25

—Nicholas —dijo ella al acercarse. Ahora la veía en foco. Era Elena, bellísima aún, si bien algo cambiada: el rostro era más delgado, más anguloso, lo cual hacía que los ojos parecieran más grandes. Se veía recelosa, asustada casi, pero su voz sonó natural—. Hace tanto tiempo. Has envejecido tanto.

Bryson asintió, y dijo con voz áspera y estridente:

—Gracias.

Alguien le alcanzó un vaso de agua: era una enfermera. Cogió el vaso de plástico, lo bebió de un sorbo y se lo devolvió. La enfermera volvió a llenarlo y se lo dio de nuevo. Bebió con avidez, con gratitud. Elena se sentó en la cama, cerca de él.

—Debemos hablar —dijo ella, con aire de brusca urgencia.

—Sí —dijo él. Tenía la garganta áspera; le dolía hablar—. Hay… hay tanto de qué hablar, Elena, no sabría por dónde empezar.

—Pero hay tan poco tiempo —dijo ella. Su voz era brusca e impersonal.

No hay tiempo, decía la voz de ella como un eco en su cabeza. ¿No hay tiempo? Durante cinco años no he tenido otra cosa que tiempo, tiempo para reflexionar, para agonizar.

Ella continuó:

—Necesitamos saber todo lo que has averiguado, todo lo que tengas. Cualquier manera de llegar a Prometeo. Cualquier manera de entrar en sus códigos.

La miró con desconcierto. ¿Oía bien? Lo estaba interrogando acerca de códigos, de algo llamado «Prometeo»… ¿Había desaparecido de su vida y ahora quería hablar de códigos?

—Quiero saber adónde fuiste —dijo Bryson con tono áspero—. ¿Por qué desapareciste?

—Nicholas —dijo rápidamente—, le dijiste a Ted que cogiste la clave del teléfono secreto de Jacques Arnaud. ¿Dónde está?

—¿Que yo…? ¿Cuándo dije…?

—En el avión —dijo Waller—. ¿Ya te has olvidado? Dijiste que tenías un chip o un disco, que lo cogiste, o lo copiaste, en la oficina privada de Arnaud: no fuiste completamente claro al respecto. Y no, no estabas bajo la influencia de las drogas. Aunque estabas en una especie de delirio, debo decir.

—¿Dónde estoy?

—En un servicio del Directorate en Dordogne, Francia. Ese suero en el brazo es sólo para rehidratarte y tiene antibióticos para evitar que las heridas se infecten.

—El Directorate…

—Nuestra sede central. Tuvimos que mudarnos aquí para mantener la seguridad de nuestras operaciones. Washington estaba infiltrada; tuvimos que evadirnos, que abandonar el país para continuar con nuestro trabajo.

—¿Qué queréis de mí?

—Necesitamos todo lo que tengas, y de inmediato —repuso Elena—. Si nuestros cálculos son correctos, nos quedan apenas unos días, quizá sólo unas horas.

—¿Antes de qué?

—Antes de que Prometeo tome el poder —dijo Waller.

—¿Quién es Prometeo?

—La pregunta es qué es Prometeo, y no tenemos la respuesta. Por ello es que necesitamos el chip cifrado.

—¡Y yo quiero saber qué pasó! —gritó Bryson. Luego gimió; sentía como si la garganta estuviera a punto de partirse—. ¡Contigo, Elena! ¿Adónde fuiste? ¿Por qué te fuiste?

Por el modo en que ella le miraba se dio cuenta de que estaba decidida a que nada la distrajera de su propósito.

—Nick, por favor, hablemos de las cuestiones personales en otro momento. Hay muy poco tiempo…

—¿Qué era yo para ti? —dijo Bryson—. Nuestro matrimonio, nuestra vida juntos, ¿qué era eso para ti? Si todo es historia antigua, si es parte del pasado, al menos me debes una explicación: ¡qué pasó, por qué te fuiste!

—No, Nick…

—¡Sé que tuvo que ver con Bucarest!

A ella le temblaba el labio inferior, los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Entonces, es cierto —dijo él con voz suave—. ¡Si sabes algo, has de saber que lo hice por ti!

—Nick —dijo ella con desesperación—. Por favor. Estoy tratando de contenerme, y tú no haces las cosas más sencillas.

—¿Qué crees que ocurrió en Bucarest? ¿Qué mentiras te contaron?

