Bryson se quedó helado, apenas podía respirar. Estaba conmocionado, tenía la mente paralizada. Era como si un rayo lo hubiera atravesado, le abrasara la conciencia y desgarrara los filamentos de la razón. Jadeaba. Todo era una locura, nada tenía lógica; apenas pudo reprimir un grito.
«¡Ted Waller!».
«¡Gennady Rosovsky!».
El gran manipulador, el mago de las artes siniestras, que había transformado su vida en un engaño impensable y enorme.
Bryson cogió la pistola semiautomática que le acababa de arrojar, la aferró con toda naturalidad, como si fuera un apéndice de su cuerpo. La apuntó hacia el hombre que se la había entregado y comprendió que, aunque un disparo certero mataría a Ted Waller, ¡no sería suficiente!
Dejaría sin contestar las preguntas que le atormentaban, y tampoco aplacaría su sed de venganza contra todos los mentirosos y manipuladores que habían hecho de su vida una gran mentira. Aun así, empuñó el arma contra Waller, apuntó al rostro de su antiguo mentor, poseído por la furia pero aturdido con preguntas, ¡tantas preguntas!
Lo que salió, con una voz tirante y ahogada, fue la primera pregunta que se le cruzó por la cabeza.
—¿Quién diablos eres?
Le quitó el seguro a la pistola hasta oír el clic del automático. Bastaba con tocar el gatillo con el índice para que le soltara una descarga de diez balas a la cabeza de Ted Waller, y así el mentiroso se vendría abajo desde la pasarela al suelo del almacén, siete metros de caída en picado. Pero Waller, el mejor tirador de todos, no le apuntaba con ningún arma. Simplemente estaba allí, un viejo obeso con una sonrisa críptica en el rostro.
Waller empezó a hablar, su voz producía un eco en aquel espacio cavernoso.
—Juguemos a «verdadero o falso» —dijo, invocando su antiguo ejercicio pedagógico.
—Vete a la mierda —dijo Bryson con fría cólera, la voz le temblaba de odio—. Tu verdadero nombre es Gennady Rosovsky.
—Verdadero —replicó Waller, con la cara impasible.
—Fuiste al Instituto de Lenguas Extranjeras de Moscú.
—Verdadero. —Esbozó una sonrisa—. Pravil’no. Otlichno. —Muy bien. Excelente.
—Eres del GRU.
—Casi verdadero. Para ser precisos, el tiempo de verbo es el pasado. Lo fui.
Bryson alzó la voz hasta gritar.
—¡Y fueron todo gilipolleces, toda esa mierda que me contaste de que estábamos salvando el mundo! ¡Cuando todo el tiempo trabajabas para el otro bando!
—Falso —dijo Waller, con la voz clara y fuerte.
—¡Basta de mentiras, hijo de puta! ¡Basta de mentiras!
—Verdadero.
—Vete al infierno, no sé qué diablos haces aquí…
—A riesgo de sonar como el general Tsai: cuando el alumno está listo, aparece el maestro.
—¡No tengo tiempo para tus gilipolleces budistas! —exclamó.
Bryson oyó las pisadas, el retumbar metálico de armamento, y se dio la vuelta en el acto. Dos guardias de uniforme verde entraron al almacén con las carabinas en posición de disparo. Bryson abrió fuego, y al mismo tiempo oyó más disparos que venían de arriba y atrás, de donde estaba Waller. Los dos guardias fueron alcanzados por las balas; se tambalearon hacia adelante y cayeron al suelo. Bryson se arrojó sobre el cuerpo de Ang Wu, giró el cadáver, le quitó la ametralladora con la correa que tenía amarrada al cuello, la cogió con ambas manos y la empuñó al tiempo que tiró la pistola de Waller. Esperaba que surgieran más guardias, pero no vino nadie.
Después soltó la pistola que Ang Wu tenía aún en la mano y se la puso en el bolsillo delantero del ridículo traje de Hesketh-Haywood. Ang Wu tenía un cuchillo de caza en cada tobillo; Bryson los cogió con sus respectivas vainas y se los colocó debajo del cinturón. ¡El cinturón! De golpe se acordó de la hoja afilada de aluminio y vanadio, pero ahora tenía armas mucho más efectivas.
