27

Llegaron a Londres a las diez de la noche, demasiado tarde para hacer lo que tenían pensado. Pasaron juntos la noche en un hotel de Russell Square, en una misma cama por primera vez en cinco años. De algún modo eran extraños uno al otro, pero reconocieron sus cuerpos de inmediato, algo que los tranquilizaba, pero también los excitaba. Hicieron el amor por primera vez en cinco años, con pasión urgente y casi desesperada. Se adormecieron abrazados uno al otro, exhaustos por el sexo y el enorme esfuerzo que los trajo hasta allí.

Por la mañana hablaron de la pesadilla que habían presenciado, examinaron cuidadosamente los detalles y trataron de comprender cómo se había producido la infiltración.

—Cuando llamaste al aeródromo para reservar el avión —preguntó Bryson—, probablemente no usaste una línea secreta, ¿no?

Ella sacudió lentamente la cabeza, con expresión de ansiedad.

—El aeródromo no estaba equipado con un distorsionador de frecuencias, de modo que no tenía sentido. Pero las llamadas que se hacían en el Directorate se consideraban por lo general seguras, porque nuestro centro de comunicaciones internas estaba fuera del alcance de las interferencias del exterior. Si llamábamos a Londres, París o Munich, por ejemplo, solíamos usar los canales secretos, pero sólo para proteger al receptor.

—Pero las llamadas de larga distancia, de más de cien millas, por ejemplo, generalmente van de líneas terrestres a torres de microondas, y la vigilancia por satélite puede captar la transmisión por microondas, ¿no es así?

—Sí, los satélites no pueden captar las líneas terrestres. Hay que hacerlo por medios convencionales: escuchas telefónicas en los cables y demás. Y eso requiere que se sepa exactamente dónde se originó la llamada.

—Evidentemente, Prometeo conocía los detalles del centro de Dordogne —dijo Bryson despacio—. A pesar de todas las precauciones de Waller, habrán notado el ir y venir de gente, las llegadas y salidas del aeródromo. Y éste era un fácil blanco para una escucha convencional.

—¡Gracias a Dios Waller no estaba! Pero hemos de localizarle.

—Cielos, seguro que ya lo sabe. Pero Chris Edgecomb…

Ella se tapó la cara con las manos.

—¡Oh, Dios mío, Chris! ¡Y Layla!

—Y decenas de otros. A la mayoría ya no les conocía, pero tú debías de tener muchos amigos entre ellos.

Ella asintió en silencio, se quitó las manos de la cara, y dejó a la vista los ojos bañados de lágrimas.

Tras un momento de silencio, Bryson continuó.

—Se habrán metido en la central eléctrica y habrán puesto explosivos de plástico en todas las instalaciones y también por debajo. Sin recursos internos, sin colaboradores que se pasaran de bando, nunca habrían podido hacerlo. El Directorate estaba a punto de desenmarañar los planes del Grupo Prometeo, y por eso había que neutralizarlo. Me enviaron a mí (y a otros, estoy seguro), y cuando esos esfuerzos acabaron en nada, se decidieron por el ataque frontal. —Bryson cerró los ojos—. Cualesquiera que sean los secretos y planes que oculten, hemos de asumir que son de vital importancia para quienes están detrás de Prometeo.

Por lo tanto, un ataque directo y frontal al principal sostenedor del tratado, lord Miles Parmore, estaba destinado a fracasar: no haría más que alertar al enemigo sin obtener ninguna información; hombres como él eran muy cautelosos y estaban muy bien preparados contra el engaño y las coartadas. Además, Bryson sabía por instinto que lord Parmore no era a quien buscaba. Era la cabeza visible, un personaje público y vigilado de cerca, incapaz de maniobrar entre bastidores. No podía ser uno de los cabecillas de Prometeo. El verdadero mando debía ser alguien afiliado a Parmore, ligado a él de un modo tangencial. ¿Pero cómo?

Los conspiradores de Prometeo eran demasiado listos y meticulosos como para permitir que las conexiones quedaran a la vista. Se modificaban y borraban documentos. Ni siquiera un examen detallado revelaba los mandos ocultos, los titiriteros. El único indicio revelador era lo que no estaba allí, los documentos que faltaban y que obviamente habían sido borrados. Pero la búsqueda de esas fisuras sería como buscar una aguja en un pajar.

Finalmente, Bryson tuvo la idea de hurgar más hondo, de hurgar en el pasado. Su experiencia le había demostrado que la verdad a menudo se encontraba allí, en viejos archivos y libros: documentos casi intactos, demasiado dispersos y demasiado difíciles de modificar con verosimilitud.

Era una teoría, pero sólo una teoría, y esa mañana los condujo a la Biblioteca Británica de St. Paneras, que quedaba en una plaza ajardinada cerca de Euston Road, con su ladrillo de Leicester, naranja y moldeado a mano, que resplandecía bajo el brillante sol matinal. Bryson y Elena cruzaron la plaza, pasaron junto a la gran estatua de Newton, obra de sir Eduardo Paolozzi, e ingresaron al amplio vestíbulo de entrada. Bryson observó los rostros de la gente, atento al menor signo de reconocer a alguien. Debía suponer que las redes de Prometeo habían sido puestas sobre aviso y que ahora le buscaban, quizás incluso sabían que los dos estaban en Londres, aunque por lo pronto nada parecía indicarlo. Ya en el interior de la biblioteca, subieron un tramo ancho de escalones de travertino hacia la sala principal de lectura —una extensión de escritorios de roble con lámparas individuales en cada uno de ellos—, y atravesaron las discretas puertas de panel que daban a los cubículos de lectura. El cubículo doble que habían reservado era privado pero no estrecho, y las sillas redondas de roble y los escritorios recubiertos de cuero verde le daban un aire de club.

En menos de una hora reunieron todos los volúmenes que necesitaban, empezando por extractos de las actas oficiales del Parlamento, unos volúmenes grandes y pesados con encuadernación negra y sólida. Muchos no habían sido abiertos en años, y al doblar las páginas arrojaban un tufillo a viejo y deteriorado. Nick y Elena los revisaron concentrados, con resolución e intensidad. ¿Había habido debates previos sobre amenazas a la libertad civil, u otras decisiones con implicaciones para la vigilancia de los ciudadanos? Cada uno apuntó en un bloc los hechos que creía relevantes: referencias sin explicación, nombres, sitios. Eran las áreas donde podían quedar en evidencia las cinceladas del escultor.

Elena fue la primera en pronunciar el nombre. Rupert Vere. Un político muy experto, discreto y de voz suave, la encarnación del moderado pero también (las crónicas lo ponían de manifiesto a través de los años) un maestro en el ingenio de procedimientos. ¿Era posible? ¿Valía la pena comprobar la intuición?

Rupert Vere, miembro del Parlamento por Chelsea, era el ministro de exteriores de Gran Bretaña.

Bryson siguió la intrincada trayectoria del parlamentario de Chelsea en pequeños periódicos regionales, que estaban más atentos a los detalles incidentales y menos preocupados con el significado oficial de los hechos. Fue un trabajo minucioso y hasta anodino cotejar cientos de pequeños artículos en decenas de gacetas y circulares locales, con el papel a menudo amarillento y ajado. Por momentos, Bryson se sentía exasperado; parecía una locura pensar que encontrarían pistas de la más secreta de las conspiraciones precisamente allí, en documentos públicos y a la vista de todos.

Pero perseveró. Ambos lo hicieron. Elena hizo lo propio con su trabajo de intercepción de señales: entre tanto ruido, tanta abundancia de información inútil, puede ser que en alguna parte haya una señal: si tan sólo pudieran hallarla. Rupert Vere había terminado sus estudios en el Brasenose College de Oxford con sobresaliente; tenía fama de haragán, que muy probablemente era un subterfugio de la astucia. Tenía además un talento notable para cultivar amistades, decía un columnista del Guardian: «… y así su influencia va más allá del ámbito formal de su autoridad». Poco a poco su imagen se aclaraba: durante años, el ministro de exteriores Rupert Vere había trabajado entre bastidores para allanar el camino a la aprobación del tratado, exigiendo el pago de favores políticos y embaucando a amigos y aliados. Y, sin embargo, sus propios pronunciamientos eran moderados y en ninguna parte aparecían sus vínculos con la polémica causa.

Finalmente, un dato aparentemente trivial llamó la atención de Bryson. En las páginas amarillentas del Evening Standard había una nota sobre la carrera de remos de Pangbourne, en el Támesis, en la que competían a nivel nacional equipos de escuelas secundarias de todo el país. En cuerpo más pequeño, el diario informaba acerca de los equipos. Al parecer, Vere remaba para Marlborough en la categoría de mayores de 16 años. El lenguaje era forzado, y la nota, aparentemente inocua.

