30

No estaban ni remotamente cerca de la estación central de ordenadores, el servidor al otro lado del gran salón. Delante de ellos había una caja de archivos claramente etiquetada; los catorce documentos legales estaban desparramados sobre la mesa como un abanico.

—¿Por qué diablos se demoró tanto en venir? —dijo Bryson indignado—. ¡He estado llamando a seguridad desde hace media hora!

El hombre les clavó la mirada, con recelo. Su aparato de radio sonó con interferencias.

—¿De qué demonios habla? No he recibido ninguna llamada.

Elena se puso de pie, gesticulando con su tablilla.

—¡Oiga, sin el contrato de servicio, perdemos el tiempo! ¡Se supone que lo deben dejar en el mismo sitio cada vez! ¡No somos nosotros los que hemos de hurgar hasta encontrarlo! ¿Tiene alguna idea de cuánta información se perderá así?

—Hacía muchos aspavientos con las manos mientras hablaba, y con el dedo índice le apuntaba al pecho.

Bryson la miraba, impresionado; le siguió la corriente.

—Se ve que seguridad ha cerrado el sistema —dijo mientras sacudía la cabeza con petulancia y se ponía lentamente de pie.

—Verá, señora —protestó el guardia—, yo no sé de qué diablos está usted hablando…

Bryson le echó encima las manos con la rapidez de una boa constrictor, cogió al guardia por el pescuezo, desde atrás y con la mano izquierda, mientras que con el canto rígido de la derecha le golpeaba el plexo braquial en la base del cuello. El hombre quedó inmovilizado de repente y cayó a los brazos de Bryson. Apoyó suavemente al guardia inconsciente en el suelo y lo arrastró unos pasos hasta dejarlo en un pasillo entre dos filas de estantes. No volvería en sí en al menos una hora, tal vez más.

Tan pronto como salieron del banco por la entrada de suministros, corrieron al coche de alquiler, aparcado en la misma manzana y al otro lado de la calle. No abrieron la boca hasta que estuvieron a varias calles de distancia. Estaban conmocionados y estaban obligados a soportar la extenuación; no había nada que pudieran hacer al respecto, a no ser dormir cuando tuvieran tiempo; de lo contrario, sobrevivirían a base de cafeína y adrenalina.

Eran las tres y veinte de la madrugada, las calles estaban desiertas y a oscuras. Bryson condujo por las calles vacías de Manhattan, y cuando llegó a la zona de South Street Seaport halló una callejuela y paró sobre el bordillo.

—Es increíble —dijo Bryson con calma—. Uno de los hombres más ricos del país, del mundo, y el político más respetado de América. «El último hombre honesto de Washington», o como diablos quiera que le llamen. Una sociedad pactada desde hace años, en condiciones de absoluto secreto. Manning y Lanchester nunca aparecen juntos en público, nunca se los menciona en la misma frase; al parecer, no tienen ninguna conexión.

—La apariencia es importante.

—Cruciales. Por todo tipo de razones. Estoy seguro de que Manning quería preservar la reputación impecable de Meredith Waterman, de ese modo era mucho más valiosa para él, como parangón de la vieja guardia de Wall Street y de modo que podía usarla en secreto para controlar a los líderes políticos de todo el mundo. Tenía la coartada perfecta, el camuflaje de una respetabilidad fuera de toda duda, para ocultar el conducto de sobornos y otros fondos ilegales que canalizaba al Parlamento y al Congreso, probablemente a la Duma y al Parlamento rusos, a la Asamblea General francesa, y la lista sería interminable. Tenía a su vez una fachada que le permitía comprar partes de otros bancos, otras empresas, sin que nunca se asocie su nombre. Como el banco de Washington donde la mayoría de los congresistas tenían sus cuentas. Todo estaba allí: soborno, potencial de chantaje al usar información de carácter personal…

—Y, por supuesto, la Casa Blanca —añadió Elena—. A través de Lanchester.

—Ciertamente que Manning tendrá una enorme influencia en la política exterior estadounidense a través de él. Por eso era igualmente importante para los dos que no se filtrara ni una sola palabra de cómo Manning sacó del apuro a Meredith Waterman. La reputación de Richard Lanchester había de permanecer intacta. Si llegaba a saberse que él solo había llevado a la bancarrota al banco privado más antiguo de América merced a una especulación despiadada, él estaría arruinado. En cambio, logró mantener la leyenda de genio de las finanzas. El hombre brillante pero recto que amasó fortuna en Wall Street y se hizo tan rico que se volvió incorruptible, decidió renunciar a todo y trabajar al servicio de su país. En el «servicio público». ¿Cómo podría no sentirse honrada América de tener a semejante hombre en la Casa Blanca como asesor del presidente?

Hubo un momento de silencio.

—Me pregunto si Gregson Manning en realidad «envió» a Lanchester a la Casa Blanca. Quizás ésa fue una de las condiciones de que salvara a Meredith Waterman.

—Interesante. Pero no te olvides de que Lanchester ya conocía a Malcolm Davis antes de que anunciara su candidatura a la presidencia.

—Lanchester era uno de sus principales simpatizantes en la calle, ¿no es así? En política, el dinero compra la amistad con relativa facilidad. Y entonces se ofreció como voluntario para dirigir la campaña de Davis.

—No hay duda de que Manning también contribuyó en algo: aportando un montón de dinero a Davis, de Systematix, de sus empleados, socios y amigos, y vaya a saber de quién. Y de ese modo consiguió que Lanchester tuviera una buena imagen, que se hiciera realmente valioso, en efecto. Así Richard Lanchester, que estuvo ante la ruina, que vio cómo su ilustre carrera se hacía añicos, de repente se convirtió en una figura clave de la escena mundial. Su carrera ascendió como una estrella.

—Y se lo debe todo a Manning. No tenemos manera de llegar a Manning, ¿verdad?

Bryson negó con la cabeza.

—Pero conoces a Lanchester, le conociste en Ginebra. Te verá.

—Ahora no, no creo que me vea. Ya sabe todo lo que necesita saber de mí: lo suficiente como para saber que soy una amenaza para él. Nunca accederá a verme.

