La sede central del eminente banco de inversiones Meredith Waterman estaba ubicada en Maiden Lañe, en el extremo sur de Manhattan, a pocas calles de Wall Street y a la sombra del World Trade Center. A diferencia del palazzo imitación renacentista del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, que se encontraba cerca de allí y en cuyas cinco plantas subterráneas estaba depositada buena parte de la reserva en oro del país, el edificio Meredith Waterman no tenía tantas pretensiones y exhibía una elegancia sobria y orgullosa. Era un edificio neoclásico, agraciado y de cuatro plantas, con un techo de mansarda y una fachada de ladrillo y piedra caliza, construido un siglo atrás en estilo Segundo Imperio francés; parecía fuera de su sitio, de otra era: París en tiempos de Napoleón, cuando los franceses osaron soñar con un imperio universal.
Rodeado de los rascacielos modernos del distrito financiero, el prominente edificio de Meredith Waterman irradiaba una serena confianza debido a su linaje aristocrático, puesto que Meredith Waterman fue el banco privado más antiguo de América. Era célebre por su reputación refinada, por administrar las fortunas de generaciones de las familias más pudientes de América, y sus clientes eran ricos de toda la vida. El nombre Meredith Waterman evocaba su legendario salón de socios, revestido en ébano, pero al mismo tiempo poseía un alcance global. Había artículos y perfiles en publicaciones financieras, desde Fortune a Forbes pasando por el Wall Street Journal, que hablaban de la exclusividad de este banco privado, del hecho de que perteneciera a catorce socios generales cuyas familias se remontaban a la fundación de la misma Manhattan, y de que fuera la última sociedad privada que quedaba entre los grandes bancos de inversión americanos.
Bryson y Elena se prepararon durante algunas horas. Ella había investigado exhaustivamente el Meredith Waterman a través de Internet, en la Biblioteca Pública de Nueva York. Había muy poca información financiera disponible sobre el banco: como no era una corporación con fondos públicos, se veía obligada a divulgar lo mínimo acerca de sus operaciones. Pero consiguió reunir mucho más acerca de los socios generales, si bien una buena parte eran simples datos biográficos. Richard Lanchester no figuraba entre los socios; había renunciado poco después de ser nombrado asesor presidencial en asuntos de seguridad nacional. Desde entonces, parecía no tener ninguna relación con su antiguo empleador.
¿Y qué había de los vínculos sociales, personales, de las amistades que se remontaban a la escuela, las conexiones de familia? Elena buscó y buscó, pero no encontró nada. Los círculos sociales de Lanchester no parecían cruzarse con los de sus antiguos socios; tampoco había ido a los mismos colegios. Si había una conexión con Lanchester, ésta no era evidente.
Mientras tanto, Bryson reunió información de la manera que más a gusto se sentía: a pie, mirando, haciendo llamadas telefónicas. Pasó varias horas andando por el vecindario, simulando que era un operario de la compañía telefónica, un vendedor de software, un empresario en busca de oficina para alquilar, y trabando conversación con especialistas en computación que salían de los edificios aledaños. Al promediar la tarde, había amasado una cantidad respetable de información sobre las instalaciones del edificio Meredith Waterman, sus sistemas de computación y hasta los antiguos documentos de la corporación.
Entonces, en una inspección final del área antes de encontrarse con Elena, pasó delante del edificio con la curiosidad informal de un turista que llegara de otra ciudad. La entrada principal estaba al final de una escalinata de granito, ancha y empinada. En el interior, el vestíbulo oval de mármol estaba iluminado de manera espectacular, y en el punto central había una estatua de bronce sobre un pedestal. A primera vista, parecía una figura mitológica griega; le resultaba conocida. Bryson la había visto en alguna parte. Y enseguida se acordó: la pista de patinaje del Rockefeller Center.
Eso era. Parecía modelada según la famosa estatua de bronce del Rockefeller Center.
La estatua de Prometeo.
Eran las cinco de la tarde; habían concluido su preparación, pero las observaciones que había hecho Bryson sobre la vigilancia en el edificio le indicaban que no debían intentar entrar sino hasta después de la medianoche. Por lo menos siete horas a partir de entonces.
