Ella lo condujo por un largo pasillo subterráneo que llevaba de la clínica a otra ala de las instalaciones. Los suelos eran de piedra pulida, las paredes blancas y los techos, que eran bajos, estaban aislados acústicamente. No había luz solar ni ventanas; podrían haber estado en cualquier parte del mundo.
—Las instalaciones se construyeron hace unos diez años, como base de operaciones del Directorate en Europa —explicó ella—. Y he trabajado aquí desde entonces: bueno, desde que me fui de Estados Unidos. —Lo que no dijo fue: desde que te dejé a ti—. Pero cuando se hizo evidente que nuestras operaciones allí habían sido infiltradas, probablemente como consecuencia de investigar a Prometeo, Waller ordenó el traslado de toda la oficina de Washington aquí, así que era preciso hacer construcciones adicionales. Como verás, muy poco es visible desde afuera; tiene la apariencia de ser un laboratorio de investigación rico y pequeño, construido en la ladera de una montaña.
Me creeré lo que me has dicho de que estamos en Dordogne —dijo Bryson.
Sentía que sus piernas le respondían; la única molestia era la herida en un costado, que le producía oleadas de dolor que al caminar le subían y bajaban por la espalda.
—Bueno, ya verás bastante cuando te lleve a dar un paseo por afuera. Probablemente tendremos que hacer tiempo hasta que se procese el chip.
Llegaron a una puerta doble de acero cepillado, en la que Elena marcó un código en una pequeña superficie y luego pulsó el pulgar en un sensor. Las puertas se abrieron. El aire allí dentro era frío y seco.
Las paredes de aquella sala de techos bajos estaban repletas de superordenadores, estaciones de trabajo y monitores de televisión.
—Creemos que éste es el centro más potente de superordenadores del mundo —dijo Elena—. Tenemos Crays con petaflops de poder de procesamiento, capaces de millones de operaciones por segundo. Hay nodos IBM-SP conectados, ordenadores multidimensionales para arquitectura y un sistema de Motor de Realidad SGI ónix. Hay un sistema de almacenamiento en masa con ciento veinte gigabytes de capacidad en línea y un servidor de cinta robótica de veinte terabytes.
—No te puedo seguir, cariño.
Pero ella estaba evidentemente entusiasmada; no lo podía disimular. La estudiante de doctorado rumana, que había aprendido matemáticas avanzadas en pizarras y ordenadores rudimentarios de los años 70, ahora estaba en su elemento y se sentía de pronto en el país de las maravillas. Ella siempre había sido así, desde que él la conocía al menos: poseída por su trabajo, hechizada por la tecnología que lo hacía posible.
—No te olvides de los más de cien kilómetros de cable de fibra óptica, Elena. —Era Chris Edgecomb, el guyano ágil y alto de piel color café y ojos verdes—. ¡Hombre, cada vez que te veo estás más y más fatal! —Chris estrechó a Bryson en un fuerte abrazo—. Te han traído de vuelta.
Bryson hizo una mueca de dolor pero sonrió, feliz de volver a ver al especialista en ordenadores después de tanto tiempo.
—Supongo que no puedo estar alejado.
—Pues, yo sé que tu mujer también se alegrará de verte.
—No creo que «alegrarse» sea una expresión lo bastante adecuada —dijo Elena.
—San Cristóbal te cuida, sin embargo —dijo Chris—. Pases por lo que pases. Por supuesto no te preguntaré dónde has estado ni lo que has hecho. Pero estoy contento de verte. He estado ayudando a Elena con el software, para dar con la clave de los mensajes de Prometeo. Pero es un martirio. Un cifrado difícil. Y eso que tenemos juguetes aquí, vaya: una conexión fuerte y de alta velocidad con la columna vertebral de Internet para computación. Un satélite de comunicaciones, todo digitalizado y con capacidad de gigabytes, que opera en las bandas de frecuencia K y Ka, en órbita geosincrónica, con la capacidad de transportar comunicación digital a la velocidad de los datos por fibra óptica.
Elena insertó el chip de cifrado en la conexión de una máquina digital Alfa.
—Mira, aquí hay cinco meses de comunicaciones cifradas entre los miembros de Prometeo almacenadas en una cinta —explicó ella—. Las hemos conseguido por medio de simples escuchas telefónicas y barridos de satélite, pero no hemos podido descifrarlas: ¡no hemos podido leerlas, escucharlas, entenderlas! El código es demasiado difícil. Si ésta es realmente una copia libre de micrófonos de la «clave» algorítmica de Prometeo, será un gran paso adelante.