En las carreras juveniles de remo de Pangbourne se distinguieron varios cuatros y dobles. En particular, el cuatro J18 de la escuela Sir William Borlase registró el mejor tiempo de la jornada (10’ 28”), seguido de cerca por los botes de la clase J16, donde el equipo de St. George’s College (10’ 35”), con los remeros de dobles Matthews y Loake a bordo, libraron una ardua carrera con Westminster. En ambas clases J14, los dobles de la escuela Hereford Cathedral mostraron su excelencia (12’ 11” y 13’ 22”). En los individuales J16 hubo también algunos remeros de excepción. Primero, Rupert Vere (11’ 50”) le sacó 13 segundos de ventaja a su compañero de Marlborough, Miles Parmore, mientras que David Houghton (13’ 5”) terminó casi medio minuto por delante de sus perseguidores. Dando muestras de ser una gran promesa, Parrish, de St. George’s (12’ 6”), y Reliman, de Dragón School (12’ 10”), encabezaron la clase MJ16, acabando cuarto y quinto respectivamente en la clasificación general. Los juveniles corren una distancia de 1.500 metros en Pangbourne. El ganador de WJ13, Dawson, de Marlborough (8’ 51”), había obtenido un meritorio segundo puesto en la carrera de WJ14 de la mañana, y acabó quinto en la general, detrás de Goodey, vencedor de la WJ13.

Releyó la nota, y pronto encontró otras semejanzas. Vere había remado para Marlborough en el mismo ocho con timonel de Miles Parmore.

Sí. El ministro de exteriores británico y parlamentario por Chelsea, un antiguo defensor del tratado, había sido compañero de equipo y viejo amigo de lord Miles Parmore.

¿Habían dado con el hombre que buscaban?

El nuevo palacio de Westminster, más conocido como Cámaras del Parlamento, era, en su mezcla de antiguo y moderno, una institución puramente inglesa. En ese terreno ya había existido un palacio real en tiempos del rey vikingo Canuto. Pero fueron Eduardo el Confesor y Guillermo el Conquistador, en el siglo XI, quienes ampliaron el sueño antiguo de munificencia y esplendor reales. Los continuos históricos fueron tan reales como la Carta Magna; los discontinuos fueron mayores aún. Y cuando se reconstruyó el edificio a mediados del siglo XIX, representó el apogeo del neogótico, un legado perdurable de arquitectónica ingenuidad, la visión de una antigüedad artificial e inventada, que se reinventaría una vez más cuando un bombardeo de la Luftwaffe en la Segunda Guerra Mundial destruyó la Cámara de los Comunes. Una vez restaurado, aunque en una versión más tenue del gótico tardío, el palacio era la réplica de una réplica.

Aunque daba a uno de los puntos de mayor tráfico de Londres, Parliament Square, las Cámaras del Parlamento se mantenían a distancia y protegidas por el esplendor arcádico de sus ocho hectáreas. El «nuevo palacio» en sí era un torbellino humano. Tenía casi mil doscientas salas y más de dos kilómetros de pasillos. Las partes del edificio que solían usar sus miembros y los turistas solían ver, eran en efecto impresionantes, pero había mucho más, y los planos, por razones de seguridad, no eran fácilmente accesibles. Pero podían hallarse también en los archivos históricos. Bryson se tomó dos horas para conocer y dominar sus detalles. Una serie de estructuras ortogonales variables cobró forma en su imaginación, y el plano general del edificio adquirió para él una inmediatez visceral. Sabía exactamente cómo se conectaban la Biblioteca de los Pares con la Cámara del Príncipe; sabía la distancia que había entre la Residencia del Orador y la Residencia del Sargento de Guardia, sabía cuánto tardaría en ir desde el Vestíbulo de los Comunes a la primera sala de los Ministros. En una época en que no había calefacción central, era esencial tener algunas salas especiales que estuvieran protegidas del muro exterior por espacios aislados y que estuvieran en desuso. Además, una obra pública de semejantes dimensiones, que debía someterse a constantes reparaciones y renovaciones, había de tener accesos para que los obreros llevaran a cabo sus tareas sin perturbar la grandiosidad de los espacios públicos. Al igual que el propio gobierno, su funcionamiento requería complejos espacios y relevos que resultaban invisibles al ciudadano común.

Elena, entre tanto, examinó cada detalle en la vida de Rupert Vere. Uno de ellos le llamó particularmente la atención: cuando Vere tenía dieciséis años, ganó un concurso de crucigramas del Sunday Times. Le gustaban los juegos, lo cual parecía de algún modo apropiado: pero el juego al que ahora se dedicaba era todo menos trivial.

A las cinco de la mañana, un mochilero con chaqueta de cuero y gafas negras de plástico caminaba junto a la cerca de las Cámaras del Parlamento, como un turista insomne que trataba de quitarse la resaca andando. O al menos eso es lo que Bryson esperaba que pensaran de él. Se detuvo frente a la estatua negra de Cromwell, cerca de la entrada de San Esteban, y leyó el esmerado cartel: PAQUETES MAYORES DE A4, EXCEPTO FLORES, DEBERÁN ENTREGARSE EN LA ENTRADA AL JARDÍN DE BLACK ROD. Pasó por la entrada de los Pares y notó su precisa ubicación con respecto a las otras; luego cruzó un bosquecillo de castaños de Indias y notó la ubicación de las cámaras de seguridad, todas colocadas a cierta altura y protegidas por unas cubiertas de esmalte blanco. Bryson había visto que la policía metropolitana de Londres mantiene una red de cámaras para el tráfico, de las cuales trescientas se encuentran fijadas en postes y edificios altos de la ciudad. Cada una tiene un número, y si una persona autorizada lo marca, podrá ver una imagen precisa y a todo color de Londres. Es posible rotar la cámara y enfocar primeros planos. Es posible seguir las imágenes de una persecución policial, yendo de una cámara a otra, y seguir a un conductor o a un peatón sin ser detectado. Decidió que no sería prudente estar mucho tiempo a merced de la vigilancia; había que actuar con rapidez.

Abarcó con la vista la estructura de cuatro plantas de la galería principal, cotejando la estructura física con la representación mental que se había hecho de ella, y convirtiendo la métrica abstracta en percepción concreta. Era esencial transformar los datos en intuición, para acceder a ellos instantáneamente y por reflejo, sin cálculos ni consideraciones. Ésa era una de las primeras lecciones que aprendió de Waller, y una de las más valiosas: «en el trabajo de campo, los únicos mapas que importan son los mentales».

La torre de San Esteban, la torre del reloj que estaba en el extremo norte del edificio del Parlamento, tenía casi cien metros de altura. La torre de Victoria, en el extremo opuesto del complejo, era más ancha y casi tan alta. Entre las torres, los techos estaban cubiertos por una guirnalda de andamios; el proceso de reparación de exteriores era casi incesante. Unas escaleras externas coronaban el techo a pocos metros de la torre de Victoria. Después deambuló en dirección al Támesis y contempló la parte más apartada del complejo, que lindaba directamente con el río. Junto a las galerías había una terraza de cinco metros, pero desde las torres a ambos lados la caída era vertical, como un hilo de plomada. En la otra margen del río vio unos barcos anclados. Algunos eran de turismo, otros de mantenimiento. Uno de ellos tenía estarcido SERVICIO DE COMBUSTIBLE Y LUBRICACIÓN. Tomó nota de ello.

Había trazado el plan y fijado los tiempos. Bryson regresó al hotel y se cambió, luego revisó el plan dos veces más con Elena. Pero sus preocupaciones no se apaciguaron. El plan tenía demasiadas variables; sabía que las probabilidades de un contratiempo aumentaban en progresión geométrica a medida que se alargaba la secuencia de los eventos que lo constituían. Pero ya no había alternativa.

Bryson (o mejor, como decía su pase, Nigel Hilbreth) iba vestido con traje cruzado y a rayas, y llevaba unas gafas con montura de concha. Subió las escaleras desde el vestíbulo de la planta baja al de la planta superior, en la Cámara de los Comunes, donde tomó asiento en la galería. Tenía una expresión de leve desinterés, llevaba el cabello rubio peinado con raya y el bigote arreglado. Parecía un funcionario de cabo a rabo, incluso por la fragancia: Penhaligon’s Blenheim, que compró en la calle Wellington. Un recurso sencillo quizás, pero tan efectivo como el pelo teñido, las gafas y el bigote adhesivo. Waller había sido también quien primero le alertara sobre los aspectos raramente discutidos del olfato en el camuflaje. Cuando Bryson tenía una misión en Lejano Oriente, se abstenía durante semanas de tomar carne y productos lácteos: los asiáticos, con su dieta de soja y pescado, encontraban que los occidentales tenían un olor característico a carne, ya que la dieta rica en carne vacuna afectaba las proteínas de la piel. Antes de abocarse a una misión en una región árabe, se sometía a otra dieta. Un ajuste de la fragancia era un cambio trivial, pero Bryson sabía que es gracias a esas pistas subliminales que con frecuencia detectamos a los forasteros.

