28

Uno de los hombres estaba claramente al mando: era alto, estaba en buena forma y su etiqueta en el uniforme decía SULLIVAN.

—Muy bien, arroje el arma, ponga las manos en alto y no saldrá herido —dijo Sullivan con voz firme—. Somos cuatro y ustedes sólo son dos, pero supongo que ya se habrán dado cuenta.

Bryson tenía la pistola en alto, pero sin apuntar a nadie. ¿Eran realmente quienes decían ser? En ese momento, ésa era su mayor preocupación.

—De acuerdo —respondió Bryson con fingida calma—. Pero antes quiero ver las identificaciones.

—¡Pero, qué caradura! —gritó uno de los policías—. ¡Aquí tienes mi identificación, cabroncete! —Indicó con un gesto la pistola de Bryson—. ¿Por qué no lo intentas?

Pero Sullivan replicó:

—Está bien. En cuanto le hayan esposado, tendrá todo el tiempo del mundo para estudiar nuestras identificaciones.

—No —dijo Bryson. Alzó apenas la Browning, aún sin apuntar a nadie en particular—. Con mucho gusto cooperaré una vez que sepa que sois quienes decís ser. Pero hay grupos de mercenarios y asesinos dando vueltas por las salas del Parlamento, que operan en violación de una docena de leyes inglesas. Una vez que esté seguro de que no sois uno de ellos, arrojaré el arma.

—Mata a ese cabrón —gruñó uno de ellos.

—Abriremos fuego cuando yo lo diga, agente —dijo Sullivan. Y luego, dirigiéndose a Bryson, agregó—: Le enseñaré mi identificación, pero ojo: ha asesinado al ministro de Exteriores, maldita sea, por lo que probablemente será lo bastante idiota como para matar a uno de nosotros. Si por una de esas casualidades llegara a disparar, será lo último que haga en su vida, así que no joda con nosotros, ¿me ha entendido?

—Entendido. Sáquela con la mano izquierda, despacio, y deje que la vea, con la palma abierta. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Sullivan, siguiendo las instrucciones de Bryson. La cartera plegable de cuero estaba abierta en su mano izquierda.

—Bien. Ahora deslícela por el suelo —tírela despacio, con cuidado. Nada de movimientos bruscos, no me asuste, porque si no es posible que dispare en defensa propia.

Sullivan giró la muñeca izquierda y arrojó la cartera por el suelo. Fue a caer a los pies de Bryson. Al agacharse para cogerla, notó que uno de los hombres —el más impaciente por abrir fuego— avanzaba hacia él desde la izquierda. Bryson viró bruscamente y apuntó la pistola directamente a la cara del policía.

—No te muevas, cretino. Hablo en serio. Si crees que realmente maté al ministro de Exteriores a sangre fría, entonces no pensarás que dudaré un instante en volarte la tapa de los sesos, ¿no?

El hombre de gatillo fácil se quedó helado, retrocedió unos pasos, pero siguió con la pistola apuntada a Bryson.

—Así me gusta —dijo Bryson.

Se agachó lentamente para recoger la cartera, todo el tiempo empuñando la pistola y apuntándola a uno u otro hombre. Cogió rápidamente la cartera del suelo, la abrió y vio la insignia plateada en el costado derecho con el blasón de la policía metropolitana. Dentro de la funda de plástico, del lado izquierdo, había una tarjeta blanca laminada con la foto del sargento Robert Sullivan, de uniforme, junto a su número de identificación, rango, número de serie y firma. Ciertamente parecía auténtica, si bien una de las habilidades del grupo Prometeo era obtener insignias genuinas o falsificarlas a la perfección. El nombre, Sullivan, coincidía con la etiqueta en el uniforme del jefe, y el número en la charretera de su jersey azul marino coincidía con el de la identificación. Sullivan era miembro de la Unidad de Operaciones Especiales, con lo cual él, y aparentemente también los otros, tenían permiso para portar armas. Era posible, por supuesto, que hubieran sido minuciosos con estos detalles. En efecto, poco en verdad podía afirmarse a partir de la insignia, salvo el hecho de que había una y que, tras examinarla con cuidado, parecía legítima. Un equipo de asesinos clandestinos, reunidos con tanta prisa, probablemente no tendría todos los detalles de su uniforme en su sitio, y hasta ahora Bryson no había advertido ningún error.

El instinto le decía que los policías eran auténticos. Basó esa afirmación en toda una serie de pequeños detalles, claves de comportamiento, actitudes y, más importante aún, el hecho de que no habían abierto fuego. Podrían haberle matado con facilidad, pero no lo hicieron. En definitiva, era ese simple hecho el que hizo que Bryson depusiera el arma y pusiera las manos en alto, y que Elena hiciera lo propio.

—Muy bien, ahora despacio, vayan hacia la pared y apoyen las manos contra ella —dijo Sullivan.

Fueron lentamente hacia la pared que estaba más cerca y apoyaron las manos contra ella. Bryson seguía atento al menor movimiento que no estuviera dentro de lo normal. Bajaron las armas; era un buen signo. Se acercaron dos hombres del equipo, les colocaron rápidamente las esposas y luego los registraron por si llevaban armas. Otro recogió la pistola de Bryson.