—A menos que explicites la amenaza. Y exijas un encuentro.

—¿Para qué? ¿Encontrarme con él para qué, para conseguir qué? No, el método sin rodeos ni mediación para llegar a él es un instrumento demasiado directo. Según lo veo yo, la mejor vía de acceso es Harry Dunne.

¿Dunne?

—Conozco la personalidad del tío. No será capaz de negarse a que me acerque; sabe lo que yo sé. Tendrá que verme.

—Pues, no estoy tan segura de ello, Nicholas. Puede que no se encuentre en forma para ver a nadie.

—¿De qué hablas?

—Ese número de teléfono que conseguí en la clínica de reposo: es de un pueblo llamado Franklin, en Pennsylvania. En el listado, el número corresponde a una clínica pequeña, privada y muy exclusiva. Un hospicio. Puede ser que Harry Dunne se esté ocultando; pero también es cierto que está agonizando.

No había vuelos directos a Franklin, Pennsylvania; la manera más rápida de llegar era en coche. Pero necesitaban dormir con urgencia, aunque sólo fuera por unas horas. Era fundamental que estuvieran alertas: había aún demasiado por hacer, de ello estaba seguro Bryson.

Tres o cuatro horas de sueño, sin embargo, resultaron ser peores que no dormir en absoluto. Bryson se despertó atontado (habían encontrado un motel a media hora de Manhattan que tenía un aspecto apropiadamente anónimo) al oír las teclas de un ordenador.

Elena parecía descansada, al parecer se había duchado y estaba sentada frente a su ordenador portátil, conectado a su vez a la línea del teléfono.

Habló sin mirarle, evidentemente tras oír que se movía.

—Systematix —dijo—, o bien es la prueba más impresionante de capitalismo global desenfrenado, o la corporación más aterradora que haya existido nunca. Depende de cómo lo mires.

Bryson se levantó.

—Necesitó un café antes de ponerme a mirar.

Elena señaló un vaso de cartón junto a la cama.

—Salí hace cerca de una hora. Ya debe de estar frío; lo siento.

—Gracias. Frío está bien. ¿Has podido dormir?

Negó con la cabeza.

—Me he levantado media hora después de haberme acostado. Demasiadas cosas en la cabeza.

—Dime, ¿qué has encontrado?

Ella se dio la vuelta para mirarle a la cara.

—Pues, si el saber es lo mismo que el poder, Systematix es la corporación más poderosa sobre la faz de la tierra. El lema de la corporación es «El negocio del saber», y ése parece ser el único principio organizativo, el único elemento que reúne sus vastas inversiones.

Bryson bebió un sorbo de café. De hecho, estaba frío.

—Pero pensaba que Systematix era una empresa de software: uno de los principales rivales de Microsoft.

—Software y ordenadores no son más que una parte del verdadero negocio. Tiene una diversidad extraordinaria. Ya sabemos que es dueña de Meredith Waterman y, a través de éste, del First Washington Mutual Bancorp. No puedo probar que controla los bancos de Gran Bretaña en que la mayoría de los miembros del Parlamento tienen sus cuentas, pero tengo mis serias sospechas de que es así.

—¿En qué te basas? Teniendo en cuenta las sofisticadas precauciones de Manning para ocultar su propiedad de Meredith, no habrá de ser más fácil conectarle con los bancos ingleses.

—Son los estudios de abogados, los estudios en el extranjero que tiene a sueldo, los que cuentan la historia. Y se sabe que esos estudios, ya sea en Londres, Buenos Aires o Roma, tienen buenas relaciones con ciertos bancos. Así es como puedo conectar los puntos.

—Es un razonamiento impresionante.

—Bien, a través de Systematix, Manning controla grandes partes de los gigantes de la industria militar. Y hace poco ha lanzado una flota de satélites orbitales de baja altura. Pero mira esto: a Systematix pertenecen también dos de las tres agencias americanas de informes de crédito.

—¿Crédito…?

—Piensa en cuánta información tiene de ti una compañía de crédito. Es asombroso. Una cantidad increíble de información personal. Y hay más. A Systematix pertenecen además varios de los mayores seguros médicos, y las empresas de elaboración de datos que conservan los expedientes de esos seguros de salud. Es dueña de las empresas de información médica que elaboran los historiales clínicos para prácticamente todos los organismos de salud pública del país.

—Dios mío.

—Como he dicho, el único elemento que reúne todas estas entidades, o por lo menos muchas de ellas, es la información. Lo que ellos saben. La información a la que tienen acceso. Ponte a pensar: seguros de vida y expedientes del seguro de salud, historiales médicos, documentos bancarios y de crédito. A través de su red de inversiones corporativas, Systematix tiene acceso a los documentos más íntimos y privados de lo que calculo es el noventa por ciento de los ciudadanos de Estados Unidos.

—Y eso vale solamente para Manning.

—¿Hmm?

—Manning no es más que uno de los miembros del Grupo Prometeo. No te olvides de Anatoli Prishnikov, quien es probable que tenga inversiones similares en Rusia. Y Jacques Arnaud en Francia. Y el general Tsai en China. ¿Quién sabe de cuánta información personal dispone el grupo?

—Es realmente aterrador, Nicholas, ¿te das cuenta? Para una mujer que creció en un Estado totalitario, con la Securitate, con todo el mundo como informante… las perspectivas son horripilantes.

Bryson se levantó y se cruzó de brazos. Sintió cómo se le tensaba el cuerpo; tenía la sensación incómoda y espeluznante de moverse precipitadamente, de hundirse en un infinito túnel.

—Lo que Prometeo ha logrado en Washington (obtener información personal que nadie debería nunca tener, para luego publicarla o amenazar con su publicación) puede lograrlo en todo el mundo. Puede que Systematix se ocupe de la información, pero Prometeo… Prometeo se encarga del control.

—Sí —dijo Elena, con una voz que parecía venir de muy lejos—. Pero ¿para qué? ¿Con qué propósito?

«Está a punto de transferirse el poder… Ahora queda a la vista…», pensó él.