«Nigel Hilbreth» observaba con calma el tenso debate parlamentario, con un pequeño portafolio negro entre los pies. Debajo, sentados en los escaños largos y tapizados de cuero verde, los miembros del Parlamento seguían las deliberaciones con atención inusual, mientras las pequeñas lámparas que pendían justo encima de sus cabezas, suspendidas de largos cables desde el techo abovedado, iluminaban sus documentos. Era una solución torpe a un problema que no admitía una salida elegante. Los ministros del actual gobierno estaban sentados en los escaños delanteros, a la derecha; la oposición estaba a la izquierda. Los bancos de madera de la galería, con su fino acabado en marrón oscuro, se elevaban vertiginosamente sobre aquéllos a manera de balcones.

Bryson había llegado en mitad de la sesión de emergencia, pero sabía exactamente cuál era el tema de discusión: lo que en ese momento tenía en vilo a los órganos deliberativos de los gobiernos de todo el mundo: el Tratado sobre Seguridad y Vigilancia. En este caso, sin embargo, el incidente que precipitó el debate fue un horrendo atentado a manos de una facción reincidente del Sinn Fein, que hizo estallar una bomba de metralla en el corazón de Harrods a una hora de máxima afluencia, dejando un saldo de cientos de heridos. ¿Eso también era, secretamente, financiado e instigado por el Grupo Prometeo?.

Era la primera vez que veía a Rupert Vere en carne y hueso. El ministro de exteriores Vere era un hombre de aspecto engañosamente marchito, aparentaba más que su edad (cincuenta y siete años), pero se veía que sus pequeños ojos como dardos no se perdían nada. Bryson miró su reloj, otro accesorio sutil, un viejo armatoste de McCallister & Son.

Media hora antes, adoptando el aire altivo de un funcionario del gobierno, Bryson le había pedido a un mensajero que llevara una nota, supuestamente oficial y semiurgente, al ministro de Exteriores. En cualquier momento, uno de los asistentes de Vere se la entregaría en mano. Bryson quería estudiar su reacción cuando abriera la nota y leyera lo que decía. La nota, un artilugio simple y casi pueril que había concebido Elena, amante de los enigmas, tenía la forma de una pregunta de crucigrama:

Póngase entre el apoyo y un artículo definido, luego agregue una pareja.

¿Intrigado? Nos vemos en su suite durante el intervalo.

Había sido una inspiración de Elena el poner en forma de clave el único lema que no pasaría desapercibido a Vere.

Mientras un miembro de la oposición advertía sobre las amenazas a los derechos civiles que impondría el tratado en cuestión, Rupert Vere recibió un sobre. Lo abrió, miró la nota, y luego miró hacia la galería directamente a Bryson. Éste tenía una expresión atenta pero ilegible. Era cuanto podía hacer para no inmutarse; pasaron largos instantes hasta que Bryson comprendió que el ministro de Exteriores simplemente miraba a la distancia, que su mirada no se había fijado en nadie en particular. Bryson hizo un esfuerzo por mantener su expresión plácida y aburrida, pero no fue fácil. Si atraía la atención, estaría perdido: eso había de suponer. Los centinelas controlados por el Grupo Prometeo sin duda sabían exactamente cuál era su aspecto. Pero existía la posibilidad de que no supieran nada de Elena o que, si sabían algo de ella, supondrían que murió en la destrucción de la sede central del Directorate en Dordogne.

Era Elena, por lo tanto, quien debía acercarse a Vere. La sesión se levantaría en diez minutos. Lo que ocurriera después, determinaría todo lo demás.

Los miembros del gabinete inglés solían tener sus oficinas en la calle Whitehall o en otras cerca de allí; el ministro de Exteriores es el titular de la Oficina de Exteriores y la Commonwealth, y su residencia oficial está en la calle King Charles. Pero Bryson sabía también que, debido a las horas de negociaciones con los miembros del Parlamento, Rupert Vere tenía también una residencia bajo el techo inclinado del palacio de Westminster. La suite quedaba a apenas cinco minutos a pie desde la Cámara de los Comunes, y proporcionaba un área de encuentro discreta para cuestiones que requerían sensibilidad e inmediatez.

¿Haría Vere lo que sugería la nota, o los sorprendería con una reacción completamente distinta? Bryson creía que la primera reacción de Vere sería la curiosidad, que en efecto regresaría directamente a su oficina debajo de los aleros. Pero en caso de que Vere entrara en pánico, o por alguna razón decidiera ir a otra parte, Bryson debería seguirlo de cerca. Una vez identificado el ministro de exteriores, podía seguirle al abandonar la Cámara de los Comunes y reconocerle entre la multitud de miembros del Parlamento. No perdió de vista a Vere mientras subía las escaleras de piedra y pasaba ante los bustos de antiguos primeros ministros rumbo a su oficina parlamentaria, hasta que pudo seguirle ya sin llamar la atención.

La secretaria personal de Rupert Vere era Belinda Headlam, una mujer robusta de poco más de sesenta años, que llevaba el cabello gris atado en un ajustado moño.

—Esta dama dice que usted la espera —murmuró al ministro de Exteriores mientras éste entraba a la antecámara—. Dice que le ha dejado una nota.

—Sí, de acuerdo —replicó Vere, y luego vio a Elena sentada en el sofá de cuero junto a su oficina.

Ella se había tomado el trabajo de proyectar la imagen correcta: el traje azul marino dejaba ver un escote, pero no de modo inapropiado; llevaba el pelo castaño y brillante peinado hacia atrás; tenía los labios pintados de morado. Se veía imponente y profesional al mismo tiempo.

Vere alzó las cejas y sonrió con aire rapaz.

—No creo que nos conozcamos —dijo—. Pero ciertamente me ha llamado la atención. Su nota, quiero decir.

Le hizo un gesto de que la siguiera a su oficina pequeña y sombría, pero decorada con exquisitez, construida en los aleros debajo del techo de pizarra del edificio del Parlamento. Se sentó detrás de su escritorio y le indicó a ella que se sentara en una silla de cuero a pocos pasos de él.

Durante un momento, Vere revisó la correspondencia. Elena era consciente de que él la estudiaba; menos, le pareció, como un adversario que como una conquista potencial.

—Usted también ha de ser una inventora de rompecabezas —dijo por fin—. La respuesta es «Prometeo», ¿no es así? Una clave un tanto tosca, sin embargo. Me entre pro y teo.[1] —Hizo una pausa y la penetró con la mirada—. ¿A qué debo el placer de su visita, señorita…?

—Goldoni —contestó ella.

No había perdido su acento, así que había de ser un nombre extranjero. Lo miró atentamente pero no vio cuáles eran sus intenciones. En vez de fingir que no entendía a qué se refería ella, reconoció de inmediato la palabra Prometeo, pero su calmada reacción no revelaba alarma ni miedo, ni siquiera una actitud defensiva. Si estaba actuando, era muy hábil, aunque no le sorprendía: no había llegado adonde hoy estaba sin talento para fingir.

—Supongo que su oficina está libre de escuchas —dijo Elena. Él la miró intrigado, como si no comprendiera, pero ella continuó—. Sabe quién me envió. Deberá disculpar la irregularidad de este medio para contactarle, pero ésa es la razón de mi visita. La cuestión es urgente. Las vías de comunicación habituales pueden estar interceptadas.

—¿Cómo dice? —preguntó con aire altanero.

—No puede usar los códigos existentes —dijo Elena, mirándole fijo—. Es de la mayor importancia, sobre todo con el poco tiempo que queda antes de que el plan de Prometeo entre en vigor. Estaré en contacto con usted para hacerle saber cuándo se han normalizado las vías.

La sonrisa tolerante de Vere se apagó. Luego se aclaró la garganta y se levantó.

—Usted está loca —dijo—. Ahora, si me permite…

—¡No! —interrumpió Elena con un susurro urgente—. Se han comprometido todos los sistemas de cifrado. ¡No se puede confiar en su integridad! Estamos cambiando todos los códigos. Ha de esperar instrucciones.

Todo el encanto profesional de Vere había desaparecido; el rostro se le endureció.

—¡Salga de aquí enseguida! —dijo en voz alta y entrecortada. ¿Había pánico en su voz? ¿Usaba la indignación para ocultar el miedo?—. Avisaré a la policía, y cometerá un grave error si alguna vez intenta poner otra vez un pie en este edificio.