—¿Mentiras? —explotó ella de pronto—. ¡No me hables de mentiras! ¡Tú me mentiste, me mentiste a la cara!

—Disculpen —dijo Waller—. Necesitáis un momento a solas.

Se dio vuelta y se marchó de la habitación. Luego se fue la enfermera, y los dos se quedaron solos.

A Bryson le dolía la cabeza, tenía la garganta tan reseca que sentía como si sangrara por dentro. Pero siguió hablando a pesar del dolor, desesperado por comunicarse, por llegar a la verdad.

—Sí, te mentí —dijo—. Fue el mayor error que he hecho en mi vida. Me preguntaste por mi fin de semana en Barcelona, y te mentí. Y lo sabes… lo sabías. En aquel momento lo supiste, ¿o no?

Ella asintió, las lágrimas le rodaban por las mejillas.

—¡Pero si sabías que estaba mintiendo, habrás sabido también por qué mentí! Habrás sabido que fui a Bucarest porque te amaba.

—¡No sabía qué habías hecho, Nick! —gritó, mirándole a los ojos.

Se moría de ganas por ella, por la intimidad que alguna vez habían tenido. Quería rodearla con los brazos, pero al mismo tiempo quería cogerla del cuello y arrancarle la verdad.

—Pero ahora sí que lo sabes, ¿no?

—Ya… ¡ya no estoy segura de lo que sé, Nick! Estaba aterrorizada, y me sentí tan herida, tan horriblemente traicionada por ti, tan asustada por mi vida, por mis padres, que tuve que desaparecer. Sé lo bueno que eres para localizar a la gente, así que no pude dejar ningún rastro.

—¿Waller sabía todo el tiempo dónde estabas?

Ella miró al techo, y él siguió su mirada hasta un puntito rojo: una cámara de vigilancia; no había dudas de que si ése era un servicio del Directorate, habría cámaras por todas partes. ¿Qué quería decir, que Waller estaría observando, escuchando? Y si estaba, que lo estuviera; ¿qué importaba ya?

Ella se apretaba las manos y se las volvía a soltar.

—Fue pocos días después de decir que te ibas a Barcelona por el fin de semana. Mientras trabajaba, como siempre, procesando la «cosecha», el producto de las señales interceptadas, descubrí un informe en el que se decía que un agente del Directorate había aparecido inesperadamente en Bucarest, Rumania.

—Oh, no.

—Ya sabes, era mi trabajo, y así, por supuesto, seguí la pista y vi que eras tú. Estaba… estaba destruida, porque sabía que debías estar en Barcelona. Sabía que no era una coartada: era tan raro que tuvieras un fin de semana libre, y coordinaste todos tus planes de un modo completamente abierto. Y bien, me conoces, soy muy emotiva, mis sentimientos son muy fuertes, fui a ver a Ted y le conté lo que había encontrado. Le exigí, en realidad, que me pusiera al corriente. Vio de inmediato que tenía delante a una esposa turbada, a una esposa celosa, y sin embargo no trató de encubrirte. Fue un alivio y no lo fue. Si hubiera intentado encubrirte, me habría enfadado, terriblemente quizás. Pero el hecho de que no lo estuviera haciendo me dio la pauta de que era nuevo para él, que la noticia lo había cogido de sorpresa. Y eso era aún más preocupante para mí. Ni siquiera Ted sabía que estabas en Bucarest.

Bryson se cubrió los ojos con una mano, mientras sacudía la cabeza. ¡Santo cielo, había estado todo el tiempo bajo vigilancia! Había sido tan meticuloso en no dejar huellas, tan precavido en no levantar sospechas. ¿Cómo pudo ocurrir eso? ¿Qué quería decir todo aquello?

—¿Ted se puso a investigar? —preguntó Bryson—. ¿O fuiste tú?

—Los dos, estoy segura. Yo bajé a reconocimiento fotográfico para tener una foto tuya en Bucarest, lo cual lo hacía de alguna manera más concreto, más horriblemente real. Luego una fuente independiente y sin conexiones, un agente con el nombre en código Titán, corroboró la información y añadió más. Ésa fue la información que casi me mató. Titán informó de que habías tenido un encuentro secreto con Radu Dragan, el jefe del escuadrón de venganza de la antigua Securitate.

