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Monseñor Lorenzo Battaglia, doctor en filosofía —principal cuidador del museo Chiaramonti, una de tantas colecciones especializadas dentro de los Monumenti, Musei e Gallerie Pontífice, los museos del Vaticano—, no había visto a Giles Hesketh-Haywood en muchos años, y no estaba precisamente feliz de volver a verle.

Los dos hombres se encontraron en una magnífica sala de recepción, con tapices de damasquinado, cerca de la Gallería Lapidaria. Monseñor Battaglia había sido cuidador de los museos vaticanos durante veinte años, y sus conocimientos en la materia eran reconocidos en todo el mundo. Giles Hesketh-Haywood, su afeminado huésped inglés, siempre le había dado la impresión de ser una criatura vagamente absurda, incluso cómica, con esas gafas redondas y enormes de nácar, esas corbatas brillantes de seda que ondulaban vistosamente de un nudo muy apretado, los chalecos a cuadros, esos gemelos en forma de herradura, la vieja pipa de brezo que asomaba airosa del bolsillo de su chaqueta, y el acento de aristócrata. Apestaba a tabaco rubio. Su encanto era ilimitado, aunque empalagoso. Hesketh-Haywood era en cierto modo un imbécil de clase alta (tan terriblemente inglés), y además su profesión era desagradable. En apariencia era un comerciante de antigüedades, pero en realidad no era más que un tratante exclusivo de objetos robados.

Hesketh-Haywood, en parte conocedor y en parte ladrón redomado, era la clase de sospechoso que se esfuma por años y luego reaparece en el yate de algún jeque del petróleo de Oriente Medio. Aunque era denodadamente impreciso cuando hablaba de su pasado, monseñor Battaglia había oído todos los rumores: que su familia había pertenecido alguna vez a la nobleza inglesa, pero decayó después de la guerra en la era laborista; que Hesketh-Haywood había sido educado entre los descendientes de los más ricos, pero para cuando terminó los estudios su familia no tenía más que una montaña de deudas. Giles era un bribón, un pícaro, un tío deliciosamente sin escrúpulos que empezó su carrera contrabandeando antigüedades arqueológicas de Italia, sin duda mediante sobornos al organismo que expedía los permisos de exportación. Por sus manos pasaron objetos realmente extraordinarios. Si no se quería saber cómo llegaron a él, lo mejor era no preguntar. A hombres como Hesketh-Haywood se los toleraba en el mundo del arte sólo por esas raras ocasiones en que podían ser de alguna utilidad (una vez, de hecho, su ayuda había sido valiosa a monseñor Battaglia cuando realizó una «transacción» que monseñor rogaba que nunca fuera de dominio público), pero ahora apenas se mostraba cordial. Pues el favor que ahora le pedía Hesketh-Haywood era asombroso, desconcertante.

Monseñor Battaglia cerró los ojos por un instante para buscar las palabras que le hacían falta, y luego se inclinó hacia adelante y le dijo con aire grave al visitante:

—Giles, lo que me propone es imposible. Es mucho más que una «travesura». Es un verdadero escándalo.

Él nunca había visto una sombra de duda en la suprema satisfacción de sí mismo que tenía Hesketh-Haywood, y ahora tampoco la tenía.

—¿Un escándalo, monseñor? —Los ojos de Giles Hesketh-Haywood, aumentados detrás de sus gruesos lentes, parecían los ojos divertidos de un buho—. Pero hay tantos tipos diferentes de escándalo, ¿no? Por ejemplo, la información de que un alto funcionario del Vaticano, un experto de fama mundial en arte y objetos de la antigüedad, un sacerdote ordenado además, mantenga a una querida en vía Sebastiano Veniero. Pues, hay gente que no está tan al tanto como nosotros de esas cosas, ¿no es así?

El inglés se reclinó en su silla y meneó un dedo largo y delgado en el aire.

