24

Se despertó despacio, le dolía todo el cuerpo, la cabeza le latía. Estaba sentado en un sillón reclinado de un pequeño y lujoso jet para ejecutivos, cubierto con una manta y con una almohada mullida debajo de la cabeza. Las ventanas estaban negras; por el ruido y las vibraciones supo que estaban en vuelo. Había sólo dos pasajeros más en la cabina. Un cuarentón de uniforme azul marino, asistente de vuelo, con pelo rubio al ras, que dormitaba en la última fila. Y, sentado en un sillón ancho de cuero al otro lado del pasillo, Waller leía un libro encuadernado con piel bajo un pequeño círculo de luz brillante.

Nu, vot eti vot, tovarish Rosovsky, dobri vecher —dijo Bryson en ruso—. Shto vyi Chitayete? —Hablaba con poca claridad; se sentía narcotizado.

Waller levantó la vista y sonrió.

—Realmente no he hablado esa lengua salvaje en varias décadas, Nicky. Estoy seguro de que he olvidado mucho. —Cerró el libro—. Pero en respuesta a tu pregunta, estoy releyendo Dostoievsky. Los hermanos K. Nada más que para confirmar mi idea de que en realidad es un escritor bastante malo. Una trama espeluznante, llena de moral, y con una prosa sacada de la Police Gazette.

—¿Dónde estamos?

—En algún lugar sobre Francia, imagino.

—Si me diste alguna droga, espero que me hayas sacado lo que querías.

—Ah, Nick —exhaló Waller—. Seguro que piensas que no tienes ningún motivo para fiarte de mí, pero la única droga que te dieron era un calmante para el dolor. Por suerte hay una clínica de emergencia más o menos decente y bien equipada para viajeros en Chek Lap Kok. Pero has sufrido una heridita de bala. Al parecer es la segunda en pocas semanas, la última fue un rasguño superficial en el hombro izquierdo. Siempre te has recuperado pronto de las heridas, pero con la edad te va a llevar más tiempo, ¿sabes? Realmente es un juego para jóvenes, como el fútbol americano. Te lo dije cuando te saqué del circuito hace cinco años.

—¿Cómo me encontraste?

Waller se encogió de hombros y se recostó en su asiento.

—Tenemos nuestras fuentes, electrónicas y humanas. Como bien sabes.

—Es bastante audaz eso de usar un helicóptero americano en espacio aéreo extranjero.

—No tanto. A menos que creas en las invenciones de Harry Dunne de que somos una especie de elefante rebelde.

—¿Estás diciendo que no es cierto?

—No digo nada, Nick.

—Ya has admitido que naciste en Rusia. Gennady Rosovsky, nacido en Vladivostok. Entrenado como agente de penetración del GRU, o paminyatchik, por los mejores espías de la Unión Soviética, especialistas en lengua inglesa, cultura americana, ¿no es cierto? Y un prodigio del ajedrez. Yuri Tarnapolsky me confirmó todo esto. Ya en tu juventud tenías fama: algunos te llamaban el Hechicero.

—Me halagas.

Bryson miró a su antiguo mentor, que ahora estiraba las piernas y colocaba las manos detrás del cuello. Waller, así era como lo conocía, si es que de veras lo conocía, parecía muy cómodo.

—De algún modo —prosiguió Waller—, siempre supe que existía la remota posibilidad, aunque sólo fuera teórica, de que un día mi expediente del GRU saliera de la caja fuerte en la que estaba y llegara a la inteligencia estadounidense. A la manera en que un cadáver enterrado hace mucho tiempo sale de su tumba cuando hay una inundación. ¿Pero quién habría podido preverlo realmente? Ni siquiera nosotros. Todo el mundo se burla de la CIA por no haber anticipado la repentina caída de la Unión Soviética, y ciertamente yo no les tengo mayor simpatía, pero siempre pensé que era injusto; ni siquiera Gorbachov la vio venir, caramba.

—¿Estás esquivando la gran pregunta?

—¿Cuál es?

—¿Eres paminyatchik, un agente del GRU, sí o no?

—«¿Lo soy ahora o lo he sido alguna vez», parafraseando al payaso del senador McCarthy? Lo era; pero no lo soy. ¿He respondido sin ambigüedad?

—Sin ambigüedad, pero vagamente.

—Deserté.

—Para pasarte a nuestro bando.

—Naturalmente. Aquí estaba de clandestino y traté de legalizar mi situación.