Una espera tan larga, pero tan poco tiempo. El tiempo era un recurso escaso, no lo podían malgastar. Habían de contactar con otros; entre ellos y sobre todo con Harry Dunne. Pero no había ninguna información acerca de él, nada se sabía de dónde podía estar, más allá de una vaga afirmación de que el subdirector de la Central de Inteligencia se encontraba «de permiso» por «motivos de familia», pero sin mayores explicaciones; circulaba el rumor de que «familia» era el nombre en código para «salud», de que el alto cargo de inteligencia se encontraba gravemente enfermo.
Elena buscó, inquirió, pero no descubrió nada.
—Lo intenté por la puerta del frente —dijo—. Probé su número particular, pero la persona que respondió, el ama de llaves, dijo que estaba muy enfermo y no, que no tenía ninguna información acerca de dónde podía estar.
—No creo que no lo sepa.
—Yo tampoco. Pero era obvio que la habían instruido perfectamente, y fue muy breve al teléfono. Así que ése es un callejón sin salida.
—Pero evidentemente está localizable, si interpretamos correctamente esa nota en la agenda de Simón Dawson de hace unos días.
—Revisé el aparato digital de Dawson, y no hay ningún número de teléfono para Harry Dunne. Ni siquiera en código. Nada.
—¿Qué me dices de la búsqueda en Internet: no hay historiales clínicos?
—Es más fácil decirlo que hacerlo. Lo he intentado con todos los buscadores convencionales de historiales clínicos usando su nombre y su número de la Seguridad Social, pero no apareció nada. He tratado incluso con un claro engaño, del que estaba casi segura iba a funcionar. Llamé a la oficina de personal de la CIA haciéndome pasar por una secretaria de la Casa Blanca: dije que el presidente quería enviar flores a su viejo amigo Harry Dunne, y que necesitaba una dirección adonde enviarlas.
—Buena idea. ¿No funcionó?
—Por desgracia, no. Obviamente Dunne no quiere que le encuentren. Insistieron en que no tenían ninguna información. Sean cuales fueren sus razones, lo cierto es que se ha rodeado de un cordón de vigilancia de lo más efectivo.
Cordón de vigilancia. A Bryson se le ocurrió una idea. ¿Qué término había usado una vez Dunne para referirse a la tía Felicia? ¿Un «cordón de vigilancia»?
—Puede ser que haya otra manera —dijo con suavidad.
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Hay una encargada en la clínica de reposo donde vive mi tía Felicia, una mujer llamada Shirley, si recuerdo bien, que siempre sabe cómo localizar a Harry Dunne. Siempre tiene su número de teléfono para poder llamarle en caso de que alguien llame o vaya a visitar a Felicia.
—¿Cómo? ¿Por qué le importaría a Harry Dunne quién va a ver a Felicia Munroe? La última vez que la fuimos a ver juntos, ¿no estaba ya mal de la cabeza?
—Lamentablemente, sí. Pero Dunne obviamente piensa que es importante seguirla de cerca; «un cordón de vigilancia», lo llamó él. Dunne no le pondría un cordón de vigilancia si no temiera que pudiese revelar algo. Supuestamente, sepa lo que sepa, no importa que sea consciente de su importancia o no, tiene que ver con el hecho de que Pete Munroe estaba en el Directorate.
—¿De veras?
—Aún tengo tantas cosas que contarte que el tiempo que tenemos ahora no nos alcanzaría. Hablaremos de camino.
—¿De camino adónde?
—A la Institución de Cuidados Rosamund Cleary. Vamos a hacer un pequeño paseo en coche al norte de Nueva York, al condado de Dutchess. Para hacerle una visita por sorpresa a la tía Felicia.
—¿Cuándo?
—Ahora.
Llegaron a los jardines bellos y bien mantenidos de la Institución de Cuidados Rosamund Cleary poco después de las seis y media. El aire estaba fresco, había fragancia de flores y césped recién cortado, y era el final de un largo día de calor.