—¿Cuánto tardarás en saberlo?
—Puede llevar una hora, a lo mejor varias. O quizá menos, depende de una cantidad de factores, incluyendo de qué nivel es la clave. Para darte una idea: imagínate la llave de un edificio de viviendas. Puede ser que la llave sea maestra, del tipo que abre todas las puertas del edificio. O puede que sólo abra la puerta a un piso en particular. Ya veremos. De una u otra forma, es exactamente lo que necesitábamos para acabar con Prometeo.
—¿Por qué no te llamo cuando sepa algo? —dijo Chris—. Mientras tanto, creo que Ted Waller quiere veros a los dos.
La oficina amplia aunque sin ventanas de Waller estaba decorada idénticamente a la que tenía en la calle K: las mismas alfombras kurdas del siglo XVII, los mismos óleos ingleses con perros de caza asiendo un ave entre las fauces.
Waller estaba sentado detrás del mismo escritorio de roble macizo francés.
—Nicky, Elena, tengo un bocado de información que puede ser de interés para vosotros. Elena, creo que no has conocido a uno de nuestros agentes más talentosos e imponentes, que nos hace el honor de una visita de lo más infrecuente.
Un sillón de respaldo alto que estaba enfrente de Waller giró lentamente. Era Layla.
—Ah, sí —dijo Elena, que le dio la mano con frialdad—. He oído mucho de usted.
—Y yo de usted —replicó Layla, con tono no menos frío. No se levantó—. Hola, Nick.
Bryson asintió.
—Creo que la última vez que nos vimos trataste de matarme.
—Oh, aquello —dijo Layla, sonrojada—. No era nada personal, lo entiendes.
—Por supuesto.
—En todo caso, pensé que os gustaría saber que nuestro amigo Jacques Arnaud al parecer abandona el juego —dijo Layla, mirándoles a ambos con claridad y confianza.
—¿A qué te refieres? —preguntó Bryson.
—Está tomando medidas para liquidar todas sus inversiones. Es la forma de actuar, diría, de un hombre asustado. No es una retirada ordenada, ni la migración de elementos de un sector a otro. No es lo de siempre. El mercader de la muerte tira la toalla.
—¡Pero no tiene sentido! —dijo Bryson—. No veo la lógica. ¿Tú sí?
—Pues —dijo Layla, casi sonriente—, por eso tenemos analistas como Elena. Para entender la información que agentes como tú y yo conseguimos con tanto trabajo.
Elena había estado callada, con un mohín en los labios. Ahora sus ojos se enfocaron.
—¿Sus fuentes, Layla?
—Uno de los mayores rivales de Arnaud. Un hombre casi tan estimable, y tan amoral, como el propio Arnaud, un hermano en la malevolencia, y sin embargo lo detesta con el mismo odio que Caín sintió por Abel. Se llama Alain Poirier. El nombre no será nuevo para usted.
—Así que se ha enterado por el gran rival de Arnaud de la inminente disolución de sus empresas —dijo Elena.
—A grandes rasgos, sí —dijo Layla—. Aunque no tengo dudas de que lo hallará formulado de forma más memorable en el lenguaje de los algoritmos. Estoy segura de que sus métodos son inextricables.
Waller observaba la justa entre las dos mujeres como si estuviera en Wimbledon.
—En realidad —replicó Elena—, empiezan con un axioma que es un lugar común: considere las fuentes. Por ejemplo, usted cree que Poirier es enemigo de Arnaud. Es una suposición natural. Los dos se han presentado a sí mismos de ese modo. En efecto, lo han hecho con demasiada asiduidad.
—¿Qué está tratando de decir? —dijo fríamente Layla.
—Creo que si investiga más, descubrirá que Poirier y Arnaud en realidad son socios. Que están a la cabeza de una serie de empresas de inversiones, interconectadas y muy extensas. La rivalidad es un ardid, lisa y llanamente.
Layla torvó la vista.
—¿Quiere decir que la información que tengo no vale nada?
—De ninguna manera —dijo Elena—. El hecho de que la hayan «calado», de que la hayan identificado y le hayan pasado un dato, es una información muy útil de hecho. Es obvio que Arnaud nos quiere hacer creer eso. No hemos de ocuparnos de la falsedad, sino del intento de propagarla.
Layla se quedó callada un instante.
—Puede que tenga razón —concedió con hosquedad.