—¿Cuándo?

—En 1956. Había llegado en 1949 a los catorce años, en un tiempo en que había muchos nombres falsos y no se sometían a investigación. A mediados de los años cincuenta, salí a la luz y corté mis vínculos con Moscú. Para entonces, ya había visto y oído bastante del camarada Stalin para sacudir las ilusiones de juventud que tuve alguna vez sobre el futuro radiante de un mundo comunista. Después de la crisis cubana de los misiles, no fui el único en darse cuenta de las estupideces, las locuras, la torpeza fundamental de la CIA. Fue entonces cuando fundamos el Directorate con Jim Angleton y algunos más.

Bryson sacudió la cabeza, con aire reflexivo.

—Si un agente del GRU deserta, eso tiene consecuencias. Sus jefes en Moscú estarán muy descontentos, habrá amenazas de represalias que inevitablemente se llevarán a la práctica. Sin embargo, sostienes que tu verdadera identidad quedó tapada por décadas. Me cuesta creerlo.

—Es muy comprensible. ¿Pero tú crees que lo que hice fue enviarles una carta diciendo «Querido Iván, ya puedes dejar de mandarme esos cheques porque me he pasado de bando»? Ya lo creo que no. Hice las cosas con cuidado, como te puedes imaginar. Mi controlador era un cabrón ávido y muy precavido. Le gustaba vivir bien y mantenía sus gustos haciendo un doble juego y abrevando en las cuentas de gastos con demasiada frecuencia.

—Traducción: malversó fondos.

—En efecto. Por aquellos días, eso era motivo para el gulag o un tiro en la nuca en el patio de Lubyanka. Y con lo que yo sabía, y podía fingir saber, le obligué a borrarme de los libros. Yo desaparezco, él queda con vida y todo el mundo feliz.

—Entonces ¿la historia de Harry Dunne no era una invención?

—No al ciento por ciento. Un pastiche ingenioso de verdades, medias verdades y completas falsedades. Como sucede con las mejores mentiras.

—¿Qué parte no era verdad?

—¿Qué te dijo?

Bryson sintió cómo el corazón le latía con fuerza. Subió el nivel de adrenalina, que pugnaba con el narcótico que aún pudiera tener en su corriente sanguínea.

—Que una pequeña célula de fanáticos del GRU, o quizás del VKR, los brillantes estrategas conocidos como shakhmatisti, o jugadores de ajedrez, fundaron el Directorate a principios de los años sesenta. Que se inspiraron en la clásica operación de engaño rusa de los años veinte, el Trust. Una operación de penetración en territorio americano, el más descarado ardid del espionaje del siglo XX, que eclipsaba con mucho las ambiciones del Trust. Estaba controlada por un reducido círculo de directores, el Consorcio, que mantenía a todos los oficiales y al personal engañados, haciéndoles creer que trabajaban para una unidad de inteligencia americana de máxima seguridad, y forzados, gracias a una recelosa compartímentación y a un sistema variable de códigos secretos, a no revelar nada a nadie acerca de su trabajo.

Waller sonrió, con los ojos cerrados.

—Y según Dunne, nunca se habría descubierto el verdadero origen del Directorate en Moscú de no haber sido por la caída de la Unión Soviética, que tuvo el efecto de diseminar algunos documentos extraviados y revelar inadvertidamente operaciones con código que no correspondían a las estructuras del KGB o el GRU; un nombre de contacto aquí, otro allá; hasta que los desertores de cargos medios lo confirmaron todo.

La sonrisa de Waller se hizo más ancha. Abrió los ojos.

—Casi me has convencido a mí, Nick. Por desgracia, Harry Dunne está en la profesión equivocada. Debería haber escrito ficción; tiene una imaginación extravagante. Su cuento es a la vez descabellado y bastante persuasivo.

—¿Qué parte es ficción?

—¿Por dónde comienzo? —suspiró Waller con petulancia.

—¿Qué tal si empiezas por la maldita verdad? —explotó Bryson, incapaz de tolerar un minuto más su gazmoñería—. ¡Si es que todavía la sabes! ¿Qué tal si empiezas por mis padres?

—¿Qué pasa con ellos?

—¡Hablé con Felicia Munroe, Ted! ¡Tus malditos fanáticos mataron a mis padres! Para ponerme bajo control directo de Pete Munroe, para llevarme al Directorate.

—¿Matando a tus padres? ¡Pero venga, Nicky!