—Pero es el dinero, no las mujeres, el mayor motivo de consternación. Y la joven y tierna Alessandra sigue disfrutando de su cómodo desmaine, supongo. Cómodo, hay quien diría suntuoso, sobre todo teniendo en cuenta el modesto sueldo de cuidador del Vaticano con que la mantiene. —Suspiró y sacudió la cabeza satisfecho—. Pero querría pensar que yo he contribuido a una causa tan noble.

Monseñor Battaglia sintió que se ruborizaba. Las venas de la sien empezaron a palpitarle.

—A lo mejor hay manera de llegar a un acuerdo —dijo por fin.

Esos lentes gruesos y redondos le estaban dando un terrible dolor de cabeza a Bryson, pero al menos había conseguido aquello por lo que había venido a Roma. Estaba exhausto después de aterrizar con el pequeño aeroplano en un campo de las afueras de Kíev, ya a seguro fuera del espacio aéreo ruso, y tomar dos vuelos de una línea comercial cuyo destino final era Roma. Battaglia había respondido inmediatamente a su llamada, como lo esperaba, dado que el cuidador casi siempre estaba interesado en lo que Giles Hesketh-Haywood tenía que ofrecerle.

Giles Hesketh-Haywood, una de las tantas leyendas fabricadas cuidadosamente por Bryson, había sido a menudo de gran utilidad en su carrera.

En tanto que conocedor y comerciante de antigüedades, naturalmente no le faltaban razones para viajar a Sicilia, Egipto, Sudán, Libia u otras partes. Desviaba unas sospechas al despertar otras: era un ejercicio elemental de cómo confundir al enemigo. Como los funcionarios más avisados suponían que era contrabandista, nunca se les ocurrió que podría ser un espía. Y la mayor parte de ellos, claro está, estaban contentos de recibir su dinero a cambio de no decir nada: porque si no lo hacían, después de todo, habría otros que sí lo harían.

El pequeño objeto apareció la mañana siguiente en L’Osservatore Romano, el diario oficial del Vaticano, del que se vendían más de cinco millones de copias en todo el mundo. OGGETTO SPARITO DAI MUSEI VATICANI? (¿objeto robado de los museos vaticanos?), decía el titular.

Según el informe, los museos vaticanos habían descubierto en su inventario anual que faltaba un precioso tablero de ajedrez de la dinastía Sung, tallado en jade. El exquisito tablero de jade había sido traído de China por Marco Polo a principios del siglo XIV, quien se lo obsequió al dux de Venecia. En 1549, el papa Paulo III jugó una partida de ajedrez en ese tablero contra el legendario maestro Paulo Boi, y perdió. El tablero fue adquirido más tarde por César Borgia, quien lo reservó para uso personal. Después, uno de los papas Médicis, León, lo recibió como regalo y le guardó mucho cariño; incluso aparece al fondo de uno de los grandes retratos de aquel Papa.

El artículo del periódico citaba a un portavoz del museo Vaticano que desmentía enfáticamente los cargos. Al mismo tiempo, sin embargo, el mueso se negaba a dar pruebas de que aún contaba con el raro tablero de ajedrez. Había una cita breve e indignada del principal cuidador, monseñor Lorenzo Battaglia, en que decía que el museo Vaticano tenía cientos de miles de objetos en sus catálogos, y que dada la vastedad de sus propiedades era inevitable que algunos artículos pudieran extraviarse temporalmente; pero no había ningún motivo en el mundo para llegar a la conclusión de que hubiera tenido lugar un robo.

Mientras bebía un caffé latte en su suite del hotel Hassler, Nick Bryson leía el artículo con satisfacción profesional. Tampoco le había pedido tanto al monseñor. Los desmentidos, después de todo, eran verdad. El legendario tablero de ajedrez de jade de la dinastía Sung reposaba tranquilamente aún en una de las cientos de bóvedas de almacenamiento que había en el Vaticano; como la mayor parte de las inmensas propiedades de la Santa Sede, nunca se exhibía al público. En efecto, no lo habían expuesto durante cuarenta años. No lo habían robado, aunque cualquiera que leyera el periódico pensaría lo contrario.

Y Bryson estaba seguro de que las personas que a él le interesaban leerían el artículo.