Elena fue la primera en entrar y pidió hablar con un encargado. Estaba de paso. Se quedaba en casa de unos amigos en el pueblo y había oído tantas buenas cosas acerca de la Institución. Parecía el ambiente perfecto para su achacoso padre. Por supuesto sabía que era un poco tarde, ¿pero no trabajaba alguien allí que se llamaba Shirley? Uno de sus amigos había mencionado a Shirley…
Unos instantes después, Bryson entró y preguntó por Felicia Munroe. Como Elena tenía ocupada a Shirley, y Shirley era el contacto de Dunne, existía la posibilidad de que no llamaran a Dunne. Eso haría las cosas más fáciles, pero Bryson no contaba con ello. Porque no había en realidad nada de malo en hacer creer a Dunne que él seguía obsesionado con su pasado. Hasta quizá tranquilizaría a Prometeo el ver que Bryson estaba tras la pista falsa, que por lo tanto no representaba una amenaza inmediata.
«Deja que piensen que me he quedado fijado en el pasado, en mi propia historia. Deja que piensen que estoy obsesionado.
»Pero lo estoy.
»Obsesionado con desenterrar la verdad».
Rogó que Felicia estuviera lúcida.
Estaba cenando cuando Bryson entró, sentada sola en una mesa pequeña y redonda de ébano del elegante comedor, donde había otros residentes, también solos o sentados con alguien en mesas similares. Levantó la vista cuando él se acercó, y era como si viera a alguien con quien había hablado hacía sólo cinco minutos. No tenía sorpresa en la mirada. A Bryson se le vino el alma a los pies.
—¡George! —exclamó feliz. Sonrió y dejó ver su dentadura postiza, nacarada y con manchas de lápiz de labios—. Oh, qué confuso es todo. ¡Pero si tú estás muerto! —Se puso a regañarle, como si fuera un niño travieso—. Realmente no deberías estar aquí, George.
Bryson sonrió, le dio un beso en la mejilla, y se sentó ante la mesa con ella. Aún lo confundía con su padre.
—Me has descubierto, Felicia —dijo Bryson con timidez y alegría—. Pero cuéntame de nuevo: ¿de qué modo encontré la muerte?
Felicia entornó los ojos con astucia.
—¡George, no me vengas con ésas! Sabes muy bien lo que ocurrió. No revolvamos de nuevo en esas cosas, que ya Pete se siente mal, sabes. —Tomó un bocado de puré de patatas.
—¿Por qué se siente mal, Felicia?
—Porque hubiese querido que fuera él quien muriera. Y no Nina y tú. Está mortificado. Una y otra vez se pregunta: ¿por qué George y Nina tuvieron que morir?
—¿Y por qué tuvimos que morir?
—Lo sabes muy bien. No necesitas que te lo diga.
—Pero yo no sé por qué. A lo mejor tú puedes decirme.
Bryson levantó la vista y se asombró de ver a Elena. Le dio un abrazo a Felicia, luego se sentó junto a ella y le cogió ambas manos, huesudas y con manchas de vejez.
¿Acaso Felicia reconoció a Elena? Era imposible, claro; sólo se habían visto una vez, y de eso hacía años. Pero había algo en la actitud de Elena que a Felicia le pareció tranquilizador. Bryson quería llamar la atención de Elena, preguntarle qué había sucedido, pero Elena dedicaba toda su atención a Felicia.
—No debería estar aquí realmente —dijo Felicia, mirando a Bryson de reojo—. Está muerto, ¿sabes?
—Sí, ya lo sé —dijo Elena con ternura—. Pero dime qué pasó. ¿No te haría sentir un poco mejor si me contaras lo que pasó?
Felicia parecía preocupada.
—Yo siempre me echo la culpa. Pete dice siempre que ojalá no hubieran tenido que morir: que ojalá hubiera muerto él en su lugar. George era su mejor amigo, ¿sabes?
—Lo sé. ¿Te duele mucho hablar de esto? De lo que sucedió, quiero decir. ¿Cómo murieron?
—Pues, es mi cumpleaños, ¿sabes?
—¿En serio? ¡Feliz cumpleaños, Felicia!
—¿Feliz? No, para nada feliz. Es tan, pero tan triste. Es una noche tan horrible.