—No lo sé. Y para cuando sepamos la respuesta, es posible que sea demasiado tarde.

Poco después del mediodía, entraron con el coche de alquiler al acceso semicircular de un edificio georgiano de ladrillo rojo, que tenía el aspecto de haber sido alguna vez una casa señorial. Tenía una placa con discretas letras de metal sobre una pared baja de ladrillo: CASA FRANKLIN. Elena esperó en el coche.

Bryson llevaba una bata blanca de médica que compró por el camino en una tienda de artículos de medicina, y se identificó como especialista en tratamiento del dolor del centro médico de la universidad de Pittsburgh, que había sido llamado por la familia de un paciente del hospicio. Bryson confiaba en el ambiente de los hospitales y otros establecimientos médicos, que por lo general carecen de recelos, y éste no era una excepción. Nadie le pidió una identificación. Adoptó una actitud de distancia profesional, si bien con el aire preocupado que requería la situación: la familia le había contactado a través de un colega y le había pedido sugerencias para aliviar al paciente en sus últimos días. Mortificado y distraído a un tiempo, Bryson les mostró una nota de color rosa en que se decía que había recibido un mensaje, junto a un número de teléfono.

—Mi secretaria no anotó el nombre del paciente —dijo—, y me da vergüenza decir que salí de mi oficina sin el fax… ¿Tiene alguna idea de quién pueda ser?

La recepcionista miró el número y lo buscó en su lista de extensiones.

—Claro, doctor. Es el señor John McDonald, en la habitación 322.

Harry Dunne parecía un cadáver con respiración artificial. Tenía la cara hundida; la mayor parte del pelo canoso se le había caído; la piel estaba llena de marcas y tenía un aspecto bronceado que no era natural. Los ojos eran como dos bultos. En la nariz tenía un tubo de oxígeno; estaba conectado a un goteo intravenoso y a una gama de monitores que registraban su respiración y ritmo cardíaco, los cuales trazaban en la pantalla que tenía detrás unos garabatos verdes e irregulares, y producían un pitido audible.

Había una línea directa de teléfono, incluso una máquina de fax, pero ambas estaban en silencio.

Levantó la vista cuando vio entrar a Bryson. Parecía mareado pero despierto, y unos instantes después sonrió entre dientes, la sonrisa horrenda de un cadáver.

—¿Ha venido a matarme, Bryson? —dijo Dunne con una risa mordaz—. Sería divertido. Me pusieron la puñetera respiración artificial. Para que siga respirando el cadáver. Igual que la maldita CIA. Ya basta de gilipolleces.

—No es un hombre fácil de encontrar —dijo Bryson.

—Eso es porque no quiero que me encuentren, Bryson. No tengo parientes que me vengan a visitar al lecho de muerte, y sé lo que hacen en Langley cuando se enteran de que uno está enfermo: empiezan a abrir la caja fuerte, meten mano a los documentos, lo quitan a uno de su oficina. Como en la Unión Soviética: el primer ministro va de vacaciones a Yalta, y cuando regresa se encuentra con sus cosas puestas en cajas en la calle, afuera del Kremlin. —Tosió con un tono gutural y desconcertante—. Hay que cubrirse la espalda.

—¿Cuánto tiempo más? —La pregunta de Bryson era intencionada y despiadada, para provocarle. Dunne lo miró con fijeza durante un momento antes de contestar.

—Hace seis semanas me diagnosticaron un cáncer de pulmón con metástasis. Hice un tratamiento desesperado de quimioterapia, y hasta de radiación. Tengo esta mierda en el estómago, en los huesos, en las malditas manos y en los pies incluso. ¿Puede creer que me ordenan que deje de fumar? Es la monda. Y les dije, joder, quizá debería hacer una dieta de fibra, para el bien que puede hacerme.

—La verdad es que me tendió una buena trampa —dijo Bryson, sin esforzarse por ocultar su enfado—. Tejió una mentira muy elaborada acerca de mi pasado, del Directorate, de cómo empezó y qué se proponía… ¿Quería usarme como su señuelo personal? ¿Para que hiciera el trabajo sucio y volviera al Directorate, para averiguar lo que nosotros… —Hizo una pausa, sorprendido de haber usado el pronombre «nosotros». «¿Es así como me veo, como les veo a ellos? ¿Soy parte del “nosotros”, otra vez parte de una agencia que ya no existe?»—, lo que sabíamos sobre el grupo Prometeo? ¿Porque éramos la única agencia de inteligencia en el mundo que había logrado averiguar lo que ocurría?

—¿Y qué es lo que averiguó después de todo? Bobadas. —Sonrió con aire lúgubre, y luego volvió a toser—. Soy como el maldito Moisés. No viviré para ver la Tierra Prometida. Sólo indico el camino, eso es todo.

—¿La Tierra Prometida? ¿La «tierra prometida» de quién? ¿De Gregson Manning?

—Olvídese de eso, Bryson —dijo Dunne, y cerró los ojos con una sonrisa retorcida en el rostro.

Bryson miró la bolsa de líquido transparente que colgaba del soporte intravenoso. Decía «quetamina». Era un calmante, pero también tenía otros usos. En la cantidad adecuada, podía inducir a la euforia y el delirio; hasta había llegado a usarse en ocasiones como suero para decir la verdad, tanto por el Directorate como por la CIA. Fue rápidamente hacia ella, halló la llave de paso y la abrió para aumentar el flujo.

—¿Qué demonios hace? —dijo Dunne—. ¿Me quiere matar? La morfina ya no me hace efecto, han debido de darme una sustancia más fuerte.

El aumento del flujo de ese derivado del opio tuvo un efecto inmediato. Dunne se ruborizó y empezó a sudar copiosamente.

—Sigue sin entenderlo, ¿no?

—¿Sin entender qué?

—¿Nunca supo lo que le pasó a su hija?

—¿A la hija de quién?

—De Manning.

Elena había sacado la biografía de Manning de Internet.

—¿La secuestraron, no?