—Soy el sargento de policía Sullivan. Quedan los dos arrestados por el asesinato del ministro de Exteriores Rupert Vere y el subsecretario Simón Dawson.

Sullivan pulsó el interruptor de su aparato emisor y receptor, detalló su ubicación y pidió refuerzos.

—Entiendo la necesidad de seguir el procedimiento establecido —dijo Bryson—, pero un análisis cuidadoso de balística revelará que fue Dawson quien mató al ministro de exteriores.

—¿Asesinado por su mano derecha? No lo creo.

—Dawson era un cabecilla, un agente de una organización internacional con un gran interés en que se aprobara el tratado de seguridad. Era demasiado sigiloso, estoy seguro, como para dejar a la vista de todos ninguna prueba que le conectara a ese grupo, pero habrá pruebas: diarios corruptos de llamadas, visitantes admitidos al edificio del Parlamento que venían a verle pero que no constaban en sus propios registros…

De repente, el portón se abrió de un golpe de par en par, y dos uniformados, grandes y musculosos con ametralladoras, irrumpieron en la sala.

—¡Ministerio de Defensa, Fuerzas Especiales! —gritó el más alto de los dos con voz ronca de barítono.

El sargento Sullivan se dio vuelta con asombro.

—Nadie nos avisó de su participación, señor.

—Ni a nosotros de la suya. De ahora en adelante nos haremos cargo —dijo el hombre. Tenía el pelo al ras de un gris acerado y unos fríos ojos azules.

Bryson se dio la vuelta alarmado, con las manos esposadas. Las ametralladoras eran checas, no era algo que usaría el ministerio de Defensa británico.

—¡No! —gritó—. ¡Santo cielo, no son lo que dicen!

Desconcertado, Sullivan miró al de pelo al ras.

—¿Dice que es del ministerio de Defensa?

—Así es —replicó el otro con brusquedad—. Tenemos la situación bajo control.

—¡Al suelo! —gritó Bryson—. ¡Son asesinos!

Elena se arrojó al suelo inmediatamente y Bryson se arrojó junto a ella, mientras que la única barrera entre ellos y los intrusos era una fila de sillas.

Pero era demasiado tarde. Antes incluso de que terminara la frase, la sala retumbó con el ruido ensordecedor de las ametralladoras cuando el asesino canoso y su escolta dispararon a mansalva contra los cuatro agentes de policía: les llenaron el cuerpo de balas. Los disparos sueltos produjeron un ruido metálico contra el suelo de piedra y se incrustaron en el ébano. Cogidos desprevenidos, con las pistolas enfundadas, los auténticos policías fueron un blanco fácil. Algunos de ellos manotearon el arma, pero ya era demasiado tarde. Se tambalearon, sus cuerpos se retorcían de un lado a otro, casi danzando en un intento patético pero vano de esquivar las balas antes de desplomarse.

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —chilló Elena.

Horrorizado e indignado, Bryson siguió la escena sin poder hacer nada.

En el aire había un agrio olor a cordita, sumado al de la sangre derramada. El asesino de Prometeo consultó su reloj.

Bryson entendió lo que acababa de pasar y por qué. El Grupo Prometeo nunca afrontaría el riesgo de que Bryson y Elena fueran detenidos: era difícil de prever el peligro que implicaría lo que pudieran divulgar. Era más probable que los propios asesinos a sueldo de Prometeo quisieran interrogarles en persona, y sólo después les matarían. Ésa era la única explicación posible de por qué estaban aún con vida.

Entonces el más alto de los dos asesinos habló con voz grave. A Bryson le pareció que su acento, que la primera vez le había sonado inglés, ahora parecía holandés.

—Ahora vamos a divertirnos por unas horas —dijo el asesino de Prometeo—. El interrogatorio químico se ha desarrollado mucho en los últimos años, como podrán comprobar.

En el suelo, Bryson forcejeó con las esposas, en silencio y con discreción, pero sin una llave o algo que pudiese usar como llave, no serviría de nada. Miró a su alrededor; los policías estaban muertos, tenían los cuerpos acribillados, y estaban a no menos de dos o tres metros de distancia. No podría quitarles la llave de las esposas sin ser visto; nunca lo lograría. Pero quedarse allí implicaba someterse a las sustancias químicas, que les administrarían probablemente con tan poca maña y en cantidades tan abultadas que les ocasionarían una lesión grave e irreversible.

No, se corrigió. Después de las sustancias químicas vendría la muerte.

Robby Sullivan había sentido el impacto en el diafragma como una patada de caballo, y después cayó al suelo. Tenía la parte delantera de la camisa empapada en sangre; le costaba respirar. Una bala le habría perforado un pulmón porque sentía que poco a poco se ahogaba. Respiraba levemente y con dificultad. Y todo el tiempo la mente luchaba por comprender. ¿Qué había ocurrido? La pareja que se rindió parecía estar ilesa, y en cambio sus hombres fieles y devotos, todos ellos buenas personas con novias o mujeres y familias, habían sido brutalmente masacrados. Habían sido adiestrados para enfrentarse a la muerte, pero en realidad sus tareas en la división Westminster no podrían haber sido más pacíficas. Lo que les había sucedido a estos hombres era horripilante, ¡impensable! «Y a mí, también», pensó con aire arrepentido. «Yo también estoy ya del otro lado». Pero no entendía: ¿los hombres armados habían venido a rescatar a los asesinos? ¿Entonces por qué el hombre esposado le había puesto sobre aviso? Miró al techo, la vista se le ponía fuera de foco, se debilitaba paulatinamente, y se preguntaba cuánto tiempo más estaría consciente.