Descolgó el teléfono y llamó a un viejo conocido en Pekín, un funcionario de la administración china llamado Jiang Yingchao, que ocupaba un alto cargo en el Ministerio de Exteriores. Jiang había hecho negocios con Giles Hesketh-Haywood hacía diez años, y reconoció su voz de inmediato.

—Mi buen amigo inglés —exclamó Jiang—. Qué gusto me da saber de usted después de tanto tiempo.

—Sabes que no me gusta abusar de la amistad —replicó Bryson—. Pero confío en que nuestra última transacción fue… de ayuda en tu carrera. No insinúo que la necesitaras, por supuesto: tu ascenso a los más altos cargos del servicio diplomático ha sido muy impresionante.

A Giles no le hacía falta recordárselo a su amigo, el diplomático chino: cuando conoció a Giles Hesketh-Haywood, él era un oscuro agregado cultural de la embajada china en Bonn. Fue poco después de que almorzaran juntos que Giles cumplió su promesa y le procuró a Jiang un objeto antiguo chino de inmenso valor, a un precio mucho más bajo del que hubiera obtenido en el mercado internacional. La miniatura, un caballo de cerámica roja de la dinastía Han, fue un obsequio muy especial que Jiang le hizo al embajador, lo cual sin duda allanó el camino de su carrera diplomática. Con el transcurso de los años, Hesketh-Haywood le había conseguido una cantidad de objetos de valor incalculable a su amigo, que incluía bronces antiguos y jarrones de la dinastía Qing.

—¿Y qué ha sido de ti en todos estos años? —le preguntó el diplomático.

Bryson suspiró contrariado.

—Seguro que has visto ese artículo difamatorio de L’Osservatore Romano —comentó.

—No, ¿qué artículo es ése?

—Ah, pues olvídate que te lo he siquiera mencionado. En todo caso, un objeto extraordinario acaba de caer en mis manos, y pensé que un muchacho tan bien conectado como tú podría conocer a alguien que estuviera interesado. Es decir, hay una lista increíblemente larga de potenciales compradores que estarían extremadamente interesados, pero por lealtad a los viejos tiempos he pensado en llamarte primero a ti… —Luego empezó a describir el tablero de jade, pero Jiang le interrumpió.

—Yo te llamaré —dijo Jiang, cortante—. Dame tu número.

Pasó media hora antes de que Jiang Yingchao lo llamara a su teléfono secreto. No cabía duda de que había visto el diario del Vaticano e hizo algunas llamadas rápidas y llenas de entusiasmo.

—Comprenderás, mi estimado, que no es algo que aparezca todos los días —dijo Giles—. Pero es espantoso lo descuidadas que son estas grandes instituciones con sus tesoros, ¿no crees? Realmente espantoso.

—Sí, sí —volvió a interrumpirle Jiang con impaciencia—. Estoy seguro de que habrá mucho interés. Si hablamos del mismo objeto, el tablero de jade de la dinastía Sung…

—Lo que estoy diciendo no es nada más que una hipótesis, querido Jiang, claro está. Te das cuenta. Lo que digo es que si un tablero tan maravilloso estuviera disponible, quizá podrías pasar la voz. Con discreción, se entiende…

El lenguaje cifrado era claro; era como ondear una bandera roja delante del toro.

—Sí, sí, sé de alguien, de hecho. Hay un general, ya sabes, famoso por coleccionar esa clase de objetos, esas obras maestras de jade tallado de la dinastía Sung. Es la pasión devoradora del general. Puede que conozcas el apodo, le llaman el Maestro de Jade.

—Hmm, no estoy seguro, Jiang. ¿Pero crees que estaría interesado?

—El general Tsai se interesa sobre todo en repatriar tesoros imperiales que fueron saqueados, para que vuelvan a estar en China. Es un ferviente nacionalista, sabes.

—Es la impresión que me da. Pues bien, necesitaría saber cuanto antes si el general tiene algún interés, porque estoy por decirle al telefonista del hotel que suspenda todas mis llamadas: ¡esos odiosos jeques de Omán y Kuwait simplemente no paran de llamar!