—Cuéntame esa noche.
—¡Una noche tan bonita en que nevaba! Hice la cena para todos, ¡pero no me importaba que la cena se enfriase! Se lo dije a Pete. Pero no, no quería arruinar mi cena de cumpleaños por nada del mundo. Le decía todo el tiempo a George que se diera prisa, ¡date prisa! ¡Conduce más rápido! Y George no quería, decía que era demasiado para el viejo Chrysler en la carretera helada, que los frenos no estaban bien. Nina estaba disgustada: quería que pararan y esperasen a que pasara la tormenta. ¡Pero Pete siguió insistiendo, les impulsaba a seguir! ¡Deprisa, deprisa! —Abrió de par en par sus grandes ojos y se le llenaron de lágrimas; miró a Elena con desesperación—. Cuando el coche perdió el control, y George y Nina murieron… oh, mi Pete estuvo en el hospital más de un mes, y todo el tiempo decía, una y otra vez sin parar: «¡Yo tendría que haber muerto! ¡No ellos! ¡Tendría que haber sido yo!». —Las lágrimas le rodaban por las mejillas, mientras el recuerdo doloroso emanaba de las profundidades de la mente confusa de una mujer para quien pasado y presente formaban un palimpsesto—. Eran íntimos amigos, ¿sabes?
Elena rodeó a la frágil anciana con un brazo.
—Pero fue un accidente —dijo—. Fue un accidente. Todo el mundo lo sabe.
Bryson se acercó a Felicia y la abrazó, él mismo con lágrimas en los ojos. Ella parecía pequeña como un pájaro entre sus brazos.
—Ya está bien —dijo él con dulzura—. Ya está bien.
—Ha de ser un alivio tan grande para ti —dijo Elena, sentada junto a Bryson en el Buick verde que habían alquilado.
Bryson asintió mientras conducía.
—Creo que me hacía falta oírlo, incluso en estas circunstancias, incluso en su confusión mental.
—Hay una cierta coherencia en sus pensamientos, aunque esté confundida y piense de manera desordenada. Su memoria a largo plazo está viva: es lo que suele quedar intacto. A lo mejor no recuerda dónde está en este momento, pero recordará claramente su noche de bodas.
—Sí. Sospecho que Dunne contaba con su avanzada senilidad en el caso de que yo quisiera contactarla y confirmar las mentiras que construyó con tanto cuidado. En tanto única superviviente que fue testigo de los hechos, ella no es de fiar; Dunne lo sabía, sabía que no sería capaz de contradecir cabalmente su versión fraudulenta.
—Aunque acaba de hacerlo —señaló Elena.
—Así es. Pero costó mucha confianza, paciencia, perseverancia y ternura, algo que dudo tengan los hombres de la CIA que responden a Dunne. Pues, gracias a Dios que estás aquí, es todo lo que puedo decir. Tú eres la tierna, y pienso que ella lo sintió. ¿Quién habría pensado que una criatura tan dulce tuviera madera de agente secreto?
Elena sonrió.
—¿Te refieres al número de teléfono?
—¿Cómo has hecho para conseguirlo, y tan rápido además?
—Primero, pensé dónde lo pondría si fuera ella, un sitio al que pudiera acceder deprisa. Pensé también que si Harry Dunne quería que la encargada pensase que él era un pariente preocupado por la salud de tu tía, no insistiría al mismo tiempo en tomar precauciones de seguridad.
—¿Dónde estaba, en su Rolodex, sobre el escritorio?
—Cerca. En una lista de números de contacto de «emergencia» que estaba pegada en el borde izquierdo del secador de su escritorio. Lo vi no bien me senté, así que me olvidé «casualmente» mi bolsa en la silla que había cerca de su escritorio, y cuando estábamos por salir para visitar las instalaciones, de pronto me acordé. Fui a recogerla, volqué todo el contenido sobre el escritorio y el suelo. Mientras recogía las cosas le eché una ojeada y lo memoricé.
—¿Y si no hubiera estado allí?
—La segunda opción habría sido olvidarme la bolsa por más tiempo y volver a buscarla durante su pausa del cigarrillo. Es una fumadora empedernida.