—¡Oh, no! —gritó Bryson—. ¡Habrás pensado que, al mantenerlo todo en secreto, estaba haciendo algo turbio, algo que había de ocultarte!

—¡Porque supe por Ted que te reuniste con Dragan sin conocimiento del Directorate! Debías estar haciendo un trato, algo de lo que no estabas orgulloso y debías esconder. Pero te di una oportunidad. Te pregunté un día: te lo pregunté de frente.

—Nunca antes me habías preguntado sobre nada de lo que había hecho cuando no estaba en casa.

—Seguro que puedes imaginarte lo importante que era la respuesta para mí. ¡Pero seguiste mintiendo! ¡Descaradamente!

—¡Elena, cariño, te estaba protegiendo! No quería alarmarte, sabía que te opondrías si te lo decía antes. ¡Y si te lo decía después, te habrías hecho infinita mala sangre, no lo habrías podido aceptar!

Ella sacudió la cabeza.

—Ahora lo sé. Pero entonces Titán informó de que habías hecho un acuerdo con Dragan, que habías entregado el domicilio de mis padres a cambio de una mayor concesión…

—¡Era mentira!

—¡Pero en ese momento yo no lo sabía!

—¿Cómo pudiste pensar que habría sido capaz de venderles? ¿Cómo pudiste aceptar eso?

—¡Porque me mentiste, Nicholas! —gritó ella—. ¡No me diste ningún motivo para pensar de otro modo! ¡Mentiste!

—Dios mío, lo que habrás pensado de mí.

—Fui a ver a Ted y le exigí que me sacara del país. ¡Que me escondiera en alguna parte, en algún lugar seguro! En un lugar donde nunca pudieras encontrarme. Y quería que también mis padres fueran trasladados de inmediato, lo cual era un enorme gasto por el cordón de seguridad que quedaba afectado. Ted estuvo de acuerdo en que era lo mejor. Estaba herida hasta… hasta la médula por tu traición, y sobre todo estaba desesperada por proteger a mis padres. Waller me trasladó aquí, a las instalaciones de Dordogne, y colocó a mis padres a más o menos una hora de aquí.

—¿Waller creyó que yo lo había hecho?

—Lo único que sabía Waller era que también le habías mentido a él, que estabas haciendo algo por tu cuenta.

—¡Pero él nunca sacó el tema, nunca me lo mencionó!

—¿Te sorprende acaso? Ya sabes cómo se guarda las cosas. Y además le supliqué que no te contara nada, que no te pusiera sobre aviso.

—¿Pero no sabes lo que hice? —gritó Bryson—. ¿No lo sabes? Es cierto, hice un trato con los barredores: ¡un trato para proteger a tus padres! Los amenacé, dejé en claro que si alguien les ponía una mano encima a tus padres, toda la familia extensa de Dragan sería liquidada. ¡Que para mí era un asunto personal! Sabía que sólo una amenaza al mejor estilo siciliano funcionaría con él.

Elena se puso a llorar.

—En todos estos años, los años que pasaron desde entonces, no he dejado de preguntarme. Papá murió hace dos años, y mamá el año pasado. Sin él, ella no tenía más ganas de vivir. Oh, Dios, Nicholas. ¡Pensé que eras un monstruo!

Él la abrazó en el acto, aunque apenas podía sentarse. En medio del llanto, ella se inclinó hacia él y se arrojó a sus brazos. Elena rozó la herida vendada y tocó un nervio; el dolor le hizo ver las estrellas. Pero la abrazó y la acarició con ternura, hasta tranquilizarla. Ella parecía frágil, tenía sus ojos hermosos inyectados en sangre.

—Qué he hecho… —gimió—. ¡De qué te creí capaz, qué pensé que habías hecho!…

—Estabas exacerbada porque no me fié de ti, porque no fui sincero contigo. Pero Elena, no fue sólo un malentendido: ese agente llamado Titán te engañó deliberada y sistemáticamente. ¿Por qué? ¿Con qué fin?

—Ha de ser Prometeo. Saben que estamos tras ellos, que les pisamos los talones. Y se habrán valido de las circunstancias para envenenar el pozo, para propagar una niebla de incertidumbre y disensión entre nuestras filas. Para enfrentar a unos contra otros, esposos contra esposas en este caso. Se archivaron informes falsos para explotar los puntos vulnerables: para inmovilizarnos por donde pudieran.