—¿Secuestraron? Qué esperanza, Bryson. El tío estaba divorciado, y tenía una hija de ocho años que era todo para él —empezó a mascullar las palabras—. Va de visita a Manhattan, le hacen honores… una de esas cosas de caridad, la hija Ariel está en su piso del Plaza con la au pair… regresa a casa esa noche, encuentra a la au pair asesinada y a la hija desaparecida…

—Santo cielo.

—Unos tíos que se pasaron de listos… para hacer dinero… —Las palabras se desvanecían—. Pagó la recompensa… nada… se la llevaron a una cabaña remota… Pennsylvania. —Dunne volvió a tener un ataque de tos—. Con Manning… no se jode…

Cerró los ojos. Bryson esperó un momento. ¿Había exagerado la dosis? Se puso de pie, volvió a ajustar la válvula intravenosa justo cuando Dunne abrió los ojos de nuevo.

—El tío es dueño de un puñetero imperio electrónico… ofreció ayuda al FBI… para encontrarles… Tenemos satélites pero no nos dejan usarlos: están obturados… la puta Orden Ejecutiva 1233, o lo que diablos sea…

Los ojos de Dunne volvieron a estar más enfocados.

—Los gilipollas de Justicia no aprueban las escuchas… teléfonos móviles de los secuestradores… Todo jodido por una mierda… burocrática. Para proteger la intimidad de los criminales. Mientras tanto, esta niñita de ocho años… enterrada viva en un ataúd a un metro de profundidad… se asfixia poco a poco.

—Dios… Qué pesadilla.

—Manning nunca fue el mismo desde entonces. Vio la luz.

—¿Qué, qué era «la luz»?

Dunne sacudió la cabeza, sonrió extrañamente.

Bryson se levantó.

—¿Dónde está Lanchester? —preguntó—. Dicen que está de vacaciones en el noroeste, en la costa del Pacífico. Puras mentiras, en este momento no está allí. ¿Dónde está?

—Donde están todos —dijo sonriendo Dunne—. Toda la banda de Prometeo, excepto su seguro servidor. ¿Dónde diablos cree? En Lakeside.

—¿Lakeside…?

—En casa de Manning. Junto a ese lago en las afueras de Seattle. —La voz se le iba haciendo cada vez más débil. Los ojos se le cerraron—. Ahora váyase, Bryson. No me siento muy bien.

—¿Cuál es el objetivo? —preguntó Bryson—. ¿Qué sentido tiene todo?

—Es un jodido tren de carga que se te echa encima, hermano —dijo Dunne. Hizo una pausa y tosió por casi un minuto—. No hay cómo detenerlo. Ha llegado tarde. Así que lo mejor es que eche a correr.

Bryson notó que alguien se acercaba por el pasillo: un hombre negro y delgado, un enfermero, que le resultaba conocido. «¿Pero de dónde?».

Se levantó abruptamente y salió de la habitación; el instinto le decía que había un peligro inminente. Apretó el paso, como si fuera un médico con demasiadas citas que llega eternamente tarde a la siguiente.

Al final del pasillo se dio la vuelta y vio que el enfermero entraba a la habitación de Dunne. Conocía a ese hombre. «¿Pero quién era?».

Se metió en una sala con máquinas expendedoras y mesas de formica, y se devanó los sesos. ¿De dónde le conocía, de qué operación, de qué país? ¿O era de su vida civil, de sus días de profesor?

Unos minutos después asomó la cabeza al pasillo y miró en dirección a la habitación de Dunne. Al no ver a nadie, fue hacia allí con la intención de espiar en la habitación cuando pasara por delante, de echar una ojeada al enfermero.

Se aproximó a la habitación de Dunne. La puerta estaba abierta. Miró adentro; no había nadie más que Dunne, que dormía… No.

El pitido monótono del monitor para el ritmo cardíaco le hizo detenerse. El electrocardiograma, que por lo general era una línea dentada, ahora estaba llana. El corazón de Dunne había dejado de latir. Estaba muerto.

Entró enseguida a la habitación. Dunne tenía la cara blanca como tiza; no cabía duda de que estaba muerto. Se fijó en el soporte de la intravenosa y vio que la llave de paso de la quetamina estaba abierta del todo, y que la bolsa con el líquido se había vaciado casi por completo.

El enfermero había abierto la válvula. Había matado a Dunne.

Les tenían todo el tiempo vigilados. El «enfermero» (quienquiera que fuera, no era un enfermero) había matado a Dunne.

¿Por hablar?

Bryson salió a toda prisa del hospital.

—Señor, acabamos de ver algo.

El atrio estaba repleto de una masa de monitores planos, que transmitían constantemente imágenes cambiantes y de alta resolución desde los satélites estacionarios. Estaba situado en la planta alta de un centro comercial en Sunnyvale, California, encima de un centro dietético, con lo cual las instalaciones electrónicas quedaban bien ocultas.

El joven especialista en comunicaciones indicó el monitor 23A, y se dirigió rápidamente hacia él. Su supervisor, que era de mediana edad y tenía puesto un ligero auricular, se acercó a la pantalla entrecerrando los ojos.

—Allí: un Buick verde —dijo el joven—. La matrícula coincide. Conduce el hombre, la mujer va de acompañante.

—¿Software de reconocimiento facial?

—Afirmativo, señor. Confirmado. Son ellos.

—¿Qué dirección llevan?

—Sur.

El supervisor asintió.

—Despache al equipo 27 —ordenó.

Conducía Elena.

Habían de llegar inmediatamente a Seattle, debían hallar el aeropuerto más próximo, y allí un vuelo comercial, o fletar uno. Lakeside. La casa del lago de Gregson Manning. En las afueras de Seattle.

El Grupo Prometeo se reunía allí, todos ellos. Reunión: ¿para hacer qué?

Hicieran lo que hicieran, estaban todos en el mismo sitio. Bryson tenía que llegar cuanto antes.

—El enfermero —empezó a decir. Le contó a Elena que había visto a esa figura que le resultaba conocida. Dejó de hablar un instante.