—Si Arnaud está tratando de desanimarnos para que no investiguemos —dijo Bryson—, la conclusión natural es que forma parte de una empresa que ha de eludir las investigaciones para tener éxito. Quieren hallarnos desprevenidos para crear confusión. Algo está por ocurrir, y muy pronto. No se nos puede escapar nada a partir de este momento. Diablos, nos las estamos viendo con fuerzas que han reunido un nivel sin precedentes de poder y conocimiento. Nuestra mayor esperanza es que nos subestimen.
—Mi temor —dijo Layla arrepentida—, es que tengan razón al hacerlo.
Waller se había marchado de la sede central del Directorate a una reunión urgente en París, y mientras tanto Bryson y Elena debían esperar. Para pasar el tiempo salieron de caminata por la ladera, entre arbustos de romero, por las orillas del río Dordogne. Estaban de hecho en Francia, como comprobó Bryson al salir de los túneles subterráneos del Directorate. La entrada y salida principal parecía encontrarse en una antigua mansión de piedra excavada en la montaña. Los observadores y transeúntes verían tan sólo la mansión, que era lo bastante grande como para alojar oficinas y áreas de investigación de un grupo de expertos americanos convocados para aconsejar sobre un tema candente y de interés mundial, y que podría ser un sitio turbio para reunir científicos americanos en el extranjero. Eso explicaría el ir y venir de gente, los aviones que aterrizaban y despegaban en el aeródromo local. Pero nadie tendría la menor idea de lo grandes y vastas que en realidad eran las instalaciones, ni de la profundidad a la que habían sido esculpidas en la montaña.
Bryson andaba con más cuidado de lo que hubiera hecho en otras circunstancias, y prefería ser cauto con el lado derecho, en el que tenía la herida, y de vez en cuando hacía una mueca de dolor. Descendieron por los acantilados escarpados y siguieron un viejo sendero de peregrinos por un valle de nogales que abrazaba al Dordogne, ese antiguo curso de agua que atravesaba Souillac antes de morir en Burdeos. Eran campos de sólidos agricultores, sal de la tierra y austeros custodios de la campiña francesa, si bien algunas casonas simples de piedra se habían transformado con los años en residencias de ingleses que no podían pagarse unas vacaciones en Provenza o en la Toscana. Por encima de los acantilados estaban los châteaux con sus viñedos, donde se hacía el buen vino del país. A lo lejos, el verde paisaje al norte de Cahors estaba salpicado de aldeas medievales en las cimas de las colinas; allí, cada domingo los pequeños restaurantes servían la humilde pero seria cuisine du terroir a las inmensas familias de campesinos. Bryson y Elena se encaminaron al bosque, con sus célebres trufas ocultas bajo las raíces de árboles centenarios, y cuya ubicación secreta se pasa en las familias de generación en generación, y ni a los propios dueños de la tierra les dicen dónde están.
—Fue idea de Ted mudarse aquí —explicó Elena mientras caminaban de la mano—. Entenderás cómo un hombre que ama tanto la comida se enamore del campo, de los quesos de cabra, el aceite de nogal y las trufas. Pero además es muy práctico. Aquí estamos bien escondidos, la coartada de la mansión es plausible, el aeródromo está bien ubicado. Y hay autopistas rápidas y eficientes en todas direcciones: a París por el norte, a Suiza e Italia por el este, al Mediterráneo por el sur, y por el oeste Burdeos y el Atlántico. A mis padres les encantaba este sitio. —Su voz se tornó suave y pensativa—. Echaban de menos su patria, claro, pero era un lugar tan maravilloso para pasar sus últimos años. —Señaló un grupo de casas de piedra en la distancia—. En una de esas pequeñas casas vivíamos nosotros.
—¿Nosotros?
—Yo vivía con ellos, les cuidaba.
—Qué bien que hayas podido hacerlo. Lo que yo perdí, ellos lo ganaron.
Ella sonrió y le apretó la mano.
—¿Sabes? Es cierto el viejo dicho: Mai raut, mai dragut.
—La ausencia llena el corazón —tradujo él—. ¿Y qué es lo que decías siempre: Celor ce duc mai mult dorul, le pare mai dulce odorul? La ausencia agudiza el amor, pero la presencia lo fortalece, ¿era así?
—Nicholas, ha sido duro para mí. Muy duro.
—Y para mí también. Más aún.
—He debido rehacer mi vida sin ti. Pero el dolor, el sentimiento de pérdida, nunca se fueron del todo. ¿Fue lo mismo para ti?