—Prometeo… Waller y tú lo mencionáis todo el tiempo. Pero algo debéis saber, alguna idea tendréis de lo que es, de cuáles son sus objetivos…

Elena le acarició la cara y le miró a los ojos.

—Cómo te he echado de menos, cariño.

Luego se sentó, cogió la mano de él en la suya y la apretó. Después se levantó lentamente de la cama. Se paseaba por la habitación mientras hablaba, como solía hacer cada vez que resolvía un problema particularmente complejo. Era como si la actividad física, el movimiento repetido, repercutiera en el proceso de sus pensamientos.

—Prometeo es un nombre que descubrimos hace apenas veinte meses —dijo despacio y con aire distante—. Al parecer se refiere a una especie de organización internacional, tal vez un cartel, y por lo que hemos llegado a saber el Grupo Prometeo incluye a un consorcio de empresas de tecnología y contratistas de defensa, y sus agentes están ubicados al más alto nivel de los gobiernos de todo el mundo.

Bryson asintió.

—Las corporaciones de defensa —dijo—, integradas verticalmente, de Jacques Arnaud, los contratistas de defensa en poder del ELP del general Tsai, las amplias inversiones de Anatoli Prishnikov en toda la antigua Unión Soviética, la nueva Rusia. Alianzas corporativas que se establecen a escala global.

Ella lo miró de repente y se detuvo un instante.

—Sí. Ellos tres se cuentan entre los principales. Pero al parecer hay más participantes que actúan de forma concertada.

—¿Actúan cómo? ¿Qué hacen?

—Adquisición de corporaciones, fusiones, consolidación: se está acelerando todo.

—¿Fusiones y consolidaciones en el sector de defensa?

—Sí. Pero con énfasis en las telecomunicaciones, satélites y ordenadores. Y hay más, mucho más que el mero amasar de un imperio corporativo. Porque en los últimos cinco meses ha habido una epidemia de atentados terroristas, desde Washington a Nueva York, pasando por Ginebra y Lille…

—Prishnikov y Arnaud sabían de antemano lo que ocurrió en Lille —dijo Bryson de repente—. Lo oí en una conversación, les vi discutiendo lo de Lille unos días antes. «Se allanará el camino», dijeron. «El escándalo será enorme».

—Se allanará el camino —musitó ella en voz alta—. Personas bien informadas en la industria armamentística, los dueños fomentan el caos para incrementar el valor de sus mercancías… —Elena sacudió la cabeza—. No, eso no lleva a ninguna parte. El modo más directo de incrementar la demanda de armamentos es fomentar la guerra, no los ataques terroristas aislados y dispersos. Es una de las teorías que explica la carrera armamentista que desembocó en la Segunda Guerra Mundial: que los carteles internacionales de traficantes de armas construyeron la joven Alemania nazi, a sabiendas de que no mucho después habría una guerra a nivel global.

—Pero estamos en otra época…

—Nicholas, ponte a pensar. Gente clave en Rusia, China y Francia, por lo menos, (porque seguramente hay otros), están en posición de enfrentar a sus naciones entre sí, tocar los tambores de una guerra en ciernes, de promover la necesidad de fortalecer las defensas nacionales… Así es como debería hacerse.

—Hay más de una manera de estimular el llamamiento a los «preparativos de defensa».

—Pero si se tienen los resortes del poder, habrá una buena razón para no usarlos. No, aquí no se trata de una carrera armamentista a nivel mundial. No tiene en absoluto esas características. Lo que vemos son incidentes aislados. Actos individuales de terrorismo, que no se reivindican ni se atribuyen. Todo ocurre a pasos agigantados. Pero ¿por qué?

—El terrorismo es otra forma de guerra —dijo Bryson lentamente—. De guerra por otros medios. Una guerra psicológica cuya intención es bajar la moral.

—Pero una guerra requiere al menos dos bandos.

—Los terroristas, y aquellos que los combaten.

Ella negó con la cabeza.

—Sigue sin llevar a ninguna parte. «Aquellos que los combaten» suena demasiado nebuloso.

—El terrorismo es una forma de teatro. Un actor lo comete para una audiencia.

—Entonces el efecto deseado no es la destrucción en sí, sino la publicidad que la destrucción genera.

—Exacto.

—La publicidad casi siempre contribuye a atraer la atención hacia alguna causa o algún grupo. Pero esta oleada reciente de terrorismo no ha tenido autores conocidos, ni causa ni grupo. De modo que hemos de estudiar la publicidad, las noticias, para ver qué los conecta entre sí. ¿Qué tienen en común estos atentados terroristas?