No había conseguido desenfundar la pistola a tiempo, ¿pero a quién se le hubiera ocurrido que de repente unos soldados del ministerio de Defensa les atacarían con ametralladoras? No eran, claro está, del ministerio. Los uniformes, sus uniformes no eran del ministerio de Defensa… había algo que definitivamente no coincidía. El de las esposas tenía razón, lo cual quería decir que sus alegaciones de inocencia quizás eran verdad. Lo que sucedía iba más allá de su capacidad de entendimiento, pero al menos esto parecía claro: el de las esposas se rindió sin ofrecer resistencia, sus protestas eran plausibles; y los intrusos de las ametralladoras eran indudablemente asesinos a sangre fría. Robby Sullivan se sintió razonablemente seguro de que iba a morir, de que sólo unos minutos lo separaban de la muerte, y le pidió al Señor Jesucristo que le concediera una última oportunidad de hacer justicia. Lentamente, con la vista nublada, tanteó dónde tenía el arma.

—Le buscan en todo el mundo, estoy seguro de que ya lo sabe —dijo el holandés con naturalidad.

Elena lloraba, las manos esposadas le cubrían el rostro.

—Por favor, no —gimió con suavidad—. Por favor.

Bryson notó que el segundo hombre, que tenía aspecto de boxeador, había cambiado de posición y se aproximaba, con la ametralladora en una mano y lo que parecía una aguja hipodérmica en la otra.

—El asesinato de un miembro del gabinete británico es un crimen gravísimo. Pero simplemente queremos hablar con usted: queremos saber por qué está tan decidido a interferir, a crear problemas.

El oído sensible de Bryson alcanzó a distinguir un sonido apagado a unos pasos de distancia. Se permitió mirar rápidamente y vio que el agente llamado Sullivan movía la mano, en busca de…

Bryson volvió la vista al asesino de pelo al ras, y le miró con fiereza. No dejes que vea lo que acabas de ver.

—El Directorate ya no existe, estoy seguro de que ya lo sabe —continuó el otro—. No tiene apoyo, ni refuerzos, ni recursos. Está solo, se pelea con molinos de viento.

«¡Manténlo ocupado! No dejes que se distraiga, haz que continúe…».

—No estamos para nada solos —dijo Bryson con intensidad, con los ojos centelleantes—. Mucho antes de que destruyerais el Directorate, hicimos correr la voz. Ya te han descubierto a ti y a tus cómplices en la conspiración, y lo que diablos sea que estáis preparando ya se ha terminado.

El policía rozó el cañón de la pistola con la punta de los dedos, estiró la mano y la agitó en un esfuerzo desesperado; ¡pero estaba a unos centímetros fuera de su alcance!

El del pelo al ras prosiguió como si no hubiera oído una sola palabra de lo que dijo Bryson.

—Realmente no hay motivos para que se siga derramando sangre —dijo con sensatez—. Queremos simplemente conversar francamente con usted, una charla íntima. Eso es todo.

Bryson no se atrevió a mirar de nuevo, pero oyó un mínimo roce metálico contra el suelo de piedra. «¡Distráelo! ¡Haz que se fije en otra cosa, no debe oír, no debe darse cuenta!».

—¿De qué sirve tanta destrucción, tanto terrorismo? —gritó de pronto Bryson—. ¡Las bombas! ¿Qué justificación puede haber para volar por los aires, un avión con cientos de pasajeros con hombres y mujeres y niños inocentes?

—Verá —dijo el otro—, nosotros creemos que hay que sacrificar a unos pocos en el altar de la mayoría. La vida de algunos cientos de personas no significa nada comparada con la seguridad de millones, de miles de millones, la protección de incalculables generaciones de… —Las palabras del asesino de Prometeo se desvanecieron al tiempo que ponía cara de recelo. Inclinó la cabeza a un lado, para escuchar—. ¡Tomás! —gritó.

Los dos disparos fueron casi ensordecedores, dos explosiones gemelas, una siguió inmediatamente a la otra. ¡El policía lo había logrado! Levantó la pistola y, reuniendo la fuerza y la resolución que por un instante le hizo olvidar la conmoción y la letargia de la inmensa pérdida de sangre, disparó dos tiros con soberbia puntería. Hubo una rociada de sangre cuando la bala de grueso calibre perforó la cabeza del hombre de Prometeo y salió por detrás, con lo que el proyectil lo paralizó mientras se giraba, con una expresión de furia y de sorpresa. Su escolta se retorció dando espasmos antes de doblarse sobre las rodillas: la bala le había entrado por el cuello, y era evidente que se había cruzado en su trayectoria con la médula espinal y una arteria vital.