—¡Por aquí! —gritó Waller, que giró y desapareció en los oscuros recovecos del balcón con paredes de cemento—. El edificio está rodeado.
—¿Adónde demonios vas? —gritó Bryson.
—Algunos hemos hecho los deberes. ¡Venga, Nick!
¿Qué alternativa tenía? Quienquiera que fuese Ted Waller en realidad, o cualquiera que fuese su propósito, seguramente tenía razón: los guardias del ELP habían rodeado el almacén; si había otra salida en la planta baja, como debía de ser el caso, no haría más que conducirles a las manos del enemigo. Del enemigo inmediato. Bryson subió a la carrera los escalones de acero y alcanzó a ver cómo el gordo Waller desaparecía en un gran hueco de la escalera, justo detrás de unas largas filas de vehículos militares aparcados. Bryson se coló entre las hileras apretadas de Jeeps, Humvees y camiones de fabricación china, cuando advirtió que Waller subía las escaleras con agilidad y rapidez, con una gracia de bailarín que siempre le había sorprendido. Aun así, Bryson tenía un andar más veloz y le dio alcance en cuestión de segundos.
—A la terraza —murmuró Waller—. Es la única salida.
—¿A la terraza?
—No queda otra. Entrarán en tropel, si es que no lo han hecho ya. —Waller estaba agitado—. Un hueco de escalera. Y un montacargas. Pero es terriblemente lento.
Cuando llegaron al rellano de la tercera planta, ya se oían gritos desde abajo y pasos a la carrera.
—Mierda —dijo Waller—. Ahora me arrepiento de haber comido anoche aquel paté. Ve tú primero.
Bryson tomó la delantera sin perder tiempo, subió las amplias curvas de la escalera hasta que llegó a lo que obviamente era el último piso. Salió al aire de la noche, a la ancha extensión de un parking, fila tras fila de tanques y camiones. «¿Y ahora qué?» ¿Qué tenía en mente Waller? ¿Saltar desde la terraza del edificio? ¿Brincar sobre el abismo de tres o seis metros que los separaba del edificio de al lado?
—Quema los puentes —jadeó Waller al surgir de la escalera, y Bryson comprendió lo que decía su antiguo mentor.
Bloquéale el paso a tus perseguidores, pero ¿cómo? ¿Con qué? No había puertas para cerrar ni modos de hacer barricadas…
Había vehículos a troche y moche, cientos, miles de ellos. Corrió a la primera fila de vehículos, probó el pomo de una puerta y estaba cerrada. «¡Mierda!» Corrió al siguiente; también cerrada. ¡No había tiempo para esto!
Entonces divisó una fila de Jeeps con techo de lona y corrió hacia ellos. Desenvainó uno de los cuchillos de Ang Wu, cortó la tela del techo, metió la mano y abrió la puerta desde el interior. La llave estaba puesta, lo cual tenía su razón de ser en un almacén tan bien custodiado, y en que quitar la llave de cada vehículo sería una pesadilla logística. Waller estaba a cierta distancia de la escalera, hablando por su teléfono móvil. Bryson arrancó el motor, aceleró y sacó el Jeep a toda velocidad hacia adelante, en dirección a la salida de la escalera. Al acercarse, vio que el Jeep era demasiado ancho para caber en el rellano, pero ello iría muy bien a sus propósitos. El Jeep chocó espectacularmente contra la pared de cemento, y la parte delantera quedó metida en la abertura, para hundirse luego un tanto cuando las ruedas delanteras llegaron al segundo o tercer escalón y allí se detuvieron. Consiguió abrir a la fuerza la puerta del conductor y se apretó entre el Jeep y la pared de cemento.