—Que se podrían haber evitado —dijo Bryson abruptamente.

Elena se detuvo y lo miró con una sonrisa de curiosidad.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Relee las noticias de los diarios, la transcripción de la cobertura en radio y televisión. Tras cada incidente aparece en los artículos un comentario, atribuido por lo general a algún anónimo funcionario del gobierno, en el cual se dice que de haber existido adecuadas medidas de vigilancia, seguramente habría podido evitarse la tragedia.

—Medidas de vigilancia —repitió ella.

—El tratado. El Tratado Internacional de Vigilancia y Seguridad, que ya han firmado la mayor parte de los países.

—El tratado crea una especie de agencia internacional de perros guardianes, ¿no? Una especie de súper FBI.

—Así es.

—Lo cual requeriría una inversión de miles y miles de millones de dólares en nuevos equipos de satélites, de la policía y otros. Potencialmente sería muy lucrativo para las empresas… como la de Arnaud, Prishnikov, Tsai… quizá sea eso. Un tratado internacional que hace de máscara, de cobertura para una acumulación gradual de armamento. Así estaremos todos armados y protegidos contra los terroristas: ya que el terrorismo es la nueva amenaza para la paz tras el fin de la guerra fría. Y todos los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU lo han firmado y ratificado, ¿no es cierto?

—Todos menos uno. Gran Bretaña. Y eso ha de ocurrir en estos días. El principal agitador es lord Miles Parmore.

—Sí, sí. Es un… cómo le llamarías, un fanfarrón, pero ha sido muy eficaz en organizar el apoyo al tratado. Nunca hay que subestimar a quien está dispuesto a salir a la calle. Recuerda el Reichstag en 1933.

Bryson sacudió la cabeza.

—Así no es como opera Prometeo. Lord Parmore ha sido de una eficacia brillante, pero supongo que él no lo es tanto. Apuesto a que la materia gris detrás de eso está en otra parte. Es lo que suele decir nuestro temerario líder: sigue a la fuerza bruta, te llevará al cerebro.

—¿Quieres decir que hay titiriteros en Londres que dirigen el debate parlamentario?

—Ponle la firma.

—Pero ¿quién? Si pudiéramos averiguarlo…

—Tendré que ir allí, encontrarme con Parmore, interrogarle, hurgar lo más hondo que pueda.

—Pero ¿puedes ir? ¿Te has recuperado?

—Si me sacas estos malditos tubos del brazo estaré bien.

Ella se quedó callada un instante.

—Nicholas, en circunstancias normales sería la esposa superprotectora, e insistiría en que te quedaras en cama hasta que te mejores del todo. Pero si de veras te sientes bien… el tiempo es esencial.

—Puedo ir a Londres. Quiero ir. No bien consigamos un vuelo.

—Haré una llamada y lo arreglaré para que tengan listo el avión para despegar en seis horas, siempre y cuando no lo necesite Ted.

—Vale. El aeródromo está cerca.

—En coche se llega enseguida. —Elena asintió, y de pronto se detuvo—. Entonces, Cassidy tiene razón.

—¿Cassidy? ¿El senador Cassidy?

—Sí.

—¿Qué hay con él? Le hicieron dimitir de su cargo por unas revelaciones que tenían que ver con… ¿con qué era, a su mujer la pillaron en un negocio de drogas o algo?

—Pues, es un poco más complicado que eso, pero ésas son las líneas básicas de la historia. Hace años su esposa era adicta a los calmantes, y le compró drogas a un policía encubierto. El senador Cassidy logró que anularan el prontuario y después la sometió a un programa de tratamiento.

—¿Y esto que tiene que ver con el tratado?

—Antes que nada, era el líder de la oposición al tratado en el Senado. Lo veía como el fin de la privacidad individual. De hecho, era la voz más potente en Washington que advertía contra la creciente erosión de la privacidad en la era informática. Muchos comentaristas vieron con ironía el hecho de que un senador tan obseso con la privacidad acabara su carrera por algo oculto en su pasado: se rieron por lo bajo y pensaron que el motivo por el cual estaba tan obsesionado con la privacidad era obviamente algo enterrado en su pasado.

—Puede que tengan algo de razón.