Elena se alejó rodando por el suelo, asustada por los disparos repentinos y sin saber de dónde habían salido. Cuando pasaron las explosiones, esperó unos segundos y asomó la cabeza, pero esta vez no gritó; la conmoción era demasiado grande, y probablemente ya estaba inmune a tanta violencia. Con los ojos abiertos y húmedos de lágrimas, murmuró un rezo en voz baja y se apretó las manos esposadas.

El policía que lo había hecho, el sargento Sullivan, respiraba con agitación, en un traqueteo agónico. Había sido malherido en el torso, era una herida profunda. Bryson también se asomó y vio que al sargento le quedaban quizás unos minutos.

—No sé… quién es usted… —dijo el policía débilmente—. No quien pensábamos que era…

—¡No somos asesinos! —gritó Elena—. ¡Y usted lo sabe, yo sé que lo sabe! —Y con voz trémula agregó, despacio—: Nos ha salvado la vida.

Bryson oyó el tintineo metálico sobre el suelo muy cerca de él: Sullivan le había arrojado su manojo de llaves.

«He de darme prisa —pensó—. ¿Cuánto tiempo quedará antes de que lleguen otros, atraídos por los disparos? ¿Dos minutos? ¿Uno? ¿Segundos?».

Bryson estiró las manos esposadas y cogió el llavero, en el que pronto halló la llave que buscaba. Con algunas maniobras, Bryson consiguió meter la llave en las esposas de Elena, que se abrieron en el acto; ella luego tomó la llave y rápidamente hizo saltar las de él. Uno de los aparatos emisores y receptores de los policías volvió a sonar:

—Pero ¿qué ocurre? —preguntó una voz latosa y estática.

—¡Váyanse! —les dijo el sargento en un susurro.

Elena vio que Bryson corría hacia la ventana en arco de la derecha.

—No podemos dejar a este hombre aquí: ¡no después de lo que ha hecho por nosotros! —protestó ella.

—No contesta su radiollamada —replicó él rápidamente mientras arrancaba la larga persiana y la arrojaba al suelo, produciendo un estruendo, y luego se puso a aflojar un cerrojo de la ventana—. No tardarán en ubicarlo, y harán por él más de lo que nosotros somos capaces. —Pero ya no hay nada que puedan hacer por él, pensó, aunque no lo dijo—. ¡Vámonos! —gritó.

Elena corrió hacia la ventana y le dio un tirón al cerrojo hasta que se abrió. Bryson se dio la vuelta y vio que Sullivan se desplomó otra vez al suelo, esta vez quieto y callado. «Resultó ser un héroe», pensó Bryson, «no hay muchos como él». Luego le dio un tirón a la ventana, estaba dura. Parecía que no la habían abierto en años, décadas quizás. Pero tras otro intento, la ventana cedió, y una bocanada de aire frío entró en la sala.

Este lado del palacio de Westminster, el lado este, daba directamente al Támesis, y la longitud del edificio era de casi trescientos metros. En su mayor parte, más de doscientos metros, era una terraza provista de sillas y mesas, en la que los miembros del Parlamento tomaban el té o pasaban el tiempo; pero a ambos lados de la terraza, sobresalían dos secciones altas y delgadas, con un pequeño terraplén de piedra y una valla baja de acero. Luego venía el agua. Se encontraban en uno de los dos extremos que sobresalían, como lo había planeado Bryson; el río pasaba justo por debajo de ellos, casi en perpendicular.

Elena se asomó y se volvió a Bryson con expresión de susto, pero luego, para sorpresa de Bryson, dijo:

—Yo voy primero, me haré a la idea… que salto del trampolín más alto de Bucarest.

Bryson sonrió.

—Protégete la cabeza y el cuello del impacto. Lo mejor es caer de bomba, pon la cabeza y el cuello entre los brazos mientras te dejas caer. Y salta lo más lejos que puedas, así estarás segura de caer en el agua.

Elena asintió y se mordió el labio inferior.

—Veo el bote —dijo él.

Ella miró y volvió a asentir con la cabeza.

—Por lo menos eso me salió bien —dijo con una sonrisa picara—. Los Cruceros del Támesis se alegraron de alquilarle una lancha a mi jefe, un rico y excéntrico miembro del Parlamentó que no quiso dar su nombre y quería impresionar a su última conquista llevándola a pasear directamente del terraplén del Parlamento al Domo del Milenio con la lancha más rápida que tuvieran. Ésa fue la parte más fácil. Pero resulta que sus lanchas están amarradas al muelle de Westminster y para conseguir que amarren una justo enfrente del palacio hizo falta un soborno considerable. En caso que quieras saber en qué gasté todo el dinero.

Bryson sonrió.

—Has estado fantástica.

Veía la lancha que se balanceaba en el agua a unos siete metros a la izquierda, atada a la valla de acero frente a la terraza. Elena dio un pasito desde el suelo al alféizar con ayuda de Bryson, que miró alrededor y no vio francotiradores en esta parte del techo, ni patrullas en la terraza, puesto que era una ruta de escape poco lógica e inesperada. Los elementos más valiosos debían apostarse estratégicamente, había que establecer prioridades y asignar a los hombres allí donde más se les podía necesitar.