—Sospecho que fue peor para mí a causa de la incertidumbre. Por nunca saber la razón por la cual desapareciste, ni adónde fuiste, ni qué pensaste.
—¡Oh, iubito! ¡Te ador! Los dos hemos sido víctimas: víctimas y rehenes de un mundo de desconfianza y recelo.
—Me habían dicho que te habían asignado a mí para vigilarme de cerca.
—¿Asignada? Nos enamoramos, y bastante por azar. ¿Cómo podré probarte alguna vez que no estaba asignada a ti? Estaba enamorada de ti, Nicholas. Y aún lo estoy.
Él le contó las infamias de Harry Dunne, el cuento de un chico al que escogen por sus talentos de atleta y de lingüista, y al que luego recluían, manipulan y le matan a los padres.
—Los de Prometeo son muy hábiles —dijo ella—. Con una organización tan rodeada de secretos como la nuestra, no es difícil construir una mentira creíble. Así dieron la apariencia de que eras del enemigo, que tratabas de destruirnos, para que no pudieras comprobar si lo que decían era cierto o no.
—¿Pero sabías lo de Waller?
—¿Lo de Waller?
—Lo de… —dijo Bryson a tientas—. Sus orígenes.
Ella asintió.
—Lo de Rusia. Sí, él me lo dijo. Pero no hace mucho. Pienso que solamente porque planeaba traerte de nuevo, y sabía que hablaríamos entre nosotros.
Sonó el teléfono de Elena.
—¿Sí? —Se le iluminó el rostro—. Gracias, Chris.
Colgó y le dijo a Bryson:
—Tenemos algo.
Chris Edgecomb le dio a Elena una pila de carpetas de borde rojo, llenas de impresos.
—Hombre, cuando se descifra el código, se descifra todo. Teníamos cinco impresoras de láser de alta velocidad que humeaban imprimiendo todo este material. Lo que más tiempo nos llevó ha sido el agente transcriptor de inteligencia artificial: para convertir la palabra hablada en escrita hace falta una inmensa potencia de computación y un montón de tiempo, incluso a la velocidad de nuestros procesadores. Y todavía no hemos terminado. Primero traté de dejar afuera todo lo que fuera ajeno, pero luego he preferido pecar de minucioso y dejar que tú decidas lo que es importante y lo que no.
—Gracias, Chris —dijo ella, mientras cogía las carpetas y las apoyaba en la mesa larga de la sala de reuniones, que estaba justo en el centro, rodeada de ordenadores.
—Haré que os traigan café. Tengo la impresión de que lo necesitaréis.
Separaron la pila de impresos y empezaron a hojearlos. Con mucho, el producto más valioso era el desciframiento de las muchas conversaciones que los jefes mantuvieron por teléfono, algunas extensas, otras simples llamadas para concertar reuniones. Como la comunicación estaba cifrada, los hablantes tendían a hablar libremente. Algunos de ellos (los más astutos, incluyendo a Arnaud y Prishnikov) mantenían cierta opacidad. Usaban una lengua en código, y referencias que el otro entendería sin necesidad de ser explícitos. En este caso, los conocimientos de Elena en modelos de habla, su capacidad para discernir el ocultamiento deliberado en el habla común, eran cruciales. Marcó varias transcripciones con papel adhesivo. Y como Bryson estaba más familiarizado con los personajes y sus historias, así como en los detalles de algunas operaciones, dio otro sentido a algunas referencias.
En cuanto empezaron a leer los documentos, Bryson dijo:
—Creo que les tenemos. Ya no es cuestión de habladurías. En éste, Prishnikov planea el ataque con ántrax en Ginebra con tres semanas de anticipación.
—Pero está claro que ellos no son los cabecillas —dijo Elena—. Se refieren a alguien más: a dos, en realidad, posiblemente americanos.
—¿Quiénes?
—Por ahora no dan nombres. Hay referencias a la hora de la costa oeste, así que uno de ellos puede estar en California o en alguna parte de la costa del Pacífico en Estados Unidos.
—¿Y en Londres? ¿Alguna idea de quién pueda ser el titiritero?
—No…
De repente, Chris Edgecomb entró en la sala, sosteniendo en el aire más hojas de papel.
—Esto acaba de descifrarse —dijo con expresión de evidente entusiasmo—. Es un listado de transferencias de dinero desde y hacia el First Washington Mutual Bancorp. Creo que os interesará. —Le pasó a Elena varias hojas de papel, todas cubiertas de columnas de cifras.