Pero no sería más que una demora para el enemigo: varios hombres que empujaran al mismo tiempo podrían mover el vehículo. ¡No alcanzaba! Buscó entre las filas adyacentes de vehículos y halló lo que esperaba encontrar desesperadamente: un barril de acero con veinte litros de combustible. Lo volteó lentamente y lo hizo rodar por el suelo en dirección al Jeep, que obstruía la salida a la terraza. Giró el precinto de plástico y la gasolina empezó a salir a borbotones, formando un charco en el suelo de cemento alrededor del vehículo. Hizo rodar aún más el barril y lo inclinó para volcar el combustible con más rapidez hasta inundar el área, los torrentes se deslizaban entre los neumáticos del Jeep, los ríos de gasolina avanzaban hacia el rellano de la escalera, bordeaban el Jeep y corrían peldaños abajo. El olor a combustible era abrumador. Poco después, con el barril ya vacío, oyó un estruendo de pasos por la escalera: eran los guardias que subían a la terraza.
¡No había más tiempo!
Se sacó la corbata y la mojó en el charco de gasolina hasta que estuvo empapada, luego la metió en el orificio del barril vacío. Ya no tenía combustible líquido, pero estaba lleno de vapores de combustible, o, más precisamente, de una mezcla de aire y vapor de gasolina. La proporción quizás no era la ideal, pero sabía por experiencia que funcionaría igual. Sacó el encendedor de latón de Giles Hesketh-Haywood y rozó la mecha improvisada con la llama. La tela se encendió y Bryson arrojó el barril de acero por encima del Jeep, escaleras abajo, después saltó hacia atrás y se puso a correr lo más rápido que pudo.
La explosión fue inmensa, ensordecedora. Todo el hueco de la escalera se encendió en una bola de fuego, un infierno espectacular y amarillo. Al ver lo que había hecho, Waller también cruzó la terraza a la carrera. Pocos instantes después, hubo otra explosión descomunal cuando se encendió el tanque de combustible del Jeep. Las llamas tenían un brillo deslumbrante y cegador: eran ondas de fuego que rodaban y resplandecían, y pronto brotaron nubes de humo negro. Bryson se detuvo al llegar al centro de la terraza, y Waller le alcanzó, con la cara colorada y empapado de sudor.
—Bien hecho —dijo Waller, mientras miraba al cielo.
De la escalera se oían gritos de agonía, pero quedaron apagados por un ruido aún más fuerte, un estrépito por encima de sus cabezas: era el sonido de las hélices de un helicóptero. Un helicóptero blindado, pintado de verde con manchas de camuflaje, rugía directamente encima de ellos, mientras se cernía en busca de un claro entre las filas de vehículos, hasta que aterrizó lentamente en la terraza.
Bryson jadeaba.
—¿Qué demonios es esto?
El helicóptero era un Apache AH-64, con las señas del ejército estadounidense pintadas en código oficial.
Waller corrió hacia él, con la cabeza gacha por instinto, si bien no había necesidad de ello. Bryson dudó un instante antes de correr él también hacia el gigantesco helicóptero. El piloto llevaba un traje de faena del ejército de Estados Unidos. ¿Cómo era posible? ¿Si el Directorate era el GRU, cómo había hecho Waller para llamar a un helicóptero de combate del ejército americano?
Mientras Bryson montaba al helicóptero, vio que Waller se giraba y miraba por detrás de él con alarma. Waller gritó algo que Bryson no alcanzó a entender. Cuando se dio la vuelta, vio que una docena de soldados del ELP salía del montacargas y estaban a no más de treinta metros de distancia, por el lado opuesto de la terraza donde tenía lugar el infierno de la escalera. Bryson subió por fin al helicóptero y sintió una explosión de dolor en la espalda, una terrible punzada en el lado derecho de la caja torácica. ¡Le habían herido! Era un dolor inmenso, inconcebible. Gritó; las piernas se le doblaron, y Waller lo cogió de un brazo y lo subió al helicóptero mientras éste levantaba el vuelo. Desde el aire vio las tropas en masa debajo de ellos, el incendio ambarino, las nubes de humo negro y hollín.