Elena estaba de pie en el alféizar, con la ventana abierta, y respiró hondo. La mano izquierda apretó el hombro de Bryson. Después brincó en el aire, se hizo una bola y cayó los quince metros que la separaban del agua acabando en un sonoro chapoteo. Él esperó a que le diera la señal de que estaba bien, con los pulgares en alto, y luego se subió al alféizar y se zambulló.

El agua estaba fría y turbia, la corriente era fuerte; cuando salió a la superficie, vio que Elena, que era una gran nadadora, ya casi había llegado a la lancha. Y cuando él llegó a nado, ella ya había arrancado el motor. Se subió a la lancha y de inmediato se dirigió a la cabina; en pocos instantes, cruzaron a toda velocidad el río, lejos del Parlamento y los equipos de asesinos.

Pocas horas después, estaban de vuelta en su habitación de hotel en Russell Square. Bryson salió de compras, con una lista muy específica que le dio Elena, y regresó con el equipo que ella necesitaba: el ordenador portátil más rápido y potente que encontrara, con conexión de infrarrojo; un módem veloz, y una variedad de cables de ordenador.

Elena levantó la vista del ordenador, que estaba conectado a la línea de teléfono, y de allí a Internet.

—Creo que necesito una copa, cariño.

Bryson fue al minibar de la habitación, y sirvió un par de whiskys.

—¿Estás cargando algo por teleproceso? —le preguntó.

Ella asintió y bebió un generoso trago.

—Recupero la contraseña software-shareware. Dawson tomó precauciones: el aparato que llevaba tenía la contraseña protegida. Si no puedo descifrarla, no sacaremos nada en limpio. Pero una vez que pasemos la contraseña, estaremos dentro.

Bryson cogió la cartera de Dawson.

—¿Hay algo aquí?

—Sólo tarjetas de crédito, algo de dinero y un montón de papeles. Nada que nos sirva, ya lo he revisado. —Luego volvió a mirar la pantalla—. Puede que sea esto. —Metió una contraseña en el aparato digital de Dawson. Un instante después, se le iluminó el rostro—. Estamos adentro.

Bryson bebió un trago como celebración.

—Eres una mujer admirable.

Ella sacudió la cabeza.

—Soy una mujer que ama su trabajo. Tú, Nicholas, eres el admirable. Nunca he conocido a un hombre como tú.

—Será porque no conoces a muchos hombres.

Ella sonrió.

—He conocido a unos cuantos. Quizá más de la cuenta. Pero a nadie como tú: nadie tan valiente y tan… testarudo, diría. Nunca te diste por vencido conmigo.

—No sé si es cierto. Tal vez por un momento, durante la más oscura y profunda depresión, cuando bebía demasiado de esto —dijo levantando la copa y brindando con ella—, tal vez entonces me di por vencido: herido, confundido y enfadado. Pero nunca estuve seguro, nunca tuve la certeza…

—¿De qué?

—De los motivos por los que te fuiste. Debía averiguarlos. Sabía que nunca estaría contento hasta que no supiera la verdad, incluso si me desgarraba el corazón con ello.

—¿Nunca le preguntaste a Ted Waller?

—De nada valía preguntarle. Sabía que si él sabía algo, si quería contármelo, lo haría.

Ella cobró un aspecto distante, vagamente preocupado, y empezó a golpetear el aparato con una pequeña aguja negra.

—A menudo me pregunté —dijo ella, mientras su voz se desvanecía—. Oh, no.

—¿Qué?

—Hay una anotación en su agenda: «Llamar a H. Dunne».

Bryson levantó la vista de repente.

—Harry Dunne. Santo cielo. ¿Hay un número de teléfono?

—No. Sólo «Llamar a H. Dunne».

—¿De cuándo es la anotación?

—Es de… ¡de hace tres días!…

—¿Cómo? Por Dios, claro, claro que aún está vivo, aún localizable para aquellos con los que él quiere hablar. ¿El aparato ese tiene números de teléfono o una agenda de direcciones?

—Parece que tiene de todo, una inmensa cantidad de datos. —Volvió a dar unos golpecitos en la pantalla—. Mierda.

—¿Ahora qué?

—Está cifrado. La base de datos de los teléfonos y las direcciones, y otra cosa que dice «transferencias».

—Mierda.

—Pues eso es malo y bueno.

—¿Qué tiene de bueno?

—Sólo se cifran cosas de valor, así que algo interesante ha de haber aquí. Siempre hay que tratar de entrar donde está cerrado.

—Ése es un punto de vista.

—El problema que tenemos son los recursos limitados. Aunque sea un ordenador portátil de primera, no tiene ni la mínima parte de la potencia de los superordenadores que teníamos en Dordogne. Por suerte, éste es un algoritmo de cifrado DES de 56 partes: gracias a Dios no usa claves de 128 partes, pero aun así es arduo.

—¿Puedes abrirlo?

—Llevará tiempo.

—¿Cuánto tiempo… horas?

—Días o semanas con este ordenador, y eso porque conozco de memoria estos sistemas, estas instalaciones.

—Ni siquiera tenemos días.

Se quedó callada durante un momento.

—Lo sé —dijo por fin—. Supongo que podría improvisar: básicamente, dividir el trabajo entre varios sitios piratas de Internet, repartir la faena de miles de millones de combinaciones numéricas. Y ver si logramos algo de ese modo. Es como ese viejo dicho en que de un número infinito de monos con máquinas de escribir algún día saldrá Shakespeare.