—¿Niegas que Pete Munroe mantenía en secreto que era ruso como tú? Felicia prácticamente me confirmó la versión de Harry Dunne del «accidente» que acabó con la vida de mis padres.

—¿Y cuál era exactamente esa versión?

—Que el «accidente» lo causó mi «tío Pete», que después tuvo cargo de conciencia.

—La pobre vieja está senil, Nicky. ¿Quién demonios puede saber lo que ella quiso decir?

—No vas a poder negarlo tan fácilmente, Ted. Me dijo que Pete hablaba en ruso en sueños. Y Dunne dijo que el verdadero nombre de Pete Munroe era Piotr Aksyonov.

—Tiene razón.

—¡Por el amor de Dios!

—Y era ruso, Nicky. Yo le recluté. Un fanático anticomunista. Su familia desapareció en las purgas de los años treinta. Pero no mató a tus padres.

—¿Quién fue entonces?

—No les mataron, caramba. Ahora escúchame. —Waller estudió el círculo de luz sobre su bandeja—. Hay cosas que nunca te he contado, por motivos de compartimentación, cosas que creí era mejor que no supieras, pero estoy seguro de que conoces las líneas básicas. El Directorate es, y era, una agencia supranacional establecida por un grupito de miembros de la inteligencia estadounidense y británica más amplios de miras, junto a algunos desertores soviéticos cuya buena fe estaba más allá de cualquier reproche, incluso del tuyo.

—¿Cuándo?

—En 1962, poco después de la debacle de bahía Cochinos. Estábamos decididos a que nunca volviese a ocurrir una vergüenza semejante. Inicialmente fue idea mía, si me permites esta vanidad, pero mi querido amigo James Jesus Angleton, de la CIA, fue mi primer aliado y el más ruidoso. Él creía, como yo, que la inteligencia americana estaba siendo arruinada por unos torpes aficionados: la llamada Vieja Guardia, que en realidad era un montón de chicos con demasiados privilegios que habían ido al mismo club de estudiantes de la Liga de Hiedra, patrióticos quizás, pero ridículamente arrogantes y convencidos de que sabían lo que estaban haciendo. Una camarilla de Wall Street que básicamente cedió Europa oriental a Stalin por simple falta de valor. Un montón de abogados de élite de las corporaciones que no tenían cojones para hacer las cosas como había que hacerlas, que no tenían la necesaria crueldad. Que no entendían a Moscú como yo la entendía.

»Recuerda que, poco después de bahía Cochinos, un oficial del KGB llamado Anatoli Golitsyn desertó y, en una serie de informes, puso al tanto a Angleton de cómo la CIA estaba plagada de topos, infiltrada y corrupta hasta la médula. Y lo mismo ocurría con los ingleses, con Kim Philby y los de su calaña. Pues bien, eso le bastó a Angleton. No sólo suministró al Directorate los fondos secretos iniciales y estableció los canales clandestinos de financiación, sino que también aprobó la estructura organizativa en células. Me ayudó a diseñar la estrategia de cajas chinas, la descentralización y la segmentación interna, como modo de guardar el máximo secreto. Hizo hincapié en la necesidad de que nadie supiera de nuestra existencia, salvo los jefes de los gobiernos a los cuales servíamos. Era sólo ignorando su propia existencia que la nueva organización podía escapar de la marisma de infiltración, desinformación y política a la que estaban sometidas las agencias de espionaje a ambos lados de la guerra fría.

—No esperarás que crea que Harry Dunne estaba tan en las nubes, tan desinformado sobre el origen del Directorate.

—De ninguna manera. No estaba desinformado. Harry Dunne tenía una misión. Construyó un hombre de paja. Un argumentum ad logicam, una brillante caricatura que sonaba plausible y tenía algo de verdad. Un jardín imaginario lleno de verdaderos sapos.

—¿Con qué fin?

—Para ponernos en tu mira, para urgirte a que nos persigas y, de ser posible, a que nos destruyas.

—¿Con qué fin?

Waller suspiró exasperado, pero antes de que pudiera hablar, Bryson continuó:

—¿Vas a quedarte allí tan ufano y negar que trataste de eliminarme?

Waller sacudió lentamente la cabeza, casi con tristeza.

—Podría engañar a otros, Nicky. Pero tú eres demasiado listo.

—En el parking de Washington, después de que regresé a la calle K y descubrí que la sede central había desaparecido. estabas detrás de todo.