Bryson ya había sido herido en el pasado, varias veces incluso, pero esta vez era peor que todas las anteriores. El dolor aumentó en lugar de ceder; el disparo le había alcanzado un nervio. Perdía mucha sangre, de ello estaba seguro. En la distancia le pareció oír la voz de Waller que decía:
—… un helicóptero del ejército de Estados Unidos, no se atreverán a hacernos volar en el aire… incidente internacional, y el general Tsai no es tan estúpido como para…
La voz de Waller subía y bajaba, como una radio con mala recepción. Por momentos sentía escalofríos, y enseguida un calor febril.
—… bien, Nicky?… -oyó—… botiquín de primeros auxilios, pero hay una enfermería en el aeropuerto de Hong Kong… un vuelo largo y no quiero retrasar…
Y después:
—… los médicos del siglo XVIII tenían razón, ¿sabes, Nick? Es probable que esté bien sangrar de vez en cuando…
Oscilaba entre la conciencia y el desmayo a través de un caleidoscopio de imágenes. Aterrizaron en alguna parte; le ayudaron a subir a una camilla.
Lo llevaron a un edificio moderno, fue trasladado deprisa por un largo pasillo. Lo atendió una enfermera de bata blanca o tal vez una médica, lo desvistieron hasta la cintura, le cosieron la herida… las olas de dolor, asombroso e hirviente, seguidas de una caída rápida y empinada a la oscuridad de un sueño profundo y por efecto de las drogas.
—¿La verdad? Sólo quiero matar al tío. —Adam Parker estaba mosqueado y no le importaba que lo viera Joel Tannenbaum, su abogado de toda la vida.
Se habían encontrado para almorzar, como solían hacerlo una vez al mes, en Patroon, un restaurante caro de la calle 47 Este. Las paredes estaban revestidas de madera oscura y grabados de Kips engalanados. Parker había reservado una sala privada donde los dos hombres pudieran fumar Romeo y Julieta mientras bebían un Martini. Parker se jactaba de su estado físico, pero cada vez que venía a Manhattan se veía atraído por sitios como ése, que evocaban un tiempo ido y sus pecados veniales.
Tannenbaum estaba inmerso en su chuleta de ternera asada. Había estado en la Revisión Legal de la universidad de Columbia, dirigía el departamento de litigios corporativos de Swarthmore & Barthelme, pero por debajo de un historial tan impresionante y más allá de ser miembro de renombradas instituciones, era un hombre de la calle, un chico desaliñado que se crió en el Bronx y que siempre sacó al mal tiempo buena cara.
—Esos tíos no se dejan matar. Se comen a tíos como tú como si fueran un aperitivo. Lo siento, Adam, no voy a empezar a engañarte a estas alturas de la vida. ¿Conoces el viejo chiste del ratón que quiere joder al elefante? Créeme, no querrás treparte a la espalda de Jumbo.
—No me vengas con ésas —dijo Parker—. Ya hemos hecho travesuras tú y yo. Lo único que te pido es que hagas un expediente. Un requerimiento judicial.
—¿Diciendo qué?
—Que se les prohíbe mezclar informaciones de InfoMed con esos otros grupos internacionales. Existen acuerdos de confidencialidad que hay que respetar. Acúsalos de que tenemos pruebas a primera vista de que están actuando en violación de los convenios según se discutió y aprobó, etcétera.
—Adam, es ridículo.
—Sí, claro, pero lo que quiero es inmovilizarles. No quiero que lo tengan fácil. Se creen que podrán tragarme de un saque, y quiero ponerles una piedra en el estómago para que nunca se olviden de mí.
—Jumbo ni se enterará. Tienen ejércitos enteros de abogados trabajando para ellos. Harán que retiren los cargos en menos que canta un gallo.
—Nada que tenga que ver con la justicia se hace en menos que canta un gallo.
—Aunque tarde un poco más.
—Haré lo que pueda. La cosa es que no me cruzaré de brazos.
—¿Esperas que me emocione con tu lirismo?
—Teniendo en cuenta lo que cobras, sí —se rió Parker arrepentido.
—Adam, te conozco desde hace… ¿cuánto, quince años? Fuiste el padrino de mi boda…
—El matrimonio duró ocho meses. Debería haber pedido que me devolvieran el regalo de bodas.