—Suena improbable.

—Pues, si he de ser franca, no tengo muchas esperanzas.

Tres horas después, cuando Bryson regresó con comida india para llevar, Elena tenía un aire agotado y sombrío.

—¿No ha habido suerte, eh?

Ella sacudió la cabeza. Fumaba, algo que no le había visto hacer desde que abandonaron Rumania. Sacó del ordenador uno de los disquetes que había salvado de Dordogne, y que contenía información descifrada de Prometeo, apagó el cigarrillo y fue al baño. Regresó con un trapo húmedo en la frente y se hundió en un sillón.

—Me duele la cabeza —dijo—. De pensar demasiado.

—Toma un respiro —dijo Bryson.

Apoyó las bolas de papel con la comida, fue hacia el sillón y comenzó a masajearle el cuello.

—Ah, qué bien me hace —murmuró. Tras un instante, dijo—: Debemos localizar a Waller.

—Puedo probar uno de los canales de emergencia, pero no tenemos ni idea de hasta qué punto ha sido infiltrado el Directorate. Ni siquiera puedo estar seguro de que recibirá el mensaje.

—Vale la pena intentarlo.

—Sí, pero sólo si no pone en peligro nuestra propia seguridad. Waller lo entendería, le parecería bien.

—Nuestra seguridad —murmuró ella—. Sí.

—¿Qué dices?

—«Seguridad» me ha hecho pensar en contraseñas y códigos.

—Naturalmente.

—Y eso me lleva a pensar en Dawson: cómo un hombre tan ocupado y meticuloso como él recuerda todas sus contraseñas. Porque alguien así nunca usa una sola contraseña: no es seguro.

—¿Y cómo las recordaría?

—En alguna parte ha de haber una lista.

—Siempre he creído que el punto más débil de la seguridad por ordenador en una oficina es la secretaria, que guarda la contraseña en un trozo de papel del cajón del escritorio porque nunca la recuerda.

—Estoy segura de que Dawson era más astuto. Pero la «clave» criptográfica es una larga serie de números, verdaderamente imposible de descifrar. De modo que ha de guardarla… ¿puedes pasarme su Palm Pilot?

Bryson fue a buscarlo a la habitación contigua y se lo dio. Lo encendió y dio unos golpecitos en la pantalla con la aguja. Por primera vez en varias horas, ella sonrió.

—Vale, aquí hay una lista. Con la misteriosa etiqueta TESSERAE.

—Si recuerdo el latín que aprendí en la escuela, es el plural de tessera, que quiere decir «contraseña». ¿Aparece la lista?

—No, está en código, pero es un sistema de cifrado simple: se llama «software de información segura». Es un protector de contraseñas. No es para nada difícil. Es como cerrar con llave la puerta de casa, pero dejar abierta la puerta del garaje. Puedo usar el mismo software para recuperar contraseñas que usé antes. Es un juego de niños.

Restaurados su entusiasmo y su energía habituales, volvió a sentarse ante la mesa de trabajo. Diez minutos después, anunciaba que había descifrado el código. Podía leer toda la información que Dawson había bloqueado con tanto esmero.

—Santo cielo, Nick. El documento que dice «Transferencias» es un registro de pagos por cable hechos a una larga lista de cuentas bancarias de Londres. Sumas que van de las cincuenta mil a las cien mil libras, ¡y en algunos casos, tres veces más!

—¿Quiénes son los destinatarios?

—¡Todos estos nombres! Es como el «quién es quién» del Parlamento, miembros de la Cámara de los Comunes en todo el espectro político, laboristas, liberales demócratas, conservadores y hasta unionistas del Ulster. Tiene nombres, fechas de recibos, cantidades, incluso hora y lugar de las veces que se encontró con ellos. Una documentación completa.

Bryson sintió que se le aceleraba el pulso.

—Soborno y chantaje. Los dos elementos cardinales del tráfico ilícito de influencias en política. Es una vieja técnica soviética para chantajear a occidentales: te pagan una suma simbólica por consultarte, con todo el aspecto de legitimidad, y después te tienen cogido: tienen las pruebas de pagos hechos por los soviéticos en tu cuenta bancaria. De modo que Dawson no sólo chantajeó a miembros del Parlamento, sino que además conservó la evidencia para un posible chantaje, en caso de que alguien se echara atrás. Así era como Simón Dawson ejercía el poder. Así es como se convirtió en el poder oculto detrás de Rupert Vere, su jefe, el ministro de Exteriores. Y probablemente detrás de lord Parmore, y sin duda detrás de otras muchas voces influyentes dentro del Parlamento. Simón Dawson era el pagador secreto. Si se quiere tener alguna influencia sobre un debate tan cargado y crucial como el del tratado de vigilancia en el Parlamento, el dinero ciertamente ayuda a limar diferencias. Indemnizaciones. Sobornos a políticos sin escrúpulos, a aquellos que venden el voto.

—Al parecer, la mayoría de los políticos más influyentes del Parlamento vendían sus votos.

