El senador James Cassidy vio el titular del Washington Times: leyó la referencia a su esposa, su arresto por tenencia de drogas, las acusaciones por una posible obstrucción de la justicia, y no siguió leyendo. Así que por fin salía a la luz, todo se hacía público. Aquello había sido una fuente de profunda angustia personal, algo que había tratado desesperadamente de ocultar a la mirada implacable y dura de los medios. Habían exhumado un secreto que él mismo había enterrado. ¿Pero cómo?
Llegó a su oficina a las seis de la mañana, horas antes de lo habitual, y encontró que sus ayudantes más próximos ya estaban reunidos, con aspecto tan pálido y enervado como el suyo. Roger Fry habló sin rodeos.
—El Washington Times te ha tenido en la mira durante años. Pero ya nos han hecho más de cien llamadas telefónicas de todos los otros medios. Están tratando además de localizar a tu mujer. Esto es fuego a discreción, Jim. No lo puedo controlar. Ninguno de nosotros puede.
—¿Es cierto? —preguntó Mandy Greene, su secretaria de prensa.
Mandy tenía cuarenta años, y había trabajado para él durante los últimos seis, pero la tensión y la ansiedad la hacían parecer mucho mayor de lo que era. Cassidy no podía acordarse de un sólo instante en que ella hubiera perdido la compostura. Pero esa mañana, tenía los ojos rojos del llanto.
El senador miró al jefe de su equipo; estaba claro que Roger no les había contado nada a los demás.
—¿Qué es exactamente lo que dicen?
Mandy cogió el periódico y lo arrojó con ira al otro extremo de la oficina.
—Que hace cuatro años arrestaron a su mujer por comprar heroína. Que hizo llamadas, pidió favores, y que retiraron los cargos y anularon el prontuario. «Obstrucción de la justicia» es la frase que utilizan.
El senador Cassidy asintió, mudo. Se sentó en su amplio sillón de cuero y se apartó por un instante de su equipo, miró por la ventana y vio la luz gris de una mañana nubosa en Washington. El día anterior había recibido llamadas de los periodistas, para él y su esposa Claire, pero no respondió. Tenía un mal presentimiento, no pudo dormir.
Claire estaba con su familia en Wayland, Massachusetts. Ella tenía problemas; muchas esposas de políticos los tenían. Pero él recordaba cómo había empezado: el leve accidente de esquí que le costó una operación de columna, las vértebras fundidas, las inyecciones de Percodan que le dieron para calmar los dolores de la cirugía. Pronto empezó a ansiar los narcóticos para algo más que para calmar el dolor. Los médicos no le renovaron las recetas. La enviaron a un grupo de «tratamiento del dolor», que se especializaba en consultas. Pero los narcóticos habían provocado en Claire una suerte de dulce olvido, un sitio protegido de las tensiones y los esfuerzos de la vida pública, y de una vida privada que no le proporcionaba el consuelo que ella necesitaba. Cassidy podía culparse de ello: de no haber estado a su lado cuando más le necesitaba. Había llegado a comprender cuan hostil era su mundo para ella. Era un mundo, en definitiva, que la relegaba a un margen, y Claire, que era tan bella, tan competente, tan amorosa, no había sido criada para ver pasar la vida desde las gradas. Para Cassidy, había demasiados compromisos oficiales, demasiados colegas que seducir y embaucar e intimidar y engatusar para que hicieran lo correcto. Y Claire se sentía sola; sentía un dolor que no era únicamente físico. El nunca supo realmente cuál fue la verdadera lesión, si el aislamiento o el accidente, pero había llegado a sospechar que la espiral de depresión y dependencia a la que ella había sucumbido había sido precipitada por la estancia en el hospital.
Desesperada cuando no pudo obtener más narcóticos por receta, desesperada por una forma de alivio que, aun consciente de lo fugaz que era, de algún modo parecía hacer más soportables las cosas, fue a un parque apartado cerca de donde la calle Octava coincidía con la H, en Washington, e intentó comprar heroína. El hombre que encontró allí fue compasivo, la animó, se lo hizo más fácil. Le dio dos bolsitas de papel transparente con la sustancia y ella le pagó con billetes grandes que acababa de sacar del cajero automático.
Entonces él le mostró su identificación y la llevó a la comisaría. Cuando el oficial al cargo descubrió quién era, llamó al asistente del fiscal de distrito, Henry Kaminer, a su casa. Y Henry Kaminer llamó a su antiguo compañero de la facultad de Derecho, Jim Cassidy, quien en ese momento presidía el comité judicial del Senado. Así es como se enteró. Cassidy recordaba la llamada, la vacilación, la extraña conversación trivial que precedió a la devastadora revelación. Fue uno de los peores momentos de su vida.
La cara delicada y ojerosa de Claire le ocupaba la mente, y las palabras de un poema que alguna vez leyó volvían como un eco: «no decía adiós, se ahogaba». ¿Cómo pudo haber sido tan ciego a lo que sucedía en su propia casa, en su propio matrimonio? ¿Acaso la vida pública de un hombre podía hacer que perdiera el contacto con su vida privada? Pero estaba Claire, que «no decía adiós, se ahogaba».
Cassidy volvió a encarar a su equipo.