—Es el banco en Washington que usan la mayoría de los miembros del Congreso, ¿no es así? —dijo Bryson—. ¿El que sospechas que está involucrado en los chantajes, en filtrar información personal de los oponentes al tratado?
—Sí —dijo Elena—. Son transferencias registradas.
Edgecomb asintió.
—Los ciclos, la regularidad: es inconfundible.
—Explícate.
—Es una secuencia de códigos de autorización, característicos de una entidad que pertenece enteramente a otra. Una pista.
—¿Qué quieres decir? —reclamó Bryson.
—Parece que este banco de Washington está controlado por otra gran institución financiera.
—Eso no es raro —dijo Bryson.
—La cuestión es que aquí hay signos de oscurecimiento deliberado —es decir, la propiedad está elaboradamente oculta, escondida con sumo cuidado.
—¿Hay manera de averiguar quién es el dueño secreto? —preguntó Bryson.
Elena asintió, con aire distraído, mientras estudiaba las cifras.
—Chris, el número recurrente ha de ser el código de transferencias ABA. ¿Crees que podrías desmantelarlo, identificar cuál…?
—Ya me he adelantado, Elena. Es una empresa ubicada en Nueva York y se llama Meredith Waterman…
—Santo cielo —dijo ella—. Es uno de los bancos de inversiones más antiguos y respetados de Wall Street. Morgan Stanley o Brown Brothers Harriman parecen principiantes al lado de él. No entiendo: ¿por qué participaría Meredith Waterman en el chantaje a senadores y congresistas para apoyar el Tratado Internacional de Vigilancia y Seguridad?…
—Probablemente, Meredith Waterman está en manos privadas —intervino Bryson.
—¿Y entonces?
—Entonces, puede que sea a su vez una empresa de inversiones, en cierto sentido una coartada. En otras palabras: quizás está siendo usada por otra institución o una persona o grupo de personas (digamos, el grupo Prometeo) para encubrir sus verdaderas inversiones. De modo que si hay una forma de obtener una lista de todos los socios pasados y presentes de Meredith Waterman, tal vez incluso de socios mayoritarios…
—No debería ser difícil —observó Edgecomb—. Incluso las empresas privadas están estrictamente reguladas por el SEC —el organismo gubernamental que regula las transacciones bursátiles— y el FDIC, y están obligados a archivar todo tipo de documentos a los que podríamos acceder.
—Al menos uno de esos nombres puede indicar una filiación con Prometeo —dijo Bryson.
Edgecomb asintió y se marchó de la sala.
De repente Bryson recordó algo.
—Richard Lanchester era socio de Meredith Waterman.
—¿Cómo?
—Antes de abandonar Wall Street y hacer carrera en el servicio público, era una gran estrella de las inversiones bancadas. El niño dorado de Meredith Waterman. Así es como hizo su fortuna.
—¿Lanchester? Pero si dijiste que fue comprensivo, que te ofreció ayuda.
—Se mostró comprensivo, es cierto. Pareció de veras alarmado. Me escuchó, pero en realidad no hizo nada.
—Quería que volvieras a verle con más pruebas en la mano.
—Lo cual no es más que una variante de lo que quería Harry Dunne, que era embaucarme.
—¿Crees que Richard Lanchester podría ser parte de Prometeo?
—Yo no excluiría esa posibilidad.
Elena volvió a sumergirse en las transcripciones que había estado examinando, y luego levantó de pronto la vista.
—Escucha esto —dijo—. El traspaso de poder será completo cuarenta y ocho horas después de que los británicos ratifiquen el tratado.
—¿Quién habla? —preguntó Bryson.
—Pues, no lo sé. La llamada viene de Washington, por una línea secreta. La persona anónima que llama habla con Prishnikov.
—¿Puedes identificar la voz?
—Posiblemente. Tendré que escuchar la grabación, determinar si la voz fue alterada y, de ser así, cuan alterada está.
—Cuarenta y ocho horas… el «traspaso de poder»… a quién, de quién. ¿O a qué, y de qué? Diablos, he de salir hacia Londres de inmediato. ¿Para cuándo arreglaste que saliera el avión?
Ella miró su reloj.
—Dentro de tres horas y veinte minutos.
—Es demasiado tiempo. Si vamos en coche…
—No, llevaría aún más tiempo. Sugiero que vayamos al aeródromo e invoquemos el nombre de Ted Waller, echemos mano de todos nuestros recursos y les pidamos volar cuanto antes.
—Es como dijo Dimitri Labov.
—¿Quién?