Vere hizo ademán de apretar el botón del interfono, pero antes de poder hacerlo la puerta de su oficina se abrió de par en par. Entró un hombre delgado y de tweed, y enseguida cerró la puerta. Elena reconoció la cara de la reciente investigación que había hecho: era la mano derecha de Vere, Simón Dawson, el miembro más antiguo de su equipo, y que estaba a cargo de formular la política que debía seguirse.

—Rupe —dijo Simón Dawson en tono lánguido y exasperante—. No pude evitar oír lo que decías. ¿Esta mujer te está molestando? —Dawson tenía el inquietante aspecto de un colegial de mediana edad, con el cabello claro, las mejillas como manzanas y la figura desgarbada.

Vere estaba visiblemente aliviado.

—De hecho, Simón, así es —dijo Vere—. Me está diciendo todo tipo de tonterías sobre algo llamado Prometeo, sobre un cifrado de no sé qué, que «los planes de Prometeo entrarán en vigor»: ¡pura locura! Hay que denunciar de inmediato a esta dama al MI-5: es un peligro público.

Elena se alejó unos pasos del escritorio de Vere, mirando alternadamente a uno y otro hombre. Algo iba muy mal. Había notado que Dawson cerró la pesada puerta de roble detrás de él. No tenía sentido.

A menos que…

Dawson sacó una Browning plana y con silenciador de su traje de tweed.

—Diantre, Simón, ¿qué haces con una pistola? —preguntó Vere—. No debería ser necesario. Estoy seguro de que esta mujer tiene el tino de irse de inmediato, ¿no es así?

Ella estudió la expresión cambiante en el rostro de Vere, una rápida secuencia de perplejidad, consternación y miedo.

Los dedos largos y afilados del funcionario reposaban con soltura sobre el gatillo. Elena sintió cómo le palpitaba el corazón, y recorría abruptamente con la mirada la oficina en busca de una oportunidad para interrumpir o escaparse.

Dawson la miró a los ojos, y ella le devolvió la mirada, con frescura, descaradamente, como conminándole a que disparase. De pronto Dawson apretó el gatillo. Paralizada por el terror, vio cómo la pistola corcoveó ligeramente en la mano. Hubo un sonido fugaz de una bala silenciada, y después una mancha carmesí que se extendía por la camisa blanca y almidonada del ministro de Exteriores Rupert Vere, hasta que se desplomó sobre la alfombra oriental.

¡Dios mío! ¡Simón Dawson! Era otro nombre que se había encontrado en los viejos recortes de diarios sobre las carreras de remo en Pangbourne, el nombre de un compañero de escuela más joven y de quien suponía se había convertido con el tiempo en el protegido de Vere.

Error.

Dawson tenía el poder.

Dawson se volvió hacia Elena con una sonrisa apagada y glacial.

—Ha sido desafortunado, ¿no cree? Truncar una carrera tan distinguida. Pero usted no me dejó alternativa. Le contó demasiado. Es un hombre listo, habría atado cabos fácilmente y eso no habría estado bien. Usted lo entiende, ¿verdad? —Se aproximó a ella, otro poco más, hasta que Elena sintió la humedad pegajosa de su aliento—. Rupe habrá sido un tío indolente, pero no era tonto. ¿Cómo se le ocurrió venir a hablarle de Prometeo? Eso no está para nada bien. Pero hablemos ahora de usted, ¿no le parece?

Simón Dawson. ¿Cómo no se les había ocurrido antes? La misma lógica que descartaba a Miles Parmore debía haber descartado a Rupert Vere: era demasiado visible. El verdadero titiritero era su mano derecha, que no tenía rostro y actuaba a través de su distraído superior.

—Así que usted nunca le dijo nada —dijo Elena, como pensando en voz alta.

—¿A Rupe? Nunca hubo necesidad de que supiera nada. Siempre siguió implícitamente mis consejos. Pero nadie tenía el encanto de él. Hacía falta un monigote encantador. Hacia falta, tiempo pasado. Ya no hace realmente falta, ¿no cree?

Ella dio un paso atrás.

—Lo dice porque Gran Bretaña es ahora un signatario del tratado.

—Exactamente. Desde hace diez minutos. ¿Pero quién es usted? Me da la impresión de que no hemos sido presentados como corresponde.

La Browning descansaba aún cómodamente en la mano derecha de Dawson. Sacó una caja plana y metálica del bolsillo de la chaqueta, evidentemente una especie de asistente digital inalámbrico.

—Veamos lo que nos dice la Red —murmuró Dawson.

Sostuvo el aparato en el aire y lo apuntó hacia ella. Enseguida apareció su cara en una pantalla de cristal líquido. Luego la pantalla comenzó a titilar mientras se sucedían cientos de caras en una imagen borrosa, hasta que apareció la cara que coincidía con la de ella.

—Elena Petrescu —dijo, leyendo los datos electrónicos—. Nació en 1969 en Bucarest, Rumania. Única hija de Andrei y Simona Petrescu; Andrei era el máximo experto rumano en criptografía. Ah, y lo más intrigante… Nicholas Bryson la sacó de Bucarest justo antes del golpe de Estado de 1989. —Volvió a mirarla—. Está casada con Nicholas Bryson. Ahora todo tiene sentido. Los dos son empleados del Directorate. Separados durante cinco años… el año antes de marcharse usted compró, veamos, tres sistemas de ovulación, obviamente quería quedar embarazada. Hmm… no funcionó, por lo que veo. Sesiones semanales con un psicoterapeuta, me pregunto si para tratar la dificultad de ser una exiliada política en un país extraño o de trabajar en una agencia tan secreta como el Directorate, ¿o era el matrimonio que se derrumbaba?

Había algo en la disyunción entre lo que estaba diciendo y su tono informal que hizo estremecer a Elena. Notó que, si bien sostenía aún la Browning, no le prestaba mucha atención.

—Sus planes han salido a la luz, ya debería saberlo —dijo Elena.

—Realmente no me preocupa —replicó Dawson con aire relajado.

—Lo dudo. Estaba lo bastante preocupado de que Rupert Vere se enterara e informara al MI-5 como para matarle.

—La CIA, el MI-6 y el MI-5 y todas las otras agencias de espionaje de tres letras han sido neutralizadas. El Directorate nos llevó más tiempo, quizás en virtud de su estructura paranoica, aunque el mismo secreto que les protegía de posibles infiltraciones, curiosamente, nos facilitó en gran medida el poder paralizarles. Es extraño ver el tiempo que les llevó darse cuenta de que se habían quedado atrás en el tiempo, ¡de que ya no había ninguna necesidad de que siguieran existiendo! La NSA está abrumada con el mero volumen de tráfico: los correos electrónicos y llamadas de teléfonos móviles que ha de rastrear, todo el tráfico de Internet. ¡Por Dios, es una reliquia de la guerra fría que cree que la Unión Soviética no desapareció! ¡Y pensar que hubo un día en que la NSA era la joya de la inteligencia americana, la más grande, la mejor! Pues los códigos cifrados han acabado con su reinado. ¡Y la CIA, los tíos que nos hicieron bombardear por accidente la embajada china en Belgrado, que no tenían idea de que la India tuviera armas nucleares! ¡Qué ineptitud! Cuanto menos se hable de ellos, mejor. Las agencias de inteligencia pertenecen al pasado. No es casualidad que ustedes traten por todos los medios de bloquear el ascenso de Prometeo: ¡son como dinosaurios que por impotencia montan en cólera contra la inevitabilidad de la evolución! Pero antes de este fin de semana, el hundimiento de todos ustedes se hará evidente para el mundo entero. En las orillas del lago se afirmará un nuevo orden global, y el bienestar de la raza humana quedará asegurado como nunca antes lo estuvo. —Dawson volvió a concentrarse en la Browning, que ahora apuntó hacia ella—. A veces la minoría debe sacrificarse en el altar de la mayoría. Ya veo los titulares del Telegraph: UN KAMIKAZE MATA AL MINISTRO DE EXTERIORES VERE. Y en el Sun, algo así como: MATA MINISTRO GABINETE, DESPUÉS SE SUICIDA. Es probable que saquen a relucir un trasfondo sórdido de sexo. Y la pistola y las huellas la identificarán como la asesina.

Mientras Dawson hablaba, desenroscó el silenciador de la Browning; luego, rápido como un gato montes, se abalanzó sobre Elena. De un golpe le puso la pistola en la mano, le apretó los dedos alrededor del arma, y después le dobló el brazo para pegarle el cañón a la sien. Elena empezó a agitarse violenta y convulsivamente: aunque no pudiera hacer otra cosa, al menos le arruinaría el plan. Gritó a voz en cuello. Sintió como si alguien se hubiera apoderado de su cuerpo, era la voluntad de supervivencia que se trasmutaba en una reacción primaria de todos los músculos. Se retorció y sacudió con violencia, y cuando oyó otra voz parecía venir de muy lejos.