—¿Tenías una tercera opción?
—Sí, tú.
Él se rió, era uno de esos raros momentos en que tanto necesitaba desahogar las tensiones.
—Me das mucho mérito.
—No lo creo. Ahora es mi turno, sin embargo. Las consultas a número revertido se han hecho más fáciles en estos días, gracias a Internet. Ni siquiera tendré que hacerlo yo misma: podré enviar un mensaje por correo electrónico a uno de los cientos de servidores que me conseguirán la dirección en media hora, o incluso menos. Hasta pueden llamarlo.
—El prefijo es 814, ¿dónde es eso? Han puesto tantos prefijos últimamente.
—La anotación que ella puso al lado del número decía «PA»: Pennsylvania, supongo, ¿no?
—¿Pennsylvania? ¿Qué haría Dunne allí?
—A lo mejor él es de allí. O es la casa de la infancia.
—Tiene un limpio acento de New Jersey.
—¿Parientes, quizá? Haré una consulta a número revertido; eso será fácil de averiguar.
A la una de la madrugada, el personal de servicio en el edificio Meredith Waterman estaba reducido al mínimo: un puñado de guardias de seguridad y un empleado de tecnología informática.
La guardia de seguridad, de aspecto varonil, estaba apostada en la entrada de servicio en la parte lateral del edificio, enfrascada en la lectura de una novela rosa, y no pareció muy contenta de que la interrumpieran.
—Usted no está en la lista de admisión —dijo secamente, mientras marcaba la página del libro con el índice con uña postiza.
El hombre de cabello corto y gafas de aviador, con una camisa que decía SERVICIO DE ALMACENAMIENTO DE DATOS MCCAFFREY en la etiqueta, se encogió de hombros.
—Pues vale. No tengo más que volver a New Jersey y decirles que no me han dejado entrar. Para mí es lo mismo, no tengo que trabajar y me pagan igual.
Bryson se dio la vuelta, preparando su próxima jugada, cuando la guardia de algún modo se ablandó.
—Cuál es el propósito de su…
—Ya se lo he dicho. Meredith es cliente nuestro. Le hacemos copias de seguridad afuera: teleproceso después del horario de trabajo. Pero nos salen errores digitales en los cotejos. No pasa a menudo, pero a veces pasa. Y eso quiere decir que he de revisar las líneas en el edificio.
Ella suspiró con irritación, descolgó el teléfono y marcó un número.
—Charlie, ¿tenemos contrato con un cierto McCaffrey… —examinó la etiqueta en la camisa de Bryson—, Servicio de Almacenamiento de Datos?
Escuchó en silencio al otro lado de la línea.
—El tío dice que ha de revisar algo aquí porque hay un error de no sé qué.
Volvió a escuchar.
—Vale, gracias. —Luego colgó con aire de superioridad en la cara—. Se supone que ha de llamar antes —dijo frunciendo el ceño—. El ascensor de servicio está a la derecha al final del vestíbulo. Baje al sótano.
En cuanto llegó al sótano, corrió hacia la entrada de suministros, que había localizado durante su expedición aquella tarde. Elena le estaba esperando allí, con el mismo uniforme que él y una tablilla de aluminio. El centro de documentación de la corporación era una gran sala subterránea, con techo bajo y aislado contra ruidos, luces fluorescentes, y una fila sobre otra de estantes de acero que contenían infinitas hileras idénticas de cajas de archivo altas y grises. Las cajas estaban organizadas cronológicamente, con sólo unos cuantos volúmenes en 1860, el año de su fundación por Elias Meredith, un antiguo comerciante de lino irlandés. Los años sucesivos tomaban más espacio en los estantes, hasta 1989, el último año para el que se guardaban los documentos en esa sala, que ocupaba una fila completa. Cada año estaba subdividido en varias categorías: expedientes de clientes, documentos de personal, actas de reuniones de socios y comités, resoluciones y acuerdos, enmiendas a los estatutos, y otros. Las carpetas estaban clasificadas por color, con márgenes y códigos de barras.