—¿Puedes creer que hubo gente que sí los pidió? —Tannenbaum bebió lentamente un trago de su Martini.
—¿Decías?
—Adam, eres un gilipollas, un cretino, un arrogante, un hijo de puta sabelotodo e hipercompetitivo sin una pizca de humildad ni sentido de tus límites. Eso es probablemente el motivo por el que te ha ido tan bien. ¿Pero ahora? Por una vez en la vida no tienes nada que hacer.
—Vete a tomar por culo.
—Soy abogado. Yo doy por culo a otra gente. —Tannenbaum se encogió de hombros—. Lo que estoy tratando de decirte es que te pelees con los de tu categoría, Adam.
—¿Eso es lo que te enseñaron en la facultad de Derecho de Columbia?
—Ojalá lo hubieran hecho. Mira, no es necesario que te hable así. Estás aquí para pedirme consejo. Así que trata de escuchar lo que te digo. Todos los bufetes de abogados que tienen importancia tienen algún tipo de relación con Systematix o alguno de sus afiliados. Fíjate aquí, a tu alrededor, ¿qué ves? Almuerzos con cuenta de gastos en todas las mesas. Y una parte considerable de ellos corre por cuenta en última instancia del cliente o vendedor favorito de todos: Systematix.
—Se creen que son la puñetera Standard Oil de la información.
—Ni sueñes con analogías de la historia. Systematix hace que Standard Oil parezca un enano. ¿Pero acaso hay alguien que les haga frente? Es como siempre dices: la vida no es justa. El hecho es que el departamento de Justicia actúa como si fuera una subsidiaria totalmente controlada por ellos. Esa empresa ha extendido los tentáculos por todas partes.
—Me estás tomando el pelo.
—Lo juro por la tumba de mi madre.
—Tu madre vive en Flatbush.
—Sabes lo que quiero decir. Han comprado tu empresa. Y te has quedado con su dinero. Ahora te comportas como un perro en la jaula. Escucha cómo hablas.
—No, escúchame tú a mí. Lo van a lamentar por haberse metido con Adam Parker. Si te niegas a hacer el expediente, encontraré a alguien que lo haga. Vale, me quedé con el dinero, pero no tenía alternativa. Fue una adquisición hostil.
—Adam. De verdad, no te metas con esta gente. Me conoces. No hay muchas cosas que me asusten en esta vida. Pero esto… pues, créeme cuando te digo que no es un negocio como cualquiera. Tienen sus propias reglas.
Parker terminó su Martini y pidió otro.
—Puede que sea un gilipollas, y hasta puede que sea un arrogante hijo de puta, pero no soy un idiota —dijo sin dejarse disuadir—. Y te digo una cosa. Esos zánganos de Systematix se van a acordar de mi nombre.
—Su habitación está lista como siempre, señor Parker —dijo el conserje no bien Parker apareció esa noche en el St. Moritz. El conserje sabía que a Parker le reconfortaba, le gustaba saber que se acordaban de sus preferencias habituales.
Pero durante sus esporádicas visitas a Manhattan, a Adam Parker le gustaba también permitirse algún gusto que estuviera fuera de lo habitual. Esa mañana llamó a madame Sevigny, como ella se hacía llamar, quien le prometió «dos jeunes filles de lo mejorcito que tenemos». Madame Sevigny no hacía publicidad; todos sus clientes (en su mayoría eran hombres muy ricos y de mucho poder que vivían en otras partes del país) debían serle presentados personalmente. Por su parte, ella garantizaba absoluta discreción. Sus chicas sabían que una falta de discreción valía más que sus propias vidas. Sabían también que si acataban las normas precisas de madame Sevigny, en sólo un par de años habrían ahorrado suficiente dinero para hacerse independientes. Madame Sevigny pagaba a un médico para que les hiciera análisis periódicos de sangre y exámenes ginecológicos con el fin de asegurarse de que su salud e higiene estaban fuera de toda duda. Todas seguían un programa de ejercicios físicos y dietas que harían avergonzar a un gimnasta profesional, y, antes de ir a sus citas, madame Sevigny las examinaba en persona. Según lo creyera necesario, les hacía depilar las cejas, exfoliar o humectar la piel, pasarse piedra pómez por los pies, teñirse las pestañas, depilarse las piernas o limarse las uñas; les irrigaba y perfumaba todos los orificios del cuerpo. «Es tan difícil ser una belleza por naturaleza», decía madame Sevigny con un suspiro, mientras hacía la inspección final de sus chicas.