Era la voz de Nick Bryson.

—¿Dawson, qué diablos está haciendo? ¡Ella es una de los nuestros! —gritó Bryson. Se abrió la puerta que daba a un armario y salió Bryson, disfrazado de funcionario del gobierno con peluca, bigotes y gafas; sólo mirándole de cerca conservaba alguna similitud con Nicholas Bryson. Tenía los hombros del traje salpicados de astillas de madera y polvo, prueba de que había entrado a la oficina arrastrándose por un espacio estrecho—. ¡Jacques Arnaud en persona la envió! —le advirtió Bryson.

—¿Qué… quién demonios es usted? —gimió Dawson, quien se giró para mirar al intruso con una mezcla de asombro e incertidumbre.

Soltó momentáneamente a Elena, quien de repente saltó hacia un costado. En un movimiento repentino le arrebató la pistola, que Dawson la había forzado a coger. Elena se la arrojó a Bryson, que brincó y la cogió en el aire.

Nick la sostuvo con ambas manos, apuntando a la mano derecha de Vere.

—No se mueva —dijo duramente—. O habrá dos cadáveres en el suelo.

Dawson se quedó helado, mientras miraba con maldad a Bryson y luego a Elena.

—Bien, ahora tenemos algunas preguntas que hacerle —dijo mientras avanzaba hacia Dawson empuñando la pistola—. Y será lo bastante listo como para contarnos toda la verdad.

Dawson sacudió la cabeza con desdén, y luego dio un paso atrás.

—Se equivoca tristemente si cree que me intimida. Prometeo ha estado planeando todo durante más de una década. Va mucho más allá de una sola persona o una sola nación.

—¡Quieto! —gritó Bryson.

—Puede matarme si quiere —dijo Dawson, que seguía retrocediendo, cada vez más cerca de Elena—, pero no cambiará nada, ni siquiera lo retrasará. La pistola que tiene en la mano fue usada para matar a mi querido amigo que está allí; si es tan necio de matarme, tendrá dos homicidios en su haber. Y es justo que le advierta que esta oficina está dotada de escuchas electrónicas; no bien su amiga entró a la oficina del ministro de Exteriores y vi lo que traía entre manos, llamé al escuadrón Alpha, destacamento Grosvenor Square. Seguro que sabe lo que es el escuadrón Alpha.

Bryson lo miraba con fijeza.

—Llegarán en cualquier momento. Probablemente ya están en el edificio, ¡maldito hijo de puta! —Y al tiempo que levantaba la voz, saltó en dirección a Elena y la cogió del cuello, mientras le apretaba el cartílago con los pulgares.

Los gritos de Elena pronto se hicieron arcadas, sonidos ahogados.

Después hubo una explosión, y de la Browning sin silenciador que tenía Bryson salió una bala. En la frente de Dawson, cerca del nacimiento del pelo, surgió un pequeño óvalo de donde empezó a manar sangre. Con el rostro extrañamente inmóvil, cayó al suelo boca abajo.

—¡Deprisa! —dijo Bryson—. Coge su ordenador de bolsillo, su cartera, lo que tenga en la chaqueta.

Elena, con cara de asco, revisó los bolsillos del muerto y sacó llaves, cartera, una Palm Pilot y varios trozos de papel. Después siguió a Bryson por la puerta abierta del armario y vio que había quitado la placa de madera del fondo.

La experiencia de Belinda Headlam al servicio del ministro de Exteriores Rupert Vere le había enseñado la importancia suprema de la discreción. Sabía que su jefe conducía negociaciones de exquisita sutileza en esa suite, y ella tenía algunas sospechas de que también era su guarida para las citas a escondidas. El año pasado, la joven del ministerio de Agricultura se sintió tan incómoda cuando hubo de interrumpir la conversación con una llamada urgente del primer ministro… Y en los días que siguieron, el ministro de Exteriores Vere la trató un tanto secamente, como si se hubiera sentido avergonzado por la interrupción y estuviera disgustado con ella. Pero todo aquello pasó y ella trató de olvidarse del asunto. Los hombres tenían sus debilidades, bien lo sabía ella; todos sin excepción.

Pero el ministro de Exteriores era un hombre eminente, uno de los miembros más capaces del gobierno, como solía repetir la primera plana del Express, y se sentía honrada de que la hubiera escogido a ella como su asistente personal. Sin embargo, estaba segura de que algo andaba mal. Se retorcía las manos, sin saber qué hacer, y decidió por fin que no podía vacilar más. La oficina del ministro de exteriores estaba bien aislada acústicamente (él mismo había insistido en ello), pero ese ruido, por amortiguado que fuera, sonaba terriblemente como un disparo. ¿Podía ser? ¿Y si era un disparo y ella no hacía nada? ¿Qué pasaría si el ministro de Exteriores estaba herido y necesitaba ayuda? Luego estaba el hecho de que Simón Dawson, su delfín, estaba con él, y no era su estilo quedarse mucho rato. Había, además, algo peculiar en la mujer emperifollada que le había alcanzado una nota. La señora Headlam tenía una vaga idea de lo que podía significar esa mirada evaluadora del ministro de exteriores, pero no parecía que la mujer estuviese allí por ese… asunto.

Algo olía mal.

Belinda Headlam se levantó y golpeó con fuerza la puerta del ministro. Esperó cinco segundos y volvió a golpear. Después, diciendo «Lo siento mucho», abrió la puerta. Y luego gritó.

La escena era tan horrible, que le tomó casi medio minuto antes de avisar a seguridad.

El sargento Robby Sullivan, de la división del palacio de Westminster de la policía metropolitana, se mantenía en plena forma con una hora de ejercicio todas las mañanas, y miraba con recelo a sus colegas que, con el pasar de los años, se dejaban crecer la barriga. Podría pensarse que no le tomaban en serio. Hacía siete años que Robby había sido asignado a la división Westminster, a cargo de controlar las salas del Parlamento, expulsar intrusos y, en general, manteniendo la paz. A pesar de que el tiempo había transcurrido sin mayores incidentes, los años de amenazas del IRA le habían dado mucha práctica en responder a alarmas.

Aun así, la escena en la suite del ministro de Exteriores le cogió desprevenido. Él y el agente Eric Belson, su joven lugarteniente pelirrojo, pidieron apoyo inmediato por radio a Scotland Yard, pero en el ínterin clausuraron las habitaciones de Vere y usaron todo el destacamento para apostar un hombre en cada escalera. Del relato de la señora Headlam se desprendía que debía de haber un asesino suelto en el edificio, una mujer, además. Aunque era un misterio cómo había hecho para salir de la oficina sin pasar por la señora Headlam. Estaba decidido a no permitirle escapar del edificio: no en su turno de guardia. Ya había pasado por los ejercicios de rutina, conocía todos los movimientos y maniobras que se requerían para el caso. Pero esta vez iba en serio. La adrenalina se encargó de recordárselo.

El aire en el pasillo largo y oscuro era húmedo, cargado y sofocante, era evidente que nadie había estado allí en años. Bryson y Elena se movían en la tiniebla deprisa pero en silencio, por momentos arrastrándose con las manos y las rodillas, y cuando el espacio se lo permitía caminaban erguidos o con andar torpe y encorvado. Bryson llevaba el portafolio que había traído al edificio del Parlamento, que era una carga pero quizá también un elemento vital. La única luz era la luz diurna que se filtraba por las grietas de la pared y las molduras del techo. Los viejos suelos de madera crujían con alarma al pasar por oficinas, espacios públicos y depósitos de materiales. Las voces al otro lado de la pared se oían amortiguadas, más fuertes en unas partes que en otras. En un momento determinado, Bryson notó algo, un ruido peculiar, y se detuvo. Los ojos se habían empezado a habituar a la oscuridad; vio que Elena se giró con aire interrogativo, y él se llevó un dedo a los labios mientras espiaba por la ranura.

Primero vio las botas, y después los trajes de faena de los marines estadounidenses. Había llegado el escuadrón secreto Alpha y se dispersaban para revisar el edificio. Era el comité de bienvenida. Supuso que los marines estarían asignados por lo general a la embajada americana en Grosvenor Square, mezclados con el contingente habitual cuya misión era preservar el edificio y la vida del embajador. Su presencia letal era de lo más alarmante: el escuadrón de ataque, extremadamente adiestrado, sólo se movilizaba por orden dada al más alto nivel del gobierno estadounidense y en código sumamente secreto. Se requería la autorización del despacho Oval. Cualquiera que fuese el plan aterrador de Prometeo (había oído parte de lo que decía Dawson, cuando despotricaba y daba a entender que había una nueva generación de espionaje gubernamental), se estaba llevando a cabo en cooperación con la Casa Blanca, a sabiendas o no.