—Sí, era nuestro hombre. Ya no es fácil encontrar grandes talentos en estos días. No debería haberme sorprendido que te deshicieras del tío.

Pero Bryson, que no se dejaba apaciguar fácilmente, lo miró furiosamente.

—¡Tú ordenaste una sanción porque tenías miedo de que expusiera la verdad!

—En realidad, no. Nos alarmamos con tu comportamiento. Todo indicaba que te habías podrido, que te habías aliado con Harry Dunne y te habías vuelto contra tus antiguos patrones. ¿Quién puede llegar a comprender el alma humana? ¿Estabas amargado porque te despedimos antes de tiempo? ¿Acaso Dunne te había lavado la cabeza con sus mentiras? No podíamos saberlo, y así fue como decidimos tomar medidas de precaución. Sabías demasiado sobre nosotros. Incluso a pesar de tanta compartimentación, sabías demasiado. Sí, dimos la orden de eliminarte.

—¡Joder!

—Pero fui todo el tiempo escéptico. Te conozco mejor quizás que nadie, y no quería aceptar el informe, las afirmaciones de los analistas, no al menos sin que fueran corroborados. Así que desplegué a uno de nuestros mejores nuevos valores para cubrirte en el buque de Calacanis, observar tus actividades hasta estar seguro de qué lado estabas. Yo la escogí para que te siguiera de cerca, para informarse sobre ti y tenernos al tanto.

—Layla.

Waller asintió con un sólo movimiento de cabeza.

—¿Tenía la tarea de pegarse a mí?

—Así es.

—¡Gilipolleces! —gritó Bryson—. Su misión era mucho más complicada que pegarse a mí. ¡En Bruselas trató de matarme!

Bryson buscó en el rostro de Waller algún signo que revelara el engaño, pero por supuesto era ilegible.

—Actuó por su cuenta, en contravención de mis órdenes. No lo negaré, Nick. Pero debes considerar la cronología.

—Esto es patético. ¡Estás hilando la historia una y otra vez, de arriba abajo, tratando desesperadamente de cubrir los agujeros!

—Escúchame, por favor. Al menos escucha al hombre que te salvó la vida. Parte de su trabajo también era protegerte, Nick. Creer en tu inocencia hasta que probaras lo contrario. Cuando vio que estabas por ser emboscado en el buque de Calacanis, te lo advirtió.

—¿Entonces cómo explicas lo de Bruselas?

—Un impulso lamentable de su parte. Su intención era fundamentalmente protectora. Proteger al Directorate y nuestra misión. Cuando supo que estabas a punto de encontrarte con Richard Lanchester para hacer saltar el Directorate, trató de disuadirte. Y cuando insististe, entró en pánico; tomó el asunto en sus propias manos. Supuso que no había tiempo de contactar conmigo para pedir instrucciones; había de actuar enseguida. Fue una decisión equivocada, un error de cálculo. Fue desafortunado e impulsivo, y ella tiende a ser impulsiva. Nadie es perfecto. Es una buena agente, una de las mejores de Tel Aviv, y además es bella. Una rara combinación. Uno tiende a pasar por alto las falencias. Ahora está bien, por cierto. Gracias por preguntar.

Bryson no reaccionó al sarcasmo.

—Déjame ver si lo entiendo: ¿estás diciendo que su misión no era matarme?

—Como te he dicho, su misión era observar e informar, proteger cuando hiciera falta, no eliminarte. Pero en Santiago de Compostela quedó claro que eran otros los que ordenaron matarte. Calacanis había muerto, sus fuerzas de seguridad estaban diezmadas; parecía improbable que la orden viniera de él, dada la rápida secuencia de acontecimientos. Deduje que alguien te estaba embaucando; la pregunta era quién.

—Ted, yo vi a los agentes que se unieron contra mí, ¡les reconocí! Una agente rubia de Jartum. Los hermanos de Cividale que usé en la operación Vector. ¡Eran gente del Directorate!

—No, Nick. Los asesinos de Santiago de Compostela trabajaban por la libre, vendían su talento al mejor postor, no eran exclusivos de nosotros, y les contrataron para hacer el trabajo en Santiago precisamente porque te conocían. Supuestamente les dijeron que eras un traidor, que habías dado sus nombres. El deseo de supervivencia es un poderoso incentivo.

—Eso, y una recompensa de dos millones de dólares por mi cabeza.