—Ésa no es la cuestión. La cosa es que ya es el noveno miembro del Congreso en los últimos meses que dimite o anuncia que no se presentará a las próximas elecciones.

—Después de todo, no es fácil ser político en los días que corren.

—Sin duda. Pero me conoces: he sido educada para buscar tramas allí donde nadie las ve. He notado que, entre esos nueve, había cinco que renunciaron en una situación algo empañada. Por vergüenza. Y los cinco habían sido oponentes declarados al tratado internacional de vigilancia. Ciertamente no es una casualidad y no hace falta ser experto en criptografía de curvas elípticas o criptosistemas de clave asimétrica para darse cuenta. Se ha filtrado información privada. Información que de alguna manera se ha hecho pública: tratamiento psiquiátrico en un caso, uso extenso de antidepresivos, alquiler de vídeos pornos, un cheque dirigido a una clínica de abortos…

—Conque los que apoyan el tratado juegan sucio.

—Más que eso. Los que apoyan el tratado tienen acceso a documentos privados.

—¿Algún elemento renegado dentro del FBI?

—¡Pero el FBI no suele tener esa información sobre la gente, ya lo sabes! Ciertamente no desde los días de J. Edgar Hoover. A lo mejor cuando hacen una investigación en profundidad de un criminal sospechoso, de lo contrario no.

—¿Quién entonces, o qué?

—Empecé a buscar una trama más intrincada para ver si había actividad de inteligencia que tuviera el control por debajo de esa otra trama más superficial. ¿Qué tenían en común todos esos congresistas? Reuní extensas biografías de cada uno de ellos, todo lo que pude encontrar, la información financiera que conseguí por Internet, y ya sabes cuánto hay a la vista con tal que tengas el número de la Seguridad Social, que es algo simple de obtener. Y apareció un hecho curioso. Dos de los congresistas que cayeron en desgracia tenían hipotecas en un banco de Washington, el First Washington Mutual. Y después hallé la conexión: los cinco eran clientes del First Washington.

—O bien el banco es de algún modo cómplice del chantaje, o alguien logró acceder a los registros del banco.

—Así es. Registros de banco, cheques, transferencias de dinero… lo cual lleva a los registros del seguro médico, y de allí al historial clínico.

—Harry Dunne —dijo Bryson.

—Otro miembro de Prometeo. El subdirector de la CIA.

—¿Dunne también?

—Sí, sí, o ésa es nuestra conjetura —respondió ella rápidamente—. Dime, ¿qué sucedió con él?

—Dunne fue quien me sacó del retiro, me arrancó de mi vida tranquila y me forzó a investigar al Directorate. Para entonces ya estabais tras la pista de Prometeo, y Dunne quería averiguar qué sabíais, supongo que para neutralizaros. Porque la CIA está detrás del tratado: quieren que se incremente la vigilancia en todo el mundo.

—Puede ser, sí. Por muchas razones, entre ellas porque la CIA necesita una misión, una razón para sobrevivir ahora que se acabó la guerra fría. Y sí, he seguido la pista de Prometeo, pero sigo sin entender con claridad cuál es su línea. He estado usando los ordenadores del Directorate, pirateando las señales de Prometeo. Hemos identificado a algunos miembros, como Arnaud, Prishnikov, Tsai y Dunne; también podemos grabar cuando se comunican entre sí. Pero todo está cifrado, claro. Podemos ver la forma de las transmisiones, pero no podemos ver el contenido. Es una especie de holograma: hacen falta dos «espacios de datos» para poder leer las señales con claridad. He estado lidiando con eso durante mucho tiempo, hasta ahora sin éxito. Pero si tienes información del código, lo que sea…

Bryson se sentó en la cama de hospital. Se sentía más fuerte; tenía las piernas acalambradas y le hacía falta moverse.

—Pásame el teléfono, por favor. Está allí, sobre la mesa.

—Nicholas, es probable que no funcione bien aquí: estamos bajo tierra, y la señal…

—Pásamelo, por favor.

Ella le dio el pequeño móvil GSM plateado. Bryson lo giró y sacó algo del compartimento de las pilas. Era un rectángulo diminuto de color negro.

—Te hará falta esto.

Ella lo cogió.

—¿Es un chip, un chip de silicio? —preguntó.

—Un chip de cifrado, para ser precisos —dijo él—. Copiado del teléfono que está en la oficina de Jacques Arnaud.