¡Una locura! Esto no era tan sólo una transformación burocrática, ni un simple cambio de gobierno. Los asesinos de Prometeo parecían ser en cambio la vanguardia de una lucha de poder que contaba con sanción oficial, una transferencia de poder que haría época. ¿Pero qué podía ser?

Delante de ellos, el pasadizo se interrumpía en una valla metálica: el conducto del aire. Tanteó con los dedos y ubicó una puerta con bisagra para los servicios de mantenimiento. Los paneles del filtro de aire estaban ajustados en su sitio. Bryson sacó un destornillador largo y plano del portafolio, y desenmarcó los filtros hasta que el pasadizo quedó desbloqueado. Entonces Elena y él se metieron por el conducto cúbico de acero, arrastrándose y dejándose deslizar por un declive empinado, a través de un espacio estrecho de acero de canalé que vibraba con bocanadas regulares de aire frío.

—Esto conduce a un sitio encima del portón del Canciller —dijo Bryson, cuya voz se oía metálica y con eco—, y de allí a la torre de Victoria. Pero tendremos que improvisar.

Por grande que fuera el destacamento del escuadrón Alpha, nunca sería lo bastante numeroso como para revisar todo el palacio de Westminster, que contenía, en siete hectáreas de terreno, las dos cámaras del Parlamento, mil doscientas salas, más de cien escaleras y tres kilómetros de pasillos. Indudablemente habría otros de paisano que les estarían buscando y no serían menos letales: agentes al servicio del Grupo Prometeo. Podían estar en todas partes. La cabeza de Bryson era un torbellino de mapas y de planes que había memorizado; debía simplificar, hallar el orden en el caos. Si Elena y él habían de sobrevivir, tenía que confiar en su instinto y en la práctica que le había dado forma. Era todo lo que tenían.

Estaba seguro de que sus perseguidores inspeccionarían todos los medios posibles de fuga, de escape, de la oficina de Rupert Vere; eso determinaría la dirección que tomaría su búsqueda. Se harían cálculos, se decidirían rutas de investigación basadas en un conjunto fijo de variables. La ventana era un modo obvio de escape, pero estaba muy alta, y no encontrarían pruebas de ninguna cuerda o aparejo para trepar. La secretaria personal de Vere, que vigilaba la entrada a la suite, afirmaría que nadie pasó por allí, aunque podía ser posible que se ausentase un momento de su escritorio, en cuyo caso no podrían descartar esa ruta.

Quedaba una vía que los perseguidores habían de examinar, y los asesinos no tardarían mucho en darse cuenta de que el panel de madera en el fondo del armario estaba suelto, aunque Bryson lo hubiera vuelto a poner en su sitio. Eso implicaba que varios asesinos del escuadrón Alpha o de Prometeo estarían ya abocados a revisar el pasadizo. La única esperanza de Bryson y Elena era que los buscadores se perdieran en el laberinto de pasajes ocultos.

Pero unos instantes después de que salieran del conducto de aire, Bryson oyó pasos que parecían venir del interior del pasadizo, no de afuera. Había un cierto eco, acompañado del crujido en el suelo de madera. Sí. Ahora Bryson estaba seguro. Alguien les seguía por el pasadizo secreto.

Sintió que Elena le cogía un hombro, le ponía la boca en la oreja y susurraba:

—¡Escucha!

Él asintió:

—Los oigo.

Empezó a pensar a toda prisa. Tenía la Browning de Dawson, pero no había modo de saber cuánta munición había en la recámara, y tenía varios implementos en el portafolio que serían menos efectivos en un combate cuerpo a cuerpo. Pero lo lamentable era que no habría un combate cuerpo a cuerpo, ni una lucha a corta distancia. Si les descubrían, abrirían fuego, con o sin silenciador.

Bryson se detuvo de golpe junto a otra ranura de luz que se colaba por la pared, y espió. Era una trascocina iluminada con luz fluorescente y con los suelos cubiertos de linóleo verde. Al mirar más de cerca, distinguió una estantería al final que parecía estar llena de artículos de limpieza. A pesar de que la habitación estaba iluminada, parecía vacía. Tanteó las paredes del pasadizo hasta dar con el panel de madera que probablemente cubría una salida a un armario, y que a su vez daba a la trascocina. Sacó un pequeño destornillador Philips de su portafolio y aflojó el panel. Al desprenderla, la madera crujió y gimió. Por la abertura entraba luz indirecta; podían ver los límites del pequeño armario, iluminado por un estrecho haz de luz que pasaba por la rendija que había entre la puerta del armario y el suelo de linóleo.

Despacio, se agacharon y pasaron apretadamente por la pequeña abertura a nivel del suelo. Bryson entró primero al armario, seguido de Elena. Hubo un sonido repentino y crispante: Elena volteó un balde, con lo cual el mango de madera de una fregona golpeó estruendosamente contra la pared. Se quedaron helados. Bryson levantó una mano en el aire, en señal de que no se moviera. Se quedaron atentos, esperando. Le palpitaba el corazón.

Tras un minuto que pareció interminable, Bryson se tranquilizó al ver que el ruido no había llamado la atención, y continuaron. Lentamente y con cuidado, abrió la puerta del armario. Efectivamente, no había nadie, si bien las luces estaban encendidas; era probable que alguien hubiese estado allí hacía poco, un encargado de la limpieza que por lo tanto regresaría de un momento a otro.

Deprisa y en silencio se dirigieron a la puerta, que debía dar a un vestíbulo. Estaba entornada. Bryson la abrió un tanto para asomar la cabeza; miró a ambos lados del vestíbulo a oscuras. No vio a nadie.

—Quédate aquí hasta que te dé la señal de que puedes salir —le susurró a Elena.

Pasó junto a una máquina expendedora, un viejo balde marrón en el que había una fregona, y entonces apareció alguien. Él se paró de golpe y se llevó una mano a la Browning, que se había puesto en el cinturón.

Pero era sólo una viejecita, una señora de la limpieza que se movía despacio y empujaba un carrito de metal. Aliviado, Bryson siguió por el pasillo en dirección a ella, con una respuesta lista en caso de que le preguntara algo. Era un funcionario, como lo indicaba su vestimenta, si bien un poco polvorienta. Pero también era consciente de que la vieja podría convertirse en una fuente de información, y habían de evitarlas.

—Disculpe —le dijo Bryson al acercarse, mientras se quitaba el polvo de los hombros con la mano.

—¿Te has perdido, no? —dijo la señora de la limpieza—. ¿Te puedo ayudar, cariño?

Tenía una cara amable y llena de arrugas, el pelo blanco era fino y ondulado. Parecía vieja para estar haciendo ese trabajo manual, y se movía con tanto esfuerzo físico que le hizo compadecerla. Pero miraba a Bryson con ojos astutos.

¿Perdido? ¿No era una pregunta natural acaso?: vestido como lo estaba, Bryson parecía estar fuera de sitio en aquel pasillo de servicio. ¿Habría circulado tan rápidamente el rumor de que había uno o dos fugitivos dando vueltas por el edificio? Pensó deprisa.

—Estoy con Scotland Yard —replicó Bryson con impecable acento inglés de clase media-baja—. Hay problemas de seguridad en el área. Quizás usted ha oído…

—Sí —dijo la señora con aire fatigado—. Yo no hago preguntas. No es parte de mi trabajo, qué va. —Empujó el carrito por el pasillo en dirección al trastero y lo dejó junto a una pared—. Hay muchos rumores dando vueltas. —Se alisó las cejas con un pañuelo rojo deshilachado mientras se dirigía a él—. ¿Pero te molestaría responderme a una sola pregunta?

—¿Cuál? —dijo Bryson a la defensiva

La anciana señora de la limpieza lo miró con perplejidad al tiempo que se acercaba a Bryson y continuaba en voz baja y confidente.

—¿Qué diablos haces aún con vida?

Y repentinamente sacó una enorme pistola azul acero de entre los pliegues de su blusón, apuntó a Bryson y apretó el gatillo. A la velocidad de un rayo, Bryson se cubrió con el portafolio recubierto de Kevlar en un brinco vertiginoso, que fue a dar con toda la fuerza contra el antebrazo de la vieja. La pistola cayó al suelo y se deslizó por éste lejos de ellos.