De repente, Bryson empezó a asociar a toda velocidad. Recordaba imágenes vividas que pasaban deprisa. Un bunker en particular de Rock Creek Park. El chófer de Dunne que entraba por la fuerza, exigiendo ver a su jefe. Un negro esbelto, ágil y musculoso. Solomon. Le disparó, tenía una mirada cruel, casi sádica; era el mismo hombre que yacía muerto en el suelo, con la sangre que le salía a borbotones del pecho después de que su jefe le disparara.

Entonces se dio cuenta, se sintió asqueado.

—Era el chófer de Dunne. Evidentemente un hombre de Prometeo.

—Pero, ¡pero pensaba que habías dicho que había muerto, que Dunne le mató!

—¡Dios, en qué estaba pensando! Todos tenemos efectos especiales de magia en nuestro equipo: bolsas de sangre, esas pequeñas cargas explosivas que se activan con baterías, chascos, creo que se llaman. El guardarropas falso. ¡Toda la bolsa de trucos! Yo me estaba desviando y Dunne necesitaba hacer algo espectacular para hacerme volver al redil… Espera… escucha.

Ella ladeó la cabeza.

—¿Qué oyes?

No cabían dudas, era el distante revoloteo de un helicóptero. No había un helipuerto cerca de allí; tampoco había un aeródromo.

—Es un helicóptero, pero uno de esos modelos extremadamente silenciosos. Ha de estar encima nuestro. ¿Tienes un espejo para el maquillaje, una polvera, en tu bolsa?

—Claro.

—Quiero que bajes la ventanilla y sostengas la polvera en el aire, para que refleje lo que hay en el cielo. Mira sin que se den cuenta de que estás mirando.

—¿Crees que nos sigue?

—Durante los últimos minutos, el sonido ha sido casi constante, ni más alto ni más bajo. Está encima nuestro desde hace varios kilómetros.

Ella abrió la polvera y la sacó por la ventanilla.

—Sí que hay algo, Nicholas. Eso. Es un helicóptero.

—Hijo de puta —murmuró Bryson.

Pasaron por una señal que indicaba que a una milla de allí había una estación de servicio. Aceleró, se pasó al carril derecho, se colocó detrás de un El Dorado destartalado y cascado, y entró tras él al aparcamiento de la estación. La carrocería del coche que tenía delante estaba perforada por el óxido, parte del tubo de escape casi tocaba el suelo y la capota estaba sujeta con bramante. Observó al conductor que se bajaba, un hombre de pelo largo, desaliñado y con la vista nublada, que vestía unos tejanos sucios, una gorra negra y una camiseta negra de los Grateful Dead debajo de una chaqueta de tela verde del ejército. Un colgado, pensó Bryson. Un porreta.

—¿Qué haces? —le preguntó Elena.

—Contramedidas. —Bryson cogió unos papeles de la guantera del coche de alquiler—. Ven conmigo. Trae tu bolsa y todo lo que tengas.

Desconcertada, ella salió del vehículo.

—¿Ves a ese tío que se acaba de bajar del coche destartalado?

—¿Qué le pasa?

—Recuerda su cara.

—¿Cómo podría olvidarla?

—Quiero que esperes aquí hasta que salga.

Bryson cruzó el restaurante de comida rápida y vio que el conductor del El Dorado no estaba en la cola ni sentado a una mesa. «O bien en las máquinas expendedoras, comprando cigarrillos, golosinas o gaseosas, o en los servicios», pensó Bryson. El porreta no estaba en las máquinas expendedoras, sino en el servicio de hombres. Bryson reconoció las zapatillas negras andrajosas bajo la puerta de uno de los aseos. Luego orinó, fue al lavabo y comenzó a lavarse las manos. Finalmente, el hombre salió del aseo y se dirigió al lavabo. Ya era toda una sorpresa; Bryson no se lo imaginaba tan preocupado con la higiene.

Bryson lo miró por el espejo.

—Eh —dijo—, ¿puedo pedirle un favor?

El porreta lo miró con recelo, no contestó por unos segundos mientras se enjabonaba las manos. Sin levantar la vista, dijo sin hostilidad.

—Qué.

—Sé que le parecerá extraño, pero necesito que se fije afuera si está mi mujer. Creo que me ha seguido.

—Lo siento, colega, llevo prisa. —Se sacudió las manos y buscó alrededor dónde estaban las toallas de papel.

—Mira, estoy desesperado —dijo Bryson—. No te lo pediría si no lo estuviera. Puedo pagarle por el tiempo que te haga perder. —Sacó un fajo de billetes y cogió dos de veinte. «No demasiado dinero, o le parecerá sospechoso»—. Lo único que te pido es que mires afuera, eso es todo. Dime si la ves.

—Ah, colega. No hay jodidas toallas de papel. Detesto esas jodidas máquinas de aire caliente. —Se sacudió el agua de las manos y después cogió los billetes—. Más te vale que no sea una trampa, amigo —te voy a hacer mierda.

—Va en serio, colega. Completamente en serio —añadió Bryson imitándolo.

—¿Cómo es ella?

—Morena, poco más de treinta, blusa roja, falda marrón. Muy guapa. Imposible confundirla.

—¿Me quedo con esto aunque ella no esté?

—Pues claro. Colega, espero que se haya ido. —Bryson pensó un instante—. Regrese, y te daré el doble.

—Joder, no sé qué te traes entre manos, colega —dijo el porreta, mientras se iba de los servicios sacudiendo la cabeza.

Cruzó por las máquinas expendedoras, salió del restaurante y miró a su alrededor. Elena estaba en su puesto, cerca de allí, representando la parte que habían convenido, con los brazos cruzados, moviendo la cabeza de un lado a otro, y con una expresión furiosa en el rostro.

Enseguida regresó al servicio.

—Sí, está allí. Y la criatura está que arde.

—Joder —dijo Bryson, mientras le daba dos billetes más de veinte dólares—. Debo deshacerme de esa bruja. Estoy desesperado.

Sacó el fajo de billetes, esta vez eran de cien. Cuando contó veinte billetes, los abanicó en el aire.

—Me acecha todo el tiempo, mi vida es una pesadilla.

El porreta miraba ávidamente los billetes de cien.