—¡No! —exclamó Jiang—. ¡Dame dos horas! ¡Esta obra de arte debe retornar a China!

Bryson no tuvo que esperar tanto. El diplomático volvió a llamar menos de una hora después. El general estaba interesado.

—Debido al carácter extraordinario de esta propiedad —dijo Bryson con firmeza—, insisto absolutamente en encontrarme en persona con mi cliente. —A esas alturas de los acontecimientos, Bryson sabía que podía imponer los términos para el encuentro con el general Tsai.

—Pero… pero por supuesto —balbuceó Jiang—. El… cliente no esperaría otra cosa. Ha de cerciorarse por completo de la autenticidad del objeto.

—Naturalmente. Le proporcionaré todos los certificados de proveniencia.

—Por supuesto.

—El encuentro ha de tener lugar de inmediato. No puedo aceptar demoras.

—Eso no será un problema. El Maestro de Jade se halla en Shenzhen, y espera encontrarse contigo lo antes posible.

—Muy bien. Cogeré el primer avión a Shenzhen, y después el general y yo tendremos una conversación preliminar.

—¿Qué quieres decir con «conversación preliminar…»?

—El general y yo pasaremos una hora o dos en una atmósfera cordial, le enseñaré fotografías del tablero de ajedrez, y si siento que hemos establecido un nivel de camaradería, seguiremos adelante con el negocio.

—¿Entonces no traerás el tablero contigo para el encuentro con el general?

—Oh, madre mía, claro que no. Después de todo, un cliente así podría denunciarme fácilmente si quisiera. En los días que corren, las precauciones nunca son demasiadas. Conoces mi lema: yo nunca trato con desconocidos. —Se rió con satisfacción—. Después de encontrarme con este señor, claro, ya no seremos desconocidos, ¿te das cuenta? Si todo está bien, si me da un buen pálpito, hablaremos de la importación, el asqueroso lucro, todos esos detalles aburridos de rutina.

—El general insistirá en examinar el tablero de jade, Giles.

—Ciertamente, pero no enseguida. Oh, no. China es tierra incógnita para mí, no conozco a los señores al mando. Supongo que me siento un tanto vulnerable allí. No querría que tu general, de cuyo nombre no me acuerdo, confisque la cosa y me despache a una de esas granjas de col o una de esas cosas que tenéis vosotros.

—El general es un hombre de palabra —objetó Jiang con firmeza.

—Mis antenas me han servido de mucho en los últimos veinte años, amigo mío. No querría ignorarlas a estas alturas de la vida. La gente ha de andarse con cuidado con esos orientales inescrutables como tú. —Volvió a reírse con satisfacción; se hizo un silencio en la línea—. Y ya me conoces: una medida de vino de arroz, ¡y me voy con cualquiera!

Vestido llamativamente con un chaleco de piel de cabrito y un traje a cuadros de seda y cachemira, Giles Hesketh-Haywood llegó al aeropuerto Huangtian de Shenzhen y fue recibido por un emisario del general Tsai, que llevaba el uniforme verde oscuro y sin rangos del Ejército de Liberación del Pueblo chino, con la habitual estrella roja esmaltada al frente de su gorra Mao a modo de estandarte. El emisario, un hombre de mediana edad y rostro pétreo que no se presentó, hizo pasar rápidamente a Bryson por aduanas y migraciones. El camino había sido allanado; el personal del aeropuerto se comportó con deferencia y no le revisó nada.

De eso se encargarían los hombres del general Tsai. Después de obtener el visto bueno de migraciones, sin decir palabra, el emisario hizo pasar a Bryson por una puerta sin letrero, donde le aguardaban dos soldados de uniforme verde. Uno de ellos hurgó en su equipaje sin andarse con cumplidos, y no dejó nada sin abrir o revisar. Mientras tanto, el otro empezó a registrarlo sistemáticamente, de la cabeza a los pies, y hasta cortó las plantillas de sus costosos zapatos ingleses de cuero. A Bryson no le sorprendió el registro, pero chilló de indignación como requería su papel de remilgado.