—Exacto. Venga, por el amor de Dios, dabas la vuelta al mundo usando un nombre falso que había sido del Directorate. Podría haber hecho que te mataran de inmediato. ¿De veras pensaste que no teníamos a «John T. Coleridge» en nuestra base de datos?

—¿Quién les contrató entonces?

—Hay varias posibilidades. Para entonces habías hecho que medio mundo pusiera las antenas; hablaste con antiguas fuentes del KGB para comprobar mi verdadera identidad. ¿Piensas que ellos se quedan callados? ¿O que no venden información, para ser exactos, esos mercenarios cabrones?

—Espero que ahora no pretendas que fue la CIA. Harry Dunne obviamente no me enviaba para hacer el trabajo sucio y al mismo tiempo ordenaba que me mataran.

—De acuerdo. Pero supuestamente había un equipo a bordo del Armada española que te vigilaba, y cuando destruiste el buque decidieron que eras del enemigo.

—¿Quién lo decidió? Dunne mantuvo toda la operación fuera de los libros, no guardó documentos, y sólo registró mi alias de «Jonas Barrett» en la base de datos de Seguridad.

—¿Y los gastos?

—Enterrados, en código. Todo fue requisado con prioridad.

—En ese sitio la información pasa como por un colador, lo sabes. Siempre ha sido así. Por eso es que existimos nosotros.

—Richard Lanchester aceptó verme no bien mencioné tu verdadero nombre. Dejó claro que sabía cuál era el origen del Directorate, según la versión de Harry Dunne. ¿Quieres decir que Lanchester también mentía?

—Es un hombre brillante, pero es vanidoso, y a los vanidosos se los tragan con facilidad. Puede que Dunne lo haya puesto al tanto con las mismas artimañas que usó contigo.

—Quería que siguiera investigando.

—Por supuesto. Tú también lo querrías si estuvieras en su cargo. Debe de haberse asustado.

A Bryson la cabeza le daba vueltas; sentía vértigo. ¡Había demasiadas piezas que no concordaban! Demasiadas cosas quedaban sin explicar, eran inconsistentes.

—Próspero, Jan Vansina, me preguntaba todo el tiempo si Elena «sabía» algo. ¿A qué se refería?

—Me temo que se sospechó de Elena, y nos preguntamos si te habías pasado al enemigo. Vansina quería averiguar si ella era tu cómplice. Yo sostenía que te habían engañado, y por supuesto se demostró que yo tenía razón.

—¿Y qué hay de la lista de operaciones que planeaste y controlaste: Sri Lanka, Perú, Libia, Irak? Dunne dijo que en secreto pretendían minar los intereses americanos en el extranjero, pero tan secretamente que ni siquiera los participantes veíamos las jugadas de ajedrez porque estábamos demasiado pegados al tablero.

—Tonterías.

—¿Y qué hay de Túnez? ¿Abu no era de la CIA?

—Yo no lo sé todo, Nicky.

—Parece ser que tu elaborada operación de infiltración, aparentemente para abortar un golpe de Estado, estaba pensada para desenmascarar y neutralizar a un elemento clave de la CIA. Para eliminar un contacto directo de la Agencia con una red de terroristas islámicos en toda la región: ¡una mano deshacía lo que hacía la otra!

—Bobadas.

—Y las Comores, en 1978: nos enviaste para frustrar el intento de toma del poder de unos mercenarios de Resultado Ejecutivo. Pero según Dunne, eran hombres de la CIA que intentaban liberar a rehenes ingleses y americanos. ¿Cuál es la verdad?

—Revisa los documentos. Los rehenes fueron liberados más tarde, después de nuestra operación. Revisa los documentos de empleo si es que los puedes encontrar. Desenrolla la secuencia. No eran hombres de la CIA, trabajaban para los nacionalistas. Haz tus deberes, muchacho.

—¡Maldito seas! Yo estaba allí, lo sabes. Y estaba a bordo del Armada española, aparentemente con los folletos de una nueva generación de misiles antitanques Javelin como pieza de negociación. Calacanis supo de inmediato quién podía ser un comprador interesado, ¡y era tu hombre! Era del Directorate —Vance Gifford, o como quiera que sea su verdadero nombre. El propio Calacanis confirmó que Washington estaba comprando más armas.

—Ya no estamos en Washington, Nicky, y tú lo sabes. Hemos debido cambiar de ubicación; estábamos infiltrados.