Dando un alarido, la harpía se agazapó y dio un salto adelante, con la cara retorcida, las manos extendidas como garras o instrumentos mortales. Cayó sobre él de un golpe y lo derribó al suelo en el momento en que sacaba otra arma escondida. Le dolió la herida en el flanco. «¡Es una maldita vieja!», pensó Bryson, y luego comprendió, cuando le clavó las uñas en los ojos, que no era una vieja, que era mucho más joven, más fuerte y más semejante a una fiera salvaje que a una mujer. Le metió un pulgar directamente en la cavidad del ojo y Bryson sintió un dolor inmenso, estaba obnubilado, y entonces ella le dio un rodillazo en la entrepierna y le alcanzó los genitales. Bryson rugió en agonía, y con determinación reunió la considerable fuerza que tenía y golpeó a la mujer contra el suelo. A él le sangraba el ojo derecho, pero aún podía ver a través de él, y lo que vio le dio escalofríos. La mujer sacó una hoja afilada y reluciente, un estilete largo y delgado. Brillaba como si estuviera recubierto con un líquido viscoso. Supo de inmediato que la hoja estaba cubierta de toxiferina alcaloide, lo cual la convertía en un arma peligrosísima. El menor corte o rasguño causaría una parálisis inmediata y una muerte por asfixia.

Bryson olió la hoja con el veneno agrio cuando casi le rozó el rostro: movió la cabeza hacia atrás justo a tiempo para salvar el pellejo. Entonces la mujer, fuera de sí, se incorporó y arremetió contra él, y de nuevo Bryson logró esquivarla por un pelo; la hoja le cortó un botón de la camisa, que voló por el aire. La atacó con ambas manos, con todas sus fuerzas, incapaz de correr el riesgo de buscar el arma. El estilete centelleó cerca del rostro de Bryson, pero esta vez le soltó un golpe con la mano izquierda, como una cobra, directamente hacia la hoja, un movimiento en contra de la intuición, porque implicaba reaccionar e ir al encuentro del instrumento de muerte, o del apéndice que lo sostenía, en vez de apartarse de él, y cuando cogió la muñeca que detentaba el estilete, tomó claramente por sopresa a la harpía.

Pero fue sólo durante un instante. Por lo general, la fuerza de Bryson sería muy superior, pero ya no se hallaba en su mejor forma, muy al contrario. Ahora se daba cuenta de que estaba mucho más débil a causa del balazo en Shenzhen; no se había dado suficiente tiempo para recuperarse. Y ella tenía una destreza de movimientos como nunca antes había visto. Mientras forcejeaba con el brazo contra la mano de Bryson y la hoja temblaba en el aire, giró el pie izquierdo, que tenía un zapato de cuero con punta de acero, y le dio otra patada en los genitales. Él gimió al sentir el dolor frío que irradiaban los testículos; sintió náuseas. Pero volvió a empujarla contra el suelo y le quitó la peluca blanca, dejando a la vista un cabello negro cortado al ras y las líneas de una máscara de látex.

Estaban metidos en la lucha. Ella volvió a gritar, los ojos se lo comían. Era fuerte y tenía una coordinación extraordinaria, y azotaba una y otra vez como una bestia rabiosa. Trató de patearle de nuevo con el otro pie, pero Bryson se adelantó al movimiento y rodó sobre ella, apretándole las piernas. Al tiempo que usaba el mayor peso de su cuerpo, no le soltaba la muñeca, que aún tenía el estilete apuntándole a él. Había de moverse con cuidado cerca de la hoja afilada, debía mantener la piel y todas las partes de su cuerpo alejadas de su punta letal. Ella se retorcía con violencia, pero Bryson concentró su fuerza y su energía en torcerle la muñeca hacia ella, hasta apuntar el estilete que resplandecía al cuello de la mujer. Ofreció toda la resistencia muscular que pudo con el brazo, pero no bastó: Bryson tenía más fuerza bruta. Centímetro a centímetro, bajó la hoja trémula hasta la piel expuesta y suave del cuello de la mujer rabiosa. Los ojos, flanqueados por las arrugas de látex, se abrieron de terror cuando la hoja tocó suavemente su piel.

El efecto fue inmediato. Los labios se retorcieron en un rictus, le salió saliva por la boca y de golpe quedó inmóvil en el suelo y empezó a agitarse violentamente, abría la boca una y otra vez como un pez fuera del agua, en gritos inaudibles. Después, cuando la parálisis mortal se extendió por su cuerpo, dejó de respirar; sólo unos músculos siguieron contorsionándose en espasmos.

Bryson cogió la hoja que se había aflojado en la mano de la muerta, buscó la vaina de cuero entre los pliegues de su blusón, enfundó el estilete y por fin se puso la vaina debajo de la chaqueta. Resolló y se tocó la sangre pegajosa que le cubría el ojo derecho. Oyó un grito: Elena corría hacia él desde la tras cocina, le puso las manos a ambos lados de la cabeza y, con ojos de pánico, le revisó la cara.

—¡Por Dios, mi amor! —susurró—. Creo que el ojo se ve peor de lo que está. ¿Era algún tipo de veneno?

—Toxiferina.

—¡Podría haberte matado así de fácil!

—Era fuerte, y muy, muy buena.

—¿Crees que era Alpha?

—Casi seguramente Prometeo. Las unidades Alpha son marines o SEALS de la Marina. Ella era de fuera, contratada quizá en Bulgaria o la antigua Alemania Oriental: uno de los difuntos servicios del bloque del Este.

—¡No soportaba estar allí sin hacer nada!

—Habrías salido herida, y ella te habría podido usar contra mí. No, me alegra que te hayas quedado.

—Oh, Nicholas, soy una inútil. ¡No sé nada de peleas, de combatir! Draga mea, hemos de marcharnos de aquí. ¡Quieren matarnos a los dos!

Bryson asintió y tragó saliva.

—Creo que deberíamos separarnos…

—¡No!

—Elena, ahora ya saben que somos dos, un hombre y una mujer. La vigilancia es demasiado buena, demasiado exhaustiva. El ministro de Exteriores Británico ha sido asesinado, y todas las fuerzas estarán en alerta, no ya Prometeo y Alpha.

Debe de haber mil personas en este edificio. Las cifras también dan seguridad.

—El gentío es mejor para los asesinos que para sus blancos, sobre todo cuando saben qué aspecto tienen. Es gente que no se deja llevar por los pruritos normales de la prudencia.

—¡No puedo! Lo siento —¡no puedo pelear sola, lo sabes! ¡Puedo ayudarte de muchas maneras, pero… por favor!

Bryson asintió; estaba aterrorizada, y no podía dejarla ir en ese estado.

—De acuerdo. Pero tendremos que ir por pasillos cada vez que encontremos uno, por corredores de servicio, ese tipo de cosas. Los pasadizos y conductos de aire ya no son seguros: estarán rebosantes de agentes en este momento. De alguna forma hemos de ir al lado este del edificio si queremos que nuestro plan de fuga tenga alguna posibilidad de éxito.

Mirando desde un costado de la ventana de la trascocina, para que no le vieran desde fuera, Bryson comprendió enseguida que la situación era peor de lo que imaginaban. Contó seis hombres vestidos con monos, miembros del escuadrón Alpha. Dos de ellos patrullaban el patio de oficiales; otros dos controlaban las salidas del edificio, y los dos últimos caminaban por la terraza prismáticos en mano, observando toda el área.

Se volvió a Elena.

—Hemos de cambiar de plan. Tendremos que salir al pasillo y buscar un montacargas.

—¿A la planta baja?

Bryson negó con la cabeza.

—Estará atestada de policías, y del resto. Primera o segunda planta, y luego buscaremos una salida alternativa.

Fue rápidamente a la puerta y se quedó escuchando unos instantes. No oyó nada; no había venido nadie, ni siquiera durante la pelea con la bruja. Evidentemente, ésa era un área poco usada. Pero el hecho era que el señuelo de Prometeo andaba por allí, y obviamente esperaba que uno de los dos o ambos apareciesen. Eso indicaba dos cosas: que estaban cerca de un punto de convergencia, en el que desembocaban varios caminos y desde el cual se podía salir del edificio; y que habría otros no muy lejos de allí. Cuanto antes se fueran de esta parte, mejor.

Abrió una rendija de la puerta y se asomó a mirar hacia ambos lados; no había nadie. Le hizo señas a Elena. Corrieron por el pasillo de servicio vacío hacia la izquierda, y cuando llegaron a una esquina, Bryson se detuvo, miró a la derecha y vio un ascensor. Corrió hacia él, seguido de cerca por Elena. Era un ascensor antiguo, con una ventana de vidrio en forma de diamante y una puerta interior que se abría y cerraba como un acordeón. Eso era bueno: quería decir que probablemente no haría falta una llave para hacerlo funcionar, puesto que era anterior a esas medidas de seguridad. Apretó el botón de llamada, y el ascensor subió lentamente con un quejido; el compartimento estaba iluminado con una luz mortecina. Estaba vacío. Abrió la puerta y entraron. Apretó el botón para el segundo piso.