Sin embargo, no había venido desarmado. Como supuso que le revisarían antes de permitirle ver al general, no trajo ningún arma de fuego, ni de hecho nada que pudiera parecer fuera de lugar para el personaje de Giles Hesketh-Haywood. Era demasiado grande el riesgo de ser apresado, con lo cual sabotearía su falsa identidad.

Pero oculta en el cinturón de cuero de Hesketh-Haywood, suave como un guante, había un arma que bien valía el riesgo de ocultar. Cosida entre dos capas del más fino cuero italiano había una hoja afilada larga y flexible de metal, de unos dos centímetros de ancho y treinta de longitud, hecha de una aleación de aluminio y vanadio, y que prácticamente cubría toda la circunferencia del cinturón. La hoja podía sacarse fácilmente y con rapidez del cinturón, por un extremo y tirando fuerte. Era difícil usarla sin lastimarse, pero si se hacía con cuidado, la hoja era capaz de cortar la piel humana hasta los tuétanos con casi ninguna presión. Y si ello no bastaba, Bryson confiaba en que podría recurrir, como lo había hecho a menudo, a su capacidad de improvisación, y encontrar armas allí donde nadie las veía. Pero esperaba que las armas no fueran necesarias. El soldado uniformado le ordenó a Bryson que se sacara el cinturón; se lo pasó superficialmente entre los dedos y no detectó nada.

A la salida de la terminal, aguardaba por él una limusina Daimler, negra y último modelo, con un chófer militar al volante, y con el mismo uniforme verde oscuro y sin rangos del ejército chino, de rostro blando e inexpresivo, y con el mentón pegado al pecho en señal de humildad.

El emisario adusto le abrió la puerta trasera, puso la maleta de Bryson en el maletero y se sentó junto al chófer. No dijo una palabra; el conductor dejó atrás el bordillo y se dirigió a la salida del aeropuerto por el camino que iba a Shenzhen.

Bryson había estado una vez en Shenzhen, hacía años, pero casi no la reconoció. Lo que hacía apenas veinte años había sido una diminuta y somnolienta aldea de pescadores y un pueblo de frontera, se había convertido en una metrópoli clamorosa y caótica, de caminos pavimentados a la ligera, complejos de viviendas chapuceros y fábricas de donde brotaba el humo. De los arrozales y campos vírgenes del delta del río de las perlas, en el sur de China, habían surgido los rascacielos, centrales eléctricas y sectores industriales de la Zona Económica Especial. El perfil caótico de la ciudad estaba sembrado de grúas para la construcción, y el cielo era una fea neblina gris y polución. La población pujante de unos cuatro millones de habitantes se estableció en los márgenes fétidos del río Shenzhen. Eran en su mayoría minging o campesinos, atraídos desde sus provincias agrícolas por la promesa de empleos con salario mínimo.

Shenzhen era una megalópoli que crecía deprisa, una ciudad del boom que avanzaba a un ritmo frenético las veinticuatro horas del día, yendo a toda marcha con el combustible más profano de toda la China comunista: el capitalismo. Pero era un capitalismo en su estado más salvaje y cruel, tenía la peligrosa histeria de la ciudad de fronteras, el crimen y la prostitución eran evidentes y desenfrenados. Los deslumbrantes excesos del consumo, los carteles llamativos y las luces de neón, las tiendas exclusivas de Louis Vuitton y Dior eran, como sabía de sobra Bryson, nada más que una apariencia. Detrás de ella se ocultaba una pobreza desesperada, la miseria de la existencia cotidiana del mingong, sus chabolas de chapas de metal donde se apiñaban decenas de inmigrantes sin agua corriente, mientras unos pollos raquíticos corrían por los patios estrechos y sucios.