—¿Ahora qué? —preguntó con desconfianza—. ¿No estaré haciendo algo ilegal: algo que me meta en líos?

—No, no. Por supuesto que no. No me malinterpretes. Nada de eso.

Otro hombre entró al servicio y los miró con recelo antes de usar el urinario. Bryson se quedó callado hasta que el hombre se fue.

—¿Ese viejo El Dorado es tuyo? —preguntó Bryson.

—Sí, está hecho mierda, ¿por qué?

—Te lo compro. Te doy dos mil dólares.

—Que no, colega. Ya me he gastado dos mil quinientos con los amortiguadores.

—Pues que sean tres mil. —Bryson tenía en alto las llaves del Buick—. Además puede llevarse el mío.

—Más vale que no sea un truco.

—No te preocupes.

—Eh, es un coche de alquiler —dijo con recelo al ver el llavero de Hertz.

—Así es. No soy idiota del todo. No son más que cuatro ruedas para que te lleven adonde quieras. Ya está pagado, y puedes dejarlo donde te parezca, yo me encargo.

El porreta lo pensó un instante.

—No quiero que después me venga a ver y se queje de que mi coche era una mierda y demás. Ya se lo he dicho. Tiene más de doscientos mil kilómetros.

—No hay problema. No te conozco, ni siquiera sé cómo te llamas. Y tú nunca me verás de nuevo. Lo único que quiero es huir de mi mujer. Es todo lo que me importa.

—¿Y eso vale tres mil quinientos?

—Sí, sí —dijo Bryson con fingida irritación.

—Tengo cosas dentro.

—Pues recójalas y vuelve con tus cosas.

El porreta fue al aparcamiento, sacó un morral verde del ejército del maletero y lo llenó de ropa vieja, botellas, diarios y libros, un walkman y unos auriculares rotos. Regresó al servicio.

—Te doy cien más por su gorra y la chaqueta. —Bryson se quitó su elegante chaqueta de sport azul marino y se la dio al hombre—. Coge mi chaqueta. Está claro que ha salido ganando. Y además ha vendido el coche por tres veces lo que vale.

—Es un buen coche, colega —dijo con aire hosco.

Bryson le dio el billete de cien, y después otro.

—Espere a que me haya ido con su coche para salir con el mío, ¿vale?

El porreta se encogió de hombros.

—Lo que quieras.

Bryson cogió las llaves del El Dorado y le dio la mano.

El porreta se quedó mirando por la ventana, cerca de donde estaban las máquinas expendedoras, hasta que vio pasar lentamente a su viejo coche. Luego se detuvo y, para su sorpresa, el hombre vio que la bella esposa, la morena de blusa roja, corría al coche y se metía enseguida, tras lo cual desaparecieron.

«Los del suburbio son un atajo de anormales —pensó mientras sacudía la cabeza sin dar crédito a sus ojos—. Joder».

El helicóptero Bell 300 se cernía directamente sobre la estación de servicio.

—Le hemos identificado —dijo el observador en el asiento del acompañante, mientras miraba con prismáticos y hablaba en el micrófono de sus auriculares. Observó al hombre de la chaqueta azul que entraba al Buick último modelo.

—Entendido —contestó la voz—. Ahora vamos a usar el satélite, páseme de nuevo el número de matrícula del Buick.

El observador ajustó los prismáticos hasta que alcanzó a leer la matrícula, luego leyó los números en voz alta.

—Santo cielo, ¡mire el modo en que conduce ese tío! Ha de haber parado a beber unas copas; con razón tardó tanto.

La voz con interferencias se oyó de nuevo por el auricular.

—¿Ha identificado a la mujer?

—Negativo —replicó el observador—. No había ninguna mujer con él. ¿Cree que la habrá dejado allí?

El porreta con la camiseta negra de los Grateful Dead y el elegante chaleco azul marino no podía creer la suerte que había tenido. Primero, se deshizo de esa mierda de El Dorado por tres mil quinientos dólares, cuando el verano pasado no había conseguido venderlo por quinientos. Después, le dan un coche gratis de alquiler, al parecer por tiempo ilimitado. Y entre vender su asquerosa chaqueta del ejército y la gorra, y asomar la cabeza para comerse con los ojos a la muchacha de un tío jodido, en media hora había ganado más de lo que ganaba en un mes. Qué importaba en qué diablos andaba ese idiota, que pagó todo ese dinero para huir de la mujer para que después la bruja se metiera otra vez en el coche.

Tenía la radio a todo volumen e iba a ciento cincuenta, cuando de pronto vio que un camión articulado se le echaba encima desde la izquierda y se le acercaba cada vez más…

¡Y después lo empujaba al costado de la carretera!

¿Qué demonios era eso? El colgado giró bruscamente el volante a la derecha, al tiempo que el camión lo forzaba a salir del camino y subirse al arcén.

—¡Joder! —gritó al bajarse del coche, con el puño levantado al conductor del camión—. ¿Qué mierda te has creído, cabrón?

De la cabina del camión, del lado del acompañante, bajó un hombre robusto de unos cuarenta años y cabello al ras. Rodeó el coche, miró por las ventanillas y golpeó con los nudillos el maletero.

—Ábrelo —le ordenó.

—¡Quién mierda te has creído que eres, camionero, fascista…! —gritó el porreta, pero se calló de golpe cuando vio que le apuntaba a los ojos con una pistola—. ¡Coño!

—Que abras el maletero.

Temblando, el porreta regresó al coche, abrió la portezuela y buscó la palanca del maletero.

—Debería haber sabido que me estaban jodiendo —murmuró.

El del pelo al ras examinó el maletero y volvió a mirar en el asiento trasero. Abrió la portezuela de atrás y sacó el morral verde. Como medida de precaución, disparó dos veces al morral y luego dos balazos más a los asientos, por si las moscas.

El porreta sólo atinó a mirar, temblando aún y aterrorizado.

El otro le hizo unas cuantas preguntas y luego apartó la pistola.

—Córtate el pelo y búscate un trabajo —gruñó mientras regresaba al camión.

—¿Qué diablos ha ocurrido? —gritó el supervisor en la central de vigilancia de Sunnyvale, California.