El tiempo era extremadamente limitado: sabían que no podían quedarse allí por más de una hora, puesto que seguridad se empezaría a preguntar por qué se demoraban tanto. Se dividieron las responsabilidades; Bryson examinaría los documentos y Elena se sentaría al ordenador y revisaría la base de datos que agrupaba a los documentos. Era un sistema electrónico para localizar documentos y administrar inventarios, actualizado aunque sin protección de contraseñas. No había razón para bloquearlas, puesto que había sido concebido para facilitar su uso por los empleados del banco.
Era un trabajo arduo, que se hacía aún más difícil por el hecho de que no tenían idea de qué estaban buscando. ¿Expedientes de clientes? ¿Pero de qué clientes? ¿Registros de grandes transferencias de dinero a cuentas en bancos extranjeros? ¿Pero cómo podían distinguir entre una transferencia por cable que no era más turbia que el depósito semilegal del activo de un cliente en un banco extranjero para evitar la inspección fiscal o de la mujer que se divorcia del cliente, y una transferencia que bien podía ser el principio de una larga secuencia de transferencias, de un banco extranjero a otro, hasta acabar en el bolsillo de un senador? A Elena se le ocurrió la idea de usar un ordenador para dar con ellas, en que pondría palabras clave y referencias de los archivos. Pero al cabo de una hora seguían con las manos vacías.
De hecho, empezaron a ver que faltaban documentos, secciones enteras de ellos. Después de 1985, no había más declaraciones de rentas ni beneficios de los socios. No parecía que los documentos hubieran sido sustraídos. Elena llegó a confirmar, estudiando esmeradamente las bases de datos, que no había un sólo documento posterior a 1985 del dinero aportado por los socios.
Frustrado y cada vez más tenso a medida que corrían los minutos, Bryson decidió por fin concentrarse en un sólo socio: Richard Lanchester. Procedió a examinar todos los documentos de Lanchester: personal, compensaciones, clientes. La historia que surgía a partir de ellos, como quería el mito de Lanchester, era la génesis de un prodigio de Wall Street. Empezó a trabajar para Meredith Waterman inmediatamente después de terminar sus estudios en Harvard, y no hubo de hacer trabajo pesado por mucho tiempo. En el lapso de pocos años, se destacó como un agresivo comerciante de bonos, generando grandes ganancias para la empresa. No tardó en dirigir el departamento. Después añadió otra especialidad: la especulación e inversión en divisas. El dinero que ganó entonces hizo que lo que había ganado antes parecieran limosnas. En diez años, Richard Lanchester se había convertido en la mayor fuente de ingresos de la historia del banco.
El niño prodigio de Wall Street se había convertido en una fuente generadora de finanzas y, gracias a sus negocios y sobre todo a una compleja serie de maniobras financieras, no sólo se había enriquecido enormemente, sino que había hecho ricos a sus socios. Al parecer, dominaba el delicado arte de unos instrumentos financieros llamados derivativos, con los que hacía apuestas inmensas y multibillonarias en futuros de índices de bolsa y tasas de interés. En última instancia, lo que hacía era apostar a gran escala, y el casino eran los mercados globales de capital. Ganaba y ganaba y ganaba; indudablemente, como todo jugador, creía que nunca se acabaría su buena suerte.
Fue a fines de 1985 cuando la suerte dejó de sonreírle.
En 1985, todo cambió. En un rapto de fascinación, sentado en el frío suelo de cemento del salón de archivos, Bryson se topó con una delgada carpeta de informes de auditores internos, en que se describía un cambio de fortuna tan abrupto y devastador que era casi imposible de creer.
Una de sus increíbles apuestas, en futuros del eurodólar, salió mal. De la noche a la mañana, Lanchester le había hecho perder al banco tres mil millones de dólares. Esta suma superaba en mucho el activo del banco.
Meredith Waterman no tenía solvencia. Había sobrevivido a un siglo y medio de crisis financieras, incluso a la Gran Depresión; y entonces Richard Lanchester perdió una apuesta, y el banco privado más antiguo de América estaba en bancarrota.
—Madre mía —musitó Elena mientras hojeaba los informes de la auditoría—. ¡Pero… nunca nada de todo esto salió a la luz!