—Ella no es una delincuente —dijo fríamente—. Necesitaba ayuda, maldita sea. Necesitaba un tratamiento. Y lo tuvo. Seis meses en una clínica de desintoxicación. Discretamente, sin levantar la voz. Nadie tenía por qué saberlo. No quería que la miraran con piedad, no quería miradas cómplices. Ese escudriñar puntilloso que le tocó por ser la esposa de un senador.
—Pero su carrera… —empezó a decir Greene.
—¡En primer lugar mi maldita carrera fue la que la llevó a eso! Claire también tenía sueños, ¿sabes? Sueños de tener una verdadera familia, con niños y un padre que les amara, que hiciera de su esposa y de sus niños la primera y última prioridad, como corresponde a un hombre. Sueños de tener una vida normal: no parecía mucho pedir. Quería un hogar, eso es todo. Renunció a sus sueños para que yo pudiera ser… ¿cómo me llamó el Wall Street Journal el año pasado?: el «Polonio del Potomac». —Su voz cobró un tono amargo.
—Pero ¿cómo pudo poner en peligro todo aquello por lo que usted había trabajado, aquello por lo que ambos trabajaron? —Mandy Greene no podía ocultar la ira y la frustración.
Cassidy sacudió lentamente la cabeza.
—Claire sufría, sabía que todo el mundo la vería como la mujer que podía destruir la carrera de un senador. Nunca entenderás el infierno por el que ha pasado. Fue ella quien pasó por él; en cierto sentido, los dos pasamos. ¡Y los dos conseguimos salir de él! Hasta ahora. Hasta que ocurrió esto. —Miró el teléfono de doce líneas de la recepcionista, con todas las lucecitas encendidas y sonando incesantemente en un ronroneo electrónico—. ¿Cómo, Roger? ¿Cómo lo descubrieron?
—Aún no lo sé —dijo Roger—. Pero lo que tienen está increíblemente detallado. Un registro electrónico de la ficha de arresto, que consiguieron aunque oficialmente no se había archivado. La considerable suma que esa noche Claire sacó del cajero. Registros municipales de llamadas telefónicas, en que se detallan todas las que hubo entre su domicilio y Henry Kaminer la noche del arresto. Más llamadas entre la línea privada de Kaminer y el oficial de distrito. Diarios de llamadas entre el oficial que llevó a cabo el arresto y la comisaría. Hasta el registro electrónico de los pagos que hiciste a Silver Lakes para su rehabilitación.
Cassidy tenía un aspecto lúgubre, pero forzó una sonrisa irónica.
—Es imposible que una sola persona haya reunido toda esa información. Han violado los documentos más privados y personales. Mis advertencias iban dirigidas contra eso, supongo. Contra la sociedad vigilante.
—Pues, ahora se verá todo de otro modo —dijo bruscamente Mandy Greene, que por fin recobraba su aire de profesional—. Parecerá que estaba haciendo campaña por su privacidad, por los muertos que tenía en su propio armario. Y usted lo sabe mejor que nadie.
Roger Fry empezó a pasearse por la oficina.
—Pinta mal, Jim, no he de restarle importancia. Pero sinceramente creo que podemos superarlo. La situación empeorará al principio, pero la gente en Massachusetts sabe que eres una buena persona, y tus colegas, les guste o no, saben que eres una buena persona. El tiempo cura todas las heridas, en política como en todas las cosas.
—No tengo intenciones de quedarme a verlo, Rog —dijo Cassidy, que volvió a mirar por la ventana.
—Sé que ahora parece horrible —dijo Fry—. Tratarán de crucificarte. Pero eres fuerte. Ya les enseñarás.
—No lo entiendes —dijo Cassidy con aire severo, pero sin hostilidad—. No se trata de mí. Se trata de Claire. La primera frase de todos los informativos se refiere a Claire Cassidy, la esposa del senador James Cassidy. Eso puede continuar durante días, semanas, quién diablos sabe por cuánto. No puedo someterla a eso. No puedo hacerle pasar por eso. No sobrevivirá. Y sólo hay una manera de deshacerse de esto. Hay una sola manera de sacarlo de las primeras planas, las entrevistas por televisión, los noticiarios y los ecos de sociedad. —Sacudió la cabeza y empezó a imitar la voz estentórea de los locutores de noticias: «El senador Cassidy afronta una investigación del Senado; el senador Cassidy lucha por conservar su escaño; el senador Cassidy niega haber cometido irregularidades; la vergüenza del senador Cassidy; ¿el presidente del comité judicial abusó del poder?; el senador casado con una yonqui». Ahora es noticia de primera plana, y puede seguir así por tiempo indefinido. «El senador Cassidy renuncia a causa de acusaciones perjudiciales» es una noticia, es cierto, pero una noticia de dos días. Las penurias de Jim y Claire Cassidy, en tanto sujetos privados, pasarán pronto al olvido cuando dejen lugar a los reportajes de Somalia. Hace cinco años, le prometí solemnemente a mi esposa que nunca volveríamos a pasar por esto, cueste lo que cueste. Ahora es el momento de cumplir la promesa.
—Jim —dijo Fry con delicadeza, tratando de mantener firme la voz—, hay demasiada incertidumbre en este momento como para tomar una decisión así. Te suplico que tomes distancia.
—¿Incertidumbre? —se rió el senador con amargura—. Pero si nunca he tenido tanta certidumbre en mi vida. —Luego se dirigió a Mandy Greene—. Mandy, es hora de que te ganes tu sueldo. Tú y yo vamos a escribir el comunicado de prensa. Ahora mismo.