—Apostaría a que en esos casos había algo más que un simple soborno. Si leyéramos la prensa británica del último año, seguro que encontraríamos algo similar a lo que sucedió en el Congreso de Estados Unidos: filtración de información privada y delicada, secretos vergonzantes y perjudiciales, la debilidad humana puesta de manifiesto ante el mundo. Seguro que los oponentes más férreos al tratado fueron obligados a dimitir, del mismo modo que en América forzaron al senador Cassidy. Y a los demás les advirtieron, los comprometieron, y después le dieron la zanahoria, una «contribución para la campaña» atractiva y abultada.

—Con dinero lavado —dijo Elena—. Imposible de localizar.

—¿Hay alguna manera de determinar la fuente de donde provenían esos fondos?

Ella puso uno de los disquetes que había sacado de Dordogne en el ordenador.

—La lista de Dawson es tan completa, que hasta tiene los códigos del banco en que se originaron los pagos. No pone el nombre del banco, sólo el código.

—¿Lo estás cotejando con los datos que sacó Chris Edgecomb?

La expresión de su rostro pareció ensombrecerse ante la sola mención de Edgecomb; era obvio que volvía a recordarle la pesadilla a Elena. No respondió, pero en cambio miró con fijeza la pantalla, las largas columnas de cifras que se sucedían.

—Tenemos una coincidencia.

—Déjame adivinar —dijo Bryson—. Meredith Waterman.

—Correcto. La misma empresa que secretamente es la dueña del… First Washington Mutual Bancorp. El lugar donde dices que Richard Lanchester amasó su fortuna.

Él respiró hondo.

—Un banco de inversiones tradicional se ha convertido de alguna manera en el conducto para traspasar fondos ilegales a Washington y Londres.

—Y quizás a otros centros de poder mundiales: París, Moscú, Berlín…

—No cabe duda. Meredith Waterman de hecho es la dueña del Congreso y el Parlamento.

—Dices que Richard Lanchester se ha hecho muy rico allí.

—Así es, pero la leyenda es que lo abandonó todo para ir a Washington. Que rompió todos los vínculos formales, todas las conexiones financieras.

—De niña aprendí a no creer nunca en lo que decían los periódicos de Bucarest. Siempre me enseñaron a desconfiar de la historia oficial.

—Lamento decir que es una lección muy valiosa. ¿Piensas que Lanchester aún tiene influencias allí, y que así es como consigue servirse de su antiguo banco para canalizar inmensas sumas en sobornos?

—por lo que sé, Meredith Waterman es un banco en manos privadas: una sociedad de responsabilidad limitada. Los dueños son básicamente diez o doce socios. ¿Crees que es posible que siga siendo uno de los socios?

—No. No lo creo. Cuando empezó a trabajar en el gobierno seguramente renunció a todo eso; habrá dimitido como socio y habrá puesto el activo en un trust. Trabajar en la Casa Blanca requiere una completa transparencia financiera.

—No, Nick. Transparencia financiera con el FBI, no transparencia pública. Nunca ha debido ser ratificado por el Congreso, ¿no es así? Piensa en ello: ¡a lo mejor ésa es la razón por la que no acepta el nombramiento del presidente para ser secretario de Estado! A lo mejor no se trata de modestia: quizá no quiere ser blanco de la atención pública, del escudriñar que vendría con aceptar el puesto. Quizá tiene cosas qué ocultar, cadáveres en el armario.

—Vale, tienes razón en que el asesor de seguridad nacional no ha de pasar por el mismo bautismo de fuego por el que ha de pasar un secretario de Estado —concedió Bryson—. Pero los funcionarios de la Casa Blanca también están bajo la lupa, sean quienes fueren, examinan cada movimiento suyo, todo el mundo está constantemente a la búsqueda de alguna irregularidad financiera.

Elena parecía impacientarse; era una matemática que se movía con facilidad entre principios sobre todo abstractos, y estaba elaborando una teoría que él insistía en torpedear.

—Quiero que consideres esto con respecto a Lanchester. En los últimos meses he seguido con atención lo que sucedía con el Tratado Internacional de Vigilancia y Seguridad. En nuestra profesión, somos curiosos por naturaleza, ¿no es cierto? —Él asintió—. Bien, una vez que se ratifique el tratado, se creará un ejecutivo internacional, un nuevo cuerpo de control global con amplios poderes. ¿Y quién estará al mando de esta nueva agencia? En las últimas semanas, si has leído atentamente los informes periodísticos, habrás encontrado que siempre se mencionaban los mismos nombres, siempre en medio del artículo, siempre como conjeturas, como sus posibles directores. El término que usan siempre es zar, una palabra que siempre me pone nerviosa. Ya sabes lo que pensamos los rumanos de los zares.

—Y el zar sería Lanchester.

—Su nombre circula: ¿cómo lo llaman, una «prueba piloto»?.

—Pero no tiene sentido, ¡se sabe que es un opositor al tratado! Se supone que es una de las voces en la Casa Blanca que ha hecho una fuerte campaña en su contra, alegando que semejante agencia de control mundial sería un abuso, que infringiría las libertades individuales más fundamentales…

—¿Y cómo sabemos nosotros que se opone al tratado? ¿Por filtraciones, no? ¿No es así como funciona? Pero las filtraciones a la prensa siempre tienen una razón oculta: la gente tiene motivos para dar a conocer ciertas cosas, para influir en la opinión pública. A lo mejor Richard Lanchester quería ocultar sus ambiciones porque en realidad quiere que lo nominen para ese cargo ¡que luego aceptará a regañadientes!