Bryson, tan atónito como ella, sacudió la cabeza lentamente.
—Nada. Nunca. Ni siquiera un artículo, ni una mención en la prensa: nada.
—¿Cómo es posible?
Bryson miró su reloj. Habían estado allí abajo por casi dos horas; estaban abusando de su buena suerte.
De repente, la miró a los ojos.
—Creo que ahora entiendo por qué no hallamos las declaraciones de beneficios de los socios a partir de 1985.
—¿Por qué?
—Porque encontraron a un benefactor. Alguien que les sacara de apuros.
—¿Qué quieres decir?
Bryson se levantó y dio con la caja de archivo gris que tenía la inscripción ASIGNACIONES DE INTERESES DE LA SOCIEDAD. Ya la había visto, pero no se había molestado en abrirla; había demasiado material que revisar y parecía improbable que esa caja contuviera algo de interés. Ahora la abrió y halló tan sólo una carpeta delgada de manila. La carpeta contenía catorce documentos legales, delgados y grapados, de no más de tres páginas cada uno.
Todos tenían el mismo encabezamiento: ASIGNACIÓN DE INTERESES DE LA SOCIEDAD. Leyó el primero, el corazón le palpitaba. Si bien sabía lo que diría, no por ello fue menos desconcertante, aterrador incluso, al verlo escrito en el papel.
—Nicholas, ¿qué? ¿Qué es eso?
Bryson leyó frases en voz alta mientras daba vuelta a las páginas.
—El suscrito se compromete a vender todos los derechos, títulos e intereses en mi favor como socio de la sociedad… En consideración de lo anterior… adquiero todos los derechos y deudas asociadas con esta transacción.
—¿Qué estás leyendo? ¿Nicholas, qué son estos documentos?
—En noviembre de 1985, cada uno de los catorce socios generales de Meredith Waterman firmó un documento legal por el cual vendían su parte de la sociedad —dijo Bryson. Tenía la boca seca—. Cada uno de los socios era directa y personalmente responsable por la deuda de más de tres mil millones de dólares que ocasionó Lanchester. Obviamente no tenían alternativa; estaban contra las cuerdas. Tuvieron que venderse.
—Pero… no entiendo: ¿qué quedaba por vender?
—Sólo el nombre. El esqueleto vacío de un banco.
—¿Y qué ganó el comprador?
—El comprador pagó catorce millones de dólares, un millón por cada socio. Y fueron extraordinariamente afortunados al cobrar eso. Porque el comprador había de cargar con una deuda de miles de millones. Por suerte para él, la pudo pagar. Parte de las condiciones de venta era que cada socio debía firmar un acuerdo suplementario y confidencial, un acuerdo que no se haría público. Un voto de silencio. Aplicable con la amenaza de que se revocara el pago (el dinero desembolsado) en un plazo de cinco años.
—Esto es… es tan raro —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. ¿Lo he entendido bien? ¿Estás diciendo que en 1985, Meredith Waterman se vendió secretamente a una persona? ¿Y que nadie lo supo?
—Exactamente.
—¿Pero quién fue el comprador? ¿Quién podía ser lo bastante loco como para hacer semejante negocio?
—Alguien que quería convertirse en el dueño secreto de un banco de inversiones prestigioso y de mucha reputación que más tarde podría usar como vehículo. Como fachada para pagos ilícitos en todo el mundo.
—¿Pero quién?
Bryson esbozó una breve sonrisa, y él también sacudió la cabeza intrigado.
—Un multimillonario llamado Gregson Manning.
—¿Gregson Manning, Systematix…?
Bryson hizo una pausa.
—El hombre que está detrás de la conspiración de Prometeo.
Se oyó un leve ruido de pisadas, y Bryson se sobresaltó: era el ruido de un zapato de cuero que se arrastraba por el suelo de cemento. Levantó la vista de los documentos, desparramados en una pequeña mesa delante de él, y vio a un hombre alto y fornido con uniforme azul de seguridad. El hombre les miraba con evidente hostilidad.
—Ustedes, eh… ¿qué demonios…? Se… se supone que son de la empresa de computación. ¿Qué demonios hacen aquí?