—No… no estoy seguro —vaciló el técnico.

—¿Qué lleva en el asiento trasero? ¡Primer plano! Eso. Es un bolsón —una especie de morral. ¿De dónde ha salido?

—No lo he visto antes, señor.

—Vuelva a pasar la imagen del S23-994, de las 14:11. —Se giró hacia el monitor adyacente. En pocos instantes, vio al hombre extraño con la camiseta negra, llevando el morral verde desde el restaurante al Buick último modelo—. Mismo objeto —dijo el supervisor—. Hacia atrás.

—Rebobino. ¿De dónde salió ese bolso?

Poco después vieron cómo el hombre de pelo largo juntaba lo que parecía basura en el maletero y los asientos delantero y trasero del destartalado El Dorado.

—Mierda. Vale, coge ese vehículo, rápido, ahora define e inserta la imagen, y sintonízala para hacer una búsqueda.

—Entendido.

En menos de treinta segundos, el El Dorado apareció en foco vía satélite.

—Enfócalo en primer plano —dijo el supervisor.

—El conductor es un hombre, la acompañante una mujer —dijo el técnico—. Tenemos la confirmación. El objetivo está de nuevo a la vista, señor.

El El Dorado escupía nubes de humo de aceite a medida que Elena y Bryson aceleraban por la carretera.

«Aún está allí. No les hemos perdido de vista».

Una señal grande y cuadrada hecha de ramas, ubicada a la izquierda y a unos quince metros de donde estaban, anunciaba el campo chippewah. La entrada era poco más que una brecha entre los árboles, un camino sucio y de canto rodado que se metía en algún bosque cerca de allí.

Bryson se fijó más y vio un cartel más pequeño que colgaba del otro y que decía cerrado.

El ruido que tenían encima se hacía cada vez más fuerte: el helicóptero cambiaba de altitud, y ahora descendía.

¿Por qué?

Sabía por qué. La carretera estaba suficientemente desierta; el helicóptero tomaba posiciones.

De repente salió de la carretera y se metió en el camino lateral. Era probable que llevara a una zona boscosa.

—Nicholas, ¿qué haces? —gritó Elena.

—La fronda de hojas hará que no nos detecten —explicó Bryson—. Tal vez nos permita perder de vista el helicóptero.

—Entonces, no lo perdimos en la estación de servicio…

—Sólo por un momento.

—¿No sólo nos está siguiendo, verdad?

—No, cariño. Creo que tienen algo planeado para nosotros.

El ruido constante le indicó que el helicóptero había localizado sin dificultad el camino y avanzaba en consecuencia. El camino de canto rodado daba a un claro del bosque, y después a un sendero que al parecer no era para coches. Iba a toda velocidad. El coche no era el indicado para ese tipo de terreno; era bajo y rozaba todo el tiempo con las piedras. Las ramas de los árboles a ambos lados del estrecho sendero rayaban también la carrocería.

Luego, justo delante de ellos, vio cómo el helicóptero sobrevolaba el camino y aparecía lentamente en su campo de visión. Había otro claro a unos treinta metros, y el coche cruzaba el bosque directamente hacia allí. Clavó los frenos; el coche coleó, chocando con los árboles a ambos lados. Elena no pudo contener un grito y se aferró al salpicadero.

«No puedo dar la vuelta, ¡no hay espacio para maniobrar!».

Justo cuando el El Dorado entró al claro cubierto de hierba, donde había unas cuantas cabañas de madera, el helicóptero descendió hasta una altura de no más de seis metros, con la parte de delante hacia abajo.

—¡Usa tu pistola! —gritó Elena.

—No servirá de nada, está blindado, y además está demasiado lejos.

Miró al helicóptero en una fracción de segundo, para ubicar dónde estaba la torreta con la ametralladora, y en cambio vio una plataforma de lanzamiento de un cohete. Por un pelo no chocó contra una cabaña, y viró bruscamente en torno a ella.

De golpe se oyó una tremenda explosión: la cabina se había convertido en una bola de fuego. ¡Disparaban armas incendiarias, eran como misiles!

Elena volvió a gritar.

—¡Nos están apuntando! ¡Quieren matarnos!

Bryson conservó la sangre fría y vio que el helicóptero volvía a cambiar de posición. Giró bruscamente el volante a la derecha, con el coche a toda velocidad, y las ruedas derraparon con gran estrépito en la tierra.

¡Otra explosión! A pocos pasos del coche, otra cabaña se prendió fuego no bien el misil hizo impacto.

«¡Concéntrate! ¡No te distraigas, no mires: concéntrate!», se decía Bryson.

«Hay que huir de aquí, pero ¿cómo, adónde? ¡He de salir de este claro, hacia donde los misiles no puedan alcanzarnos!».

Bryson pensaba con frenesí. «¡No hay adonde ir, todo está a su alcance, no hay un sitio adonde no llegue un misil!».

«¡Santo cielo!». Un misil pasó tan cerca que casi lo vio rozar la capota del coche, y fue a dar contra un enorme roble, donde por fin explotó. Estaban rodeados por el fuego, ardía el prado cubierto de hierba. Las dos cabañas que habían sido destruidas eran presa de las llamas, que se elevaban como columnas de fuego.

—¡Dios mío! —se oyó gritar a sí mismo. ¡Estaba a punto de enloquecer del horror, superado por la sensación de impotencia, por el absurdo de la situación!

Entonces divisó un puente. Al otro lado del prado en llamas, un breve sendero daba a un río ancho y fangoso, con un viejo y desvencijado puente de vigas que lo cruzaba. Bryson apretó el acelerador y se dirigió a toda velocidad hacia allí. Elena gritó:

—¡Pero qué haces! ¡No puedes, el puente se vendrá abajo, no es para coches!

Los árboles que tenían delante explotaron en llamas de color naranja, cuando otro misil volvió a errar el blanco. Se lanzaron recto hacia el infierno. Por uno o dos segundos, todo se volvió blanco y naranja cuando las llamas lamieron el vidrio y lo ennegrecieron, hasta que salieron del otro lado del holocausto, impulsados hacia el puente de madera. Se balanceaba peligrosamente a tres metros de altura, sobre el lento río de lodo.