—Santo cielo. Supongo que es posible que esté involucrado en un desvío de la atención por algún motivo.

—Ese «algún motivo» significa que al mismo tiempo está detrás de la conspiración de Prometeo, y es importante para él que no aparezca conectado con ninguna de esas maniobras. Piensa en ese juego de los sombreros y la pelotita, en que se mueven los sombreros de sitio y la gente trata de adivinar debajo de qué sombrero se encuentra la pelotita. Un juego de sombreros, ¿vale? Éste también es un desvío de la atención, como dices: una distracción. Todos seguimos el debate público sobre la legislación, sobre leyes, mientras que la verdadera batalla tiene lugar entre bastidores. ¡Una batalla que pone en juego enormes cantidades de dinero y de poder! Una batalla librada por ciudadanos ricos y con poder que especulan con hacerse diez veces más ricos y poderosos.

Bryson sacudió la cabeza. Buena parte de lo que ella decía era lógico, tenía sentido. Pero el asesor del presidente para la seguridad nacional, un funcionario de la Casa Blanca, un hombre en semejante pecera no podía darse el lujo de orquestar una conspiración de tal magnitud. El riesgo era demasiado grande, demasiado serio el peligro de ser descubierto. No tenía sentido. Y después quedaba la cuestión de los motivos. El instinto del dinero y el poder era tan antiguo como la propia civilización; más antiguo, tal vez. Pero… ¿todo ello para asegurarse apenas de que Lanchester fuera nominado para otro cargo burocrático? Absurdo. No podía ser.

Sin embargo, ahora estaba convencido de que Richard Lanchester era la clave de Prometeo: un eslabón crucial en la cadena que llevaba a Prometeo.

—Hemos de infiltrarnos —susurró Bryson con urgencia.

—¿En Meredith Waterman?

Bryson asintió, absorto en sus pensamientos.

—¿En Nueva York?

—Sí.

—¿Pero para hacer qué?

—Para averiguar la verdad. Para averiguar la conexión exacta que hay entre Richard Lanchester, Meredith Waterman y la conspiración de Prometeo.

—Pero si estás en lo cierto, si Meredith Waterman es realmente el nudo, el lugar desde el que se hicieron los pagos masivos en todo el mundo, estará cerrado herméticamente como un tambor. Estará bien vigilado, cada archivero tendrá tres llaves, los códigos para entrar a los ordenadores estarán protegidos, los documentos cifrados.

—Por eso quiero que tú te metas.

—¡Nicholas, es una locura!

Bryson se mordió el labio inferior.

—Pensémoslo con cuidado. Para usar una de tus metáforas, si la puerta está cerrada, entra por la ventana.

—¿Cuál es la ventana?

—Si queremos averiguar cómo una prestigiosa entidad bancaria es cómplice en el lavado de dinero, te garantizo que no encontraremos ningún documento en los lugares habituales. Porque, como tú dices, estarán cerrados herméticamente como un tambor. Todos los documentos actuales serán inaccesibles, estarán bajo siete llaves. Entonces lo que hemos de hacer es mirar en el ayer: en la vieja Meredith Waterman, la entidad bancaria de renombre, pero en sus días de gloria. En el pasado.

—¿De qué estás hablando?

—Mira, Meredith Waterman era una de las sociedades más tradicionales de Wall Street —un montón de javatos renqueantes y endogámicos que se sentaban a decidir ante una mesa en forma de féretro y bajo la vista vigilante de sus ancestros en los óleos que colgaban de la pared. ¿Así que cuándo y cómo empezaron a pasar dinero para sobornos? ¿Quién lo hizo? ¿Cómo ocurrió, y en qué momento?

Ella se encogió de hombros.

—¿Pero dónde se buscan esos documentos?

—En los archivos. Todos los bancos de la vieja guardia y con criterio histórico guardan los antiguos documentos, archivos, conservan cada pedazo de papel, lo clasifican y le ponen una etiqueta para la posteridad. Tienen un verdadero sentido de la historia, esos tíos, un sentido, sin duda inflado, de su propia inmortalidad. Es improbable que los nuevos dueños tiren los documentos antiguos, y los considerarán fundamentalmente benignos, ya que vienen de una época anterior a las transacciones secretas de fondos. Y ésa es nuestra ventana, el talón de Aquiles. El sitio en que la seguridad será más relajada que en ninguna otra parte. Ahora bien, ¿podrías reservarnos un vuelo con ese aparato?

—Por supuesto. A Nueva York, ¿no?

—Así es.

—¿Para mañana?

—Para esta noche. Si encuentras dos asientos para esta noche, cógelos, en la compañía que sea, juntos o no, no tiene ninguna importancia. Hemos de llegar a Nueva York lo antes posible.

«Hemos de llegar a la sede central de Wall Street de un venerable banco de inversiones —pensó—. Un banco que alguna vez gozó de gran reputación y que ahora era el eslabón vital del engaño de Prometeo».