Cerró los ojos un instante para visualizar el mapa. Era obvio que llegarían a un vestíbulo posterior de servicio, usado para limpieza y mantenimiento, pero no estaba seguro de adonde daría con exactitud. El plano del edificio del Parlamento era extremadamente complejo; él había conseguido memorizar las principales rutas, pero no todas.

El ascensor se detuvo en el segundo piso. Bryson se asomó, revisó el área todo lo que pudo, y tampoco vio a nadie. Abrió la puerta y salieron. Al doblar a la derecha, vio una puerta pintada de verde, con una barra de protección a la altura de la cintura. Se acercó y la abrió con facilidad. Se encontraron entonces en un corredor decorado y con suelos de mármol, bordeado de puertas de ébano con números dorados. No era un área pública, ni de ceremonial, tampoco era lo bastante grandiosa como para los miembros del Parlamento, y en las puertas no había nombres ni títulos. Al parecer eran oficinas que pertenecían al personal de comités: oficinistas, directores ejecutivos, auditores, secretarios y personal de apoyo. Era largo y estaba escasamente iluminado; varias personas, supuestamente funcionarios del gobierno, entraban y salían sin prisa de las oficinas. Ninguno de ellos pareció advertir a Bryson ni a Elena, y nada indicaba, a juzgar por su actitud, que fueran vigilantes o agentes secretos. El instinto, de nuevo: Bryson no tenía otra cosa en qué apoyarse.

Se detuvo un instante para orientarse. El lado este del edificio quedaba a la derecha; ésa era por lo tanto la dirección en la que debían ir. Una mujer bien vestida avanzó hacia ellos por el corredor, hacía ruido con los tacones sobre el mármol y el eco se oía en todo el pasillo. La miró por instinto, para estudiarla; se aproximó a ellos y pasó de largo con una mirada curiosa. De pronto se dio cuenta de que, si bien tenía aún el atuendo de funcionario respetable, debía verse fatal: un ojo ensangrentado, quizá morado, y la ropa estaba desgarrada y desaliñada por la pelea con la falsa señora de la limpieza. La ropa de Elena estaba igualmente desaliñada. Ambos daban el aspecto de estar decididamente fuera de lugar, llamaban la atención con su apariencia, y eso era exactamente lo que querían evitar. No había tiempo para buscar los servicios y lavarse; ahora habían de confiar en una combinación de velocidad y buena suerte. Pero la suerte era algo en lo que él nunca quiso confiar; la suerte se acababa inevitablemente en el momento en que se daba por sentada.

Continuó por el corredor, cabizbajo como si estuviera sumido en pensamientos, yendo rápido y cogiendo a Elena de una mano. De vez en cuando se veía una puerta abierta, con grupos de gente que hablaba despacio. Si les miraban a los dos, al menos así existía la posibilidad de que no le vieran la cara ensangrentada.

Pero algo no estaba bien; le sobrevino una ansiedad. Sintió que los pelos de la nuca se le ponían de punta. Los ruidos estaban mal. No había teléfonos que sonaran; en cambio, los teléfonos parecían sonar en secuencia, en diferentes oficinas y diferentes lados del corredor. No podía deducir racionalmente qué le molestaba, y sabía que era posible que empezara a imaginarse cosas. Además, notó que la gente que conversaba entre sí de pronto se callaba cuando les veían pasar. ¿Se estaría volviendo paranoico?

Había pasado quince años como agente, y por encima de todo había aprendido que el instinto era el arma más valiosa que tenía. No pasaba por alto sensaciones que otros desechaban por engañosas o paranoicas.

Les vigilaban.

Pero, si realmente les vigilaban, ¿por qué no ocurría nada?

Con Elena cogida de una mano, apretó el paso. Ya no le importaba si su actitud o su aspecto llamaban la atención; la situación iba ahora más allá.

A unos setenta y cinco metros delante de ellos había una ventanita de vidrio de color de las que suelen verse en las catedrales medievales. Sabía que esas ventanas daban al Támesis.

—Todo recto y a la izquierda —le dijo a Elena en voz baja.

Ella le apretó la mano como señal de que había entendido. Poco después terminó el corredor, y giraron a la izquierda. Elena susurró:

—Mira, una sala de comité, quizás esté vacía. ¿Crees que deberíamos meternos allí?

—Excelente idea.

No quiso darse la vuelta para ver si les seguían, pero no oyó pasos cerca de ellos. A la derecha había una puerta de roble macizo y en arco, con el cartel debajo de un vidrio esmerilado que decía: comitédoce. Si podían entrar con rapidez, llegarían a perder a quienes les persiguieran, o al menos podrían confundirles por un rato. El pomo giró sin dificultad; la puerta estaba abierta, pero las luces, dos inmensas arañas de cristal, estaban apagadas y la enorme sala estaba vacía. Era un anfiteatro, con varias filas de asientos de madera, tachonados de latón y con respaldos de cuero, encima de una plataforma central de baldosas decoradas y de brillantes colores. En el medio de la sala había una larga mesa de madera, recubierta de cuero verde, y detrás de ella dos bancos altos de madera: los escaños para los miembros del comité. La luz entraba a través de dos ventanas emplomadas, grandes y altas, situadas en el otro extremo de la sala, con sendas persianas rectangulares que cubrían la mitad de la superficie e impedían que entrase la luz directa del sol que se reflejaba en el Támesis. Aun vacía, la sala era solemne y majestuosa. El techo abovedado tenía al menos diez metros de altura; las paredes estaban revestidas en madera oscura hasta más allá de la mitad de su altura, y por encima había un elaborado empapelado de color bermejo de estilo gótico. En cada una de las paredes había varios óleos monótonos del siglo XIX: escenas de batalla, retratos de reyes al mando de sus flotas, con la espada en alto, la abadía de Westminster con una multitud velando un ataúd cubierto con la bandera del Reino Unido. Los únicos toques de modernidad eran discordantes: unos cuantos micrófonos que colgaban del techo en largos cables, y un televisor montado en una pared con la etiqueta anunciador de la cámara de los comunes.

—Nicholas, aquí no podremos escondernos —dijo Elena con calma—. No por mucho tiempo, al menos. ¿Estás pensando en… las ventanas?

Bryson asintió, y luego apoyó el portafolio en el suelo.

—Estamos a tres pisos de altura.

—¡Qué caída!

—No carece de riesgo —concedió—. Pero podría ser peor.

—Nick, lo haré si insistes, si realmente crees que no tenemos opción. Pero si hay algún otro modo…

Se oyó un ruido en el corredor. Las puertas se abrieron de par en par y Bryson se arrojó al suelo, haciendo que ella hiciera lo propio. Entraron dos hombres, eran dos siluetas oscuras, luego otras dos. ¡Bryson vio enseguida que eran policías con el uniforme azul de la policía metropolitana!

Y supo que les habían visto.

—¡Quietos! —gritó un policía—. ¡Policía!

Los hombres, algo inusual en la policía británica, llevaban armas y les apuntaban.

—¡Quieto allí! —gritó otro.

Elena dio un grito.

Bryson sacó la Browning pero no disparó. Calculó: cuatro policías, cuatro pistolas. No era imposible abarcarlos, si usaba las sillas de madera como escudos, como obstáculos.

Pero ¿eran en efecto policías? No podía estar seguro. Parecían resueltos, con expresión de fiereza. Pero no disparaban. Los asesinos de Prometeo probablemente no habrían vacilado. ¿O sí?

—¡Son los cabrones! —gritó un policía—. ¡Los asesinos!

—Arroje el arma —dijo el que parecía estar al mando—. Arrójela de inmediato. No tienen adonde ir. —Bryson se dio la vuelta y vio que de hecho estaban atrapados; estaban en la boca del lobo. Los cuatro agentes de policía siguieron avanzando en la sala, cada vez más cerca, dispersándose para rodear a Bryson y Elena—. ¡Arrójela! —repitió, ahora gritando—. Arrójela, escoria. Póngase de pie, con las manos en alto. ¡Deprisa!

Elena miró a Bryson, desesperada y sin saber qué hacer. Bryson consideró las opciones. Rendirse era entregarse a una autoridad cuestionable, a una policía que bien podía no ser policía, y sí asesinos de Prometeo disfrazados.

¿Y si eran miembros legítimos de la policía metropolitana? Si lo eran, no podía matarles. Pero si eran verdaderos agentes de policía, creerían que estaban a punto de aprehender a una pareja de asesinos, a un hombre y una mujer que acababan de matar al ministro de Exteriores. Les detendrían e interrogarían durante horas; horas que no podían darse el lujo de perder. Y con ninguna certeza de que les dejarían en libertad.

¡No, no podían rendirse! ¡Pero hacer otra cosa era una locura, era un suicidio!

Respiró hondo, cerró los ojos un instante, y cuando volvió a abrirlos se puso de pie.

—Vale —dijo—. Vale. Nos han cogido.