El tráfico era denso, atestado de últimos modelos de automóviles y taxis de un rojo brillante. Todos los edificios eran nuevos, altos y modernos. Las calles estaban repletas de carteles de luces titilantes, todos en chino con la rara excepción de alguna letra de nuestro alfabeto: una M, por McDonald’s, o KFC. Por todas partes había colores chillones, restaurantes llamativos y tiendas que vendían productos electrónicos: cámaras digitales y de vídeo, ordenadores, televisores y DVD. Los vendedores ambulantes ofrecían cerdo y pato asado, y cangrejos vivos.

La multitud era espesa, codo con codo, y casi todo el mundo llevaba un teléfono móvil. Pero a diferencia de Hong Kong, veinte millas más al sur, no había ancianos que practicaran tai-chi en los parques; en efecto, no había gente mayor. El período más largo de residencia en la Zona Económica Especial era de quince años, y solamente se admitía a los físicamente sanos.

El emisario se dio la vuelta en el asiento delantero y comenzó a hablar.

Ni laiguo Shenzhen ma?

—¿Cómo? —dijo Bryson.

Ni budong Zhongguo hua ma?

—Lo siento, no hablar lengua —dijo Bryson lentamente y alargando las vocales.

El emisario le preguntó si entendía chino, si había estado antes aquí; Bryson se preguntaba si lo estarían poniendo toscamente a prueba.

—¿Inglés?

—Lo soy, y también lo hablo, sí.

—¿Es la primera vez que está aquí?

—Así es. Un sitio encantador, ojalá hubiera venido antes.

—¿Por qué va a ver al general? —La expresión del emisario se volvió hostil de repente.

—Por negocios —dijo Bryson rápidamente—. A eso se dedica el general, ¿no?

—El general está al mando del sector Guandong del ELP —le reprendió el emisario.

—Pues, por lo que veo, aquí parece haber muchos negocios.

El conductor gruñó algo y el emisario se quedó callado, luego volvió a sentarse como antes.

El Daimler avanzaba lentamente a través de la congestión increíble de las calles y la extraña cacofonía: los aullidos histéricos de voces agudas, los bocinazos de camiones. Frente al hotel Shangri-La, el tráfico por fin se detuvo. El chófer encendió la sirena y la luz roja titilante, y subió bruscamente a una acera abarrotada de gente, mientras gritaba órdenes por el altavoz del coche y ahuyentaba a los peatones atemorizados como si fueran palomas. Después el Daimler salió disparado y superó el atasco.

Finalmente llegaron a un puesto de control, a la entrada de un sector muy industrial que parecía estar bajo directo control del ejército. Bryson supuso que sería allí donde el general Tsai tenía su primera residencia, y donde a lo mejor mantenía incluso su cuartel general. Un soldado con una tablilla se inclinó e hizo un gesto rudo al emisario, que se bajó enseguida. El coche continuó por la misma calle y pasó por un conjunto de sobrias residencias hasta llegar a un área de aspecto más industrial, donde sobresalían unos almacenes.

Bryson sintió inmediatamente recelo. No lo llevaban a la residencia del general. ¿Adónde lo conducían?

Neng bu neng gaosong wo, ni song voo qu nar? —preguntó con fuerte y deliberado acento inglés, y la sintaxis de un hablante que no se siente cómodo en la lengua. ¿Le importa decirme adónde me lleva?

El conductor no contestó.

Bryson levantó la voz, pero esta vez habló con su habitual fluidez, como un hablante nativo.

—¡No estamos cerca de los cuarteles del general, siji!

—El general no recibe visitas en su residencia. No le gusta hacer aspavientos. —El conductor hablaba con impertinencia, hasta con falta de respeto, no como un hablante chino de su rango se dirigiría a un superior, no usaba el término shifu que refiere al «señor». Era desconcertante.

—El general Tsai es célebre por vivir extremadamente bien. Le aconsejo que regrese por donde vino.

—El general cree que el poder más real se ejerce de forma invisible. Prefiere quedarse entre bastidores. —Se detuvo frente a un gran almacén industrial, cerca de unos Jeeps y Humvees militares. Sin darse la vuelta, con el motor aún en marcha, el conductor continuó—: ¿Conoce la historia del gran emperador del siglo XVIII Qian Xing? Él creía que era importante para un gobernante tener contacto directo con aquellos a quienes gobernaba sin que ellos lo supieran. Así viajó por toda China disfrazado de plebeyo.