—¡No! —gritó Elena—. ¡Se vendrá abajo!

—Deprisa, baja la ventanilla —gritó Bryson mientras hacía lo mismo—. Y respira hondo.

—¿Qué…?

La hélice del helicóptero se acercaba cada vez más, era un sonido que Bryson llegaba a sentir más que a oír.

Volvió a apretar el acelerador, y el coche salió disparado hacia adelante, chocando contra los parapetos de madera.

—¡No! ¡Nicholas!

Todo sucedió a cámara lenta, como si el tiempo se hubiera detenido. El coche se tambaleó hacia adelante y después se zambulló en el río. Bryson rugió y se agarró al volante y al salpicadero; Elena se aferró a él, gritando a su vez.

El impacto fue enorme. El El Dorado dio primero con el parachoques en el agua, y luego se precipitó. En los últimos segundos antes de sumergirse en el río opaco, Bryson oyó una explosión justo detrás de ellos; alcanzó a ver cómo el puente se derrumbaba envuelto en llamas.

El mundo estaba a oscuras, era turbio; el coche se hundió; el agua marrón entró en torrentes por las ventanas y enseguida llenó el interior. Bryson llegaba a ver a poca distancia debajo del agua. Contuvo la respiración, se soltó el cinturón de seguridad y ayudó a Elena a que se soltara el suyo; después salieron del coche, con movimientos lentos, como danzando entre las sombras, en la turbieza. Cogió a Elena con todas sus fuerzas, y así avanzaron justo por debajo del espejo de agua salina, transportados por la corriente, hasta que les faltó el aire y salieron a la superficie, rodeados de cañas y hierbas de pantano.

Y los dos, jadeantes, dieron grandes bocanadas de aire.

—Abajo —le dijo él resollando.

Estaban rodeados de altas cañas que les impedían ser vistos. Podía oír el helicóptero, aunque no lo veía; señaló hacia el agua, y Elena asintió. Después volvieron a llenarse los pulmones de aire y se sumergieron otra vez.

El instinto de supervivencia es una poderosa fuente de energía: les dio el impulso para continuar, les permitió estar bajo el agua por más tiempo del que de otro modo habrían estado, les hizo nadar con gran resistencia. Cuando volvieron a salir para tomar aire, aún camuflados entre cañas y hierbas acuáticas, parecía que el rugido del helicóptero había disminuido; parecía haberse alejado. Asomando apenas la cabeza del agua, Bryson miró hacia el cielo y vio que el helicóptero había ganado altitud, probablemente para rastrear un área más amplia.

«Bien; no están seguros de adonde hemos ido, ni si quedamos atrapados en el coche y nos ahogamos», pensó.

—Otra vez —dijo Bryson.

Volvieron a respirar hondo, a llenarse los pulmones de aire, y se zambulleron de nuevo. Habían encontrado un ritmo, ahora seguían sus propios pasos en la fuga; nadaban, se dejaban llevar por la corriente río abajo, y cuando les faltaba el aire, volvían a salir a la superficie, protegidos por la densa vegetación acuática.

Volvieron a sumergirse y a salir otra vez a flote, y así una y otra vez hasta que pasó media hora y Bryson miró al cielo y vio que el helicóptero había desaparecido. No había ninguna señal de vida que reportar; los observadores habían perdido a sus blancos con la esperanza de que estuvieran muertos.

Por fin llegaron a un punto en que el río se hacía menos profundo y pudieron hacer pie y reposar. Elena se sacudió el agua fangosa del cabello, y tosió algunas veces antes de recuperar el aliento. Tenían la cara cubierta de lodo; Bryson no pudo evitar reír, aunque más de alivio que de diversión.

—Así que ésta era tu vida —dijo ella, como una analista que le habla a un agente. Volvió a toser—. Te sienta bien.

Medio sonriendo, contestó:

—Esto no es nada. Hasta que no te zambullas en los canales de Amsterdam, es como si no hubieras vivido. Allí son tres metros de profundidad. La tercera parte es mugre y basura. El otro tercio es una capa de bicicletas abandonadas, puntiagudas y oxidadas, y cuando te rasguñas duele con locura. Después hiedes una semana entera. En lo que a mí respecta, esto ha sido un refrescante chapuzón en una reserva natural.

Subieron a la orilla del río, el agua chorreaba de su ropa empapada. Soplaba una brisa fresca que hacía rizar las cañas y les daba frío. Elena empezó a tiritar y Bryson la apretó contra él, dándole todo el calor que podía.

Aproximadamente a un kilómetro del Campo Chippewah había un bar-restaurante. Empapados y fríos, incrustados de barro, se sentaron al bar y bebieron café caliente, conversando tranquilamente y pasando por alto las miradas del camarero y los clientes.

En la pared había montado un televisor, que transmitía una telenovela que acababa de comenzar; el camarero apuntó al aparato con el control remoto y cambió de canal a la CNN.

El rostro plebeyo de Richard Lanchester ocupaba toda la pantalla, era una imagen tomada de una de sus tantas apariciones en el Congreso. La voz del presentador empezó en mitad de una frase: «… según las fuentes, será nombrado para dirigir la nueva agencia de seguridad internacional. Las reacciones en Washington han sido abrumadoramente favorables. Lanchester, quien según se afirma está disfrutando de unas raras vacaciones de trabajo en la costa oeste, no estaba disponible para comentar al respecto…».

Elena se quedó helada.

—Ya ha comenzado —murmuró—. Ya ni siquiera se molestan en ocultar nada. Dios mío, ¿qué es esto, qué hacen, qué es realmente?

Dos horas más tarde, habían fletado un avión privado a Seattle.

Ninguno de los dos durmió; conversaron en voz baja y con insistencia. Hicieron planes, concibieron estrategias; se abrazaron, incapaces de expresar lo que ambos temían, aquello con lo que Harry Dunne había zaherido a Bryson desde su agonía: que hubieran llegado demasiado tarde.