Era posible. Podía ser de hecho que hubiera perros guardianes, aunque no había oído ni visto ninguno.

El metascopio venía con un arnés para ajustar a la cabeza, con lo que las manos quedaban libres de movimiento. Las necesitaría. Se colocó el monocular y acomodó el ojo a la mira. Ahora podría atravesar el jardín esquivando los haces de luz infrarroja.

Pero cuando se agachó y comenzó a arrastrarse debajo de los haces de menor altura, oyó algo que le paralizó.

Un leve gemido, un gruñido de perro. Levantó la vista y vio que varios perros cruzaban el jardín al trote, apretando el paso. No eran perros de compañía, sino doberman. Con las cabezas en forma de bala, adiestrados e implacables.

Sintió un nudo en el estómago. Dios santo.

Se echaron a correr, con las patas tiesas como caballos, ladrando como locos y enseñando los dientes afilados. Calculó que estaban a unos veinte metros, pero se acercaban a toda marcha. Del chaleco táctico sacó la pistola de dardos tranquilizantes, que tenía el aspecto de una pistola normal; apuntó, con el corazón palpitante, y disparó. Cuatro breves detonaciones, y el proyector de corto alcance de dióxido de carbono disparó cuatro dardos tranquilizantes de diez centímetros cada uno, el primero erró el tiro, pero los otros tres dieron en el blanco. Todo sucedió en silencio: dos de los perros se desplomaron casi en el acto, mientras que el más grande avanzó tambaleante unos metros más hasta caer al suelo. Cada jeringa inyectaba diez centímetros cúbicos de un paralizante neuromuscular a base de fentanil, que tenía un efecto inmediato.

Sudaba a mares, y no podía controlar el temblor. A pesar de que se había preparado para esta eventualidad, le había cogido casi desprevenido, sin la 45 ni la pistola de tranquilizantes a mano; unos segundos más, y unas poderosas mandíbulas lo habrían cogido del cuello y la ingle. Se quedó acostado sobre el césped con rocío, aguardando. Podía haber más perros, una segunda jauría. Podía ser que los ladridos hubieran llamado la atención de los guardias. Eso era probable. Pero incluso los perros más adiestrados podían reaccionar a falsas alarmas; si dejaron de ladrar, la atención se desviaría a otras cosas.

Treinta, cuarenta y cinco segundos de silencio. La vestimenta negra de Nomex y el pasamontañas le permitían confundirse con la noche. No había más perros a la vista; en todo caso, no podía seguir esperando. Dispuestas en el jardín, como estipulaba el código estatal de obras, habría varias rejillas para la ventilación del parking subterráneo que se encontraba justo por debajo. Uno de los relatos que había leído sobre las dificultades en la construcción de la mansión aludía a un pequeño altercado con el inspector de obras sobre la ubicación del garaje, que se llamaba invariablemente la «cueva de los murciélagos» porque Manning y sus invitados entraban por una rampa excavada a gran profundidad en la ladera al otro lado de la casa. Debido a la presión de la opinión pública, Manning hubo de hacer concesiones, y añadió pozos de ventilación que se abrían discretamente al jardín.

Bryson volvió a arrastrarse por el césped y torció a la izquierda, con cuidado de no interponerse en los haces de luz infrarroja. No vio nada. Gateó otros tres metros hacia adelante, hasta la leve inclinación que conducía a la casa, y entonces dio con ella: la parrilla de acero que cubría el canal de ventilación. La agarró con firmeza, listo para forzarla si era necesario, pero después de unos cuantos tirones cedió.

La abertura no era muy grande, tal vez de cuarenta por cincuenta, pero bastaba para que él pudiera pasar. La única pregunta era: ¿cuán profunda era? Las paredes internas del canal de ventilación eran lisas y de hormigón: no había manijas ni nada donde aferrarse. Había esperado que el descenso fuera más sencillo, pero estaba preparado para la situación. En veinte años de trabajar como agente, había aprendido a estar listo para lo peor; era la única garantía de éxito. El cuello del pozo, en el cual estaba insertada la parrilla, era de acero; al menos eso era un alivio.

Miró por el pozo de ventilación a través del monocular de visión nocturna, y se alegró al ver que allí abajo no había haces de luz infrarroja. Por fin se quitó la montura que le sujetaba el monocular a la cabeza, que había empezado a resultarle incómoda, y la guardó.

Sacó la radio, y llamó a Elena.

—Voy a entrar —dijo—. Pon los efectos especiales. Primera fase de ignición.