—La mano derecha de Prishnikov. Dijo: «La maquinaria ya está en su sitio. ¡El poder se traspasará por completo! Todo quedará a la vista». Dijo que apenas quedaban unos días.
—Ése debe de ser el plazo de que hablaba. Dios mío, Nick, tienes razón, no hay tiempo que perder.
Al levantarse, las luces de la sala titilaron un instante, se apagaron una fracción de segundo como mucho.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella.
—¿Hay un generador de emergencia en alguna parte?
—Sí, claro, tiene que haberlo.
—Acaba de encenderse.
—Pero sólo se enciende en caso de una verdadera emergencia —dijo ella, intrigada—. No ha ocurrido nada, por lo que yo sé…
—¡Deprisa! —gritó Bryson de pronto—. ¡Fuera de aquí!
—¿Cómo?
—¡Corre, Elena, deprisa! Han puesto algo en la central eléctrica… ¿Dónde está la salida más cercana al exterior?
Elena se dio la vuelta e indicó a la izquierda.
—¡Por Dios, Elena, vámonos! Apuesto a que las puertas se cierran automáticamente y nadie puede entra ni salir. ¡Eso es lo que pasa!
Bryson corrió al vestíbulo; Elena agarró precipitadamente unos cuantos disquetes de la mesa y salió corriendo tras él.
—¿Por dónde? —gritó él.
—¡Por aquellas puertas!
Ella indicó el camino y él la siguió. En pocos segundos llegaron a un conjunto de puertas de acero que decían salida de emergencia; acababan de usar una barra roja para forzar las puertas a permanecer abiertas, lo cual activó probablemente la alarma. Bryson dio un golpe violento contra la barra, y las puertas dobles se abrieron hacia la noche oscura, al tiempo que sonaba la alarma. Sintieron una ráfaga de aire frío. A menos de un metro delante de ellos había un portón de barras de acero que iba del suelo al techo. El portón se estaba cerrando lenta y automáticamente, de izquierda a derecha.
—¡Salta! —gritó Bryson, zambulléndose por el espacio que se estrechaba.
Viró bruscamente y cogió a Elena, arrastrándola entre la brecha, el portón y el muro de piedra, y su cuerpo alcanzó a pasar apenas. Estaban en la ladera empinada junto a la vieja mansión de piedra; el portón de piedra quedaba oculto por altos arbustos.
Bryson y Elena corrieron hacia adelante, en la dirección opuesta a la mansión y colina abajo.
—¿Hay un coche en alguna parte? —preguntó Bryson.
—Hay un vehículo todoterreno aparcado justo delante de la mansión —contestó ella—. Está… ¡allí está!
Un Land Rover Defender 90, pequeño, cuadrado y de cuatro tracciones, resplandecía a la luz de la luna a veinte metros de allí. Bryson corrió hacia él, entró de un salto al asiento delantero y buscó la llave. No estaba en el arranque. ¿Dónde diablos estaría? En un lugar tan apartado como éste, ¿la dejarían acaso en el coche? Elena subió al coche.
—Debajo de la alfombrilla —dijo.
Bryson se agachó y tocó la llave debajo de la alfombrilla de goma. Puso la llave en el arranque y se encendió el motor; el Land Rover estaba en marcha.
—Nick, ¿qué ocurre? —gritó Elena mientras el coche avanzaba dando tumbos y descendía por el sendero empinado que se alejaba de la mansión.
Pero sin darle tiempo a que Bryson dijera nada, hubo un destello inmenso y enceguecedor de luz blanca y una explosión que parecía venir de las profundidades de la montaña. En uno o dos segundos, el estallido salió a la superficie, con un ruido increíblemente fuerte y ensordecedor que lo envolvió todo. Al tiempo que Bryson maniobraba el Land Rover por una curva cerrada y chocaba contra la vegetación, sentía cómo la ola de calor le lamía la espalda como si tuviera el fuego detrás de sí.
Elena se dio la vuelta y se aferró al pasamano para no perder el equilibrio.
—¡Nick, Dios mío! —gritó—. ¡Las instalaciones, la mansión, están completamente destruidas! ¡Oh, Dios, Nick, mira eso!
Pero Bryson no se dio la vuelta; no se atrevió. Habían de seguir adelante. No había un segundo que perder. Las ruedas giraban por la maleza mientras aceleraba más y más, y sólo pensó una cosa: «Mi amor: estás a salvo».
«Estás a salvo, estás viva, estás conmigo».
Por ahora.
«Dios, por ahora».