Cuando Bryson se dio cuenta de lo que decía el conductor, giró la cabeza a un lado, mirando al chófer por primera vez a la cara. Se maldijo. ¡El chófer era el general Tsai!

De repente, los soldados rodearon el Daimler, y el general impartió órdenes en toichán, su dialecto regional. Se abrió la puerta del coche e hicieron bajar a Bryson. Lo cogieron de ambos brazos, y un soldado lo sujetaba a cada lado.

¡Zhanzhu! ¡Quieto! —gritó uno de los soldados, mientras apretaba a Bryson con un brazo y le ordenaba que pusiera las manos a los costados—. Shou fang xia! Bie dong!

La ventanilla del general bajó eléctricamente; el general sonrió.

—Ha sido muy interesante hablar con usted, señor Bryson. Su facilidad con nuestra lengua se hizo más evidente a medida que conversábamos. Me hace pensar qué otra cosa estará ocultando. Ahora le sugiero que enfrente su muerte inevitable con serenidad.

¡Por Dios! ¡Conocía su verdadera identidad!. ¿Cómo? ¿Y desde cuándo?

Los pensamientos se sucedían a gran velocidad. ¿Quién pudo haberle revelado su verdadera identidad? O para ser más preciso, ¿quién sabía del ardid de Hesketh-Haywood? ¿Quién sabía que vendría a Shenzhen? No Yuri Tarnapolsky. ¿Entonces quién?

Habrían enviado por fax las fotos de su rostro, habrían hecho conexiones. ¡Pero no tenía sentido! Alguien en el entorno del general debió reconocerle, alguien capaz de penetrar la fachada de bribón inglés. Alguien que le conocía; no había otra explicación lógica.

Cuando el general Tsai siguió viaje y el Daimler le arrojó una nube de escape en la cara, empujaron a Bryson hacia la entrada del almacén. Todavía le apuntaban con una pistola por la espalda. Midió sus posibilidades, y no eran muy favorables. Habría de soltar una mano, preferentemente la derecha, y coger la hoja de vanadio de la vaina del cinturón en un movimiento rápido y suave. Para hacerlo, sin embargo, tenía que provocar una distracción. Puesto que las instrucciones del general eran claras: iba a enfrentar la «muerte inevitable»: no vacilarían en abrir fuego, de ello estaba seguro, si de repente intentaba soltarse. No quería obligarles a seguir las instrucciones.

¿Entonces por qué lo llevaban al almacén? Miró a su alrededor, vio la inmensidad de las instalaciones que parecían una caverna y que evidentemente servían de distribución y depósito de mercancías para el automóvil. En un extremo había un enorme montacargas, lo bastante grande como para que entrase un tanque o un Humvee. El aire era acre, y olía a aceite para motores y a diesel. Había camiones, tanques y otros vehículos militares de gran tamaño dispuestos en hileras, muy cerca unos de otros, a lo largo de toda la planta del almacén. Parecía el área de depósito de un comerciante próspero de camiones o coches veloces, aunque las paredes y los suelos de cemento estaban mugrientos con manchas de aceite de motor y el residuo de los escapes.

¿Qué significaba aquello? ¿Por qué lo traían aquí, cuando podrían haberlo ejecutado fácilmente afuera, y donde no había testigos que no fueran militares?

Y entonces comprendió por qué.

Su mirada se fijó en el hombre que tenía delante. Un hombre armado hasta los dientes. Un hombre al que ya conocía.

Un hombre llamado Ang Wu.