—¿Y por qué diablos tu agente estaba tan interesado en adquirir los folletos? ¿Para tu colección personal, no es así?

—Nicky…

—¿Y por qué llegó al buque en compañía del emisario de Jacques Arnaud, Jean-Luc Bertrand? ¿O me vas a decir ahora que no ibas a comprar armas?

—Gifford estaba haciendo su trabajo, Nick.

—¿Y cuál era exactamente su trabajo? Porque según Calacanis, el tío estaba de grandes compras.

—En este mundo, como sabes mejor que muchos, la mercadería no se compra sin antes revisarla. Las fallas se detectan rápido y se despachan.

—¿De la misma manera Próspero (Jan Vansina) lavó cinco mil millones de dólares en Ginebra? ¿En un ardid de infiltración?

—¿Quién te dijo eso, Dunne?

Bryson no respondió, simplemente miró fijo a su antiguo mentor y sintió cómo le latía el corazón. El lado derecho del tórax empezó a tener palpitaciones; era obvio que el calmante había dejado de hacer efecto.

Ted Waller continuó en un tono sarcástico.

—¿Te contó esto en otro sitio? ¿Acaso no quería hablar en su oficina? ¿Te dijo que temía que hubiera escuchas?

Cuando Bryson no contestó, Waller prosiguió.

—¿El subdirector de la Agencia Central de Inteligencia no tiene el poder de registrar su propia oficina, Nick?

—Ahora los micrófonos también vienen de plástico. Un registro no los detectaría, nada lo haría, a menos que se eche abajo el revoque.

Waller resopló levemente.

—Era una actuación, Nicky. Una maldita pieza de teatro. Un intento exitoso, como se demostró, de persuadirte de que él era el bueno, que las fuerzas del mal se habían confabulado contra él: las fuerzas, en este caso, era toda la CIA. De la que él es el número dos. —Waller sacudió la cabeza con tristeza—. Venga.

—Le di una tarjeta de identificación de la CIA que encontré en el cuerpo de uno de los agentes de negro que trató de liquidarme en las afueras de Chantilly.

—Y déjame adivinar. Examinó la tarjeta y comprobó que era falsa.

—Te equivocas.

—A lo mejor no consiguió encontrar ningún documento. Probó el Código Sigma, vio que la tarjeta había sido asignada a un agente de urgencia, y a partir de allí se interrumpió la pista. No pudo localizar el nombre.

—No es tan descabellado. Los agentes de urgencia de la Agencia no dejan rastros, lo sabes muy bien. Dunne admitió que la CIA no era la mejor agencia para investigar al Directorate.

—Ya veo, y eso hizo que te fiaras aún más de él, ¿no es cierto? Quiero decir, que te fiaras de él como persona.

—¿Estás tratando de decirme que quería liquidarme mientras al mismo tiempo me inducía a que investigara las actividades del Directorate? ¡Eso no es sólo ilógico, es demencial!

—Inducir a operaciones complejas siempre requiere cálculos variables. Si quieres saber lo que pienso, cuando vio que sobreviviste al ataque se dio cuenta de que te podía reprogramar, desplegarte a una nueva pista. Pero ya es hora de enderezar tu asiento y ponerte el cinturón, como dicen. Estamos llegando.

Le pareció que Waller hablaba como de muy lejos, y Bryson no entendió lo que quiso decir; sintió que todo se esfumaba, y la sensación que tuvo después fue la de una luz blanca y brillante. Abrió los ojos y vio que estaba en una habitación blanca y acerada. Yacía en una cama con las sábanas muy apretadas; los ojos le dolieron por el brillo de la luz; tenía la garganta reseca y los labios agrietados.

Ante sí distinguió unas siluetas a contraluz, una de ellas era claramente Waller, la otra era mucho más delgada y baja, suponía que una enfermera. Oyó la voz de barítono de Waller:

—… está volviendo en sí en este preciso instante. Hola, Nicky.

Bryson gruñó, trató de tragar.

—Ha de tener sed —dijo una voz de mujer que le resultaba muy familiar—. ¿Alguien puede traerle agua?

No podía ser. Bryson parpadeó, entrecerró los ojos y volvió a abrirlos para enfocar. Vio la cara de Waller, luego la de ella.

El corazón empezó a martillearle. Volvió a entrecerrar los ojos; estaba seguro de que se imaginaba cosas. Volvió a mirar, y ya no tuvo dudas.

—¿Eres tú, Elena? —preguntó.