A las diez de la noche en punto, le anunciaron por teléfono desde el vestíbulo del hotel que las chicas habían llegado. Parker, repantigado en su opulenta suite con una bata de toalla de rizo blanca, sintió que una ola de calor le subía por el cuerpo. Desde la adquisición de Systematix había estado sometido a tanto estrés… ¡Dios, lo necesitaba! Hacía ya mucho tiempo. Sus instrucciones a madame Sevigny eran siempre muy precisas, pues como le había explicado el plutócrata de semiconductores la primera vez que le habló de los servicios especiales que ofrecía la madame, con madame Sevigny no había que andarse por las ramas. Lo que tenía en mente para esta noche era algo que su esposa, una mujer equina y saludable, sencillamente no entendería. No le habría sorprendido si el magnate de semiconductores, por el contrario, hubiera entendido algo acerca de sus placeres.
Pocos minutos después tocaron a la puerta.
—Soy Yvette —dijo una morena impactante que parecía una estatua.
—Y yo soy Eva —dijo una ágil rubia. Cerraron la puerta al entrar—. ¿Le gustamos?
Parker sonrió de oreja a oreja.
—Mucho —dijo—. Pero creí que madame Sevigny dijo que serían Yvette y Érica.
—Érica se puso mala —dijo Eva—. Me envió en su lugar y me pidió que la disculpara. Somos como hermanas. Creo que no se arrepentirá.
—Seguro que no —dijo Parker, que miraba con expectación el maletín chato y gris que traía Yvette—. ¿Qué queréis beber, chicas?
Ellas se miraron y sacudieron la cabeza.
—Comencemos, allons-y? —sugirió Yvette.
—Por favor —dijo Parker.
Una hora después, Parker estaba atado a las patas de la cama de latón con pañuelos negros de seda, gimiendo de placer mientras las dos chicas se turnaban para azotarle y acariciarle la carne enrojecida. Eran expertas; cada vez que estaba a punto de llegar al orgasmo, se concentraban en otra parte de su cuerpo, le masajeaban los brazos y el pecho con los dedos más suaves y duros que pudiera imaginar. Ahora Yvette le acariciaba el cuerpo con sus pechos suaves y la entrepierna húmeda, mientras Eva preparaba la cera caliente.
La fragante cera de abejas goteó sobre su cuerpo con intenso erotismo, igualmente doloroso y placentero. «Sí», jadeaba, casi al borde del delirio. «Sí». Unas gotas de sudor le recorrían el torso.
Finalmente, Yvette se subió a él, se metió el miembro en su sexo y lo envolvió en su calor. Habían soltado las ataduras de seda para permitirle que se sentara, y ahora Eva le agarraba el pecho por detrás. Le masajeaba los hombros y el cuello con los dedos.
—Y éste, me parece, ha de ser tu último placer —le susurró Eva al oído. Él apenas vio el destello de un alambre afilado antes de que ella se lo pasara alrededor del cuello.
—Dios mío —gimió antes de que el alambre le cortase el cartílago, los vasos, la carótida, la tráquea y el esófago, y luego ya no habló más.
Yvette, con los ojos cerrados, perdida ahora en su propio placer, notó primero que la turgencia disminuía dentro de ella. Abrió los ojos y vio que el caballero tenía la cabeza inclinada hacia adelante, y que la otra chica, que se llamaba a sí misma Eva, sostenía un lazo de metal brillante. ¿Era eso un nuevo juego?
—Y ahora, me parece, es tu turno —dijo Eva, y rodeó el cuello de Yvette con el alambre brillante.
Sólo entonces vio Yvette la sangre en el cuello del caballero, como una lustrosa corbata roja, y pocos instantes después ya no tenía conciencia de nada.