Uno de los pocos adversarios a quien se había enfrentado y al que describiría como físicamente intimidatorio a todos los niveles. Ang Wu era un oficial renegado del ejército chino y estaba ligado a Bomtec, el brazo comercial del ELP. Ang Wu había sido representante del ELP en Sri Lanka; los chinos enviaban armas a ambos bandos en conflicto, para provocar disconformidad y sospechas, y así vendían el combustible más inflamable para una región en que los resentimientos estaban que ardían. En las afueras de Colombo, Bryson y el grupo de comandos que había reunido especialmente para la misión, salieron a interceptar una caravana letal de municiones que estaba bajo control directo de Ang Wu. En el tiroteo, Bryson hirió a Ang Wu en los intestinos y lo dejó fuera de combate. Se lo llevaron en helicóptero, aparentemente a Pekín.

Pero ¿hubo algo más en aquel incidente?, ¿tuvo un sentido oculto?, ¿había sido un plan en que él no era más que un peón? ¿Qué había realmente detrás de aquel ejercicio?

Ahora, Ang Wu volvía a estar delante de Bryson, con una ametralladora china AK-47 que le colgaba de un hombro con una correa de nailon. A cada lado de la cintura tenía una pistola. Llevaba bandoleras con proyectiles de ametralladora que le rodeaban el cuerpo como un cinturón y, envainados en los tobillos, tenía unos cuchillos resplandecientes.

A Bryson le apretaron aún más los hombros. No podía liberar la mano para coger el cinturón, no sin que le dispararan en el intento. ¡Dios mío!

Su antiguo enemigo se veía feliz.

—Hay tantas formas de morir —dijo Ang Wu—. Yo siempre supe que volveríamos a encontrarnos. Hace mucho tiempo que espero este reencuentro. —En un movimiento fluido, desenfundó una pistola, una semiautomática de fabricación china, la empuñó como si examinara su solidez, su poder para extinguir una vida—. Éste es el regalo que me ha hecho el general Tsai, su generosa recompensa por años de servicio. Un regalo sencillo: que a mime toque matarte. Será muy, ¿cómo decirlo?, íntimo y personal.

Esbozó una sonrisa glacial, un surtido de dientes muy blancos.

—Hace diez años, en Colombo, me quitaste el bazo, ¿lo sabías? Así que empecemos por allí. Por tu bazo.

En su imaginación, el enorme almacén se había reducido a un espacio muy pequeño, un túnel estrecho, con Bryson en un extremo y Ang Wu en el otro. No había nada más, sólo su adversario. Bryson respiró hondo.

—No me parece una pelea limpia —dijo con calma forzada, artificial.

El asesino chino sonrió y, estirando el brazo, apuntó la pistola a la parte inferior izquierda del abdomen de Bryson, al tiempo que quitaba el seguro, Bryson se abalanzó de golpe hacia adelante y giró el cuerpo en un intento por soltarse de sus captores, y entonces…

Hubo un ruidito como de tos, o una escupida, y un diminuto agujero rojo, como el principio de una lágrima, apareció en mitad de la ancha frente de Ang Wu. Se desplomó lentamente al suelo, como un borracho que pierde la conciencia.

Aiya! —gritó uno de los guardias, girando bruscamente, justo a tiempo para recibir un segundo proyectil con silenciador en la cabeza.

El segundo guardia chilló, quiso sacar su arma y cayó abruptamente al suelo; le habían volado un lado del cráneo.

Libre de golpe, Bryson se arrojó al suelo, y en el mismo acto giró y miró hacia arriba. En una pasarela de acero a unos siete metros de altura, un hombre alto y corpulento con traje azul marino se asomó desde una columna de cemento. Tenía en la mano una Magnum 357, con un largo cilindro perforado que se ajustaba al cañón y del que salía una voluta de humo. El rostro del hombre quedaba momentáneamente en la sombra, pero Bryson reconocía aquel pesado modo de andar.

El hombre corpulento sacudió la Magnum en el aire en dirección a Bryson.

—Cógela —dijo.

Bryson, atónito, cogió la pistola al vuelo.

—Me alegra ver que tus técnicas no se te hayan oxidado del todo —dijo Ted Waller mientras empezaba a bajar una serie empinada de escalones. El modo en que miró a Bryson pudo parecer divertido; sonaba sin aliento—. Lo peor está aún por venir.